Capítulo 7

7

La causante de tanto alboroto en el reino, cuitas a los Padilla y vacilaciones entre muchos nobles, que dudaban sobre a qué bando arrimarse, nada sabía de todo ello. No sólo ignoraba las tensiones causadas por su entrada en España, sino incluso la misma existencia de una mujer llamada María de Padilla. Algo sabían ya, en cambio, los embajadores castellanos que la acompañaban, por rumores que iban llegándoles según se acercaban a Castilla.

Los dos jefes de la embajada —Juan de Roelas, obispo de Burgos, y Alvar de Albornoz, caballero de Cuenca— tenían noticias vagas sobre que el rey había tomado amante mientras ellos estaban en Francia, negociando su boda. Amante que, al decir de muchos, le tenía atado a sus faldas. Chismes que se fueron confirmando al entrar en Cataluña, gracias a mensajes de amigos. Incluso, una carta de Fernando de Albornoz alertaba a su hermano Alvar sobre que algunos temían que el rey rehusase celebrar matrimonio.

Otros castellanos de la comitiva tuvieron también noticias, pero nadie mencionó nada a los del séquito francés. Así lo ordenaron los dos embajadores que, tras tantearse primero con medias frases, y comprobar que ambos sabían, discutieron el asunto largo y tendido. En cuanto a los franceses, dirigidos por el vizconde de Narbona, o nada sabían o no quisieron darse por enterados. O tal vez no dieron importancia al asunto, ya que en Francia, como en España, los reyes no sólo tenían amantes, sino que costeaban su posada, servicio y sustento con dinero del Tesoro.

Quien más empeño puso en ocultarle todo a Blanca fue Alvar de Albornoz. El caballero, que rondaba los cuarenta, era de modales y cordura más propios de los ancianos que han sabido aprovechar sus años. Alto, esbelto, de cabellos oscuros sembrados de canas, rostro agradable y expresión algo despistada, se había ganado el respeto de los caballeros franceses, tanto en París como durante aquel interminable viaje a Castilla. Su mesura, aun en momentos muy difíciles, su sensatez y, sobre todo, su bondad natural, hacían de él un espejo de lo que, en los reinos hispánicos, se llamaba un buen caballero.

Él, a su vez, había cobrado afecto a aquella dama francesa, destinada a ser reina de Castilla y que, a sus ojos, era poco más que una niña.

Blanca de Borbón tenía dieciséis años cuando los embajadores castellanos llegaron a la corte francesa en demanda de una esposa para don Pedro. Las negociaciones políticas, de dote y de arras habían sido largas y arduas, pero los castellanos estaban prendados de la hija del duque de Borbón. A una edad en la que muchas mujeres regían ya casa y criaban hijos, Blanca parecía no haber salido del todo de la niñez. De cabellos muy rubios, tez clara, rasgos finos y ojos azules, su porte y modales habían convencido a los embajadores de que, sin duda, sería difícil encontrar en toda Francia a una candidata mejor a reina de Castilla.

Los sentimientos de Blanca al respecto, por su parte, habían sido ambivalentes desde el instante en que su padre le anunció su decisión, que era también la del rey de Francia. Seis hijas tenía el duque de Borbón, educadas para piezas del complejo tablero político francés, destinadas a desposar a reyes y nobles tan poderosos como monarcas. Blanca, como sus hermanas, sabía desde niña su destino, y no se lo había cuestionado jamás. Pero siempre se imaginó casada con alguna de las piezas mayores del tablero: con señores de la talla del conde de Saboya o el duque de Flandes.

Su compromiso con el soberano de un lugar tan remoto y exótico, a sus ojos, como Castilla, la había llenado de desconcierto. Aquel enlace la alejaba del centro del tablero y de esas casillas ensangrentadas con nombres como Normandía, Bretaña, Guyena, Borgoña, para enviarla a una esquina y asegurar la alianza castellana.

Unas veces sentía desazón ante la idea de partir lejos de todo lo conocido. Otras alborozo al pensar en ser algo más que un peón de la política francesa. Castilla era un reino poderoso, casi mítico en Francia, que mantenía frontera y guerras contra los infieles. Luchas que, vistas de lejos, tenían tintes de cruzada, mucho más nobles que los conflictos feudales franceses.

Pero todo empezó a complicarse desde el preciso momento en que se cerraron los tratos matrimoniales. Problemas de todo tipo; tantos que, a veces, Blanca se preguntaba si alguien no habría recurrido a la hechicería para perjudicarla; un pensamiento por el que su confesor solía reconvenirla.

Juan II de Francia, antes ansioso de llegar a un acuerdo que asegurase boda y, por tanto, le garantizase el apoyo de la flota castellana frente a la inglesa, una vez cerrado, pareció perder de golpe todo interés. Puede que se viese acuciado por problemas más inmediatos, o tal vez había prometido lo que no podía cumplir; pero lo cierto es que hubo problemas con el pago de la dote. El cortejo de Blanca tardó meses en salir de París y, en vez de dirigirse a España, comenzó a dar vueltas por los caminos de la Provenza, ante la creciente irritación de los castellanos, que sabían muy bien a qué obedecía tanta demora[3].

En la frontera de Cataluña, Blanca se había despedido de su madre, Isabel de Valois, sintiéndose más perdida que nunca, y emprendió camino de Castilla junto a los embajadores castellanos y Almérico VII, vizconde de Narbona. El caballeresco rey de Aragón, Pedro el Ceremonioso, les había enviado guías, escoltas, provisiones y oficiales de su Casa con orden de proveer de cuanto pudiese necesitar la futura reina de Castilla.

Así que el primer contacto de Blanca con España fueron esas jornadas por tierras montunas, cubiertas de bosques, hasta llegar a Barcelona, donde recibió el agasajo de nobles, prelados, dignatarios y burgueses, pese a las relaciones difíciles que vivían las coronas de Aragón y Castilla en esos años.

De allí, por consejo del propio Ceremonioso, en vez de cruzar el reino de Aragón, cuyos caminos en esas fechas eran harto difíciles, bajaron hacia el reino de Valencia, para entrar por su frontera oriental en Castilla y, desde allí, subir rumbo noroeste hacia Valladolid. Fue durante esos días cuando se estrechó la relación entre Blanca y don Alvar de Albornoz. Pese a las tensiones surgidas con los delegados del rey francés, Albornoz siempre se había mostrado, no ya cortés, sino cordial con la infanta. Una vez cruzaron los Pirineos, viéndola algo mustia, no había escatimado esfuerzos para alegrarle el viaje y había sido él quien la invitó a cambiar litera por mula ensillada, y a viajar así, a menos que el día fuese lluvioso o de frío extremo. Los caminos eran malos y un periplo tan largo, en una litera que no cesaba de dar tumbos, no podía por menos que dejarla molida.

La visitaba en las pernoctas, si tenía ocasión. Unas veces tocaba el laúd para ella, otras jugaban al ajedrez y, a veces, le contaba detalles sobre la vida cotidiana en Castilla. Y fue durante una conversación de ese tipo cuando, para su desasosiego, se encontró discutiendo con ella, sin querer, el asunto de las amantes de los reyes.

Habían salido ya del reino de Valencia y viajaban por tierras del maestrazgo de Santiago, al sur de Cuenca. Durante esos días, les habían salido al paso no sólo señores y prelados con los suyos, sino también simples hidalgos y labriegos que se apostaban en las encrucijadas para contemplar arrobados a esa dama tan joven que viajaba sobre mula de jaeces fastuosos, envuelta en manto de pieles para protegerse del frío. Ella a su vez había observado con ojos curiosos las viviendas, los castillos, los ropajes usados en los lugares por donde pasaban. Especial atención le llamaron, en Valencia, los moriscos, de los que tanto había oído hablar, y que en esos días pudo ver por vez primera a la vera del camino, con sus túnicas largas y las cabezas ceñidas por pañuelos listados.

El día de la conversación, las nubes se habían abierto, para alivio de viajeros. Tras la llanada valenciana, el clima de la meseta castellana resultaba duro en extremo, pródigo en escarchas y nevadas. El día antes habían sufrido vendaval y aguanieve. Pero esa mañana, aprovechando que había despejado un poco, Blanca volvió a subirse a una mula guiada por palafrenero francés. Alvar de Albornoz había desmontado y, calzando botas recias, chapoteaba en el fango del camino a la par de la mula de la infanta, dándole charla.

Hablaban entre ellos en un idioma casi propio, mezclando latín, el castellano escaso de Blanca y el francés aprendido por Albornoz durante su estancia en París. Ella, en algún momento, se había interesado por la vida del caballero en su ciudad natal de Cuenca.

—La ausencia se te habrá hecho interminable —comentó, solícita—. Estarás deseando volver a ver a tu mujer e hijos.

—Por desgracia, mi esposa murió cuando la peste, señora —contestó él, con esa serenidad que le caracterizaba.

—Siento oír eso.

—Así lo quiso Dios. Todos perdimos a alguien durante la gran mortandad. Mi mujer era buena cristiana, así que confío en que el Señor la tenga en su Gloria, a salvo ya de dolores y penas.

—¿Cuántos hijos tienes?

—Seis, sin contar al infante Sancho, al que quiero como si fuese hijo mío.

—¿Infante? —Blanca, arropada en su manto, la cabeza cubierta por la capucha de pieles, para protegerse del frío y el viento, le miró desconcertada—. ¿Un hermano de don Pedro?

—Así es, señora. El rey don Alfonso me lo confió en persona, cuando el infante era muy niño. En mi casa y con mis hijos le he criado.

—Pero yo tenía entendido que don Pedro no tenía hermanos.

—Legítimos, no. —Se reacomodó la capa de cuero engrasado, vieja, cómoda y más sencilla aún en comparación con las pieles magníficas de la dama, para evitar que los bajos rozasen el barro y los charcos—. Don Sancho es uno de los hijos de don Alfonso y doña Leonor de Guzmán.

La confusión se esfumó del rostro de Blanca, como aventada por una ráfaga de ese aire que azotaba el camino.

—Ah. Un hijo bastardo. —Contempló curiosa al caballero—. Por tus palabras, entiendo que el padre del rey tuvo más de un hijo con esa señora.

—Diez, aunque no todos están vivos —repuso algo turbado Albornoz, intuyendo que él solito había metido la cabeza en la boca del lobo.

Blanca, malinterpretando sus reparos, le dedicó una sonrisa casi divertida.

—Que no te cueste hablar conmigo de ciertos temas. No me voy a asustar, ni a escandalizar. Me he criado en la corte de Francia, no en un convento.

—Os pido perdón, señora —se excusó Albornoz, los ojos puestos en los charcos del camino, más que contento por el equívoco.

—Diez hijos, dices. Esa mujer debe ser dama muy principal en Castilla, si compartió tanto con el padre del rey.

—Lo era. Ya murió —fue la respuesta. «Que se entere por otro de cómo fue su muerte y quién la hizo matar[4]», se dijo para sus adentros el caballero, antes de desviar la conversación—. En nada, supongo, nos alcanzará una escolta de caballeros de Santiago. Éstas son sus tierras y su maestre es, precisamente, don Fadrique, otro de los hermanos del rey.

—¿Escolta? ¿Hay algún peligro? ¿Infieles tal vez?

Albornoz se echó a reír. Tenía una risa fácil y sin malicia que alegraba el ánimo a la futura reina, aunque, a veces, sus carcajadas fuesen a costa de alguno de sus comentarios.

—Por aquí no hay más infieles que los moriscos que salen al camino, a saludaros. En Castilla hay muchos menos que en Aragón, y todos son gente pacífica y laboriosa. No. Los moros batalladores están más al sur y, desde que don Pedro reina, tenemos paz con Granada.

Blanca cabeceó. A sus ojos, España entera era lugar de frontera. Una impresión creada por las historias oídas de pequeña a los cruzados franceses que participaron en batallas tremendas, bajo los pendones de aquel mismo Alfonso XI que tan belicoso debió ser.

—Entonces, ¿para qué esa escolta?

—Porque vais a ser reina de Castilla. Por eso envió el rey de Aragón a sus caballeros a saludaros. Y por eso habéis de recorrer los caminos de Castilla con la dignidad que os corresponde. Don Fadrique es hermano del rey y maestre de Santiago. ¿Quién mejor que los suyos para daros escolta de honor?

Blanca aceptó aquello con otra inclinación de cabeza. Hicieron camino, durante un rato, en silencio. Los cascos de las caballerías y las botas de los de a pie chapoteaban en el barro con sonidos de succión. Algunas aves cantaban sobre los árboles desnudos del invierno, los arrieros daban voces, agitaban sus aguijas y, a intervalos, rebuznaba una u otra acémila. Nubarrones negros, henchidos de lluvia, surcaban el cielo a impulsos de un viento húmedo y gélido.

—¿Está don Pedro en Valladolid?

—Tengo entendido que no. Los mensajeros me han dicho que se encuentra en el sur, atendiendo negocios de Estado. Hubo una rebelión en la parte de Córdoba; nada serio, un ricohombre demasiado ambicioso. Ya está sofocada. Sin embargo, en Valladolid os está esperando la reina madre, para recibiros y cuidar de que nada os falte.

—Muy considerado de su parte. ¿Sabes algo de cuándo será la boda? Soy la última en enterarme de todo.

—No sé gran cosa. Aún hay mucho que hacer antes de la ceremonia. Hay que organizar…

—Pero ¿sabes algo de la fecha?

—No, señora. Supongo que sabremos algo concreto al llegar a Valladolid, pero imagino que será para mayo o junio.

—¿Tan tarde?

Se arrebujó en su manto de pieles y Albornoz volvió la cabeza para observarla unos instantes, sentada en la silla, balanceándose al paso de la mula, tan envuelta que sólo asomaba la frente, pómulos y unos ojos azules que no podían esconder la decepción. El caballero agitó la cabeza.

—Hemos sufrido retrasos considerables, señora. Y, como os comentaba, hay que organizar vuestra casa y preparar la ceremonia. Acudirá gente principal a las bodas, no sólo de Castilla, sino de los demás reinos. Viajar en esta época, entre el norte y el sur de Castilla, se hace arduo, porque la nieve cubre los pasos de montaña. Hay que… en fin, que se necesita tiempo para que algo como una boda real esté a punto.

—Supongo que tienes razón.

—Es comprensible la impaciencia. —El caballero esbozó una sonrisa benévola que no pasó desapercibida a la infanta.

—Me tratas como a una niña, don Alvar —sonrió ella a su vez.

—Será porque a mis ojos sois una niña, señora. Dicho sea con el debido respeto —respondió, con la confianza ganada a lo largo de ese viaje.

—No me disgusta. Es bueno saber que alguien se preocupa de forma sincera por ti, sobre todo cuando estás tan lejos de casa.

—Castilla se convertirá en vuestro hogar, poco a poco. En cuanto a mí, he procurado guardaros y aconsejaros bien, en la medida de mis posibilidades.

—Y espero que sigas haciéndolo en el futuro.

—Vais a ser reina de Castilla. No tardarán en sobraros vasallos y amigos. —Mostró una de sus sonrisas tranquilas—. Yo no soy más que un hidalgo de Cuenca, al que dos reyes han honrado con tareas de confianza. Pero, dentro de poco, no me necesitaréis para nada.

Blanca le observó, ponderando tanta modestia. Sabía que Alvar de Albornoz era señor de sus propias tierras, hombre de criterio y valor respetados, con amigos y familiares poderosos, entre estos últimos el cardenal Gil de Albornoz, brazo armado del papa Inocencio VI.

—Estoy hablando de amigos sinceros, no de aliados —respondió ella con calma—. Los amigos de verdad nunca están de más, ni sobran.

—Es cierto. En tal sentido, podéis contar conmigo, pase lo que pase. Tenéis mi palabra.

Recorrieron otro trecho en silencio. Albornoz tendió la vista, inquisitivo. Una nube negra y enorme cubría camino adelante, y estaba descargando, de forma que por allí era todo oscuridad.

—Se acerca una tormenta, puede que de granizo. Es mejor que os resguardéis en vuestra litera. —Por señas, indicó al palafrenero francés que guiaba a la mula que redujese el paso del animal.

—Te agradezco que veles tanto por mí —sonrió Blanca.

Observó a su vez el paisaje que se mostraba ante sus ojos. El cielo estaba medio cubierto por nubes oscuras a las que el viento movía a gran velocidad, de forma que campos y arboledas eran un ajedrez de claroscuros; unas zonas al sol, salpicadas de gotas de lluvia que relucían, otras nubladas por las tormentas. Y, más adelante, la carretera estaba casi en tinieblas. Al ver eso, sintió un escalofrío, casi un mal presagio.

Luego, ese momento pasó y, aceptando la mano que le tendía Albornoz, bajó de la mula para entrar en la litera y protegerse del chaparrón que ya se les echaba encima.