Capítulo 24
24
Si Fernando de Ayala fue a buscar a su hijo Pedro en los aledaños de la catedral fue porque, conociendo sus costumbres, suponía que habría asistido a la misa más temprana, la que se da antes del alba. No erraba; le descubrió entre los fieles que salían, resguardándose con capas y mantos contra lo helado del amanecer, caminando con el aire absorto del que anda en sus propios pensamientos. Vestía ropas negras talares, que le daban aspecto de erudito, roto por la espada al costado y la cofia de soldado en la cabeza. Fernando no pudo evitar sonreírse ante esa estampa, reflejo de lo contradictorio de su hijo, espejo a su vez de su tiempo; tan religioso como mujeriego, tan amigo de estudios como de cargos públicos.
Pedro se detuvo, sorprendido al encontrarse allí con aquel hombre recio que ya iba entrando en años, cubierto con ropas de viaje y goleta de grandes orejeras, custodiado por un vizcaíno flaco, de grandes barbas y aspecto sombrío, que era su guarda personal desde hacía casi diez años. El viejo Ayala —así le llamaban desde que su hijo comenzase a brillar en el firmamento de la corte, aunque a él tal apodo hacía que le llevasen los demonios— sonreía ante el asombro pintado en su rostro. Y Pedro, tras el primer momento de estupor, se adelantó, pisoteando la nieve, para abrazarle.
—Mejor no hablamos aquí. —Fernando, consciente de estar rodeados por los devotos que salían de misa, y de que había espías por todas partes, impidió cualquier pregunta de su hijo—. Vamos a pasear, que hace frío y así entramos en calor. Si es por alguna zona poco concurrida, mejor. Guía tú, anda, que conoces Valladolid mejor que yo.
Se alejaron de la catedral, padre e hijo del brazo, el guarda unos pasos más atrás. No tuvieron que saludar a nadie, ni entretenerse a conversar, ya que eran pocos los personajes de alcurnia que, a esas horas y con ese clima, se levantaban a oír misa. Anduvieron con cuidado, hollando nieves caídas esa misma noche. No nevaba ya, pero soplaba viento gélido del norte que agitaba ropajes, helaba el rostro y comenzaba a congelar ya el suelo. Nubes negras recorrían el cielo, en alas de ese viento norte, amenazando con volver a descargar en cualquier instante.
—¿Qué haces en Valladolid? —Perplejo, el joven Ayala comenzó a atosigar a su padre con preguntas, no bien se hubieron alejado unos pasos de la catedral—. ¿Cuándo has llegado? ¿Por qué no me avisaste de que…?
Su progenitor, sonriendo, alzó unas manos enguantadas para protegerse del chaparrón verbal.
—Llegué ayer a última hora. No te avisé porque fui directo a entrevistarme con el rey. No he venido por capricho, hijo, sino con una cuestión muy delicada entre manos.
—¿Delicada? ¿Qué ocurre, padre? —El viento le agitaba el ropón negro, y él se encasquetó más la cofia, para protegerse mejor del frío.
—De momento nada, pero ocurrirá. Estoy seguro de ello y quise poner al tanto a don Pedro. Lo creí mi deber, así como lo más prudente… pero ya no estoy tan seguro.
El viejo Ayala parecía disgustado y su hijo, que le conocía, no insistió de momento, sabedor de que esa forma suya de hablar —que mezclaba silencios con frases poco hilvanadas— era habitual en él cuando trataba de ordenar ideas. Así, a los pocos pasos Ayala padre preguntó:
—¿Qué se cuenta en Valladolid sobre la guerra con los de Alburquerque?
—Aquí les dan ya por vencidos. El maestre de Calatrava está preso, Alburquerque en Portugal y sus castillos sitiados. Es cuestión de tiempo que caigan, o se rindan, uno a uno.
—Los enemigos del rey arrinconados, sí… así parecían estar las cosas. —Fernando de Ayala meneó despacio la cabeza—. Pero tengo informaciones que indican que todo esto va a dar un gran vuelco. Por eso he venido a toda prisa a Valladolid, y con tanto secreto: para advertir a don Pedro.
—Suena alarmante. ¿Puedes comentármelo?
—Por supuesto —bufó, y el aliento le formó una nubecilla blanca—. El día en que no pueda confiar en mi propio hijo, más me valdrá estar muerto. Escucha: el rey ha sido un ingenuo al fiarse tanto de sus hermanastros; les ha dado demasiado poder, y ahora van a volverlo contra él. Enrique y Fadrique, que en teoría tienen en jaque a las plazas de Alburquerque, están negociando con éste para unir sus fuerzas contra el rey.
Pedro de Ayala, el ropón negro chasqueando al viento, se detuvo en seco.
—¿Qué certeza hay de eso, padre?
—Mucha, me temo. Y aún hay más: otro de los hermanos del rey, Tello, anda también dando pasos turbios. Hombres suyos han estado tanteando a los Parientes Mayores vizcaínos… fue así como tuve la primera noticia de esta conjura, gracias a algunos buenos amigos de Vizcaya.
—Si fuese cierto…
—Yo no tengo dudas de que lo sea. Tello es un intrigante; seguro que trata de sacar provecho sin quemarse los dedos; pero los gemelos parece que ya están metidos a fondo en la idea de guerrear contra el rey. No sé si la conjura llegará a cuajar, pero es seguro que ya está en marcha, y por eso quise alertar a don Pedro. —Se golpeó las manos enguantadas, lleno de frustración—. Tuve una entrevista privada con él anoche. Se mostró cordial conmigo, me escuchó atento… y nada más. Me agradeció los desvelos, pero su respuesta fue que ya había oído rumores similares. Que todo se debía a que sus hermanos están negociando con los alcaides rebeldes, y que eso es lo que ha dado pie a las malas interpretaciones.
Hizo una pausa, sombrío.
—Así que no he conseguido nada con este viaje… excepto quizá meterme en un buen apuro.
—¿Por qué?
—Porque si esta gestión que he hecho llega a oídos de los Trastámara, me veré en posición desairada.
Pedro asintió, los labios fruncidos. Los Ayala tenían enemigos jurados en Vizcaya, pues, sólo tres años antes, el cabeza de familia había ganado las Encartaciones para el rey don Pedro, tras batir a todo un ejército de vizcaínos, partidarios de Nuño de Lara. No era agradable la idea de que, ahora, las huestes de Tello pudiesen caer a sangre y fuego sobre las posesiones alavesas de la familia.
Se habían ido alejando de la catedral, entre el silbido del viento y copos sueltos de nieve, para cruzar una barriada que mostraba los estragos de la gran peste, ya que se veían algunas casas abandonadas, desprovistas de puertas y contraventanas, con tejados hundidos e incluso paredes derrumbadas; ruinas, algo ennoblecidas ahora por el blanco de la nevada.
—Estoy pensando en hablar con Henestrosa —abundó, reflexivo, Fernando de Ayala—. Contarle todo. Es cabal y tiene ascendiente sobre el rey. Quizás él pueda convencerle.
—Si hay una conjura en marcha, es posible que ya sepa algo. Pero no sé si en estos momentos serviría de algo recurrir a él.
El viejo Ayala frunció el ceño. Era público el enfriamiento de relaciones entre el rey y su amante María, lo que hacía que muchos se preguntasen cuánto tiempo conservarían los Padilla sus influencias y oficios, y llevaba a algunos a apartarse por prudencia.
—No me digas que Henestrosa ha caído en desgracia.
—Yo no diría tanto. Más bien parece que don Pedro le evita, como hace a veces con ciertas situaciones incómodas.
Una sonrisa de desdén le colgaba de la boca, lo que arrancó una mueca adusta a su padre.
—Al grano, hijo.
—Bueno. Creo que hay novedades que ignoras. El rey anda en un negocio que, de momento, no es muy sabido; aunque no creo que tarde en serlo. Algo de consecuencias difíciles de prever, que absorbe toda su atención y que puede explicar, en parte, la desidia con la que te ha atendido…
—Basta de rodeos —gruñó el viejo Ayala, que no tenía paciencia para la retórica—. ¿Qué ocurre?
—Que el rey no tiene ojos ni oídos más que para doña Juana de Castro.
—¿Eh? —Le miró desconcertado un instante, antes de torcer el gesto—. ¡Bah! ¡Asuntos de faldas! El rey se enfría con María de Padilla y se encandila de otra dama. Así ha sido siempre.
—No es tan sencillo, padre. —Se sujetó el ropón negro, contra el viento—. No es sólo que ande tras otras faldas. Es como si hubiera perdido la cabeza por esa mujer. De un tiempo a esta parte, no parece pensar en otra cosa que en ella. No se cuida de nada, no sigue más que sus pasos y, a mi entender, pudiera ser el motivo por el que no presta la atención debida a la guerra.
—Malo. —Agitó la cabeza, también incomodo por las ráfagas heladas—. Si algo ocurre una vez, pueden ser muchas las causas. Pero si pasa lo mismo dos veces seguidas, ya no es casualidad. Tenemos un rey al que le pierden las mujeres y eso es mal negocio. Sobre todo si descuida sus intereses y los del reino por andar con su amante.
—Ese es el problema: que Juana de Castro no es su amante.
Fernando de Castro se detuvo y miró a su hijo, exasperado.
—O yo soy tonto o tú no te estás explicando como debes.
—Lo que te cuento son rumores, aunque de buena fuente. —Pese a la irritación creciente de su padre, no pudo ahorrarse una pausa dramática—. Don Pedro pretende casarse con Juana de Castro.
—Pero ¿qué estupidez es ésa? —Silabeó la pregunta, como quien descarga martillazos sobre el yunque.
—Ninguna estupidez, por desgracia. Cuando te decía que el rey ha perdido la cabeza por Juana de Castro, no era metáfora. La conoció aquí, en Valladolid, y ahora es como si no hubiese nadie más en el mundo. Ella se ha dado cuenta de que el rey come de su mano de que estaría dispuesto a lo que fuese con tal de conseguirla. Es ambiciosa y sabe jugar: no se le ha entregado, con lo que ha conseguido encender aún más al rey. Si lo que me han contado es cierto, ella exige entrar en su cama como reina de Castilla.
—¿Y él ha accedido?
—Eso parece.
—¡Los santos nos asistan! —casi bramó, entre el silbido del viento. Tuvo que reprimir las ganas de llevarse las manos a las sienes—. No gobierna un rey con nada en la cabeza… o demasiado entre las piernas.
Su hijo, alto y ahora sombrío, envuelto en el ropón negro, no pudo por menos que asentir. El viejo Ayala, luego de unos instantes de silencio, prosiguió en tono más reflexivo.
—Pero don Pedro está casado. Castilla ya tiene reina, y eso es algo que nadie, ni siquiera él, puede cambiar.
—Algo debe de estar tramando. Por lo visto comentó, durante una partida de dados, que todo tiene solución, incluida la cuestión de su matrimonio con doña Blanca. Esas fueron sus palabras.
El viejo Ayala sintió ahora que le corría sudor por el cuerpo, pese al frío. Se arrebujó en sus ropas de viaje, estremecido.
—Por Cristo. Espero que no se le ocurra causar ningún daño a la reina —musitó.
—Yo también lo espero. Después de todo, la afirmación la hizo en el curso de una partida. Ya sabes: la sangre caliente, el vino corriendo, la lengua suelta…
—¿Cómo se tomará el reino esto, si sigue adelante?
—Correrá la sangre. Los señores andan levantiscos, molestos porque los Padilla acaparan los oficios mayores, y el pueblo soliviantado, por culpa de la peste, las malas cosechas y la carestía. El otro día, alguaciles del merino colgaron a un pobre cabrero que andaba profetizando grandes males para Castilla si don Pedro no volvía con su esposa legítima.
Reanudaron el paseo en un silencio lúgubre. La nieve crujía bajo sus botas y el viento silbaba en las esquinas, haciendo batir cuanto no estuviese amarrado. Los ojos del viejo Ayala se posaron en un lienzo de pared, resto de lo que fuese una casa, y su expresión se tornó aún más sombría al advertir que, contra ese muro, se recostaban varios cadáveres, medio cubiertos de nieve.
Se acercó a examinarlos, seguido de su hijo y el guarda. Un varón, una mujer, un viejo y tres niños de corta edad, apiñados. Debieron resguardarse contra esa pared muy juntos, como los perros, para darse calor. Por lo ennegrecido de los cuerpos, debían de llevar ya tiempo allí. El viejo Ayala meneó la cabeza. Ciudades y villas estaban llenas de refugiados del campo, fugitivos del hambre y la violencia. Unos se acomodaban y otros sufrían finales miserables en las callejas sembradas de inmundicias.
—Son malos años —apuntó filosófico su hijo, viéndole el gesto amargo.
Fernando de Ayala estaba recordando su viaje hacia Valladolid, entre tormentas de nieve. Había cruzado aldeas abandonadas, visto más muertos junto al camino, para pasto de alimañas, y, más de una vez, sus compañeros y él habían tenido que echar mano de las armas para rechazar a los lobos que, tan hambrientos como los humanos, corrían los campos blancos en grandes manadas.
—Malos, sí —convino con un suspiro—. Muy malos.
• • • • •
Las choperas junto al Pisuerga eran lugares despoblados en invierno, pese a su cercanía a Valladolid. No había frutos ni mucha leña que recoger, ni caza, y a veces los lobos se llegaban hasta esos parajes. Vagabundos y maleantes preferían otras espesuras para reunirse y era harto difícil, en época invernal, cruzarse con nadie, lo que las hacía idóneas para encuentros discretos. Por eso se citaron allí, una vez más, el rey don Pedro y Juana de Castro.
Se reunieron a la hora sexta, tras dejar atrás a sus escoltas, fuera de la vista pero al alcance de un grito. Algo que, además de darles intimidad y permitirles hablar sin testigos, suponía un alivio para don Pedro, consciente de hasta qué punto le hacía bailar aquella mujer a su capricho.
Bailar ni siquiera era metáfora porque, como en otras ocasiones, Juana de Castro se había mostrado tan juguetona como esquiva, sabedora de tener al rey en un puño. Cubierta con manto y capuchón de pieles, se movía con pies ligeros por la arboleda nevada, obligando a Pedro a girar alrededor de los troncos, que ella interponía de continuo entre ellos, a modo de juego.
—Nunca, nunca seré amante de rey —afirmaba de continuo, con chispas burlonas asomando a sus ojos verde gato, desde el fondo de su capucha de pieles—. O reina o nada.
—Reina. Tienes mi palabra.
Pedro, desplazándose a su compás por entre los chopos, le seguía el juego a disgusto, de la misma forma que la seguía en ese otro, más espinoso, de sus ambiciones. El rey vestía manto corto de pieles, que remataba unos dedos por encima de las rodillas, para mayor libertad de movimientos, y se tocaba con un gran gorro de orejeras, también de pieles. Tan tapados iban los dos que si alguien, por un casual, hubiese acertado a pasar y verles entre los árboles pelados, sólo con gran dificultad hubiera llegado a reconocerlos.
—Ya conocéis el dicho, alteza: palabra de rey, palabra de nada.
Juana de Castro sonreía al dar esas respuestas, para suavizarlas así un poco, y Pedro no conseguía enfadarse, o siquiera encontrar réplica adecuada. Entre los hombres de su cámara, había un aventurero de oriente; el tártaro Zorzo, al que había reclutado en Sevilla, un poco por svi habilidad con las armas, un poco por su carácter, un poco por lo exótico que era. Gustaba de contar sobre sus correrías y, alguna vez, entre dados y jarros de vino, había hablado de la locura de sed que sufren los náufragos que, tras días a la deriva, cometen el error de beber agua de mar. Quien eso hace, no consigue aplacar la sed sino, al contrario, sufrir cada vez más ansia. Y así se sentía don Pedro tras cada nuevo encuentro con la dama; con mayores deseos de volver a estar con ella.
—Las palabras, señor, son sólo eso: palabras. —Ella volvió a reírse, sin dejar quietos los pies. Tenía esa belleza casi mágica que adornaba a algunos de los Castro: rasgos delicados, piel fina, ojos verdes… también la ambición que se les achacaba a todos ellos. Y, en su caso, vina malicia natural que no conseguía sino añadirle encanto.
—Ya está todo arreglado —respondió él, hosco—. Antes de la primavera serás reina.
Hollaban con su danza la nieve caída la noche antes. No se oían apenas ruidos en la arboleda: algún relincho lejano, el rumor del agua del río, el crujir de la nieve bajo las botas; poco más. Juana de Castro, sin detenerse, escudriñó el rostro del rey desde las honduras de su capucha. Se habían conocido en Valladolid, cuando las malhadadas bodas, y luego hubo otros encuentros, en los que ella pudo leer en él como en un libro abierto. Cuando rechazó sus avances, él había porfiado; puede que por capricho, flechazo o por costumbre de hacer siempre su voluntad. Y así se habían embarcado en un tira y afloja que, con rapidez, se convirtió en un torbellino que podía acabar, para asombro de la propia interesada, con una corona real sobre las sienes de doña Juana.
—Reina de Castilla —precisó ella con sonrisa amable— significa para mí bodas reales, y ser proclamada como tal.
—Eso mismo entiendo yo.
—¿Y doña Blanca?
Pedro frunció el ceño, como siempre que le mencionaban el nombre de su esposa francesa.
—Ella no será obstáculo.
—Señor. —Juana seguía sonriendo, pero ahora hablaba con voz seria—. No deseo una corona ensangrentada.
—¿Quién habla de sangre? —Dejó entrever una sonrisa de lobo—. Dos obispos, reputados teólogos, están dispuestos a declarar nulo mi matrimonio.
Ella detuvo en seco su danza entre los chopos.
—¿Habláis en serio, alteza?
—Lo juro. Los obispos de Ávila y Salamanca van a proclamar la nulidad. Una vez hecho eso, seré libre de casarme contigo.
Ella clavó sus ojos verdes en los ojos del rey, como si buscase en ellos la veracidad o falsedad de sus palabras. Él aguantó el escrutinio con una mueca casi feroz que era involuntaria; porque, en presencia de Juana de Castro, por algún motivo, se sentía tan torpe como un patán.
—Muy bien, señor. —Ella meneó despacio la cabeza encapuchada—. Os tomo la palabra.
—Lo de la nulidad irá rápido. Así que tu tío Enrique y mi amigo Men de Sanabria pueden ir ya negociando arras, dote y demás detalles. Confío en que no tarden en llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes.
—Me parece bien. En vuestras manos, las de los obispos y nuestros representantes lo dejo, entonces, todo. Yo me voy a mi villa de Cuellar, a esperar noticias vuestras.
Se apartó, sin que el rey hiciese intención de retenerla, para alejarse por entre los troncos, en busca de su escolta. Tras unos pasos, se volvió para poner por última vez sus ojos verdes en los del rey.
—Y, recordad, señor. O reina o nada.