Capítulo 14
14
Podía decirse que Toledo estaba casi en estado de sitio, con guardias dobles y cerradas todas las puertas, menos la de la Bisagra, que se abría al camino de Ávila. Jinetes recorrían todas las rutas y la milicia concejil había sido puesta sobre aviso, en previsión de sorpresas. La ciudad era un puchero de rumores que desprendía aromas de miedo, alimentado por la especia de que Alburquerque se acercaba en son de guerra.
Pese a todo, el rey don Pedro no era de los de quedarse quieto, ni tras muros, y no tardó en salir de caza, ya que, aunque escaseaba la montería en los alrededores de Toledo, abundaban las aves, y el rey era gran aficionado a la cetrería. Por eso Ruy Cabeza de Vaca, cuando llegó con el mensaje de Alburquerque, se encontró con que el monarca estaba en la campiña, volando halcones, milanos y azores.
El mayordomo mayor llegó a lomos de una mula parda, de gran alzada, y con sólo tres guardas; hombres de jubones de cuero, manos fuertes, leales y hábiles con las armas. Él, por su parte, vestía ropas talares de viaje, a un tiempo sencillas y dignas; y, por respeto al rey, no portaba más armas que su espada.
Llegó hasta don Pedro justo cuando sus acompañantes y él acababan de comer. Estaba con el rey un séquito numeroso, formado por hombres y mujeres ya que, en Castilla, la cetrería era uno de los pasatiempos favoritos de las damas. Pero, en esos instantes, los cazadores se habían retirado a reposar la comida, a la sombra de unos chopos, mientras sirvientes y esclavos desmontaban las mesas. Bajo aquella chopera, se daban cita las sedas y cueros, los paños recios, los gorros de caza y los sombreros con velo; y predominaban, sobre todo, los tonos verdes y marrones.
Se escuchaba tañer y cantar porque, aunque aquel monarca era poco amigo de juglares, y sí de hombres de armas y astrólogos, había allí hidalgos que, además de blandir armas, sabían tocar instrumentos. Así que Cabeza de Vaca, al acercarse, envuelto en el polvo del camino, se encontró con que unos charlaban, otros dormitaban y algunos se entretenían a los sones de laúdes y guitarras mientras, algo apartados, los halconeros atendían a las aves, ahora encapuchadas.
Pero todos por igual se volvieron a contemplar al recién llegado; unos tan alertas como sus azores y otros con párpados entornados. Cabeza de Vaca dejó atrás mula y escolta, para adelantarse por entre los chopos, en busca del rey, y lo encontró en un lateral de la reunión, sentado junto a su hermanastro Enrique, discutiendo quizás algún asunto de Estado. Don Pedro, la cabeza rubia cubierta por un casquete sencillo, por el que escapaban cabellos rubios algo alborotados, puso sus ojos grises en el caballero recién llegado y, con gesto brusco, mandó a los monteros dejarle pasar, sin despojarle de la espada. Cabeza de Vaca se aproximó con paso lento, la zurda posada sobre el pomo de la lobera, como si avanzase por las salas de un alcázar real.
La música, los cantos, las conversaciones habían cesado, de forma que sólo se oía el susurro de las hojas agitadas por la brisa. Los presentes fueron poniéndose en pie, para acercarse a presenciar aquella entrevista, pues todos allí conocían a Cabeza de Vaca y su relación con Alburquerque. De esa forma, el emisario no tardó en tener una pared humana a mano izquierda, ya que esa era la zona en la que habían estado reposando los cazadores.
Hacía calor ya por esas fechas, y el rey estaba con el jubón desabotonado, para refrescarse un poco. Cabeza de Vaca no pudo evitar fijarse en el aire de familia que le unía con su hermano bastardo, don Enrique, pese a que éste era más bajo y de facciones menos duras. La mayor diferencia estaba en los ojos, dado que los del rey eran grises, en tanto que los de su hermano eran verdes, con cerco oscuro y un mirar desconcertante.
Don Pedro ahuyentó de un manotazo a una mosca, antes de, con otro ademán, invitar a Cabeza de Vaca a llegarse a unos pasos. El mayordomo mayor se acercó, para doblar la rodilla con dignidad. Después, a una nueva seña del monarca, se puso en pie; aunque no tuvo tiempo de pronunciar cortesía alguna, puesto que el rey le interpeló con esa brusquedad que tan propia le era.
—Cabeza de Vaca, buen amigo. ¿Tan urgente es tu recado que tienes que venir a buscarme al campo, con el calor que hace?
El tono era amable, el fondo no. Pero Cabeza de Vaca no era hombre que se acobardase por poco.
—Os ruego que me disculpéis si resulto inoportuno, pero me trae un mejor servicio a los asuntos del reino.
—Esos asuntos irían mejor si fuese tu señor quien hubiera venido a discutirlos. Él, en persona. —Los ojos entrecerrados, abarcó con la mano a los que se habían congregado a su derecha—. Casi todos mis oficiales están ya en Toledo, desde hace días. ¿Por qué sigue ausente mi canciller mayor, pese a los apremios que le he mandado?
Cabeza de Vaca, parado al sol, la zurda sobre la espada, observó imperturbable al rey y su hermano. De soslayo, calibraba también las expresiones de los espectadores: unas de curiosidad, otras hostiles y no pocas neutras. El sol, al colarse por entre el follaje, moteaba al monarca y su hermano de luz y sombra, como leopardos sentados. Se oía volar a las moscas y la brisa hacía oscilar las copas de los chopos, con murmullo de hojas estremecidas que subía y menguaba como las mareas.
—Don Juan Alfonso me manda a deciros que os besa las manos y se encomienda a vuestra merced. Es cierto que venía hacia Toledo; pero supo que algunos que aquí están, a vuestro lado, os están hablando mal de él. Que buscan perjudicarle y por eso se detuvo…
Un rumor sordo nació entre los cortesanos allí presentes, como una ola de indignación, en voz baja. Cabeza lo aguantó sin amilanarse, o darse siquiera por aludido. Y algunos no se contentaron con eso.
—¡El único malo es tu señor, que viene hacia aquí con todo un ejército! —le increpó Pedro de Villegas, olvidando el protocolo.
—¡El rey le mandó despedir a sus soldados y presentarse sin demora! —casi vociferaba Ruy de Atienza—. ¡Si no lo ha hecho es porque trama traición!
Cabeza de Vaca ni se dignó volver la cabeza hacia los que le recriminaban.
—Alteza —prosiguió en vez de eso, con voz calma, apenas se aquietaron un poco las voces—. He de recordaros, pues es mi obligación, que mi señor estuvo siempre junto a vuestra madre, aun en los momentos más difíciles, y bien sabe Dios que los hubo. Fue ayo vuestro. Pasó fatigas y peligros por servir a vuestra causa, cuando sólo erais un niño. Siempre os fue fiel y no comprende por qué albergáis ahora recelos contra él. Me manda deciros que, si creéis que os ha servido mal en algo, o con poca diligencia, está dispuesto a rendir cuentas de todo.
Hizo una pausa. Seguían las voces, porque unos hablaban entre ellos y otros se dirigían a él en malos términos. Alzó un poco el tono.
—En cuanto a mí, soy vasallo de don Juan Alfonso y me honro de ello. No estoy dispuesto a consentir que nadie le falte al respeto en mi presencia. Si alguien tiene algo con él, aquí me encuentra ahora a mí para responder en su nombre. —Y palmeó la empuñadura de su espada.
Aquel gesto, que no dejaba lugar a dudas, levantó más gritos y voces ásperas. Si unos observaban sin mudar de gesto, o incluso aprobando con la cabeza esa actitud, otros —pálidos, o congestionados de rabia— daban muestras de querer aceptar el desafío.
En pleno alboroto, tanto don Pedro como su hermano se mantenían impasibles. El primero con el mentón sobre el puño, el segundo las manos en los muslos, los dos contemplando curiosos la escena. Cabeza de Vaca aguantaba el chaparrón con el ceño fruncido, consciente del peligro que corría, ya que los reyes de Castilla, a menudo, habían antepuesto su enojo a la inmunidad debida a los mensajeros. El propio Alfonso XI, en más de una ocasión, había dado muerte cruel a mensajeros que tuvieron la desgracia de irritarle o, tan sólo, de llevarle malas noticias.
Tuvo suerte de que, como estaban de caza, ninguno de los allí presentes ciñese espada. Pero, como más de uno pedía ya a gritos un arma, se interpuso un hombre recio, de hombros anchos, cabellera espesa con sienes canas y gran mostacho negro.
—¡Basta! —Juan de Henestrosa estaba rugiendo a su vez—. ¡Nada de espadas! ¿Qué son todos estos gritos? Olvidáis que estáis en presencia del rey.
Eso apaciguó a algunos, pero hizo que, a cambio, otros se encarasen indignados con él. Vociferaban que no estaban dispuestos a tolerar que un banderizo de Alburquerque les hablase en ese tono. Los halconeros, que acariciaban a sus aves para sosegarlas, seguían atónitos el altercado; y el montero mayor había ya alertado con gestos discretos a los suyos, para que estuviesen prestos a intervenir si llegaban a las manos. No en vano, aquellos oficiales reales, además de atender a las monterías del monarca, rastreaban fugitivos para los alguaciles y guardaban al propio soberano cuando estaba en el campo.
El tumulto seguía. El rey y su hermano continuaban sentados, observando, mientras Cabeza de Vaca permanecía en pie, los ojos puestos en ellos, ignorando a los que le increpaban. Al lateral se arremolinaban hidalgos y nobles, unos agitando el puño y dando voces, otros un paso atrás y callados, en tanto que las damas se habían retirado aún algo más. Y, entre los cortesanos furiosos y el emisario, Henestrosa interpuesto, que parecía a su vez presto a enzarzarse a cuchilladas con quien fuese menester.
—¡No puedo creerlo! —bramó, para imponerse a fuerza de pulmones sobre los gritos—. Ruy de Cabeza viene en nombre de su señor. ¿Dónde está el respeto que se le debe? ¡Esto es una vergüenza!
Con sus voces, logró apaciguar algo el escándalo, más porque muchos temían la enemistad de hombre tan poderoso que porque les convenciesen las razones que estaba dando. Pero no todos sosegaron su ánimo.
—¡Este vocero de Alburquerque nos cuestiona! ¿Tenemos que aguantar insultos? —casi le gritó a la cara Ruy de Atienza.
La mano del consejero real se le fue, sin pensar, al pomo del cuchillo que llevaba al cinto; gesto que hizo recular un par de pasos al otro, al tiempo que también buscaba con la empuñadura de su arma. El silencio se hizo bajo las sombras de la alameda. Henestrosa y Atienza se observaron ceñudos unos instantes, prestos a atacarse con hierros desnudos, ya que el primero sentía especial antipatía por el segundo, y éste lo sabía. Atienza era uno de esos a los que llamaban «de la cámara del rey»: hombres que no ocupaban oficios concretos en su Casa, pero que siempre le andaban cerca. Recibían del monarca sustento, le acompañaban en sus correrías, realizaban encargos delicados para él y a veces le aconsejaban, por lo común para mal. Henestrosa, aun admitiendo que entre ellos los había de toda ralea, tenía a muchos por parásitos y malos y, a aquel Atienza en concreto, por uno de los peores. Habló con suavidad, la mano junto al cuchillo.
—Aquí se han dicho palabras gruesas sobre Alburquerque y mosén Ruy no ha hecho más que salir en defensa de su señor y amigo. Ha indicado que está dispuesto a medirse con quien haga falta, por tal asunto. ¿A quién puede molestar eso? ¿Hay algo que reprochar en una actitud así? Yo más bien la encuentro loable.
De nuevo, unos asentían, en tanto que otros le observaban ceñudos. Atienza hubiese replicado, pero el rey hizo un gesto brusco y eso bastó para cerrar la boca a todos. Los ojos grises de Pedro se encontraron con los oscuros de Cabeza de Vaca, que en ningún momento había vuelto la cabeza hacia su izquierda. Se pronunció con suavidad.
—Don Juan de Henestrosa habla con sensatez, como siempre. La lealtad es una virtud digna de aplauso y, si uno es capaz de poner en riesgo la vida por mantenerla, mucho más entonces.
Hizo una pausa, frunció los labios.
—Me dice Alburquerque que he prestado oídos a insidias. Eso no es más que una suposición, ya que ninguno de mis hombres ha alzado una mano contra él ni los suyos. Yo diría, más bien, que ha sido él quien ha dado crédito a rumores. Ha temido que yo estuviese mal dispuesto contra él y por eso no se ha presentado en Toledo. Mi respuesta es que lo que ha de hacer es venir a mi encuentro y ocupar su lugar en la corte.
Cabeza de Vaca puso una rodilla en tierra, para dar a entender que había oído y comprendido. El rey alzó la diestra.
—Estamos en mitad del campo. Tu diligencia te honra, pero aquí no podemos resolver el asunto. Ven luego al alcázar y mis cancilleres te expedirán todos los documentos necesarios para asegurar a don Juan Alfonso.
Cabeza de Vaca, aún arrodillado, inclinó la cabeza. Luego, al ver como el rey giraba la cabeza para seguir conversando con su hermanastro, que no había despegado los labios durante todo el incidente, supo que la audiencia había terminado. Se puso en pie y se retiró, primero reculando unos pasos y luego volviéndose. Un par de monteros reales, por indicación de Henestrosa, le acompañaron a él y a sus guardas hasta Toledo.
Hug Benavent, presente en Toledo justo en esa época, conoció de primera mano las turbulencias que sacudieron a la ciudad durante esos días. Había llegado desde Valladolid, acompañando a algunos de los que salieron a reunirse con el rey, y no tardó en encontrar acomodo en aquella urbe antigua, llena de oportunidades para un hombre como él. Por eso pudo ser prolijo en sus informes al almirante de Cataluña, Bernal de Cabrera y, además de dar cuenta de cuanto había ocurrido, apuntar explicaciones posibles para los sucesos.
Bernal de Cabrera usaba un sistema para recabar información que, si bien no era nuevo, sí resultaba útil y seguro, ya que su red de espías no usaba cartas. Había dos razones para ello: una era el riesgo de que fuesen interceptadas; la otra, que algunos de sus agentes más valiosos eran analfabetos. Por eso, entre los hombres de Cabrera había gente trashumante, dotada de buena memoria y capaz, por tanto, de viajar con libertad por los reinos hispánicos y transmitir con fidelidad las palabras escuchadas.
En esos días, Benavent se entrevistó en Toledo con uno de tales hombres: un saltimbanqui portugués que iba errante por toda la Península, en solitario o unido a otros de su misma profesión. Contorsionistas y saltimbanquis, como ya había descubierto el viajero de Alejandría, ocupaban los peldaños más bajos de los juglares, ya de por sí muy abajo en la escala social. Y aquél era sucio y desastrado, como casi todos los de su profesión, esquelético, picado de viruelas y con aire de canalla. Pero Benavent sabía que Cabrera elegía a sus agentes con cuidado, así que no dudó en confiarle su mensaje.
Aquel vagabundo, que también cantaba y recitaba, gozaba de memoria excelente, gracias a haber sido entrenado desde niño para retener romances y poemas, lo que le hacía idóneo para esas misiones. La excusa para encontrarse con Benavent fue un dolor de huesos, real. Le visitó en su posada, que era donde el segundo ejercía como físico, astrólogo y geomante, actividades todas en las que ya se había labrado una reputación. Al hombre de Alejandría no le sorprendió descubrir que el juglar era de inteligencia mucho más despierta de lo que su aspecto podía inducir a pensar. También resultó un hombre callado, uno de esos que no sueltan más palabras de las imprescindibles.
Tras atender a su dolencia, Benavent le dio su mensaje de palabra. Se había acomodado con facilidad en Toledo, donde la peste se había cebado con los médicos judíos de la ciudad. La escasez de físicos, unida a las leyes castellanas contra los gremios, así como su valía, le habían conseguido en apenas nada una clientela de buena posición que, a menudo, dejaba escapar informaciones valiosas.
—Es de todos conocido el encuentro que tuvo don Pedro con Ruy Cabeza de Vaca. Yo he escuchado pormenores, por boca de varios testigos presenciales, y quiero darte mi versión de los hechos, por si fuese de alguna utilidad a nuestro amigo.
«Nuestro amigo». Así llamaban sus agentes al almirante, con la esperanza de que, si alguien escuchaba lo que no debía, tomase la conversación por casual. Benavent y el juglar estaban sentados frene a frente, en el cuarto donde el primero atendía consultas, en su posada, casi cabeza con cabeza, para no levantar la voz.
—El rey entregó a Cabeza de Vaca cartas de seguro para Alburquerque, quien, entretanto, se había vuelto por donde había venido, a Valladolid. Pero a don Juan Alfonso no han debido parecerle garantía suficiente, ya que no se ha presentado todavía ante el rey. Sé que se ha reunido con su amigo Juan de Prado, el maestro de Calatrava, para discutir sobre qué hacer. Si mis informaciones son ciertas, decidieron no venir a Toledo y refugiarse ahí donde pueden hacerse fuertes y sentirse seguros.
»Alburquerque ha partido hacia Carvajales, cerca de la raya de Portugal, donde tiene plazas fuertes y cuenta con vasallos y soldados que le protejan. En el caso del maestre, ha preferido incluso abandonar Castilla y buscar asilo en Alcañiz, que es una propiedad que tiene Calatrava en Aragón.
»Esa actitud ha sembrado la inquietud entre los hombres que rodean al rey, como podrás suponer. La desconfianza de don Pedro fue atizada por arribistas e imprudentes y, ahora que las ascuas sopladas han dado fuego, la cosa tiene mal remedio. Crece el temor a lo que puedan hacer Alburquerque y el maestre, por no hablar de los nobles que se han quedado junto a las reinas, en Valladolid. Muchos hidalgos y pecheros los ven como paladines de la pobre reina Blanca, y eso resulta incómodo.
»Confío en que transmitas, palabra por palabra, lo que te estoy contando. Lo juzgo importante. A mi entender, el miedo alimenta esta crisis que se vive en Castilla, y quisiera que el almirante estuviese informado de tal opinión. Alburquerque y el maestre temen por su vida. Don Pedro, a su vez, recela de las intenciones que puedan albergar dos magnates tan poderosos. El miedo lo envenena todo, encona las posturas y puede acabar desatando un conflicto que casi nadie desea.
—Quien tú ya sabes —apuntó con voz bien timbrada el juglar, que no apartaba los ojos de él— está muy interesado en saber qué explicaciones se dan sobre el fracaso de la boda.
—Bueno. —Benavent reflexionó unos instantes, porque él mismo había oído de todo al respecto—. Son muchos los que darían una mano por saber de verdad qué ocurrió. Nadie puede dar razón verdadera y todo, se diga lo que se diga, son especulaciones. Castilla entera vive desconcertada, como supongo que tú mismo habrás podido ver.
—Sí.
—Yo no sé más que nadie y sólo puedo repetir lo que se comenta. Eso que quede claro. Unos culpan a la pasión ciega que siente don Pedro por María de Padilla; un amor tan fuerte que hace que le repugne siquiera la idea de rozar a otra mujer. Los hay que dicen que no compartió el lecho con su esposa ni una sola de las dos noches que estuvieron juntos.
»Circulan ya al respecto cantares, pero seguro que tú habrás oído más que yo. Una de esas canciones dice que María de Padilla consiguió que un hechicero judío maleficiase la relación entre don Pedro y doña Blanca. ¿No lo has escuchado?
—He oído romances sobre hechizos y pócimas. ¿Crees que han embrujado al rey?
—No. Eso son majaderías.
—¿Entonces?
—Te daré mi propia opinión. Don Pedro creció apartado de la corte y los asuntos de Estado. No recibió la educación de un príncipe destinado a reinar. Eso es culpa tanto del abandono de su padre como de las maquinaciones de su madre. Ella y Alburquerque querían seguir gobernando a través de don Pedro, cuando heredase el trono; y ahora llegan las consecuencias. Don Pedro no tuvo ocasión de adquirir los modos propios de un soberano. Suma a eso su temperamento impulsivo y colérico, y que no está acostumbrado a que nada se oponga a su capricho, y quizá tengamos una pista de por qué se comportó de forma tan vergonzosa. Esa boda le pesaba y salió corriendo; así de fácil, como un niño mimado que esquiva una lección enojosa.
»Además de eso, circula entre gente que sabe un rumor que puede interesar a nuestro amigo. Se dice que, en este asunto, anda también por medio la dote de doña Blanca. El rey de Francia prometió 300.000 florines, de los que ni uno sólo ha llegado a Castilla. Parece que a don Pedro le gusta en exceso el oro. Cuentan que, tras la boda, coaccionó a su esposa, tratando de saber si el rey Juan piensa cumplir sus compromisos.
—¿La pegó?
—Nadie puede afirmar tal cosa. Dicen que la pobre doña Blanca, aterrorizada, acabó por confesar que su tío, el rey de Francia, pasa por grandes apuros económicos. Desea la alianza con Castilla y la ayuda de su flota, pero no puede desembolsar una suma tan grande.
—¿Será ésa la causa?
—Insisto en que se juntan varios factores. El rey ama con locura a María de Padilla y no fue a esa boda sino a disgusto. Carece del freno de los que se han educado desde niños en las obligaciones de su rango. Cuando tuvo la certeza de que Juan de Francia no iba a pagar la dote, debió estallar como una carga de pólvora. Abandonó a su mujer sin importarle el escándalo ni las consecuencias.
Hubo un silencio entre ellos.
—¿Algo más? —preguntó por fin el contorsionista.
—Sí. —Benavent paseó, al descuido, los ojos por su habitación: la mesa, el camastro, el arcón donde guardaba ropas y pertenencias—. Quiero que transmitas algo más a nuestro amigo, a título ya personal.
Se puso en pie.
—Fue nuestro amigo el que me animó a venir a Castilla y por ello tengo que darle las gracias. Hay mucho que aprender aquí, sin duda, y la vida es más fácil para alguien como yo, gracias a la prohibición de los gremios, que permite a forasteros instalarse y ejercer sus oficios con libertad por todo el reino. Pero deseo hacerle saber que el estado de las ciencias, en Castilla, no es tan floreciente como él supone.
»Estuve en Montpellier y, en efecto, todos dicen que no es lo que era, pero a eso añado que Castilla tampoco. Conozco a eruditos que se quejan justo de eso. En las últimas décadas, aquí se ha relegado el estudio de ciertas materias en beneficio de otras, lo que es un error, ya que todas las ciencias son útiles por igual.
»Culpan de esta decadencia al rey Alfonso Décimo, al que llaman el Sabio, porque dio primacía al estudio de materias como la astrologia o la teología, en detrimento de otras como la geometría o la medicina. Esa política se mantiene, con gran daño para el reino, y, aunque cada vez hay más universidades, los hay que hablan con nostalgia de la época previa a Alfonso Décimo. Se refieren a ella casi como a una Edad de Oro, ya perdida.
»Comprendo que en Aragón se mencionen con gran respeto las universidades castellanas. Esa Edad de Oro existió de verdad y es lógico, en los malos tiempos, pensar que, en otros lugares, las cosas van un poco mejor.
Se quedó callado unos instantes, luego meneó la cabeza.
—Eso es todo. Cuento con que transmitas mis palabras con fidelidad a nuestro amigo. Hazle saber también que me tiene a su disposición para lo que sea menester. Y, en cuanto a tus dolores, toma lo que te he dicho, en las cantidades indicadas. Las dosis y los tiempos son tan importantes como la composición misma. Que tengas buen viaje y Dios te guarde.