Capítulo 39
39
Solía decir Juan de Beaumont que la Fortuna es rueda que siempre está girando. Pedro Carrillo, más prosaico, afirmaba que a muchos los matan justo cuando creen estar venciendo, y a otros tantos cuando menos lo esperan y más seguros se sienten. Dos máximas que acudieron a la cabeza a Martín el día de Navidad, cuando su señor le despertó a puntapiés para ponerle al tanto de las novedades. Pese a ser casi mediodía, el muchacho había estado durmiendo en una esquina, sobre yacija y cubierto de mantas, ya que, como muchos otros, había bebido de más durante la Nochebuena.
La noticia de la prisión de los consejeros reales había corrido por todo el reino, por lo que no tardaron en repicar campanas en muchas poblaciones, saludando que el rey hubiese aceptado destituir a los Padilla y volver con su legítima esposa. Se celebraron grandes fiestas en Toro, que culminaron con la boda entre don Fernando de Castro y doña Juana, hija del rey Alfonso XI y Leonor de Guzmán, la única hembra de los Trastámara, para sellar la alianza entre dos familias tan poderosas.
Y, mientras el alborozo cundía por el reino, los miembros de la hueste negra, considerando que ya habían cumplido la voluntad de su difunto señor, Alburquerque, acordaron entregar a la tierra sus restos. Así se hizo en el monasterio de la Espina, con la asistencia de su viuda, Isabel de Meneses, sus vasallos, encabezados por Cabeza de Vaca, y multitud de grandes del reino. Aquel entierro fue casi la última ocasión en la que alguien pudo ver juntos y bien avenidos a tantos grandes de Castilla.
Cuando Martín, pateado sin compasión por Pedro Carrillo, acertó por fin a abrir los ojos, no necesitó más que una ojeada al rostro de su señor para comprender que algo serio pasaba. Se incorporó en la yacija, legañoso, pero el caballero no le dio tiempo a preguntar nada.
—El rey se ha escapado, Martín —le informó—. Se avecinan tiempos difíciles.
—¿Cómo es posible? —Alelado, apartó las mantas y se puso en pie, en camisa interior.
—Salió esta mañana temprano, de caza, y aprovechando que hay niebla, tomó camino de Segovia.
El mozo se llevó las manos a las sienes, antes de alargar la mano hacia jubón y calzas, tiritando. Pedro Carrillo, meneando la cabeza, se preocupó de avivar el brasero, pues la habitación estaba helada. La noche anterior se había celebrado un gran banquete, con abundancia de viandas y correr de vino, en el que tomaron parte altos y bajos, y que resultó una especie de remate a los festejos por el final de la guerra. Se comió y bebió sin medida, y muchos aún dormían los excesos, como era el caso de Martín hasta hacía sólo unos instantes. Pero el rey don Pedro, de natural frugal, había comido lo justo y bebido apenas nada, y estaba en pie antes del alba, listo para salir de caza. Ya en el campo, como los que debían custodiarle dormían la borrachera y había además niebla, se había alejado de su casi prisión de Toro sin que nadie le estorbase. Habían tardado largo tiempo en dar siquiera la alarma.
—El rey no se ha ido solo, ni ha sido algo espontáneo. Samuel Levi ha huido con él, y les acompañan por lo menos doscientos de a mula y a caballo. Sin duda ha tenido cómplices. Debieron organizado todo el banquete de anoche, y si sacaron tanto vino, ahora lo veo claro, fue para facilitar la escapatoria.
—¿Cómplices? ¿Quiénes?
Pedro Canillo sonrió con dureza, mientras atizaba los carbones.
—¿Quiénes crees tú? Señores ambiciosos, dispuestos a la traición a cambio de feudos y cargos. Todo cuanto habíamos logrado se ha desvanecido en un soplo. Comenzará de nuevo la guerra y, ahora, habrá que ver quién está de cada lado. Espabílate, que nos esperan días de mucho ajetreo. Se acabaron las fiestas.