Capítulo 44

44

Leonor de Sicilia encontró a don Pedro de Aragón tan alterado, aquella tarde de noviembre, que llegó a temer que tanto trabajo y preocupaciones le hubiesen hecho recaer en sus dolencias. Estaba el rey de paso en Perpiñán, y, además de los asuntos ordinarios del reino, ultimaba su viaje a Aviñón para entrevistarse con el Papa, además de negociar la boda de su hija Constanza con el rey de Sicilia, sin por eso quitar ojo de Cerdeña, de donde había regresado tras pacificar la isla, a costa de mucha sangre y esfuerzos y sin saber en verdad por cuanto tiempo. Pero, para gran asombro de la reina, nada de eso turbaba el ánimo del Ceremonioso.

—¿Yusuf?

Ella le miró más que perpleja, al oírle pronunciar el nombre del rey moro de Granada. El viejo Yusuf, rey durante largos años, había sido asesinado hacía sólo unos días por un loco, mientras rezaba en su mezquita.

—¿Es que hay noticias nuevas?

—No. Parece que, en efecto, fue obra de un demente. Le atacó y apuñaló varias veces, antes de que los guardias pudieran reducirle. Quedó Yusuf muy malherido y no llegó siquiera a la noche. En el momento del atentado, la mezquita estaba abarrotada y el populacho, enfurecido, arrolló a los soldados e hizo pedazos al asesino.

—¿En qué nos afecta eso a nosotros?

—Ya veremos. El nuevo rey será el hijo mayor de Yusuf, Mohamed, que, por lo que sabemos, es un hombre pacífico, más amigo de las artes que de las armas. Lo más seguro es que renueve las treguas con Castilla y no se mezcle en aventuras militares con los benimerines, suponiendo que ésos estén en condiciones de emprender alguna.

La reina había encontrado al Ceremonioso en un gabinete improvisado en su residencia de Perpiñán, cubierto de ropón púrpura, con su sempiterno casquete rojo, entre multitud de documentos que abarrotaban todas las mesas, a la luz de unas cuantas velas distribuidas de forma anárquica. Al observarle, reparó de nuevo en lo mucho que le había castigado la campaña de Cerdeña. Tribulaciones, noches en vela, combates, negociaciones y fiebres tercianas habían enflaquecido al monarca y minado su salud.

—¿Por qué te conturba la muerte de ese infiel? No sabía que hubiese nada entre vosotros dos.

—Y nada había. Nunca le aprecié. No sólo era un pagano y un enemigo, sino también un débil. Y no me gustan los débiles. Pero tienes razón: su muerte me ha afectado.

—¿Por qué?

—Porque Yusuf era parte de los viejos tiempos. —Los ojos oscuros le ardían, como con fiebre—. Los dos Alfonsos y yo libramos una guerra terrible contra la coalición de benimerines y granadinos. Sé que me lo has oído contar docenas de veces. Aquélla fue una guerra gloriosa y ahora veo que fue la mejor época de mi vida, la de las grandes empresas y las hazañas desesperadas. Alfonso de Castilla se fue hace unos años, cuando la gran peste. Y, ahora, al enterarme de la muerte de Yusuf, he sentido una extraña comezón… como la certeza de que mi tiempo, poco a poco, empieza a pasar.

—Comprendo. —Tras una pausa, la reina optó por cambiar de tema—. ¿Qué sabemos de Castilla?

—Don Pedro va aplastando poco a poco la revuelta. La reina doña Blanca sigue presa en Sigüenza y los jefes rebeldes que restan siguen en Toro. Aparte de eso, sólo quedan unos cuantos focos de sublevación, que supongo que irán cayendo.

Doña Leonor asintió, pues conocía ya los hechos clave. Tras la caída de Toledo, en el mes de mayo, la guerra se había inclinado del lado de Pedro de Castilla. Con la reina presa, consiguió la neutralidad de Cuenca, antes de subir al norte y sitiar Toro, refugio de Maria de Portugal y algunos jefes rebeldes, como don Fadrique y Pedro Carpentero. Otros habían preferido escapar a Galicia, caso de Fernando de Castro o el conde Enrique, aunque este último había dejado en Toro a su esposa.

El verano y comienzos del otoño fueron pródigos en combates y asedios, con suerte diversa para el rey de Castilla, que, pese a algunos reveses ante poblaciones aún rebeldes, iba sometiendo a todo el reino. No habían faltado episodios que ilustraban lo errático del carácter de don Pedro, como cuando primero hizo maestre de Alcántara a Diego de Zeballos, aquel que le avisase de la traición de sus hermanastros, para, al cabo de sesenta días, deponerle y meterle preso, incitado por enemigos del caballero.

—¿Y Fernando? —se interesó la reina.

—Ahí sigue, intrigando. He requerido de nuevo al rey de Castilla para que le pare los pies, en lo que a los intereses de Aragón toca. Pero ya veremos si me hace caso.

—Habría que haberle hecho matar hace tiempo, cuando había oportunidad.

—A él y a su madre —bufó el Ceremonioso—. Ahora está fuera de mi alcance. Pero que se cuide Pedro de Castilla. Fernando no sabe lo que es la lealtad.

—Así se revuelva contra él.

—Ya lo hizo, y lo volverá a hacer.

—¿Tú crees?

—No tengo la menor duda. Pedro de Castilla no sigue una política clara. Es un timonel enérgico, pero que no sabe qué rumbo busca. En esas condiciones, su trono es un barco librado a la suerte. Y la suerte es tornadiza. El año pasado era casi prisionero de sus nobles, ahora los tiene derrotados… hasta que el viento vuelva a cambiar. Esperemos, querida esposa, que uno de los bandazos de la Fortuna no lance a su barco contra el nuestro.