Capítulo 45

45

Un mensajero, al galope sin descanso, fue el primero en llevar hasta los reales de don Pedro, a las puertas mismas de Toro, noticia de lo ocurrido el 27 de noviembre cerca de la villa de Tarancón. En la tarde de ese día, Juan de Villagera, hermano bastardo de María de Padilla, nombrado por el rey maestre de Santiago, mientras campeaba por tierras de la orden había ido a toparse con otro grupo de santiaguinos, fieles éstos al anterior maestre, don Fadrique. Villagera llevaba días esperando un encuentro así, ya que, si se encontraba recorriendo el maestrazgo de Santiago era por asegurar poblaciones y fortalezas para la causa del rey. Trataba de sacar ventaja a que don Fadrique se había visto obligado a cruzar la sierra hacia el norte, tras el desastre de Toledo, pero no por eso esperaba que la campaña se saldase sin lucha.

Avisado por sus ojeadores, Villagera había mandado formar en batalla y reducir el paso, antes de detenerse por completo, a la vista ya de la hueste enemiga. Como ocurría a menudo, en esa época y parajes, flotaba una bruma lechosa que, de forma ocasional, se volvía ora neblina e incluso niebla espesa. Cuando eso pasaba, los hombres a caballo se convertían en poco más que sombras entre los vapores arremolinados, obligando a cabalgar con suma precaución, para evitar una mala caída. Pero, en esos instantes, con visibilidad bastante y, entre los velos blanquecinos de bruma, el maestre Villagera pudo reconocer sin dificultad a sus enemigos.

Los que le habían salido al paso sujetaban con mano firme los corceles, lanzas en mano. Algunas sobrevestas eran blancas y otras muchas pardas; pero todas esas lucían por igual grandes cruces rojas de Santiago. Además, junto a ese grupo homogéneo se alineaban caballeros de sobrevestes coloridas y distintos blasones sobre los escudos. Los primeros eran freires y pardos santiaguinos, fieles a don Fadrique y mandados por Gonzalo Mejía, comendador en Castilla. Los segundos debían ser banderizos de Gómez Carrillo, un hidalgo muy ligado a la orden sin ser miembro de la misma, partidario de don Fadrique, que ya había tenido ocasión de destacar en aquella guerra.

La neblina espesó unos instantes, de forma que las figuras a caballo se perdieron casi de vista. Luego se abrió tanto que el sol brilló fugaz sobre ellos, tiñendo el paisaje con el dorado de la tarde y arrancando destellos a las puntas de las lanzas. Al fondo, entre bancos de niebla y nubes bajas, asomó la mole del monasterio-fortaleza de Uclés, sede oficiosa de la orden, punto estratégico y principal causa de que los dos grupos rivales hubieran ido a verse las caras en aquellas parameras salpicadas de pinares. Después, las nieblas se cerraron de nuevo y el monasterio desapareció de la vista, como lo hacen las imágenes de los sueños.

Villagera, con armadura, almófar y vesta blanca con la roja de Santiago, se apoyó en el arzón para tratar de calibrar las fuerzas enemigas. En número les superaba, ya que Mejía debía contar, a ojo, con un centenar escaso, en tanto que a él le seguían más de ciento cincuenta a caballo. Ambos grupos iban armados de forma similar: muchos a la castellana, con armaduras más ligeras que las de los reinos del norte, lo que permitía cabalgadas rápidas, así como prescindir de mozos y escuderos. El resto a la jineta, sin defensas de ninguna clase, armados a la ligera, con espadas y dardos.

Pero, aparte del número, había que valorar la cohesión y catadura de los que formaban cada grupo, y eso era lo que preocupaba a Villagera mientras examinaba a sus enemigos. De haberse girado en la silla para evaluar a sus propias fuerzas, sus ojos no hubieran encontrado más que un puñado de vestes blancas, ya que la gran mayoría de freires se habían declarado por don Fadrique. En cuanto a sus pardos, aunque estaban sin duda tan hechos a la guerra como los de Mejía, eran casi todos mercenarios reclutados hacía muy poco, gracias a las riquezas de la orden capturadas tras el desastre de los blancos en Toledo. Casi todos los pardos santiaguinos habían optado también por su antiguo maestre, lo que obligó a esa recluta apresurada. En cuanto al resto de sus seguidores, eran amigos y parientes, y algunos vasallos del rey. Villagera, veterano y prudente, sabía de sobra lo que pesaba en la guerra la cohesión; algo en lo que los de enfrente le ganaban con holgura, merced a años de cabalgadas juntos.

Bancos de nubes rasas pasaban arrastradas por el viento y convertían a los pinares próximos en moles oscuras. Reinaba esa atmósfera casi sobrenatural que acompaña a las nieblas, cuando las formas se difuminan, las distancias parecen cambiantes y cada sonido —toses, tintineo de metales, patear de caballos— resuena con ecos extraños. Desde arriba, les llegó el graznido largo de un ave, que reverberó interminable por los páramos. Villagera no pudo evitar golpear los nudillos contra la madera de su silla de montar, ya que, aunque hombre pragmático, se había criado entre gentes que creían de forma ciega en signos y agüeros, y uno nunca se libra del todo de sus costumbres de infancia.

Delante, entre el agitar de velos lechosos, los de Mejía se agitaban ahora, dispuestos a lanzarse a la carga a través de esos llanos cubiertos de matojos. Iñigo de las Cuevas, la cabeza cubierta de almófar y capelina, hizo avanzar a su corcel para ponerse junto a Villagera y señalar, con la barbilla, a los enemigos.

—¿Qué mandas, maestre? Esos van a atacar de un momento a otro.

El aludido, acodado aún sobre el arzón, los párpados entornados, dejó vagar un último instante los ojos sobre aquellos hombres de armadura y pendones al extremo de lanzas, sobre caballos que se agitaban y sacudían, entre los remolinos de neblina, antes de enderezarse y sacudir la cabeza, como el que quiere espantar el sueño.

—Sólo cabe luchar. Ni ellos ni nosotros tenemos más opción. —Levantó de repente el vozarrón—. ¡Cubríos! ¡Formad en batalla!

Él mismo se caló el yelmo de hierro, forrado en tela blanca, para evitar que el sol lo recalentase y el frío lo tornase gélido. Con mano firme, disipada ya del todo esa extraña somnolencia que se había apoderado de él mientras observaba a sus enemigos moverse entre nieblas, como personajes de los sueños, hizo girar a su montura, para supervisar a los suyos, antes de dar orden de atacar.

A galope tendido, lanzas en ristre, con gritos de guerra y estruendo de cascos, las dos formaciones se lanzaron a través de los vapores arremolinados, entre los matojales estremecidos por el viento, para ir a chocar con tal estrépito que se oyó en gran distancia a la redonda. Iñigo de las Cuevas, uno de los supervivientes de aquella jornada aciaga para las armas del rey, tiempo después, con una jarra de vino entre las manos, llegaría a comparar aquel encontronazo con el de una piedra contra una sandía. La segunda, aunque más grande, es menos dura, y así, como una sandía de cantazo, reventó la formación de Villagera, incapaz de soportar el empuje de los de Mejía.

No se debió a distinto armamento, menor velocidad o terreno adverso, pues se encontraron en llano, sin ventaja para nadie. La diferencia estuvo en esa cohesión que tanto preocupaba a Villagera, en la convicción, en la rabia que movía a los de Mejía. Los de Villagera se hundieron, recularon o salieron de flanco, con los caballos casi desbocados. Los corceles caían por tierra, saltaban en pedazos las varas y los hombres volaban por los aires, arrancados de las sillas de montar a lanzazos. Entre los que cayeron en aquel primer encontronazo demoledor, con el caballo muerto y la lanza quebrada, estaba el propio maestre Villagera, sobre el que se habían concentrado varias puntas enemigas, y al que los que le rodeaban no acertaron a proteger.

Veterano como era, pese a los golpes y la vorágine, logró evitar verse atrapado bajo su montura muerta y, soltando el trozo de destral, aún tuvo tiempo de echar mano a un martillo de guerra que llevaba colgado de la silla e incorporarse. Pero, antes de que nadie pudiera acudir en su socorro, sin dar le tiempo siquiera a erguirse del todo, entre varios de sus enemigos le alancearon con saña. Cuevas, que fue de los que había hecho girar a su caballo para auxiliarle, pudo contar que el maestre recibió tres lanzazos, uno de ellos por la espalda, mientras se levantaba rugiendo, martillo de guerra en puño. Luego le clavaron varios hierros más, caído ya en el suelo.

Los suyos, ya deshechos, se desbandaron a su muerte. Cada cual procuró salvarse como pudo y la batalla se volvió espantada en las cuatro direcciones, perseguidos a través de la bruma y los bancos de niebla por unos vencedores sedientos de sangre. Ni la muerte del maestre ni lo que le siguió sorprendieron demasiado a nadie, ya que aquello fue la culminación de una fractura en el seno de Santiago, con mucho odio y cuentas pendientes por medio. Así que allí no rigieron las leyes normales de la guerra, ni hubo mano que se detuviese ante la posibilidad de ganar por rescate de prisioneros.

El que no logró huir fue muerto sobre el terreno, y más de uno pudo dar gracias a que el tiempo neblinoso de la tarde le ayudase a salvar la vida. Los vencidos, con el pellejo en peligro, arriesgaron más. Los vencedores, temiendo que sus corceles tropezasen y se rompiesen los remos, tiraron de las riendas y desistieron de perseguirles entre los vapores. También algunos heridos y descabalgados lograron escabullirse entre los bancos de bruma.

Pero pocos tuvieron tanta suerte. Muchos de los de Villagera fueron alanceados o muertos a golpes de maza, martillo y daga. A media docena de sus pardos, incluso, se los llevaron a rastras hasta un pino muy alto y viejo y, pese a sus gritos, les ahorcaron en las ramas más bajas. Luego, los de Mejías se marcharon a Uclés, dejando aquel páramo sembrado de cadáveres de hombres y caballos. Algunos labriegos de la zona, que se acercaron a la caída de la noche, en busca de algo de botín o por simple curiosidad, se toparon con la estampa del pino largo, entre los remolinos de niebla, con cadáveres casi desnudos oscilando de las cuerdas.

Huyeron espantados y nadie osó tocar los restos, de forma que quedaron ahí colgados, a merced de las aves de rapiña y la intemperie. El árbol solitario cogió fama de maldito y, durante muchos años, nadie se acercó a él de buen grado, o pasó siquiera cerca tras la puesta del sol, no fuese que le salieran al paso las ánimas condenadas que se escondían entre sus ramas. Así fue durante décadas, hasta que, durante una tormenta de verano, un rayo lo golpeó e hizo arder hasta las raíces. Los lugareños lo consideraron un acto casi divino, que ponía fin a la maldición y liberaba las almas presas. Y, a partir de ese día, como nadie más afirmó haber visto espectros cerca del pino, ni oído alaridos a lo lejos, la historia fue cayendo poco a poco en el olvido, hasta perderse del todo en el olvido de las gentes.

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A Lope de Cañizares, presente en el asedio de Toro, le llamaron para dar escolta al privado del rey, don Juan de Henestrosa, tras la caída del sol. Ni le dieron explicaciones, ni él las pidió, y se limitó a acudir a la hora y lugar señalados, fuera del campo real. Al principio, por la hora tardía, lo discreto del sitio y la guardia escasa —media docena de hombres, dos de ellos con antorchas—, el alguacil real supuso que se dirigían a alguna negociación nocturna con rebeldes. Pero no tardó en salir del error.

A pie, guiados por un caballero taciturno al que no conocía, se adentraron por las huertas de la margen sur del río, escenario en los últimos días de combates feroces con los de Toro. No disponían de más luces que las de los hachones, pues era noche de luna nueva. Hacía frío y el viento agitaba las llamas, mientras ellos iban de acá para allá, guiados por aquel hidalgo que, de tan parco en palabras, bien pudiera ser mudo. El resplandor de los hachones mostraba cadáveres por doquier y, como dedujo enseguida Cañizares, Henestrosa debía de estar buscando a algún muerto en concreto, con ayuda del caballero silencioso, a juzgar por cómo los dos iban de un cuerpo a otro, y que el consejero reclamaba a veces que acercasen las antorchas, para alumbrar más algún rostro.

Había muchos cuerpos, por todos lados, ya que aquél era el escenario de los enfrentamientos más duros en esa orilla, no lejos del puente sobre el Duero. De hecho, tan cerca estaban de la torre que guardaba ese puente —defendida con uñas y dientes por los rebeldes—, que Cañizares no podía por menos que temer que, si seguían mucho tiempo por allí, los de la guarnición viesen las luces de las antorchas, con el riesgo de que algunos de ellos se deslizasen entre las sombras para atacarlos por sorpresa.

Las llamas de los hachones se alborotaban a los golpes de viento. Cañizares, que llevaba su almete de pico de gorrión, con la celada levantada, aguzaba oídos, tratando de captar sonidos sospechosos. La oscuridad de las huertas estaba punteada de toda clase de ruidos, difíciles de identificar, y alguna vez creyó intuir sombras que se escabullían, justo en el límite de la luz; pero podían ser cualquier cosa, desde ilusiones ópticas a saqueadores, de esos que rondan los campos de batalla en busca de lo poco que dejan los vencedores.

Los cadáveres estaban en ropa interior o del todo desnudos, con las carnes manchadas de tierra y sangre seca. Henestrosa, que ceñía espada y debía llevar cota de malla bajo el manto negro, caminaba sombrío, las manos en las mangas, sin su habitual aire desenvuelto. Si al principio Cañizares creyó que esa tristeza de ánimo se debía a la muerte de Juan deVillagera, luego, al ver cómo se afanaba entre los muertos, concluyó que debía de haber perdido a alguien más, al que ahora andaba buscando.

Entre el aleteo de las luces, el caballero guía giraba la cabeza sin cesar, puede que algo desorientado por las tinieblas. Nadie sabía cuántos hombres habían muerto en los últimos días. Cayeron altos y bajos, culminando a veces rencillas iniciadas largo tiempo atrás. Aquella misma mañana, por ejemplo, había perdido la vida un joven escudero de Diego de Padilla, Diego de Porras, al que acusaban de ser el ejecutor del viejo maestre de Calatrava, Juan de Prado. Fue muerto por Pedro Carpentero, sobrino del asesinado, que se lo encontró en mitad de la batalla. Eso contaban y, fuese verdad o mentira, Porras ya no era más que otro cadáver roto y algunos decían por lo bajo que así se cumplía la justicia del Señor.

Con un siseo, el guía reclamó a los de los hachones, al tiempo que señalaba con la diestra un cuerpo tendido entre surcos pisoteados. Henestrosa, con expresión más negra que nunca, se acercó con lentitud, como reacio. El finado, que yacía bocabajo, había sido joven y fuerte, y ahora sólo le cubría una camisa interior, rasgada y sucia. Henestrosa se arrodilló a su lado y, con manos casi temblorosas, le elio la vuelta para examinar el rostro exánime.

Al resplandor rojizo, Cañizares acertó a reconocerle, pese a la suciedad y la sangre ya seca. Juan de Caduerniga, otrora amigo de Henestrosa, que llegó a entregarse a los rebeldes como rehén por él, y que luego se unió a ellos, al sentirse abandonado. Henestrosa, tras comprobar su identidad, volvió del todo el cuerpo. Trató de limpiarle un poco la cara. Luego se santiguó, antes de quedarse largo rato inmóvil, rodilla en tierra, los ojos puestos en ese rostro muerto sobre el que danzaban las luces de las antorchas, creando a veces la ilusión de que gesticulaba.

Quizá rezaba por el muerto, o estaba sumido en recuerdos y pensamientos. Nadie se le acercó y se creó así una escena extraña; una composición fantasmagórica como las que pintaban sobre tabla algunos artistas macabros. En el centro, el notable castellano de ropón negro, arrodillado ante el muerto. A un paso, los dos pajes con antorchas. Luego, a diversas distancias, hombres de armas en la penumbra, observando inmóviles. Y más allá, en casi oscuridad, cadáveres tendidos.

Nadie sabía decir cuánto tiempo pasó. Cañizares fue el que se atrevió a adelantarse para carraspear en voz baja.

—Señor. Con todo respeto, creo que debiéramos irnos. Llevamos aquí demasiado. No estamos lejos del puente de Toro y los centinelas tienen que haber visto nuestras luces. Ellos están desesperados, nosotros somos pocos y tú eres una presa apetecible.

Henestrosa alzó la cabeza para mirarle con ojos que estaban lejos. Por un instante, fue como si no supiera dónde se hallaba o de qué le estaban hablando. Luego asintió, antes de incorporarse con trabajo, como si le hubieran caído de golpe años encima.

—Cierto, alguacil. Lo último que quisiera es que, esta noche, muriesen más hombres por mi culpa, del bando que sea —susurró tan quedo que los más alejados no llegaron a entender sus palabras.

—¿Qué hacemos con él, señor? —Cañizares no quiso llamar al muerto por su nombre, para que Henestrosa no supiera que lo había reconocido.

—Fabricad unas andas con lanzas y capas, lo más rápido que podáis. Vivo, que nos lo llevamos. Mañana, sin falta, hay que mandar parlamentarios a la torre del puente. Es preciso sepultar como Dios manda a todos estos desdichados. No es de cristianos dejar a los difuntos tirados como a reses muertas, para pasto de los buitres.