Capítulo 23
23
Sentado bajo un toldillo de cueros engrasados, tenso mediante vientos tendidos entre troncos de encinas, Martín Carrillo veía llover en el bosque. El agua golpeaba las ramas y hacía que los cueros resonasen como un tambor; resbalaba luego y caía a chorro por uno de los picos, más bajo que los demás. Bajo esa cubierta improvisada, se apiñaban tres hombres, para darse calor y resguardarse. Llovía con furia, hacía frío y el agua corría en regatos, abriendo surcos en el suelo del encinar. Había charcos por todas partes, de todos los tamaños, y las gotas de lluvia formaban pompas efímeras en sus superficies.
Según un dicho popular, lo que en Castilla era frío y nieve, se hacía en Portugal humedad y lluvia. Aludía a las regiones marítimas pero, en lo que a Martín tocaba, bien podía aplicarse a cualquier tierra portuguesa; porque era la primera vez que pisaba ese reino y, en dos días, no había conocido otra cosa que aguaceros y frío intenso.
Fue estando ahí sentado, bajo el cuero, procurando no tiritar, los ojos puestos en los charcos, cuando la voz de Juan de Beaumont le sacó de sus cavilaciones.
—Qué hermosa espada —alabó el navarro, al tiempo que señalaba con la cabeza a la hoja envainada que el muchacho tenía sobre el regazo—. ¿Podría verla?
—Desde luego. Un honor. —Martín asintió casi tímido, porque aquel veterano aplomado le intimidaba algo, pese a que era siempre educado y amable.
Le tendió la lobera y Beaumont, al tiempo que se ponía en pie, la tomó con las dos manos, mientras que su tercer compañero, aquel mismo portugués del asedio a la villa de Alburquerque, observaba curioso. Cerró la diestra sobre la empuñadura, hizo salir el acero de la vaina y, a la luz triste de aquel día de lluvia, estudió con ojo crítico la hoja, mientras Martín, a su vez, lo examinaba a él con disimulo.
El navarro se apartó del toldo para blandir la espada repetidas veces, sin cuidarse de la lluvia. Luego secó con esmero las dos caras de la hoja, con la manga, antes de volverla a envainar y devolvérsela a su dueño.
—Una hoja magnífica. No me tomes a mal esto que voy a decirte, pero ¿no eres muy joven para poseer una espada de tanta calidad?
—Me la legó mi anterior señor, Juan Carrillo. Él me crio en su casa y, antes de morir, me ahijó. Por eso llevo su apellido y su espada.
—¿Juan Carrillo, el hermano de Pedro Carrillo? —Beaumont ladeó la cabeza, ahora con sonrisa meditabunda—. ¡Dios! Le recuerdo de la defensa de Tarifa. Era un guerrero bien bravo.
—Era un hombre muy valiente. Y muy bueno.
—Dos cualidades que no siempre van de la mano. —Volvió a sonreír y, al reparar en la forma en que el muchacho, aterido, seguía sus palabras, se dejó llevar por un impulso—. ¿Quieres ver tú mi espada?
—Me encantaría.
Beaumont se abrió la capa de cuero engrasado, lo justo para empuñar el arma. La desenvainó y, sujetándola por el tercio fuerte de la hoja, se la tendió a Martín, que la recogió fascinado. La factura de aquella espada le resultaba extraña: larga, muy pesada, de gavilanes rectos. La estudió con ojos ávidos.
—¿Qué clase de espada es ésta?
—Una espada escocesa. —El navarro reparó en la expresión de perplejidad del muchacho—. Sabrás lo que son los escoceses, ¿no?
—Claro que lo sé. Son un pueblo del norte. —Martín, demasiado intrigado como para sentirse molesto por la pregunta, sopesaba el hierro—. Pero ¿cómo…?
—Me acompaña desde hace mucho. Décadas. Llegó a mis manos cuando tenía pocos años más que tú. —Sonriente, recobró la espada para envainarla con mimo—. En cuanto a cómo llegó a mis manos, es una larga historia.
No añadió más, cosa que no sorprendió a Martín. Era fácil colegir, por comentarios suyos, que había viajado y visto mucho; pero raras veces concretaba y, si alguien trataba de sonsacarle detalles, solía zafarse con aquello de que era «una larga historia».
Martín volvió los ojos al santuario, a unos veinte pasos de su refugio de cuero. Para llegar hasta allí era por lo que habían entrado en Portugal y viajado dos días bajo la lluvia, ya que fray Diego de Ribadeneira, confesor de Enrique de Trastámara, quería rezar en ese lugar santo, próximo a la villa de Estremoz. Se había puesto en camino tras conseguir licencia del conde y, como buen franciscano, desdeñaba tener sirvientes, por lo que sólo le acompañaron tres guardas. Y, para gran orgullo de Martín, Pedro Carrillo consiguió que él fuese uno de esos tres.
Viajaron los cuatro en mulas, más resistentes y útiles en caminos embarrados. Fue la primera vez que Martín se apartaba de la vera de su señor y, aunque la distancia no era larga, ni eran de temer grandes peligros, no cabía en sí de gozo, ya que suponía su reconocimiento como hombre de armas. A la postre, aunque fue una aventura tan aburrida como incómoda, pródiga sólo en lluvia y fatigas, Martín no se la hubiera perdido por nada del mundo.
Si el primer día de viaje estuvo pasado por agua, el segundo fue como transitar por el diluvio. Su periplo les llevó no a la villa de Estremoz, sino a un encinar, guiados por el portugués, que conocía esos parajes, donde Martín no tardó en desorientarse por culpa de los vericuetos del camino, los árboles y la lluvia. El encinar tenía ese aire lúgubre de los bosques de hoja caduca en invierno, los días inclementes, más cuando el ánimo de los viajeros iba ya resentido por la luz plomiza y tanto aguacero.
La lluvia se tornaba a veces aguanieve y el aliento de hombres y bestias formaba nubecillas de vapor. Martín estaba calado, aterido y, para colmo, cuando llegaron al santuario, resultó ser poco más que un chozo. No sabía qué esperaba encontrar; pero, desde luego, no una cabaña circular, con base de piedra, paredes de barro y techo de paja, rematado con una cruz de madera, grande y tosca.
Por algunos comentarios captados durante el viaje, Martín sabía que existían varios santuarios irregulares dispersos por el campo de Estremoz, levantados por el fervor popular y tolerados por el obispo. En todos ellos, se rendía culto a la santa Isabel, esposa del viejo rey Dinis de Portugal. Una reina nacida en Castilla, con fama de santidad ya en vida y que, tras su muerte allí mismo, en Estremoz, a donde llegó enferma tras una peregrinación, se había convertido en una figura mítica en la comarca.
Ese santuario no era el más famoso, ni el más concurrido, ni tenía santero que lo cuidase, aunque se le atribuyesen —como a todos— curaciones milagrosas. Cuando Martín entró a curiosear, aprovechando una de las salidas de fray Diego —que se había encerrado dentro, a rezar—, se llevó otro chasco, ya que era tan pobre por dentro como por fuera, sin otro adorno que un altar de piedras y una imagen en madera de la santa, tallada y pintada con más piedad que pericia.
Pero ahora fray Diego estaba dentro y Martín fuera, bajo el toldillo. Se oía el rumor incesante de la lluvia, el tamborileo de la gotas, el murmullo del agua corriente. Olía a humedad y, a través de la entrada sin puerta del santuario, se escapaba un resplandor amarillo, muy tenue, producido por los cirios encendidos a la santa.
Juan de Beaumont, que se había vuelto a sentar, su propia espada también sobre las rodillas, para que no le estorbase, alzó de golpe la cabeza, como un perro guardián que hubiese captado algo. Un instante más tarde, Martín y el portugués oyeron cascos chapoteando en el barro, un relincho, y a los pocos instantes, pudieron distinguir, entre los troncos y la lluvia, a dos figuras encapotadas que se acercaban a lomos de mulas. Martín hizo amago de levantarse, pero Beaumont le retuvo con una mano, pesada como la piedra, sobre el hombro.
—Quieto, chico, que no pasa nada.
El navarro apartó los ojos de los dos jinetes para ponerlos en la superficie de un gran charco, roto una y otra vez por las gotas de lluvia. El portugués no se había inmutado, porque fiaba mucho de Beaumont, y Martín se relajó también, viendo a esos dos veteranos tan calmos. Alejó la mano del puño de la espada, a dónde se le había ido sin pensar y, al hacerlo, reparó algo asombrado en que, de a poco, iba desarrollando los reflejos propios del oficio de las armas.
—¿Peregrinos?
—De la misma clase que nosotros. —Beaumont esbozó una sonrisa, en ese momento incompresible para Martín.
Los dos recién llegados vestían capas y capuchones, y los jaeces de sus mulas eran sobrios. Pese a lo tapados que iban, algo en su porte les señalaba como hombres hechos a las armas. Uno de ellos, al verlos bajo el toldillo, les saludó con una voz, pero Martín no pudo decidir si era portugués o no.
Ellos devolvieron la cortesía y, a los gritos, fray Diego asomó a la puerta del santuario. Era anciano, flaco, fuerte de mente y frágil de cuerpo; vestía manto grueso sobre el hábito franciscano y, aun así, se le veía aterido, porque acusaba ya los muchos años. Se quedó en el umbral, a resguardo de la lluvia, las manos en las mangas del manto, con el resplandor de las velas a su espalda. No se le veía nada sorprendido, como si hubiese estado esperando una visita así.
Los otros bajaron de las mulas; uno se hizo cargo de las riendas, en tanto que el otro iba al encuentro del franciscano, chapoteando en el barro con sus botas. Cuando se echó atrás el capuchón, para abrazar sin estorbos al fraile, Martín casi dio un bote.
—¡Por Cristo! ¡Pero si ése es Alburquerque!
—Sí… es él. —Aunque más tranquilo, el portugués estaba igual de intrigado.
Tras cambiar unas palabras, magnate y religioso entraron en el chozo. El acompañante del primero, sin duda un guarda de confianza, tras amarrar las caballerías a unos arbustos, se resguardó bajo una encina de ramas gruesas. Beaumont le invitó por gestos a cobijarse con ellos, pero el otro declinó con la cabeza.
—Martín, muchacho —sonrió Beaumont—. Cierra la boca, no sea que se te cuele el demonio.
—Pero ¿qué está pasando aquí?
Aunque no estuvo en las bodas de Évora, conocía al dedillo los altercados de aquel día, y el papel destacado que desempeño don Enrique a la hora de plantar cara a Alburquerque. Y ahora, de repente, ante sus mismos ojos, allí estaban el propio Alburquerque y el confesor del conde, encontrándose en gran secreto.
—Creo que está muy claro. —El tono de Beaumont era amable.
—No para mí.
—Esto que ves es una reunión; para hablar, supongo. ¿No dicen que hablando se entiende la gente?
—Pero esto es traición.
—Vigila esa lengua. —Sonrió, para quitar hierro a lo dicho—. La palabra traición no se aplica a los ricoshombres, chico. En su caso, hay que hablar de política.
El portugués, hasta entonces también desconcertado, se echó a reír, mientras que Martín guardaba silencio, aún confuso. Un rato antes, al colarse en el chozo, pensaba en lo paradójico que era que un maestro en teología como fray Diego peregrinase a un santuario de esa calaña. Supuso que era una confirmación más de aquel dicho sobre que los hombres estaban llenos de contradicciones, y no le había dado más vueltas. Pero, ahora, descubría de golpe que aquel viaje no era sino una excusa. Beaumont seguía hablando:
—Los poderosos hacen pactos y los rompen, según les conviene. Eso no es asunto tuyo ni ha de importarte. Ellos no se cuidan de ti, ni tú has de cuidarte de ellos. Tu primer objetivo ha de ser seguir con vida. Vivo, podrás progresar más o menos. Muerto, no tendrás nada; eso lo puedes jurar… y, esto que estás viendo, no deja de tener un lado positivo para ti.
—¿Por qué?
—Porque, como todos los jóvenes, debes tener ganas de acción y lucha. Supongo que sueñas con grandes hazañas, como éste y yo hicimos en su momento. —Sonrió con tolerancia—. Pues, chico, visto que Alburquerque y el conde están en tratos, vamos a tener acción más que de sobra, y a no mucho tardar. Y por Dios que de buena gana te regalaba yo mi parte.
El hombre de armas portugués estalló en carcajadas, secundado enseguida por Beaumont, en tanto que Martín trataba de sonreír, mientras se prometía, en lo sucesivo, no traslucir, de forma tan clara, lo que se le pasaba por la cabeza.