Capítulo 20
20
Con expresiones tan sonoras como poco pías, Pedro de Godoy, caballero de Calatrava, maldecía a los elementos desatados mientras recorría tozudo los adarves del castillo de Almagro, envuelto en su capa de cuero engrasado, desafiando a una lluvia helada que, a ratos, se tornaba aguanieve. Llovía desde hacía más de una semana, la luz era grisácea y el paisaje visible desde las almenas —arboledas de ramas desnudas, rastrojales, dehesas— parecía cubierto por un velo de tristeza. El cielo descargaba ora lloviznas, ora chaparrones, y soplaba un viento gélido del norte que hacía chasquear los pendones de Calatrava en las torres y doblegarse las copas peladas de los árboles.
Entre cortinas de lluvia que se abrían y cerraban a capricho de las ráfagas, alcanzaba a distinguir las barricadas de madera y rocas que bloqueaban el camino de Villarreal. Tras esas barreras, pululaban los soldados del rey llegados el día antes entre tremolar de pendones y estruendo de trompetas y atabales, sin proclama previa, para cerrar todos los accesos a Almagro. En esos momentos, sólo se divisaban unos pocos centinelas, pero Godoy era consciente de la presencia de muchos más, resguardados bajo tiendas y toldos, pero con las armas a mano, prestos a repeler cualquier salida por sorpresa.
Los golpes de aire le lanzaban la lluvia contra el rostro, con tal fuerza que le cegaba por momentos. Se secó con el dorso del guantelete, mientras notaba esa sensación, tan desagradable, del agua resbalando entre el cuerpo y las ropas. Maldijo a grandes voces. Lejos, a poniente, chasqueó un rayo y, un latido después, el trueno hizo retemblar las murallas. Godoy lanzó una última ojeada a los campos circundantes y, convencido de que no había motivos para seguir allí arriba, expuesto a las inclemencias del invierno, abandonó el adarve con cuidado, para evitarse un resbalón sobre las piedras mojadas.
Al entrar en el interior del castillo, aporreó con el puño las piedras del zaguán, irritado. Godoy, enjuto y fuerte, todo fibra y nervio, con tanta fama de bravo como de temperamental, no llevaba bajo la capa sino jubón de cuero, calzas rojas y botas, pese al asedio al que estaba sometida la villa de Almagro. Era de los que opinaban que cargar con armadura, a destiempo, sólo servía para llegar exhausto al combate, y ni siquiera portaba almófar, sino cofia de soldado y capucha y, al cinto, una daga filuda.
Tras dejar la capa en manos de un sirviente, se adentró en el castillo a grandes trancos y un par de veces repitió puñetazos contra los muros, fuese para descargar enojo o porque dudase de la solidez de esas viejas piedras. Y un poco de todo había, ya que Godoy era consciente de las taras defensivas del antiguo castillo de Almagro. Por enésima vez, deseó de corazón hallarse algo más al sur, en la fortaleza de Calatrava la Nueva, desde cuyas almenas se sentía capaz de desafiar, con un puñado de hombres de la orden, a todas las huestes del rey.
Llegó hasta una puerta sólida y vieja, guardada por un pardo de la orden. Un veterano macizo, de rostro cortado por una cicatriz, con un parche sobre todo el lado izquierdo, que portaba una maza sobre el hombro.
—Anúnciame al maestre.
El pardo, acostumbrado al carácter brusco de Godoy, le dedicó una mirada larga y lúgubre, antes de asentir sin palabras y golpear con los nudillos en la puerta.
Al otro lado se encontraba el responsable último de que un grupo bastante nutrido de calatravos estuviera atrapado en la ratonera de Almagro y no a salvo tras los muros de Calatrava la Nueva. Juan de Prado, maestre de la orden, que había caído en la trampa tendida por el rey de Castilla, y no por falta de experiencia militar o de prudencia, sino por su talante caballeresco y deseos de conciliación.
Atravesar el umbral, cruzar ojos con el viejo maestre, y fue esfumarse la cólera de Godoy. Se detuvo allí, en el vano, para pasear la mirada por el aposento: los tapices vistosos, con escenas de las antiguas hazañas de la orden; el gran brasero de bronce, rebosante de ascuas, y el pebetero pequeño de cobre, donde se quemaban hierbas; la mesa sobre la que reposaban documentos, una jarra y tres tazas, la espada del maestre y una palmatoria con una vela encendida, que daba algo de luz en aquella sala de postigos echados. Olía a cerrado, a las hierbas aromáticas del pebetero y también un poco a humedad.
El maestre estaba sentado a la mesa, los codos sobre el tablero, al parecer repasando cartas a la luz de esa única vela. En esos instantes aparentaba lo que en verdad era: un hombre de edad, ya casi anciano, desbordado por los acontecimientos e indeciso sobre el camino a tomar. Godoy avanzó hasta plantarse ante la mesa.
—Señor y pariente —se arrancó, con una aspereza que era fruto de la familiaridad de trato—. Creo que hemos hablado muchas veces sobre el daño que hace a los ojos leer con una sola vela. Te estás arruinando la vista.
—Para cuidar de la hacienda, nada mejor que vigilar los gastos menudos. Esta vela me alcanza para leer, ¿así que para qué encender más?
—Mal negocio es ahorrarse un poco de cera y pabilo, a cambio de que el maestre de la orden se quede medio ciego.
—No seas tan gruñón. —El maestre sonrió con cansancio—. Aparte de regaños, ¿me traes alguna novedad?
—Nada. Los soldados del rey y las milicias de Villarreal han bloqueado todos los caminos. Esto es un asedio en toda regla.
—¿Sabemos ya si traen ingenios o truenos?
—Ni una cosa ni otra, ni parece que se dispongan, de momento, a atacarnos.
—No habrá asaltos, no. Nos mantendrán cercados hasta que llegue el rey.
—Hemos de hacer algo, antes de que eso ocurra.
—Por supuesto. —El maestre sonrió patriarcalmente—. Tú, de momento, tomarte una taza de vino caliente. Te reconfortará los huesos, que me da que vienes helado.
Godoy se tragó un mal gesto, por respeto. Y como estaba aterido, en efecto, se sirvió del jarro, que humeaba un poco. Al llevarse la taza a los labios reparó, una vez más, en lo mucho que había envejecido Juan de Prado durante los pocos meses de exilio en Aragón.
—Hablando en serio: ¿qué vamos a hacer? —Resopló, porque el trago de vino caliente y especiado logró caldearle, en verdad, las entrañas.
—Aguardar, como hacen los que están afuera; aunque nosotros lo haremos más cómodos que ellos. Sí; vamos a esperar a que aparezca el rey.
Godoy volvió a beber, sobre todo para ocultar su enojo ante esa respuesta.
Juan de Prado había pasado las Navidades en Alcañiz, una encomienda de la orden en Aragón, donde el rey de Castilla no podía alcanzarle. Sin embargo, por Año Nuevo había recibido un mensaje de don Pedro en el que éste le daba a entender que deseaba reconciliarse con el maestre y zanjar las diferencias entre la Corona y la orden de Calatrava. Juan de Prado no cupo en sí de alborozo, ya que nunca quiso ese enfrentamiento y su exilio a Aragón no fue para tramar intrigas, sino por miedo a los verdugos de don Pedro.
Gran número de calatravos habían aplaudido la intención del maestre de volver a Castilla para hacer las paces con el rey. Godoy era de los contrarios y, con vehemencia, había expuesto su opinión de que esas cartas no eran más que una añagaza; un anzuelo, con la concordia como cebo. Pero pocos estuvieron de acuerdo con él. La mayoría argumentaba, con cierta razón, que rechazar esa mano tendida era dar al monarca motivos para afirmarse en su idea de que la orden le era hostil.
La esperanza se impuso a los temores y, en pleno invierno, el viejo maestre cruzó la frontera con una escolta magra, para evitar recelos como los que despertaron en su día las huestes de Alburquerque, cuando éste acudió a Toledo. Tan fiado iba de las garantías del rey que incluso se albergó en Almagro, para así, de paso, gestionar algunos asuntos pendientes de la orden.
Las protestas de Godoy, de nuevo, no habían servido de nada. Cuando Calatrava trasladó su sede a esa zona, hacía un siglo, Almagro se había convertido en archivo y residencia de los jerarcas de la orden, de forma que su castillo fue decayendo en capacidad defensiva, a la par que ganaba en comodidades. Otro gallo les hubiera cantado de haberse instalado en Calatrava la Nueva, pensaba Godoy con amargura.
Calatrava la Nueva, verdadera capital de la orden, era una ciudadela inconquistable, construida en el siglo XIII por los prisioneros almorávides, capturados en la gran batalla de las Navas de Tolosa. El rey de Castilla necesitaría muchas compañías, ingenios de todas clases y truenos de gran calibre, amén de años, para expugnar ese castillo, o siquiera intentarlo. Godoy había insistido en que lo prudente era aguardar acontecimientos allí, mandar instrucciones al comendador Pedro Carpentero, para que pertrechase a la fortaleza con soldados y abastos, y poner en alerta a las tropas de la orden. El maestre se había negado a todo ello, siempre con el argumento de no dar motivo de sospecha al rey.
Pero eran los calatravos quienes debieran haber desconfiado, como alertaba Godoy. Don Pedro, apenas se confirmó que el maestre estaba ya en Castilla, se quitó la careta de la paz y salió de Sevilla a la cabeza de sus guardias —guardas reales, escuderos, ballesteros de a pie y a caballo— resuelto a apresarle. No contento con eso, envió por delante a Juan de la Cerda, a la sazón alguacil mayor de Sevilla, para impedir que el maestre pudiera volverse a Aragón.
De la Cerda no perdió el tiempo y, cabalgando sin demora, se presentó con sus hombres en Villarreal[8], villa de realengo situada una docena de leguas al noroeste de Almagro. Movilizó a la milicia concejil y, a la cabeza de un pequeño ejército, se puso en marcha hacia Almagro, con pendones y tambores. Tal vez contaba con entrar por sorpresa en la villa; pero los calatravos tenían amigos en la tierra y, avisados por ellos, cerraron las puertas y guardaron los muros.
Juan de Prado se quedó cercado en el corazón mismo de su maestrazgo. De la Cerda, por su parte, carecía de hombres bastantes como para asaltar villa y castillo, aparte de que la milicia de Villarreal no parecía entusiasmada ante la idea de trabarse en combate con los calatravos, así que se limitó a bloquear las tres carreteras que llegaban a Almagro. Tablas. Hasta que llegase el rey.
—¿Qué sentido tiene esperar a que venga don Pedro? —Godoy dejó la taza, ya vacía, sobre la mesa.
—¿Más vino? ¿No? Bueno. El rey vendrá. Parlamentaremos y aún espero convencerle de que soy leal al trono, y de que nunca tuve intención de rebelarme. ¿No estoy aquí, en Almagro, con pocos hombres, en respuesta a su llamada? ¿Qué más pruebas puedo darle?
—Cometes un error terrible.
—Mira. —El maestre enarboló la carta del rey, como si el otro no la hubiera visto ya infinidad de veces—. Redactado por la cancillería, sellado, firmado de puño y letra de don Pedro. Una carta de salvaguarda en toda regla. Tengo su palabra.
—Palabra de rey: palabra de nada.
Juan de Prado suspiró, hastiado ante la cabeza dura de su pariente. Fuera, el agua golpeaba las contraventanas de madera y, a veces, retumbaba el trueno. A la luz de la vela, Godoy vio al maestre más cansado que nunca y comprendió que, pese a su serenidad patriarcal, estaba lleno de incertidumbres. Y también que, habiendo tomado una decisión, luchaba por mostrarse calmado, como correspondía a un caudillo.
—Escúchame, señor y pariente, te lo ruego. No debes confiar en el rey. No puedes. Sabes de sobra lo que valen sus garantías; lo has visto con tus propios ojos. Pese a esa carta, ha hecho que nos rodeen sus tropas y, si te dejas capturar, puedes darte por muerto. El rey te guarda rencor y no es de los que perdonan. Acuérdate de lo que les ocurrió a otros a los que quería mal.
—¿Qué harías tú en mi lugar?
—Cuentas con ciento cincuenta de a caballo, y con hombres de a pie. Son de la orden, prestos a seguir al pendón de Calatrava contra quien sea menester, sea el Diablo o el rey. Las milicias de Villarreal no tienen nada contra nosotros, ni están aquí de buena gana, así que, llegado el caso, no lucharán con denuedo. Además, De la Cerda ha tenido que dividir a sus fuerzas para bloquear los tres caminos, lo que le debilita.
Esperó en vano una respuesta de Juan de Prado y, viendo que éste se limitaba a frotarse las manos, como si tuviera frío, prosiguió.
—Tenemos que hacer una salida por sorpresa. Acometerlos. Nos abriremos paso o caeremos en el campo. Si ocurre lo segundo, tendremos una buena muerte y, si logramos lo primero, estaremos a salvo.
—Aunque lo consiguiéramos, nos perseguirían.
—El rey viene por el camino de Granada, así que nosotros debemos salir por el de Toledo. —Se inclinó sobre la mesa—. Tenemos hombres que conocen la región como la palma de su mano. ¿Nos perseguirán? Pues usemos eso a nuestro favor. Que nos pisen los talones todos, incluido el rey con los suyos, que nosotros iremos hacia el noreste y nos escabulliremos por las lagunas y pantanos de esa zona. Nosotros tenemos guías y ellos no, y éstas son tierras de Calatrava. No podrán seguirnos, tendrán que rodear los humedales y, cuando lo consigan, nosotros ya estaremos lejos, camino de Aragón.
Juan de Prado guardó silencio, como ponderando la idea, antes de negar con la cabeza.
—No lo considero acertado.
—Señor, sabes que te respeto. Eres mi pariente, me has criado y te debo cuanto soy. Por eso insisto: salgamos a campo abierto, a abrirnos paso a punta de lanza o a morir con las armas en la mano.
—Yo te he criado, sí. —El maestre volvió a sonreír como un patriarca—. Y créeme cuando te digo que me enorgullezco de ti. Lo que has propuesto demuestra talento militar, pero no puedo hacer lo que sugieres, porque hay algo más.
—¿Qué más?
—Le di mi palabra al rey y he de cumplirla.
—¿Aunque él falte a la suya?
—Todavía no lo ha hecho.
—Nos tienen sitiados. —Se apartó con un bufido de la mesa, para dar varias zancadas por el aposento—. ¿Qué más pruebas necesitas?
—Don Pedro es desconfiado: duda de mi lealtad y teme al poder de la orden. Pero yo confío en convencerle de mis intenciones, y no levantaré la mano contra él ni contra sus oficiales. Juré por mi honor, y por la fe que profeso, volver en son de paz a Castilla y he cumplido. Tu consejo es de buen guerrero, pero yo me acogeré a la merced del rey. Es lo correcto.
—Pero no lo prudente.
—¿Y quién sabe qué es o no lo prudente, en estos días aciagos? —Sonrió; pero esta vez la sonrisa era muy, muy fatigada.
• • • • •
El rey don Pedro llegó a la mañana siguiente, sobre garañón negro, con armadura y veste roja, rodeado por sus guardas reales. Era un nuevo día gris y desabrido, aunque el cielo se había abierto un poco, de forma que los nubarrones volaban del oeste al este, ocultando a ratos el sol y descargando aguaceros tremendos. Los caballos chapoteaban en el barro y los ballesteros se desplegaban a los lados del camino, las armas a punto bajo las capas. Se sabía que, desde distintos lugares, se acercaban milicias concejiles y señores con sus mesnadas, respondiendo a la llamada del rey, pero no hizo falta que ninguna llegase hasta Almagro, ya que, fiel a sus principios, el maestre de Calatrava dejó la seguridad del castillo, no bien don Pedro le invitó mediante mensajero a parlamentar.
Desde las almenas, Pedro de Godoy observó encorajinado cómo cabalgaba por el camino de Villarreal, hacia las barreras de madera y rocas que bloqueaban el paso. No le acompañaba sino un pardo con un gran estandarte de Calatrava, de cruz florlisada negra sobre blanco. Había cesado de llover sobre Almagro y, por entre las nubes, asomaba el sol, como si la Providencia quisiese que los calatravos tuvieran buena visión de lo que ocurría en el camino. Diluviaba en cambio por otras zonas, visibles de forma borrosa entre cortinas de agua. Campos y carretera estaban llenos de charcos, y soplaba una brisa húmeda que agitaba con mansedumbre el estandarte de Calatrava.
El maestre no pudo llegar siquiera a presencia del soberano. Varios escuderos le salieron al paso para apresarle, sin resistencia por su parte. Desde los adarves, los observadores estallaron en maldiciones y Godoy, echando humo, pudo distinguir cómo, tras hacerle desmontar, se lo llevaban entre varios hacia la retaguardia del ejército real, a pie y chapoteando en el fango. Se apoyó con ambas manos sobre el pretil de piedra, los ojos echando fuego.
—Adiós, señor y pariente. —Quiso ser comedido, pero no pudo evitar descargar un puñetazo sobre las piedras, con la mano revestida de guantelete.
El hombre que dirigía a los captores era alguien de relevancia, tal vez el caudillo de los escuderos reales, aunque Godoy no pudo cerciorarse de ello, debido a la distancia. Sí que vio cómo cambiaba unas palabras con el pardo del estandarte y cómo, luego, este último hacía girar a su montura para regresar al trote a Almagro. Los caballeros presentes en los adarves bajaron a su encuentro, pero el pardo no pudo contar nada que no hubiesen ya imaginado.
El maestre era preso por orden del rey, acusado de traición, y de nada le habían valido las protestas, ni esgrimir la carta de garantía librada por el propio don Pedro. Ahora, el soberano conminaba a los caballeros de la orden a abrirle sin demora villa y castillo, a no oponer resistencia armada y a reunirse con él en consejo. A cambio, garantizaba que sus tropas no habrían de entrar en Almagro.
Allí mismo, a pie de puerta, se produjo una conferencia agitada entre los calatravos de mayor rango presentes. El viento húmedo seguía soplando y agitaba sobrevestes y pendones, mientras ecos metálicos reverberaban en el patio, ya que caballeros y pardos se aprestaban a la lucha. La prisión del maestre era una sorpresa para algunos, los más ingenuos, y les había sumido a todos por igual en el desconcierto. También en el temor, ante la posibilidad de ser también presos, sino muertos.
—¿Qué hacemos? —Algunos se volvían a Godoy, respetado por su bravura y al que su oposición previa a fiarse del rey colocaba en posición de ventaja.
—Obedecer al rey. Abrir las puertas, celebrar consejo con él y ver qué tiene que decir.
—¿No vamos a luchar? —Los más fieros le miraban ahora atónitos, porque habían contado con que su opinión sería la de salir en tromba contra los sitiadores, antes de que recibiesen más refuerzos.
—¿Qué ganaríamos con ello?
—Han preso al maestre a traición. El rey ha faltado a su palabra —espumaban algunos—. Esto es una ofensa y hay que lavarla con sangre.
—No ha ocurrido nada que no fuese de esperar —repuso Godoy con sosiego, ya que, al encarar la furia ajena, descubría que la suya se había apagado—. Ya no hay remedio.
—¿Entonces?
—Yo no soy más que otros. A falta de superiores de la orden, los caballeros de más edad deben hacerse cargo. Que ellos manden, porque este desorden no nos favorece.
Los presentes convinieron en que era lo más cuerdo y uno de los viejos, a los que acababa de aludir, se lo llevó aparte.
—¿Y tú? Eres pariente del maestre y puede que el rey te haga cargar de cadenas.
—Puede.
—La orden no puede consentir que apresen a los suyos sin motivo. Bastante tenemos con ver a nuestro maestre capturado a traición. Debes esconderte. —Echó una ojeada al cielo encapotado—. En esta época oscurece pronto. Cuando caiga la noche, veremos de sacarte de aquí y, con un guía, podrás escapar de la zona.
—Si me capturan, el rey tendrá más motivos de encono contra la orden.
—No lo harán. —Se permitió una sonrisa de perro viejo—. Llueve, hace frío y no hay riesgos de salidas armadas. Pondrán centinelas, sí; pero éstos se buscarán cobijo, lo más seco y caliente que puedan. Así que no hay riesgo.
—Entonces te haré caso. —Sintió cómo le volvía la cólera—. No tengo deseos de pudrirme en las mazmorras del rey… ni de correr destinos aún peores.