Capítulo 28
28
Por deseo expreso del rey, Juan de Henestrosa cabalgó hasta Astudillo, al nordeste de Palencia, donde su sobrina María se ocupaba en un proyecto que acariciaba desde hacía mucho tiempo: levantar un convento de monjas clarisas, para ganar mejor el cielo y purgar sus pecados. No era casualidad que llevase en esa población desde la ruptura con don Pedro, en las últimas Navidades, y Henestrosa albergaba el temor de que, como tantas amantes de poderosos, una vez abandonada pensase en tomar hábitos y apartarse del mundo.
No por vivir ahora retirada había dejado María de conocer los vaivenes sufridos por Castilla en esos últimos meses. Supo, claro, del estrafalario romance entre el rey y Juana de Castro, de las iras papales, las bodas de Cuéllar y de la forma tan poco airosa en que había rematado el banquete nupcial. Pero a nada de eso había hecho alusión en las cartas a su tío y hermano.
Henestrosa, envuelto en una capa vieja y cómoda que le había dado abrigo en muchos viajes, fue a buscarla al solar donde estaban edificando el convento. Casi temía encontrarla sumida en melancolía, fruto de la situación que vivía y de su ya avanzado embarazo —de seis meses—; por lo que, al descubrir que no era así, no pudo por menos que respirar aliviado. La abrazó con ese afecto de tío que siempre desplegaba hacia ella, antes de señalar jovial la gran barriga.
—¿Para cuándo?
—Las parteras dicen que para julio.
—¿Qué opinan que será? ¿Niño o niña?
—Nunca he creído en esas supuestas señales infalibles. Pronostican un sexo u otro; y luego aciertan o no.
Henestrosa se pasó el dedo por los mostachos negros, antes de tenderle un brazo, a modo de invitación.
—Vamos a dar un paseo, sobrina. No te hará bien estar aquí parada, con este frío; y menos respirando el polvo de las obras.
Ella aceptó. Se había llegado hasta allí, con sólo de un guarda y una dueña, para discutir con los maestros alarifes acerca de detalles, costes y plazos de ejecución. En ello estaba cuando apareció su tío; aunque él la había dejado concluir, paciente, sin acercarse ni interrumpirla, sospechando que ese convento se había convertido en un báculo para ella, en momentos tan difíciles como los que vivía.
El consejero real no sabía a ciencia cierta por qué se habían enfriado los amores entre don Pedro y su sobrina, y nunca había querido preguntar a ésta. Otros, tras el episodio de Juana de Castro, veían al rey como un simple caprichoso, de pasión tan rápida como volátil. Pero Henestrosa no estaba tan seguro y creía que el amor de don Pedro por María estaba dormido, no muerto. Especulaba con la idea de que —y sólo a unos pocos íntimos había confiado esto— los meses que la pareja pasó casi recluida, en el alcázar de Sevilla, habían dañado la relación. Semanas de lluvias e inundaciones habían impedido a don Pedro salir de caza o montería, y los hombres como él no soportaban la inacción: se agriaban y volvían agresivos como fieras enjauladas.
Pero ahora el rey estaba en Castrojeriz, a sólo cinco leguas al noreste de Astudillo. Había instalado allí su cuartel general, luego del desconcierto sembrado por la traición de sus hermanos, y la misión que le había confiado a Henestrosa parecía dar la razón a las suposiciones de éste sobre sus sentimientos.
—Se están reuniendo compañías en Castrojeriz. —El privado real se reacomodó la capa, que le resbalaba sobre el brazo dado a su sobrina. Habían dejado atrás a los escoltas de ambos, así como a la dueña de ella, para hablar con mayor libertad—. En un primer momento, costó impedir que don Pedro partiese con los hombres que tenía a mano. Quería cabalgar a Badajoz, sin esperar a refuerzos, y hacer pedazos a esos felones. Ya sabes cuán impetuoso puede llegar a ser.
Aguardó algún comentario de María, un instante; luego, al comprobar que no despegaba los labios, continuó.
—Ha convocado a sus oficiales mayores, vasallos, ricoshombres… De momento, seguiremos en Castrojeriz. Es lo más acertado. De hecho, su alteza piensa celebrar en la propia villa las bodas de su primo Juan de Aragón con Isabel de Lara.
—¿Es que piensa nombrarle señor de Vizcaya? —María mostraba, ahora sí, interés.
—Quizá. No conozco sus planes al respecto.
María inclinó la cabeza, cubierta de velos, ahora pensativa, ya que, sólo unos meses antes, el rey había casado a su hermano bastardo Tello con la primera hija de Juan de Lara, y hecho señor de Vizcaya y las tierras de Lara.
—Pero, de momento, don Tello no se ha unido a la rebelión de sus hermanos.
—Eso es: de momento. El rey cometió un error entregando Vizcaya y Lara a un personaje tan escurridizo.
—¿Y es buena idea tratar ahora de quitárselas?
—A mí no me lo parece —admitió su tío, con franqueza.
—Juan de Aragón es tan dudoso como Tello.
—¿Dudoso? Yo no creo que deje lugar a dudas. El rey parece empeñado, no sé por qué, en confiar Vizcaya a los peores de sus parientes. —Se pasó el dedo por el bigote, con gesto resignado—. Tello es el más ruin de los Trastámara: cobarde, rastrero, ladrón… y, en lo que toca a los infantes de Aragón, esos no conocen a nadie que no sean ellos mismos, ni sirven a más intereses que los propios.
—Pedro debiera haber escarmentado, tras lo ocurrido con Enrique y Fadrique.
—Creo que esa traición le ha llevado, de forma paradójica, a apoyarse más en lo que le queda de familia. —Hizo una pausa—. Mira, María: desde que se apartó de ti, anda bastante perdido.
—Él lo quiso así.
—No digo que no. Pero ahora he venido hasta aquí en su nombre. —Volvió a pasarse el índice por el bigote, antes de torcer el gesto—. Quiere que empaques y vayas a reunirte con él en Castrojeriz.
—¿Qué dices? —María se revolvió, como picada por una avispa—. No hace ni una semana que se ha casado con Juana de Castro…
—¡Bah! Eso es agua pasada. Y, por Cristo, sobrina, contente, que nos están mirando.
María se pasó uno de los velos de la cofia por delante del rostro, para ocultar su expresión a los curiosos. Henestrosa, a la par que le acariciaba el brazo que apoyaba sobre el suyo propio, prosiguió:
—Seguro que sabes que don Pedro conoció la traición de sus hermanos el día de su boda. Yo estaba presente. Celebramos esa misma noche consejo de guerra y, luego, mandó ensillar y partimos hacia Castrojeriz, sin mirar atrás. Ni siquiera pensó en despedirse de Juana de Castro. Ese día, ella salió de la vida del rey. Ha sido un capricho pasajero. Créeme.
—Eso ya lo sé.
—¿Entonces?
—Nada. ¿Qué cambia eso?
Henestrosa ladeó la cabeza, turbado, sintiendo renacer el temor de que la acusación de ser la culpa del fracaso matrimonial entre don Pedro y doña Blanca, así como de la casi guerra civil que se vivía en Castilla, hubiesen hecho mella en ella. Que fuese cierto que edificaba el convento de clarisas para recluirse luego en él.
—Estos meses de alejamiento…
—Alejamiento de intrigas, traiciones, justicias sumarias. Todo eso tío, cuanto más lejos, mejor. Aquí estoy a gusto. La gente es sencilla, vive del campo y las tejedurías, y no aspira sino a vivir en paz. Yo me dedico a criar a Beatriz, a esperar a mi segundo hijo y a ver cómo se levanta, día a día, el convento. Llevo una existencia tranquila y no sabes cuánto la disfruto, luego de haber estado de acá para allá, siempre a la zaga de Pedro.
—¿Ya no le amas?
—Por supuesto que le amo —admitió ella con franqueza, el velo aún sobre el rostro—. A pesar de su mal carácter y sus ataques de ira, y a pesar también de esa farsa con Juana de Castro, con la que se ha puesto en ridículo ante todo el reino. Pero no sólo cuentan los sentimientos, tío. Te lo acabo de decir: aquí estoy bien, en paz, y…
—El rey no te ruega que acudas a Castrojeriz. Lo manda. —Henestrosa sonreía paternal, quizá para quitar hierro a esa afirmación—. Tras el espejismo de Juana de Castro, no piensa sino en ti.
—Una parte de mí quisiera partir sin demora, y la otra quedarse aquí. Ya casi me había hecho a la idea de pasar el resto de mis días retirada en este lugar.
Henestrosa seguía sonriendo. En cierta ocasión, algo ebrio y sentimental, había comentado a su gran amigo Gonzalo de Lucio que el amor de su sobrina por el rey era luz y el de él por ella llama. Que ahí donde el primero alumbraba, el segundo chisporroteaba y saltaba y, llegado el caso, podía llegar a incendiarlo todo.
—Haces que me sienta viejo, María. A los jóvenes os cuesta comprender que uno puede albergar sentimientos distintos hacia una misma persona.
—Los míos, además de distintos, chocan entre sí.
—Casi todo puede conciliarse. Además, no siempre es posible mantenerse al margen de los acontecimientos. —Ahora, el consejero real se había puesto serio—. Y, desde luego, tú no puedes. La guerra se recrudece, eres madre de una hija del rey y estás embarazada de él. Quedarte aquí, aunque sea en un convento, no os librará a tus hijos y a ti del peligro.
—La guerra está lejos y Pedro ha sofocado ya otras rebeliones.
Henestrosa, siempre llevando del brazo a su sobrina, se cercioró de que no había nadie cerca para escucharles.
—Siempre tuviste buena cabeza. Así que ahora escucha. La guerra está a punto de ponerse fea, fea de verdad, para don Pedro. Si está en este aprieto, es por haber elegido mal a ciertos hombres de confianza, y me temo que está repitiendo los mismos errores.
—¿Es que no hay quien se lo haga ver?
—Tri le conoces mejor que nadie. Cuando se obceca, cuesta sacarle del surco.
Mientras se acariciaba los bigotes, pensó en lo que acababa de decir: en que era posible conciliar tendencias opuestas y, en cierta forma, sus propias palabras le sirvieron de consuelo. Porque quería de verdad a su sobrina y no deseaba para ella sino lo mejor; pero no era un cobarde para engañarse a sí mismo y negarse que, si era menester, la manipulaba sin rebozo.
—Ahí tienes otro motivo para volver junto a don Pedro. Anda desorientado, ya que había puesto grandes esperanzas en la reconciliación con sus hermanastros. Toma decisiones erradas, acumula desaciertos, se rodea de gente de lealtad dudosa… tú eres la única persona capaz de hacerle entrar en razón.
María no respondió nada a eso. Siguieron el paseo en silencio, del brazo, por las callejas de Astudillo. Henestrosa tampoco consideró necesario añadir más. Sabía que —fuese ella o no consciente de ello— le había puesto un cebo al que no podría resistirse. Porque María de Padilla nunca iba a dejar a su amante, en los momentos de necesidad, a merced delos arribistas y sus propios desaciertos.
Montealegre ardía entre humaredas negras, hasta la última casa, y las cuestas del castillo bullían de hombres de armas. Los ballesteros, dispersos por esas laderas, disparaban andanadas de saetas, mientras la defensa, desde almenas y aspilleras, respondía con lluvias de proyectiles. Olía a humo y a quemado, y el aire atronaba con los gritos de guerra, redobles de tambor, chasquido de cuerdas, repicar de hierros.
Los pendones de Juan Alfonso de Alburquerque ondeaban junto a los de los Meneses, sobre las torres cuadradas y macizas del castillo, como desafiando al poder del rey y sus ejércitos, mientras los atabales redoblaban llamando al combate. El propio rey don Pedro dirigía el asalto a la fortaleza rebelde y Martín Carrillo, a indicaciones de alguien, pudo distinguirle aquel día desde las almenas, más allá del hormiguear de los de a pie, sobre corcel negro, con armadura, veste roja con las armas reales y corona sobre el almófar. Le rodeaban sus guardas y portaestandartes con los pendones de Castilla y León, así como el bermejo con franja dorada de La Banda.
Meses antes, Juan de Beaumont había supuesto que Martín, como todos los jóvenes, debía de estar sediento de lucha. No se equivocaba y, como si un genio malo hubiese oído tal deseo, tuvo acción y sobresaltos más que de sobra, durante toda la primavera de 1354. La traición de los gemelos abrió las puertas de la guerra en Castilla y, cuando el rey salió de Castrojeriz, fue como si su ira roja expulsase al invierno tardío de sus reinos, para hacer más fácil las campañas. Se combatía con furia en todo el occidente del reino, así como en Tierra de Campos, donde las compañías reales atacaban las plazas de los Meneses, aliados de Alburquerque por matrimonio. Y, desde el momento en que el rey salió en son de guerra de Castrojeriz, Martín no había dejado de galopar de un lado a otro, con mensajes del conde Enrique a sus capitanes y aliados.
Años más tarde, un Martín más maduro se sonreiría al recordar aquellos tiempos turbulentos, en los que no sólo no tenía idea muy clara de qué estaba ocurriendo, sino que tampoco le interesaba gran cosa. Sólo importaba el día a día, galopar, esquivar a las patrullas realistas, atajar por sendas poco conocidas, ganar tiempo y hacer leguas. Y eso que, gracias a su cercanía a Pedro Carrillo, hombre a su vez de confianza del conde, estaba mejor informado que la media de las tropas, que se nutría de rumores y cábalas.
Aquella reina efímera de Castilla, Juana de Castro, se había retirado a su villa de Dueñas, y don Pedro, libre de trabas, se había lanzado como un toro contra sus enemigos. En cuanto a los nobles rebeldes, la suma de años y experiencia haría comprender a Martín, en su día, que su estrategia había sido la de ganar posiciones sin arriesgarse a batallas abiertas, y hostigar a las fuerzas reales desde todas direcciones. Por eso se mantenían atrincherados en sus castillos y villas amuralladas, mientras don Fadrique campeaba por las tierras de Santiago, a caballo de los reinos de Toledo y Jaén, asegurándose poblaciones y tratando casi de partir al reino en dos, al obstaculizar las comunicaciones con Andalucía.
A la guerra de posiciones, don Pedro replicaba con zarpazos de hierro, tratando de romper el cerco de piedra al que le sometían sus enemigos. Y así, en persona, a la cabeza de gran número de tropas, se presentó en Montealegre, capital de los Meneses, que estaba defendida por la propia esposa de Alburquerque, Isabel de Meneses, y gran número de vasallos. El joven Martín se vio atrapado en aquel asedio por casualidad, ya que llegó a rienda suelta con un mensaje para Ruy Cabeza de Vaca —que era uno de los que defendían la plaza— y, en vez de desistir al ver el panorama, había azuzado a su caballo y conseguido entrar por los pelos, perseguido por las patrullas de avanzada reales.
Los habitantes del pueblo se habían refugiado en el castillo y el rey, ciego de rabia, mandó prender fuego a todo antes de ordenar el asalto, sin arrendarse ante las torres cuadradas y las murallas gruesas que se alzaban sobre el cerro. Y allí estaba ahora, al pie mismo de las cuestas, a lomos de corcel fogoso, mientras sus guardas se esforzaban por mantenerle fuera del alcance de las saetas y los donceles tremolaban estandartes, para dejar patente que estaban junto al soberano en persona. Él, por su parte, sujetaba con mano de hierro las riendas y blandía su partesana, al tiempo que animaba con gestos coléricos a atacar.
Los ballesteros cargaban y disparaban sus armas, protegidos por grandes escudos triangulares, clavados en el suelo. La táctica contra castillos como el de Montealegre —si no se recurría al asedio, con uso de minas, ingenios, truenos— consistía en abrumar a la guarnición mediante asaltos masivos por todas partes. Pero allí los defensores eran más numerosos y aguerridos de lo que creyera en un principio el rey. Hacían llover flechas, saetas, piedras, desde las almenas, e incluso habían salido a plantar cara a la barrera, de forma que allí había un tumulto tremendo de lanzadas. Cabeza de Vaca dirigía la defensa, recorriendo los adarves cubierto de armadura, entre la turbamulta de voces, restallar de cuerdas y silbido de saetas. Incluso la propia Isabel de Meneses, ante lo crítico de la situación, había subido a lo alto de una torre, acompañada de un hombre de armas, para animar con su presencia a los suyos.
Las compañías reales iban y venían como olas, contra la barrera, donde la lucha se volvía sañuda, entre arremolinar de lanzas, con unos hechos fuertes en el espacio de liza y otros agolpados en la parte exterior. El entrechocar de varas y hierros, y el griterío, enardecía a los que estaban en lo alto, como era el caso de Martín, a quien Cabeza de Vaca no había permitido bajar, para su gran disgusto. Se encontraban los filos y saltaban las chispas. Los asaltantes caían dando tumbos por las cuestas, verdes tras las lluvias de primavera, y los defensores heridos tenían que salir de allí a rastras por sí mismos, ya que, en situación tan crítica, no se retiraba nadie que se pudiera tener en pie.
Fue una jornada muy larga, de momentos muy difíciles, con el castillo atacado por todos lados. Pero, al cabo, los del rey hubieron de cejar y retirarse, tras sus grandes paveses, adornados con el escudo de Castilla y León, protegidos por las descargas de ballesteros. Cuando dejaron de volar saetas, una calma brusca se instaló sobre ese campo de batalla, tras el estruendo de sólo instantes antes. Martín, pese a la temperatura suave y la brisa que soplaba allí arriba, en los adarves, chorreaba sudor. A su lado, un ballestero se sentó en el suelo, la espalda con el parapeto de cuero y, tras echar atrás la capucha de cuero claveteado, se limpió la frente. Al ver cómo le miraba Martín, resopló.
—A veces, se pasa peor aquí arriba. Ahí abajo andan a lanzazos y no tienen tiempo de pensar, ni ven más allá de las puntas enemigas. Pero aquí en lo alto, asomados, viendo lo que se le viene a uno encima…
Martín contestó con una sonrisa y, perdida ya la vergüenza, se retiró almófar y cofia, para enjugarse el sudor, agradecido del aire que soplaba en lo alto, y le refrescaba ahora el rostro y cabellos mojados.