Capítulo 12
12
Los infantes de Aragón, desorientados por la marcha súbita de su primo el rey, y no sabiendo qué partido tomar, fueron a pedir consejo a su madre, Leonor de Aragón. Era ella en tiempos, siendo ellos niños, la que solía poner la última palabra en los asuntos de sus hijos; hábito que se había mantenido, en buena medida, con el correr de los años. Los dos infantes aragoneses —intrigantes y escurridizos— mantenían vínculos fuertes con su madre; excesivos, según algunas malas lenguas, que achacaban más a la dama que a ellos esa ambición que les había llevado al exilio en Castilla.
Doña Leonor, hermana de Alfonso XI de Castilla y viuda de Alfonso IV de Aragón, había demostrado ser tan sedienta de poder como infatigable a la hora de luchar por conseguirlo. Contaban de ella que había jurado no descansar hasta que uno de sus hijos ciñese la corona aragonesa. Recordaba algo a su hermano, tanto en lo físico —cabellos rubios, ojos verdes, porte regio—, como en el carácter, por lo decidida y tenaz, aunque decían que le faltaba su amplitud de miras.
Sus dos vástagos eran también grandes, rubios y fuertes, parecidos de aspecto y distintos de temple. Fernando, altanero, tal vez demasiado pagado de sí mismo, por ser el primogénito y, por tanto, posible candidato tanto al trono aragonés como al castellano. A su vera Juan, segundo en todo, se desdibujaba siempre; tanto que, de estar él cerca, se convertía en poco más que su segunda sombra.
Los dos, alentados por su madre, habían conspirado, causado alborotos en Aragón y dado, sin tregua, quebraderos de cabeza a su hermano, el rey, durante años. Cuando el Ceremonioso pudo librarse por fin de problemas más acuciantes y volver su atención a parientes tan conflictivos, la familia entera optó por pasar a Castilla. Desde allí habían seguido intrigando, convertidos en motivo de discordia —uno más— entre las dos coronas.
La noticia, como un estallido de pólvora, de que su real primo había abandonado a su esposa francesa, a los tres días de la boda, les había cogido tan a trasmano como a muchos nobles e hidalgos presentes en Valladolid. La ciudad se había convertido en una jaula de grillos, donde todos trataban de averiguar qué estaba ocurriendo. Se consultaban unos a otros, pero nadie sabía si era mejor ir en pos del rey o quedarse al lado de la ya reina Blanca. Las dos opciones tenían ventajas e inconvenientes e, incapaces de decidir cuál era la mejor, los infantes recurrieron a su madre.
Encontrarla entregada a labores propias de horticultor, en el vergel del convento donde se había albergado, no fue para ellos motivo de asombro. Desde edad temprana, Leonor de Aragón se había aficionado a cuidar plantas, con sus propias manos. No sólo llores ornamentales —esas más bien las desdeñaba—, sino también hortalizas, tubérculos y verduras. Las regaba, cardaba las malas hierbas, recortaba. Que una dama de sangre real, destinada a esposa de reyes, ocupase sus manos en plantíos, fue causa de escándalo entre algunas dueñas y confesores, al punto de motivar una consulta de su padre a teólogos. Éstos opinaron que, dado que los monjes cultivaban sus huertos, sin que ello les restase santidad, nada había de reprobable en tales tareas. Así que la corte le dejó hacer y ella siguió durante toda su vida buscando refugio, en los momentos difíciles, en esas tareas humildes que le serenaban el ánimo y permitían pensar con mayor claridad.
Doña Leonor, al igual que sus hijos, disponía de séquito propio, amalgama de aragoneses, castellanos, navarros, provenzales y franceses. Se había instalado con sus damas en un convento de clarisas, intramuros y, como su intención era pasar varios meses en Valladolid y la época era propicia —el paso del invierno a la primavera—, había retomado su vieja afición hortícola. Por eso recibió a sus hijos, esa mañana de junio, entre matas ya en flor, tocada con sombrero de paja, del que pendía un velo que la protegía del sol. Remangada, con un cuchillo de hoja curva, se dedicaba a segar la maleza y, a veces, a podar alguna parte enferma de las plantas. Ni se sorprendió de la visita de sus hijos, ni se anduvo con remilgos a la hora de enjuiciar los últimos sucesos.
—El comportamiento de vuestro primo no tiene ni nombre. ¡Qué vergüenza para la familia! ¿Cómo puede obrar de forma tan indigna un rey, hijo y nieto de reyes? Esto va a traer escándalo y alborotos en Castilla.
—Eso pienso yo, madre —convino Juan, que rara vez tenía otra opinión que no fuese la de ella.
Leonor no hizo casi caso a esas palabras. Con la mano izquierda, manchada de savia y tierra, se levantó el velo, los labios prietos, los ojos echando chispas.
—Es un baldón esto. Sí. Pero, ahora, hay que atender a lo más inmediato y con rapidez. —Se quedó contemplando a sus hijos con aquellos ojos verdes suyos, idénticos a los de su difunto hermano—. La opinión que me merece vuestro maldito primo es una cosa, y lo que yo crea que se deba hacer, en estos momentos, es cosa bien distinta. Pedro ha abandonado Valladolid a hurtadillas, como un ladrón, abandonando a su esposa tres días después de la boda. Es el rey de Castilla y, con su actitud, nos obliga a todos a tomar posición, lo queramos o no.
—Eso hemos estado discutiendo, madre —aceptó Fernando—. Ahora, cada cual ha de decidir si sigue al rey o si se queda aquí, con la reina.
—Ese es el dilema. Sí. —Leonor agitó despacio la cabeza, haciendo ondear los extremos sueltos del velo—. ¿Qué pensáis hacer vosotros?
—Tanto si nos vamos como si nos quedamos, nos ganaremos enemigos.
—¿Por qué?
—Quedarse es tomar partido por doña Blanca, frente a Pedro. Ir tras él significa lo contrario, e implica el riesgo de ganarse la enemistad de Alburquerque, y puede que también la de nuestra tía María.
—Y vuestra elección es… —Leonor de Aragón esperaba paciente, el cuchillo curvo en mano.
—No sabemos qué hacer. ¿Qué nos aconsejas?
—Vuestro primo ha dado un muy mal paso. Muchos, en Castilla, van a sentir simpatía por doña Blanca, que ha sufrido grave ofensa sin motivo alguno. Habrá también nobles que verán en todo esto una oportunidad para aumentar su poder, pescando en aguas revueltas. Creo que lo mejor que podéis hacer es ensillar e ir en pos de Pedro. Sed los primeros en uniros a él. Sois primos y vuestro sitio está ahora a su lado. Que nadie diga que vacilasteis ni por un instante. No deis pie a que se dude de vuestra adhesión total a Pedro.
—Los primeros, ya no podremos ser. Los hay que ya han salido al galope de Valladolid, tras las huellas de Pedro.
—¿Quiénes?
—Enrique y Tello, y también don Juan de la Cerda.
—Una oportunidad perdida. —Frunció los labios—. En fin, siempre podéis ser los segundos.
—Madre. —Juan se quitó la gorra, adornada con tres plumas rojas, para darle vuelta entre las manos, como siempre que se sentía inseguro—. ¿No nos compromete en exceso algo así?
—No. Y te voy a decir por qué. Porque yo me voy a quedar aquí, en Valladolid, con vuestra tía María y doña Blanca. Quizá se pueda arreglar el roto causado por la espantada de Pedro. Lo intentaremos. Pero vosotros tenéis que estar con él. Eso sí, ni se os ocurra alabar el desatino que ha cometido. Sin correr el riesgo de enojarle, tenéis que aconsejarle que trate de solucionar, de alguna forma, esta situación tan desagradable.
—Tú aquí y nosotros con Pedro. —Fernando asintió despacio—. Se trata entonces de jugar en ambos lados del tablero.
—Veo que lo has entendido.
—Esto no tiene buen aspecto, madre. —Juan seguía dando vueltas a la gorra entre las manos—. ¿Qué crees que va a pasar?
—¿Quién puede saberlo? ¿Qué pensará Alburquerque de todo esto? Puede que esté tan desconcertado como todos, o furioso, aunque lo más seguro es que esté ya moviendo sus piezas. María, el cardenal Albornoz y él mismo fueron los artífices de este matrimonio y, por ende, de la alianza con Francia. Años de negociaciones… para nada —suspiró—. Pedro ha desairado a Alburquerque, y éste no se va a quedar tan tranquilo, de brazos cruzados.
Se inclinó y, casi con rabia, arrancó una mala hierba.
—Y, ahora, contadme vosotros. ¿Se sabe adonde ha ido Pedro?
—Va camino de Montalbán, o eso dicen. Allí, en el castillo, le está esperando María de Padilla.
—Era de esperar. Esa mujer le tiene sorbido el seso. ¿Cómo es posible que este necio pueda olvidar su posición y obligaciones, hasta el punto de hacer lo que ha hecho?
—Corren muchas historias sobre los motivos de Pedro, madre. La cosa no acaba de estar clara. —Fernando, ataviado con jubón azul, de bordados en plata, y calzas verdes, dio varias zancadas de un lado a otro, sujetando la vaina de la espada con la zurda, ya que la llevaba a la moda, colgante del cinto mediante una tira de cuero de un palmo de longitud—. Hasta dicen que el rey ha tratado con violencia a su esposa. Hubo sirvientes y guardas que le oyeron gritar en sus aposentos, lleno de furia.
—Ese chisme sólo prueba que hay domésticos con la lengua demasiado larga —apuntó con sequedad Leonor—. Escarmentad en los errores ajenos y elegid con cuidado a aquellos que han de servir en vuestras estancias privadas. Pero sigue contando.
—Dicen que Pedro presionó y amenazó a Blanca, tratando de averiguar a través de ella qué va a pasar con la dote.
—¿La dote?
—Eso es.
Leonor de Aragón frunció el ceño, tajadera en mano. Aquel asunto no dejaba de dar de hablar. El rey de Francia se había comprometido a entregar 300.000 florines a su sobrina Blanca, en concepto de dote, a cambio de la alianza de Castilla y, por tanto, de la ayuda de su flota contra los ingleses. Los acuerdos matrimoniales estipulaban que una suma tan enorme había de pagarse en varios plazos. Pero Blanca había salido de París sin una sola moneda de esa dote en sus cofres y se rumoreaba, sí, que Juan II de Francia, muy escaso de fondos, no tenía intención de cumplir con lo firmado.
Los roces diplomáticos, por tal motivo, habían sido más que serios, y la comitiva de Blanca se había detenido incluso cierto tiempo, en la frontera de Cataluña, mientras se buscaba algún tipo de arreglo. Un prelado francés había llegado a ofrecer de sus arcas un adelanto sobre parte del primer pago; pero los castellanos habían rechazado esa oferta, recelando que los franceses diesen por liquidado el asunto con esa suma. Las relaciones se habían envenenado tanto que unos delegados de don Pedro, siguiendo instrucciones de éste, se habían negado a entregar a los franceses el tratado de alianza, firmado por el rey, si no se hacían efectivos los pagos.
—¿Será posible que este enredo sea más cuestión de dinero que de faldas? —Los ojos verdes de Leonor ahora chispeaban pensativos.
—Está en duda que llegue a las arcas reales un solo florín, madre. El rey Juan parece reacio a pagar lo acordado por su antecesor… aunque sigue teniendo mucho interés en el apoyo de la flota castellana. Y, ya que hablas de sirvientes lenguaraces, algunos dicen haber oído cómo el propio Pedro comentaba, con hombres de su cámara, que había presionado a doña Blanca, por el tema de la dote. Como poco, ha llegado a amenazarla.
—Pobre niña. Vuestro primo no tiene moral, ni freno. Aunque tampoco anda sobrado de buen juicio. Nadie puede ahora excusar sus actos con el cuento de que está mal aconsejado. Hasta los Padilla le instaban a no demorar su boda con doña Blanca.
—Pedro está fuera de sí, de rabia. No quería casarse con doña Blanca y ahora, encima, parece que se ha convencido de que Juan de Francia no va a soltar una sola moneda. Sigo pensando que ésa es la causa del abandono.
—¡Sandeces! Si fuera por eso, bien podía haber mandado a la novia de vuelta a su país, o no dejarla entrar siquiera en Castilla. Podía haber exigido con más firmeza el pago de lo convenido. Es absurdo casarse primero y acordarse después de la dote.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Pedro vino a la boda ya de muy mala gana. No tiene ojos más que para su concubina e incluso los asuntos de Estado le importan menos que ella. La cuestión de la dote puede haber sido la gota que colma el vaso. La excusa que se ha dado a sí mismo Pedro para dejar plantada a su esposa. Pero la raíz no creo que se encuentre en eso. —Se revolvió contra Fernando, que seguía dando paseos por el huerto—. Ten cuidado, que me estás pisando las plantas.
Observó a sus dos hijos.
—¿Vais a seguir aquí todo el día? ¿A qué estáis esperando? Avisad a los vuestros, ensillad y salid tras el rey. Si no podéis ser los primeros en uniros a él, procurad al menos no ser de los últimos. Y estad muy atentos. Los vientos cambian estos días en Castilla con demasiada rapidez. Aquel que no sepa bandearlos, puede verse en graves riesgos.