Capítulo 35

35

Sólo unos días después de que los nobles rebeldes entrasen en Medina del Campo, Juan de Beaumont salió a campear en solitario. Se alejó varias leguas de la villa y, aún después, abandonó las sendas para llegarse a lo alto de un otero y, ya allí, apartado de todo, en mitad de los campos, encender una fogata pequeña. Le costó algo, ya que era un día despejado y de mucho viento; aunque, por lo mismo, cuando consiguió prender el fuego, las ramitas ardieron con alegría. Se quedó de pie un rato, pasando los ojos entre el paisaje circundante y la lumbre, antes de sacar de bajo el jubón la carta que escribiera la noche antes a Constanza de Uxue, para dejar correr la mirada por esas líneas.

La Muerte, ya sabes, llega a menudo sin previo aviso. Hacen bien en pintarla con guadaña, porque cosecha vidas como el segador trigos y, como éste, a menudo elige los más altos y maduro. Así ha ocurrido con uno de los más grandes de Castilla o, mejor dicho, de toda España, porque la Muerte ha querido llevarse a don Juan Alfonso de Alburquerque. Era descendiente de reyes y poderoso por esfuerzo propio. Como todos los grandes hombres, tuvo aciertos y errores, grandezas y vilezas, gestos nobles y ruines. Es verdad que instigó muchas muertes, que intrigó y medró aprovechando sus cargos; pero también lo es que, además de su propio provecho, buscó el del reino. Y eso no es algo que se pueda decir de todos los señores. Los grandes hombres tienen dos caras, como las monedas. Una sola tienen los santos, pero ellos no suelen mezclarse con los asuntos mundanos.

El año pasado cayó en desgracia ante el rey Le despojaron de sus oficios y tuvo que huir a Portugal tras entregar como rehén, en gesto de buena fe, a su único hijo legítimo, que luego murió, dicen que envenenado. Pero su suerte cambió este invierno y su estrella volvió a lucir, cuando los nobles empezaron a abandonar al rey para abrazar la causa de la reina, de la que don Juan Alfonso era el máximo paladín. Hace sólo unos días, conquistamos Medina del Campo; victoria con la que su estrella llegó a su cénit. Y justo ahí, en lo más alto, se ha apagado, como la llama de un candil a un golpe de viento inesperado.

Se detuvo unos instantes, documento en mano, para echar una ojeada a los alrededores. Estaba solo, en un país en guerra, y distraerse demasiado tiempo podía costarle a uno la cabeza. Pero no había un alma a la vista, y sí campos segados, caminos vacíos y árboles que se doblegaban a las ráfagas. Así que, con las plumas del gorro agitadas por ese mismo viento que alborotaba follajes y arrancaba las primeras hojas muertas, agachó los ojos para proseguir.

No fue la mano de Dios la que le abatió, sino la del hombre, aunque estaba rodeado de vasallos y amigos. Don Juan Alfonso había enfermado al poco de entrar en Medina del Campo. Nada serio; desarreglos intestinales menores; achaques, propios de un hombre entrado en años. Pero tuvo la malhadada idea de recurrir a un físico que estaba con don Fernando de Aragón; uno italiano, que se unió al infante en Toledo, y que se hace llamar Pablo de Perusa, o de Roma, que de las dos formas le he oído nombrar. Ahora, unos dicen que es un asesino astuto, infiltrado en el séquito del infante, y otros que un oportunista que se dejó comprar por los agentes del rey. Sea una cosa u otra, lo cierto es que, en vez de atender a la salud de don Juan Alfonso, le dio un veneno que le hizo morir entre grandes dolores.

Cuando se descubrió la felonía, ya había huido de la villa. Salió en mula, sin que eso extrañase a los guardas de las puertas, que pensaron que iba a atender a algún paciente extramuros. Vasallos y deudos de don Juan Alfonso le buscan en estos momentos y, aunque dudo mucho que le encuentren, que Dios se apiade de él si eso ocurre.

Esta muerte ha llenado de pena y confusión a las huestes blancas, y sembrado también no pocas sospechas. No en vano, el mestre Pablo era físico de don Juan de Aragón, que heredaría el trono de Castilla si el rey don Pedro muriese sin hijos y que, además, ahora, con el fallecimiento de don Juan Alfonso, se ha convertido en portavoz indiscutido de los rebeldes.

Pero lo más extraordinario del asunto, que aquí quiero contarte, es que don Juan Alfonso, en su lecho de muerte, entre grandes sufrimientos, aún tuvo fuerzas para hacer llamar a escribanos y testigos. Ante todos ellos, ordenó que no sepulten su cuerpo hasta que sus amigos logren, en su nombre, que el rey vuelva con su esposa. Exigió que se hiciese constar por escrito y, como no consentía en recibir los sacramentos mientras los suyos no jurasen cumplir su última voluntad, hubo que ceder. Amigos y vasallos juraron, por su fe y sobre las cruces de sus espadas, no sepultarle ni descansar hasta satisfacer su demanda.

Así que, en vez de entregarle a la tierra, han colocado sus restos sobre andas, cubiertas con paños negros bordados con oro, para que vaya a la cabeza de su mesnada, como si aún la capitanease. También han decidido que su mayordomo mayor, Ruy Cabeza de Vaca, hable como si lo hiciese en su nombre y…

No remató la lectura, ni llegó a la despedida. En la lejanía, había surgido un puñado de jinetes y, como se sabía de memoria la carta, e ignoraba el bando de aquéllos, tomó el documento entre dos palitos, con la soltura del que ha hecho lo mismo otras veces. Así sujeta, acercó la carta al fuego. En cuanto prendió, la alzó envuelta en llamas, de forma que, con el aire que soplaba, se consumió en instantes. Las ráfagas aventaron las cenizas y Beaumont se quedó contemplando cómo volaban los fragmentos grisáceos. No había días mejores para quemar cartas que esos de vientos desatados, capaces de dispersarlas por las cuatro esquinas del mundo, para que, así, las cenizas de sus palabras pudiesen llegar hasta el espíritu de Constanza Uxue, doquiera que vagase en esos momentos.