Capítulo 11

11

La última vez que alguien pudo decir que había visto feliz a María de Portugal fue durante aquellos primeros días de junio, cuando se celebraron por fin las bodas de su hijo. Atrás quedaban semanas de tensión, llenas de requerimientos al rey, por carta, para que cumpliese con sus compromisos, y todo parecía por fin encauzado en la dirección correcta.

La ciudad ya estaba engalanada días antes de la ceremonia. Se organizaron justas, corridas de toros, luchas de animales y procesiones. Acudieron curiosos de lugares muy lejanos y no había posada disponible ni en Valladolid ni en las aldeas próximas. Se decretaron días de fiesta, pararon los obradores y casi era imposible hasta dormir, ya que, de noche, las callejas se llenaban de juerguistas, a la luz de las antorchas. Se festejaba por doquier y, en cada plaza había bailes y mascaradas. No faltaron peleas, homicidios ni incidentes, como cuando, en un torneo, el rey don Pedro acometió con exceso de ímpetu al ricohombre Fernando de Castro, de forma que no lo malhirió de milagro.

No sólo el Tesoro Real abrió sus arcas, sino también los nobles, los burgueses adinerados y las cofradías, para costear galas, comilonas y reparto de limosnas entre los más pobres. Pero ninguna celebración previa pudo compararse, ni de lejos, a los fastos del primer domingo de junio, cuando don Pedro y doña Blanca fueron en procesión hasta el pórtico de la iglesia de Santa María, para recibir allí el velo sobre sus cabezas que consagraba el matrimonio.

Aquel 3 de junio de 1353 amaneció despejado, la temperatura se mantuvo suave toda la mañana y, como en días previos había soplado el viento, los aires de la ciudad estaban libres de humos y malos olores, lo que fue entendido por algunos como un buen presagio paia esa unión. Aunque no faltaron agoreros para recordar los incidentes de la noche de vísperas, durante un encierro de toros. El concejo había tomado medidas para impedir que el populacho los torease, hiriese o incluso mutilase, como ocurría a veces. Pero el gentío era tanto que se produjo un altercado entre mozos borrachos y alguaciles del concejo, a palos y cuchilladas, y en el que corrió sangre, cosa que no podía tenerse por buena señal.

Mas, por la mañana, eso estaba olvidado. Repicaban las campanas desde todas las espadañas de la ciudad, ventanas y balcones estaban ornados con colgaduras y las calles atestadas de gentes con sus mejores galas. Aquel que tenía traje de fiesta lo lucía para la ocasión y, el que no, su atuendo más presentable. A eso había que sumar que el concejo y algunos pudientes habían vestido a sus expensas a mucha gente humilde, para que la celebración resultase más vistosa.

Las cofradías religiosas habían salido con sus estandartes bordados, tambores y santos patronos. Los hidalgos también estaban en las calles, con sus blasones en las ropas, sin que eso incomodase a los nobles, que a su vez estaban presentes en Valladolid rodeados de vasallos, casi como pequeños reyes con sus cortes en miniatura.

Por doquier ondeaban pendones, banderas, gallardetes. El concejo había hecho pregonar bandos de obligado cumplimiento, so pena de multa, azotes o prisión. Se conminaba a menestrales, sobre todo carniceros, a no arrojar desperdicios a la calle en esos días, así como a limpiar los tramos situados ante sus negocios. Se había mandado también recoger a perros, cerdos, vacas y cualquier otro animal que se tuviese suelto en la vía pública, con lo que la ciudad lucía más pulcra y olía mucho mejor que de ordinario.

Por doquier había juglares, contorsionistas y bailarines, pagados por el concejo y los ricos, o llegados por su cuenta, en busca de algunas monedas. En todas partes resonaban también los instrumentos populares: tamboriles, flautas, gaitas, vihuelas de arco, guitarras moriscas. Hug Benavent, días después, comentaría por carta algo acerca de un grupo de rústicos a los que vio danzar, cubiertos de pieles y con unas extrañas máscaras de paja, al son de grandes cencerros. Al observar cómo brincaban al unísono, entre el repique de esquilas y con esos atuendos tan curiosos, no pudo dejar de preguntarse cuán antiguas serían esas máscaras y cuál sería su origen.

Entre el clamor de las multitudes, los sones de los distintos instrumentos y el redoble de campanas, la cabalgada de los desposados cruzó Valladolid, en dirección a la Plaza Mayor y la iglesia de Santa María. Se habían buscado las calles más anchas, aunque eso supusiese algún rodeo y, donde no había otro remedio que cruzar vías demasiado angostas, los alguaciles del concejo y los ballesteros reales habían bloqueado las bocacalles con carros. Los tejados estaban llenos de espectadores y los más afortunados se asomaban a los balcones de las casas nobles que daban al trayecto.

Benavent, tocado con un birrete colorado, había logrado sitio en uno de los tejados, gracias a algunos estudiantes de la universidad; aunque había preferido apartarse de compañía tan bulliciosa para sentarse sobre las tejas, con el chafarote envainado entre las manos, y poder así observar a sus anchas, tanto a las gentes como a la comitiva al pasar.

Abrían la marcha los ballesteros de maza, esa escolta personal del rey, que vestían tabardos con las armas reales bordadas. Llevaban sus armas, de aspecto temible, sobre el hombro, se tocaban con gorros emplumados y estudiaban recelosos a la multitud que se agolpaba a su paso; porque, pese a lo vistoso de su atuendo, distaban de ser una guardia ceremonial. Tras ellos, precedidos de pajes que agitaban los pendones de Castilla y León, venían los novios con todos sus acompañantes.

Pedro y Blanca montaban dos caballos soberbios, elegidos para la ocasión, ambos blancos sin mácula, cubiertos con gualdrapas blancas y doradas. Los atuendos nupciales eran también blancos con bordados de oro, ribeteados de armiño. Don Pedro lucía de veras regio, erguido, tocado con corona, la zurda sobre las riendas, sin mirar a derecha ni izquierda. Muchos espectadores ensalzaron luego tal compostura, aunque a más de uno se le pasó por la cabeza que quizá no fuese tanto signo de majestad como de desinterés; aunque, esos últimos, se guardaron para su rebozo tal pensamiento. Doña Blanca no le fue a la zaga, cabalgando de lado, erguida, tocada con diadema, con los cabellos rubios sueltos, como correspondía a una mujer a punto de casarse. Sus ojos azules iban de un lado a otro, curiosos, sin que por eso alterase la actitud, mientras el populacho pugnaba para lograr siquiera atisbo de aquella dama llegada de lejos para reinar.

Como para escenificar ante el pueblo el cierre de las heridas entre el rey y sus hermanos, eran los propios gemelos los que llevaban las riendas del caballo de doña Blanca. Enrique vestía ropón también blanco y Fadrique el hábito de Santiago, como maestre que era de la Orden. Al lado del corcel del rey iban, por contra, algunos de los hombres fuertes del reino: nombres como Juan de la Cerda, Juan de Prado o Fernando de Castro. Y, tras ellos, Alburquerque y Leonor de Aragón —padrino del rey y madrina de la reina, respectivamente—, así como la reina madre, María de Portugal. Estas dos damas iban en mulas, guiadas por los hijos de la primera, los infantes de Aragón. Y ya luego una larga estela de ricoshombres, oficiales reales, caballeros, obispos, hombres buenos, abades…

Benavent no se hubiera cansado, aquel día, de ver pasar a esa multitud de atavíos lujosos. Pero, años después, al recordar aquel día de sol brillante y grandes galas, tendría la impresión de haber estado viendo desfilar a actores y comparsas de lo que luego habría de ser una representación tan larga como sangrienta. Y puede que algo semejante a un mal pálpito le acometiera en esos instantes, pese al ambiente festivo y el jolgorio que reinaba ahí arriba, en el tejado.

Los estudiantes, acompañados de putas y calientes ya de vino barato, quisieron bajar no bien pasó lo principal de la comitiva, con la consiguiente molestia para los demás ocupantes del tejado. Hubo discusión agria y, como había allí arriba tanta gente, Benavent llegó a temer que alguien perdiese pie y cayese a la calle. Declinó la invitación a acompañarles. Ya en Montpellier había descubierto que la vida de los estudiantes en los reinos occidentales era una suma de timbas, mancebías y picardías, gorroneo de viandas y tragos, y malvivir mediante sablazos, estafas y a costa de las mujeres. Nada de eso cuadraba con su carácter, aparte de no convenir a un hombre que buscase respeto, la confianza de poderosos y abrirse puertas para estudiar.

De vuelta a su posada, al recordar el mal presentimiento que le rozase sobre el tejado, sacó sus libros y tablas, y levantó el horóscopo de aquel enlace real. Lo estudió durante largo tiempo, a la luz de una vela de sebo, el rostro sombrío. Por último, lo destruyó y guardó siempre silencio sobre lo que, aquella noche, había encontrado en la carta astral.

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El miércoles siguiente a aquel domingo de bodas, los guardas que custodiaban la residencia del rey don Pedro tuvieron que sacudirse la modorra que sucede al mediodía y la comida, para recibir a unos visitantes inesperados. El rey residía en las Casas del Abad de Santander, su alojamiento habitual durante las estancias en Valladolid. Había dejado dicho que quería estar a solas y, como aquel día apretaba ya el calor, los guardas de afuera —ballesteros y escuderos de a pie— habían buscado la sombra de unas grandes moreras que crecían junto a las puertas.

De ahí hubieron de despegarse al ver llegar a dos damas cubiertas con velos, sobre mulas y custodiadas por pajes y hombres de armas. El ballestero mayor del rey, Sancho de Rojas, acudió a toda prisa a recibirlas, ya que, por las armas bordadas en gualdrapas y libreas, aquellas dos mujeres veladas no podían ser otras que la madre y la tía del rey. Pero por delante de la comitiva se presentó un caballero a quien el ballestero mayor conocía de sobra: Martín Tello, hidalgo portugués, de porte digno, cintura breve y sienes canas, que saliera de su tierra hacía muchos años, guardando a la reina María, cuando ésta entró a Castilla para casarse con Alfonso XI, y que ya nunca se había apartado de su vera.

—El rey está comiendo ahora, amigo Martín —le advirtió Sancho de Rojas.

—Si por mí fuese, no le importunaría. Pero ya ves que precedo a la madre y la tía del rey.

—Ya, ya me he dado cuenta. —El ballestero mayor, vestido con jubón de terciopelo rojo, observó cómo se acercaban las dos damas sobre mulas. Puso los brazos en jarras, no como bravata, sino por costumbre—. El rey se ha retirado en busca de algo de sosiego, porque han sido días de mucho trajín. Y ha sido tajante al ordenar que no se le moleste.

—Creo yo que esas órdenes son válidas en un caso normal, pero no cuando estamos hablando de la propia madre del rey. Sancho, amigo —el portugués sonrió como hombre de mundo—, ¿para qué enredar las cosas? Lo más acertado es que pases aviso a don Pedro. Que sepa que su madre y su tía exigen verle, sin demora. Y que sea él quien decida si recibirlas o no. Nosotros pintamos poco en esto, y no es prudente que nos metamos por medio.

Al ballestero mayor no se le pasó por alto los exigen y sin demora y, tras pensárselo un parpadeo, como la comitiva de las dos reinas estaba a punto de llegar a las puertas y los guardas le observaban expectantes buscando muestras de debilidad o titubeo, asintió con rudeza.

—Es sensato lo que dices. Voy a avisar al rey yo mismo. Presenta mis respetos a las reinas y, si me retraso y ellas así lo desean, que pasen dentro y esperen a la sombra, porque hace un día de mucho sol.

Pero no hubo necesidad de aguardar y, al poco, las dos reinas entraban casi en tromba en el cuarto donde el rey había estado comiendo.

La salita no hubiese impresionado, por su magnificencia, a embajador alguno y, para un ojo no avisado, bien pudiera pasar por el comedor de un hidalgo casi pobre. Don Pedro, al revés que muchos nobles de Castilla, se encontraba a sus anchas viviendo con la sencillez de sus antepasados. La estancia era de dimensiones modestas y recibía luz por un ventanuco tan estrecho que más parecía saetera. El mobiliario no sólo era escaso, sino también viejo y baqueteado: una silla y dos mesas; una de ellas para comer y la otra, adosada a la pared, para depositar útiles y recipientes. El propio rey hubiera podido pasar, en esos instantes, por un simple caballero. Alto, fuerte, el cabello rubio alborotado, comía vistiendo camisote blanco, coleto de cuero y calzas coloradas, con una daga al cinto, según era su costumbre.

En cuanto a la colación, aunque abundante, por ingredientes bien podría ser la de cualquier artesano de Valladolid: un guiso con abundancia de hortalizas, aún humeantes, sobre rebanada de pan y, para beber, vino en jarro de estaño. Pero ahora la comida había sido olvidada a medio consumir y el rey estaba en pie, junto a la mesa, con expresión de cautela. En cuanto vio irrumpir a su madre y a su tía, mandó salir de la sala al doméstico que atendía la mesa pues, pese a los velos, era patente lo alteradas que llegaban.

Ellas sólo se alzaron los velos tras salir el sirviente, ya que no los llevaban por coquetería o protección contra la solana, sino para ocultar los ojos rojos y párpados hinchados. María de Portugal, que de las dos era la que tenía el rostro más estragado por el llanto, ni siquiera dio tiempo a su hijo a abrir la boca.

—¿Qué es eso de que te dispones a dejar plantada a tu esposa? —casi le gritó.

—¿Qué? —Fue todo lo que acertó a balbucir Pedro.

—Que vas a irte de Valladolid. Que vas a abandonar a tu mujer, con la que te acabas de casar ante todo el reino, para reunirte con María de Padilla.

Pedro se pasó la mano por los labios, tal vez para limpiarse la boca, o puede que como muestra inconsciente de desasosiego. Las dos reinas, ante aquel gesto, cambiaron miradas.

María de Portugal era de ojos expresivos y facciones marcadas, y como muchos vástagos de la familia real portuguesa, sus rasgos tenían una dureza que había transmitido a su hijo. Leonor de Aragón era más grande de cuerpo, de porte majestuoso, con los cabellos rubios y ojos verdes comunes a la realeza castellana. Pero, en esos instantes, ambas contemplaban a Pedro con igual mueca de reprobación. Y, en cuanto a él, de haber estado alguien más presente en la sala, le hubiese encontrado bien poco regio, al menos en ese instante.

Aunque sacaba a su madre y tía más de una cabeza, le tenían en ese momento más que amilanado, quizá por haber sido pillado desprevenido. Removía los pies, como niño sorprendido en falta, y sus ojos grises, a veces duros como rocas, rehuían ahora encontrarse con los claros de su madre. Esta, al verle así, adoptando una actitud que le era conocida desde que comenzase a andar, perdió cualquier mesura para chillarle en el rostro, fuera de sí:

—¡Desgraciado! ¡Entonces es cierto! ¿Te das cuenta de lo que estás a punto de hacer? —Agitaba las manos ante su misma cara, haciendo aletear las mangas bobas de su vestido y, al verle recular, aulló—: ¡Mírame cuando te hablo!

Pedro, con la expresión del que traga una pócima amarga, levantó la vista para tratar de sostener los ojos de su madre, que echaban fuego. Pero no respondió palabra.

—¿Qué clase de rey eres? ¿Eres hombre siquiera? ¡Vas a salir corriendo, a agarrarte a las faldas de tu concubina, cuando aún se festeja tu boda en las calles! Te vas a deshonrar ante propios y extraños. Me vas a dejar a mí en ridículo. Vas a mancillar la memoria de tu padre.

Pedro, incapaz de aguantarle la mirada, había apartado la suya, al tiempo que se frotaba los dedos, como si los sintiese pringosos de la comida que había estado tomando.

—No sé de qué me hablas, madre —acabó por murmurar.

—¡Que no sabes! ¡Te habrás creído que a mí vas a engañarme!

Volvió a gesticular con furia ante sus narices y esta vez las mangas le rozaron las mejillas. Pedro retrocedió, casi como temiendo que su madre le abofeteara o que, fuera de sí, le arañase. Lo mismo debió recelar Leonor de Aragón, ya que retuvo a su cuñada por el antebrazo.

—Sobrino. La gente habla y todo acaba sabiéndose —le dijo a su vez, con voz quejumbrosa—. Se sabe que piensas abandonar a doña Blanca. Irte a Montalbán con María de Padilla. El rumor corre y no tardará en llegar a las calles.

Don Pedro se ruborizó; algo que se notaba mucho, pues era de piel muy clara. Aún frotándose las yemas, se llegó a la mesita pegada a la pared. Se enjuagó los dedos en un aguamanil de estaño mientras su tía seguía argumentando.

—Si te vas, ofenderás a Dios y a los hombres. Eres rey de Castilla y doña Blanca sobrina del rey de Francia. ¿Cómo crees que se va a tomar el rey Juan un desaire así? Si la abandonas, la afrentarás a ella, te afearás ante tus súbditos y te ganarás la enemistad de Francia. Es una locura que sólo puede traer males al reino, y tú no escaparás a las consecuencias.

Pedro, aún rehuyendo con tenacidad los ojos claros de su madre y los verdes de su tía, pero ya más dueño de sí mismo, se secó con parsimonia las manos. Luego se volvió hacia ellas, el lienzo aún en las manos.

—Señoras madre y tía. Lo que me contáis me deja asombrado. La gente habla, es cierto, pero casi siempre para escupir desatinos. Ni se me ha pasado por la cabeza abandonar Valladolid, y menos para ir a Montalbán.

—Pedro, por amor de Dios, reflexiona —le suplicó María, pasando de la rabia frenética a la angustia—. Están aquí todos los grandes del reino. Si te escabulles como un ladrón, abandonando a la que ya es reina de Castilla, ¿qué van a decir? ¿Cómo van a reaccionar? Y el pueblo… Por todas partes, se celebran fiestas con motivo de tu matrimonio. ¿Cómo se tomará la gente una bellaquería de tal envergadura?

—No sé de dónde han salido esas mentiras, pero os juro que no descansaré hasta averiguarlo y hacer escarmiento de deslenguados. —Pedro arrojó la toalla sobre la mesilla, con enojo—. Un buen escarmiento, sí. No sólo por las sombras que arroja sobre mi comportamiento, sino por el disgusto que os ha causado. Eso, por no hablar de esta escena tan desagradable. Bien decís: mal servicio haría yo al reino y a mis intereses, de hacer algo así.

Leonor de Aragón fue a contestar, pero Pedro se lo impidió, alzando una mano.

—Señora tía. No sigamos con este asunto. Todo está dicho y aclarado. Estaba comiendo, como podéis ver. Quise hacerlo a solas para disfrutar de un poco de paz, tras tanta celebración. Pero, si queréis acompañarme a la mesa, haré que vengan los sirvientes.

Y de ahí no consiguieron sacarle. Cuando Pedro batió palmas, con grandes voces, para que acudiesen a acompañar a las reinas a sus mulas, ellas se cubrieron de nuevo el rostro con los velos.

—¿Qué opinas? —preguntó en voz baja Leonor, mientras cruzaban el patio.

—¡Miente! —casi graznó María.

—Pero, da tantas seguridades que…

—Yo alumbré a ese embustero. Yo le crie y sé cuándo me está engañando. Aunque me lo jurase sobre la cruz y por la salvación de su alma, estaría mintiendo. Se irá de Valladolid. Saldrá corriendo, al encuentro de esa María, que le tiene el seso sorbido, y va a provocar un escándalo como pocos ha conocido el reino.

Entretanto don Pedro, bastante más alterado de lo que su falso aplomo daba a entender, se había instalado otra vez a la mesa. Intentó seguir la comida, pero no tardó en desistir, disgustado, el apetito perdido. Al poco de que se fueran las dos reinas, volvió a dar palmas y voces, y mandó que le aparejasen mulas para ir a visitar a su madre. Ordenó también que avisasen a Diego de Padilla, Juan Tenorio y Suero de Quiñones, para que le diesen escolta.

Los caballerizos ensillaron mulas para los cuatro, mientras la servidumbre menor se hacía lenguas sobre el asunto. Murmuraban que el rey había disputado con su madre, que era mujer de muy mal genio, y que ahora se disponía a visitarla en su posada, para pedirle disculpas. Pero algunos, perros viejos, se preguntaban por qué, si la discusión fue a santo de la amante del rey, éste se hacía acompañar justo por el hermano de la misma.

El rey no tenía intención alguna de ir al encuentro de su madre y, tras dejar las Casas del Abad, guio a su mula hacia las puertas de la ciudad y, con la única escolta de aquellos tres oficiales mentados, tomó camino del sur, por la carretera de Olmedo. Muchos pucelanos, atónitos, les vieron salir, fustigando a las mulas para que apretasen el paso, y la noticia corrió en cuestión de nada por toda la ciudad, con el consiguiente revuelo.

Pero, aun antes de que la nueva llegase a los alojamientos de los ricoshombres, quiso la casualidad que el maestre de Calatrava, Juan de Prado, y su sobrino Pedro Carpentero avistasen a aquellos cuatro, camino de Olmedo. Los dos calatravos habían salido a dar un paseo a caballo y, de paso, discutir con discreción negocios de la orden. Y, justo mientras estaban parados en lo alto de un cerro arbolado, sobre las sillas de sus caballos, divisaron y reconocieron a los cuatro. Estos, en cambio, no se percataron de su presencia, porque iban con prisas y, además, los calatravos estaban a la sombra de los árboles.

El maestre y su sobrino, al reparar en el buen paso de las millas, comprendieron que se dirigían hacia algún lugar lejano, aligerando para llegar a poblado antes de la caída de la noche. Así que no pensaban regresar a Valladolid. El gigantesco Pedro Carpentero se había pasado la mano por la gran barba, turbado por la visión de un monarca que casi parecía un fugitivo, alejándose entre el polvo de la carretera.

—El rey se marcha. ¿Qué significa esto?

—Escándalo, alteración, grandes males para el reino —murmuró resignado el maestre, que imaginaba la causa de aquella cabalgata—. Eso, sobrino, es lo que significa. Ni más, ni menos.