Capítulo 4
4
Por caminos de barro duro y hielo, Juan Alfonso de Alburquerque regresó a Castilla, a marchas forzadas, a finales de ese mismo febrero. La ruta discurría entre campos cenicientos, de rastrojos quemados por las heladas, y arboledas desnudas. El frío era intenso, el viento una navaja y Alburquerque, que no era joven, se resentía del clima y las marchas forzadas pero, aun así, no se permitió más descansos que los imprescindibles. Durante su estancia en Portugal, se había mantenido al tanto de cada decisión del rey, desde los festejos por el nacimiento de su hija a cómo había dispuesto de los estados de Alfonso Coronel.
Su esposa, Isabel de Meneses, le había enviado mensajeros con largas cartas, todos los días, y, mientras volvía ya a Castilla, varios emisarios más le habían salido al paso. Él mandaba siempre parar, para leer las misivas y, a veces, cambiar unas palabras con los correos; pues había nuevas que nadie osaba poner por escrito. O eso suponían los acompañantes del canciller mayor, porque él no daba explicaciones. Pero, a tenor de su talante, más adusto a cada etapa, las nuevas no debían de ser nada halagüeñas.
Alburquerque había despachado diligente los asuntos pendientes en la corte portuguesa, para así volver cuanto antes junto al joven rey, receloso de lo que pudiera ocurrir en su ausencia. Perro viejo y avisado, no necesitaba de astrólogos para saber que su estrella declinaba en Castilla. Se había ausentado a disgusto, enviado por el propio rey don Pedro a la corte de su abuelo materno, Alfonso VI de Portugal. Alburquerque era descendiente, por vía ilegítima, del rey Dinis de Portugal y gozaba del favor de don Alfonso, quien, además, no quitaba ojo a cuanto ocurría en Castilla.
Alburquerque salió de la corte portuguesa con tantas prisas que renunció incluso a viajar con el boato de costumbre. Atrás dejó sirvientes, acémilas, bagajes y hombres de a pie para, guardado por unos pocos de a caballo, entrar en tierras castellanas. Fue pernoctando en lugares propios, o de amigos y aliados pero, en la última etapa, se encontró con que su mayordomo mayor, Ruy Cabeza de Vaca, le estaba esperando. Había considerado este caballero que su señor no debía presentarse al rey sin la dignidad de sus cargos y, así, los viajeros se encontraron con que a la vera del camino les esperaban gran número de vasallos y criados de Alburquerque.
El canciller desmontó sin tardanza y se quitó los guantes para permitir que Cabeza de Vaca le besase las manos, antes de abrazarse. Luego se fueron los dos aparte, a charlar en privado, y los compañeros del canciller aprovecharon para descabalgar también, estirar las piernas y acercarse a las fogatas. Allí se quedaron todos de buena gana, calentando las manos con el fuego, la tripa con aguardiente y la cabeza con pláticas y chismes. El viento agitaba las llamas, los gallardetes al extremo de las lanzas y los pendones. Los hombres se frotaban las manos, tiritaban, daban saltitos y maldecían por lo bajo. En días así, rasos y gélidos, era menester proteger hasta las partes metálicas de armadura con telas, so pena de congelarse las carnes.
Volvieron canciller y mayordomo, y malas nuevas debía de tener el segundo porque el primero se mostraba tan sombrío que, tras reanudar la marcha, nadie se animó a acercarse a su caballería. Puede que, por eso, Juan de la Cerda adelantase su mula para ponerse a la par de Cabeza de Vaca. El mayordomo mayor, que en esos instantes cabalgaba atento a que todos cumpliesen con su cometido, sacó sin embargo tiempo para dedicarle unas palabras amables.
—Don Juan. Me alegra volver a saludarte y más en este día, en el que está por acabar una dura prueba.
Cabeza de Vaca era de esos hombres que infunden confianza con su sola presencia: de edad madura, aspecto noble y modales sobrios, lucía barba corta y apuntada, ya gris, y un continente acorde a la dignidad de su cargo. Atuendo de buenos paños pero corte sencillo, mezclando ropas civiles y piezas de armadura, en ese estilo tan popular en la belicosa Castilla.
—Ha sido dura, sí.
—Hoy toca a su fin. En cuanto lleguemos a Torrijos, dejarás de ser un proscrito.
—Confío en ello. —El otro agitó la cabeza, haciendo ondear las plumas blancas que adornaban su gorro cilíndrico, azul oscuro.
Juan de la Cerda era joven y apuesto, de cabellos castaños, ojos oscuros y rostro agradable, favorecido por barba corta. Como su interlocutor, mezclaba ropas civiles y armadura, y se cubría con pellote de ricas pieles, para tener los brazos sueltos en caso de pelea. Entre las manos, cubiertas por guanteletes de cuero, portaba una gran lanza y, colgando de la silla, su espada lobera, una adarga triangular y un martillo de guerra que entrechocaban al cabalgar.
Aún hacía mucho frío, pese a que el sol ganaba altura. Los campos seguían blancos de escarcha, el aliento de hombres y animales formaba nubecillas, las herraduras y las botas hacían crujir el barro helado del camino. Cabeza de Vaca, que se cubría con una sencilla cofia de soldado, meneó a su vez la cabeza.
—Si albergas dudas, descártalas. Nuestro señor, el rey, ha atendido los ruegos de su abuelo sobre tu indulto. Apenas le beses las manos, obtendrás el perdón y serás libre de volver a tus asuntos.
De la Cerda volvió a asentir, aunque su semblante mostraba dudas, por lo que el otro insistió:
—¿Qué sucede? Si algo te preocupa, puedes hablar conmigo en confianza. Si no alzamos la voz, nadie tiene por qué oírte.
Una bandada de perdices levantó el vuelo, asustada polla cabalgada. Surgieron de golpe, de unas matas a la izquierda del camino, entre gritos y agitar de alas. Los ecos del revuelo reverberaron sobre los campos, pareciendo rebotar por las arboledas dispersas. De la Cerda puso los ojos en aquel alboroto de aves.
—¿Crees en los agüeros?
—Allá donde me crie, todos creían —repuso Cabeza de Vaca, prudente.
—¿Y qué puede significar esto?
—Buena señal, sin duda. Se van por la siniestra, como se van todos los miedos.
Juan de la Cerda sonrió.
—Se te tiene por hombre cabal, mosén Ruy. Ya imaginarás qué me preocupa.
—Nada tienes que temer. El perdón es público. El pregonero real lo ha proclamado por doquier.
—Lo sé. Pero recuerdo cómo algunos magnates del reino acudieron al rey, hace no tanto, fiados de las seguridades que él les daba. Y cómo a más de uno lo hizo matar en el acto, sin juicio ni ceremonia. Bien lo sabes.
—Sí. —Cabeza de Vaca asintió. La barba gris y apuntada, así como la cofia con que se cubría, dieron al gesto solemnidad. En la memoria de todos estaba la muerte de Garci Lasso de la Vega, adelantado de Castilla, muerto en Burgos por los ballesteros del rey, en presencia de éste—. Pero tú no estás en la misma situación.
—Tan fácil es matar a un hombre como a otro.
—No si es el rey de Portugal tu valedor. Y ése es tu caso. No creo que nuestro señor quiera perder el favor de su abuelo, que siempre le ha apoyado en todo. Don Alfonso de Portugal puede querer mucho a su nieto, pero es muy rígido en cuestiones de honor. —Una nubecilla de vapor se le formó entre los labios—. No es hombre con el que pueda nadie bromear.
De la Cerda cabalgó un trecho antes de responder.
—Puede que tengas razón. Que el temor a enojar a su abuelo sea mayor freno que el respeto a la palabra dada.
—Duras palabras son ésas.
—Quedamos en que esta conversación era en confianza.
—Y lo es. De haber habido dudas, mi señor no te hubiese traído con él. Creo que todos en Castilla, empezando por el rey, estamos de acuerdo en que la cuestión Burguillos ya ha hecho correr suficiente sangre.
—Aguilar, Burguillos… todo eso no ha traído sino desgracias —murmuró entre dientes su interlocutor[2].
Juan de la Cerda, descendiente de reyes, poeta brillante, diplomático y guerrero reputado, se había visto arrastrado a la guerra entre el rey de Castilla y Alfonso Coronel, por estar casado con la hija mayor de este último, María. Por eso había tomado armas contra don Pedro y viajado, primero a Granada y luego a África, buscando apoyo de infieles. Pasó fatigas y aventuras, hasta que, desanimado de obtener tropas de unos reyes que las necesitaban para sus propias luchas intestinas, volvió a la Península y se refugió en Portugal. Allí supo de la caída de Aguilar y de la muerte de su suegro. Y allí le encontró Alburquerque, que había pedido al rey portugués su intercesión ante Pedro de Castilla.
—Todo indica que tu vida está a salvo… aunque existen contrapartidas.
De la Cerda, la vara de la lanza en oblicuo sobre la silla de montar, le dedicó una mirada perpleja.
—¿De qué hablas?
—Busco cómo contarte lo que ha ocurrido, porque tu vida queda a salvo a costa de la merma de tu hacienda.
—¿Cómo?
—El rey se ha incautado de los feudos de tu suegro. Los ha repartido a su antojo.
—Ya lo sabía. —De la Cerda asintió huraño. En tierras portuguesas conoció cómo el rey don Pedro había dotado a su hija recién nacida, Beatriz, con villas y castillos que fueran de Alfonso Coronel.
—No me estás entendiendo. —Cabeza de Vaca alzó una mano enguantada, circunspecto—. No es que el rey se haya apoderado de algunos lugares. Es que ha dispuesto de todos y los ha repartido entre sus hombres de confianza.
—¿Qué dices? —De la Cerda acusó el golpe, aunque procuró mantener la compostura—. ¿Todos?
—Me temo que sí. Hasta el último castillo.
—¿A quién ha entregado el rey las tierras de mi suegro?
—Iñigo de Orozco, Pedro Suárez de Toledo… hombres cercanos, de toda confianza. —Se permitió una mueca, los ojos en el camino y la zurda firme sobre las riendas—. Dicen que es su forma de recompensar a los de lealtad probada, que estuvieron a su lado en esta crisis. Su alteza es receloso. —Titubeó antes de proseguir—. Es joven, impulsivo y no siempre está bien aconsejado…
—No hay nadie con más influencia sobre él que tu señor, Alburquerque.
—Eso era antes. Las cosas han cambiado mucho en Castilla, en los últimos meses. Los parientes de María de Padilla se han ganado la confianza del rey y éste cada vez hace menos caso a los consejos de mi señor.
—Supongo que los Padilla han sacado buena tajada en este expolio.
—Es obvio que sí.
Cabalgaron largo rato sin más palabras; De la Cerda rumiando esas noticias calamitosas y Cabeza de Vaca enfrascado en sus propios asuntos. Por fin, el primero se animó a preguntar:
—¿Sabes algo de mi esposa y sus hermanos?
—Estate tranquilo en esa cuestión. Estaban todos refugiados en Aguilar. El día en que la villa cayó, don Alfonso rogó a Día Gómez de Toledo, el caudillo de los escuderos reales, que fue quien le apresó, que velase por sus hijos. Día cumplió y ahora todos están en lugar seguro, protegidos por amigos poderosos. He de decirte que tu esposa, al saber que venías de vuelta del exilio, se obstinó en venir a Torrijos. Los que la protegen ahora tuvieron gran trabajo para impedírselo… porque no creo que hayan logrado convencerla.
El semblante del otro se animó de golpe, como si hubiera asomado el sol entre nubes de tormenta.
—A mí también me hubiera gustado que hubiese venido. Pero esos amigos que la guardan tienen razón: hubiera sido cualquier cosa menos sensato.
Cabeza de Vaca asintió, con sonrisa casi paternal. Los enlaces entre poderosos obedecían al interés político y, sin embargo, en un imaginario libro de cuentas, en el que un contador, igual de imaginario, hubiese registrado las bodas entre grandes familias, se habrían encontrado de continuo líneas apasionadas. Tal era el caso de María Coronel y Juan de la Cerda, de quien decían que se había rebelado y exiliado más por amor a su mujer que por intereses comunes con su suegro. El exiliado prosiguió, hosco:
—Pero no veo qué beneficio pueda reportarme el expolio de los estados de mi suegro. La ruina de mi esposa me supone una merma patrimonial grave.
—A cambio, garantiza tu vida y bienes, porque bastante escarmiento supone ya.
—Magro consuelo es ése. —De la Cerda sentía arder las mejillas, pese al frío y el viento helado que soplaba a rachas.
Cabeza de Vaca suspiró.
—Es una noticia pésima y te reitero que me duele ser yo quien te la dé. Tu reacción es lógica. Pero repara en cómo ahora estás disgustado por la pérdida de feudos cuando, hace un rato, temías por la vida. Reflexiona y decide qué vale más. Que no te ocurra lo que a tu pobre suegro, al que Dios haya perdonado, que perdió todo, incluso la cabeza, por aferrarse a uno de sus feudos.
—Pero ¿cuándo se ha visto que el rey despoje así a una familia noble, dejándola sin nada?
—No es bueno para nadie —convino Cabeza de Vaca—. Los que han sacado tajada, cegados por la avaricia, no entienden que mañana pueden ser ellos expoliados. El rey presta oídos a malos consejeros. Mi señor era contrario a una medida tan drástica.
—Te creo.
—Convinimos en hablar claro. Mi señor y tu suegro se enemistaron por Burguillos. Ahí comenzó todo. Si Alfonso Coronel se equivocó, ya lo ha pagado. Mi señor no quería que las cosas llegasen a tanto. Fíjate en que no ha obtenido beneficio alguno de este asunto.
—Eso mismo me dijo él en Portugal —respondió prudente De la Cerda—. No creas que no agradezco sus gestiones, ni la ayuda que me ha prestado en estos días aciagos.
—Eres buen caballero, don Juan. Hiciste lo que debías, tomando las armas en favor del padre de tu esposa. A veces, es muy difícil deslindar entre las distintas lealtades debidas.
—Muy difícil, sí.
Cabeza de Vaca se quedó observando un momento, camino adelante, los ojos guiñados, para después señalar con el dardo que llevaba en mano.
—Mira: Torrijos. Ya estamos llegando.
De la Cerda alzó la mirada. Más allá de los campos de escarcha blanca y álamos desprovistos de hojas, pudo distinguir las murallas de la villa, así como el campanario de la iglesia. Cabeza de Vaca habló de nuevo.
—Apenas sea posible, haremos que te introduzcan a presencia del rey, para poder dar por zanjado tu exilio.
—¿Será esta misma mañana?
—Depende de lo repuesto que esté don Pedro.
—¿Repuesto? —De la Cerda se revolvió en la silla—. No me digas que ha vuelto a caer enfermo.
—No. Disculpa. Olvidaba que no podías saber lo ocurrido. El rey no quiso escatimar nada a la hora de festejar el nacimiento de su hija y, por supuesto, no iban a faltar justas ni torneos. Don Pedro no sería don Pedro si se perdiera una sola cacería o montería, o se quedase de espectador en los torneos. Anduvo lidiando, tanto a pie como a caballo, con tan mala suerte que le hirieron en una mano, durante un duelo a espada.
—¿Grave? No me digas que le han mutilado.
—No. Un corte fortuito. Se sufren heridas parecidas todos los días y nadie, empezando por su alteza, le dio importancia en ese instante. El problema vino después, porque no paraba de sangrar y los físicos no conseguían detener la hemorragia. Fueron momentos de muchos nervios, mosén, en los que se llegó a temer incluso por la vida del rey.
—Por cómo lo cuentas, asumo que se arregló y que la crisis está solucionada.
—Hablo de oídas, por terceros. Yo no estaba ya en Torrijos, sino preparando la escolta con la que he salido a vuestro encuentro. Me han dicho que un físico forastero se presentó a los del rey y, con la aprobación de éstos, logró contener por fin la sangría.
—Una circunstancia afortunada. —Por lo inexpresivo de su rostro, lo mismo podía ser sincero que estar lamentando que el rey no se hubiese desangrado—. Ya es casualidad…
—¿Casualidad? No. Yo diría inevitable. Ya sabes cómo es su alteza: impulsivo, casi desmedido. Si vino anda todo el día de montería y justas, es normal acabar herido. Y, en cuanto a ese físico de fuera, nada tiene de extraña su presencia en Torrijos. Mucha gente ha acudido en los últimos días a la villa, atraída por las celebraciones. Dicen que ese físico ha visitado muchas tierras. Es normal que, al saber de las fiestas, se haya acercado a Torrijos. Los hombres así suelen ser curiosos como gatos.
—Tienes razón.
—Olvida ahora todo eso. Céntrate en la audiencia con el rey, y en conseguir de nuevo un lugar en la corte. Un hombre de tu valía no debe estar apartado de los oficios mayores. En cuanto a ese físico misterioso, siento cierta curiosidad. Yo también tengo asuntos que atender pero, en cuanto me sea posible, recabaré detalles sobre él y trataré de visitarle para tener una charla, si es que no se ha marchado ya de Torrijos.