Capítulo 41
41
Juan el Muerto encontró a Hug Benavent en el salón de su posada, en una de las mesas del fondo, despachando una colación. Comía con trinchante, y no con los dedos; a solas, según su costumbre, y, aunque estaba sumido en sus pensamientos, algo habitual también en él, no dejó por eso de advertir la llegada del vagabundo. Apartó despacio la mirada de la comida para fijarla en aquel hombre de barbas blancas y hábitos pardos que atravesaba la sala cargada de olores, antes de invitarle con un gesto sobrio a compartir su mesa.
El otro se disculpó por abordarle durante la comida, pero el físico quitó importancia a eso con otro ademán, para luego limpiar con esmero el borde de su jarro de vino y ofrecerle un trago. El religioso errante no dejó de reparar en el ropón negro de su anfitrión, ni en las calzas, también negras, que le asomaban bajo el borde, recordando aquellas ropas exóticas que vestía a su llegada a Toledo. Todas las había ido el otro desechando, pues ya llegaron gastadas y, con el paso del tiempo, los roces y rotos las habían vuelto inservibles. Sólo le restaba la vieja capa colorada, que decía regalo de un mago turco al que conoció en sus viajes por Asia.
Juan aceptó el jarrillo y, a dos manos, se regaló un trago generoso.
—He oído decir que te marchas de Toledo —afirmó luego.
—De hoy en dos días, me pondré en camino —aceptó Benavent sin sorprenderse, porque las noticias corrían rápido por las callejas de Toledo; más con la plaga de incertidumbres y sospechas que la envenenaban desde hacía meses.
—Siento oír eso. Es muy posible que no volvamos a vernos y resulta grato conversar con un hombre como tú, que no sólo tiene estudios, sino también buena mollera. —Se detuvo un instante, porque el otro cabeceaba, agradeciendo la cortesía—. ¿Adonde te vas?
—A Sevilla.
—Espero que no se te ocurra hacer el viaje en solitario.
—No. Descuida que, si algo me han enseñado tantos años de recorrer los caminos, ha sido la virtud de la prudencia. Los temerarios se ganan la admiración de la gente, pero no suelen durar mucho.
Juan el Muerto asintió solemne, como si el otro hubiese enunciado una gran verdad. Los caminos de Castilla, nunca muy seguros, eran en esos días aún más peligrosos, con los señores ladrones y toda clase de forajidos campando a sus anchas, al socaire del caos civil. Benavent, recostado contra la pared del fondo, los ojos puestos en las puertas de la taberna, que estaban abiertas para dar luz y ventilación, mascó despacio un bocado de su comida, antes de contestar.
—Viajaré con unos mercaderes que se dirigen a Jaén. Una vez allí, ya veremos cómo me las arreglo para llegar hasta Sevilla. Seguro que no me será difícil encontrar algún medio de transporte.
—¿Es prudente, amigo? En tiempos de guerra, las recuas de los comerciantes son presa codiciada y es fácil sufrir el ataque de bandidos.
—Estos mercaderes de los que te hablo son gente seria y con experiencia. Han pagado la protección de don Fadrique con buenos maravedíes. —Sonrió, a su inquietante manera—. Si algo escasea en Toledo, eso no son secuaces de los Trastámara.
El vagabundo asintió entonces despacio, algo más convencido. Los caballeros de Santiago que se habían negado a aceptar la destitución de don Fadrique —la mayoría— señoreaban las tierras de su maestrazgo, y aquellos que viajaban entre los reinos de Toledo y Jaén debían pagarles peaje, so pena de sufrir un asalto y perder todos sus bienes, y puede que incluso la propia vida.
—Pero ¿por qué Sevilla? Dicen que hay peste en esa tierra.
—La hubo el año pasado, sí; pero ya ha remitido. Me he procurado información al respecto. —Despachó un buen trozo del pan, ya con los dedos, antes de apurar el jarro. Como Juan el Muerto echaba mano a la bolsa, con intención de pedir otro, se lo impidió con un ademán, sabiendo que era hombre de recursos magros, antes de llamar él mismo al mozo—. ¿Quieres atemorizarme con cuentos sobre bandidos y pestes? Tú, que te pasas media vida en los caminos.
—Poco botín sacarían de mí los ladrones. En cuanto a la peste, ya sobreviví a su abrazo en una ocasión, y eso es algo que no puede decir casi nadie. En fin. ¿Qué se te ha perdido en Sevilla?
—Lo que en cualquier lado: las ganas de saber. Ya quería ir a Sevilla, antes incluso de arribar a España, aunque las circunstancias lo hayan ido demorando. Pero es hora de volver a mi plan original y, ¿para qué mentirte?, la atmósfera que reina en Toledo es casi tan malsana como los miasmas de la peste. Es hora de cambiar de aires.
—Si lo que te mueve es la sed de conocimientos, vete en buena hora. En cuanto a Toledo, puede que la situación mejore.
—Un varón de tus años y experiencia no debiera entregarse al optimismo vano. No es digno de ti. Sabes de sobra que las noticias que se reciben no auguran nada bueno.
Juan del Muerto amagó una réplica pero, como justo en ese momento llegaba el mozo con el nuevo jarro, optó por dar un buen trago, ya que bien sabía a qué aludía el físico, puesto que no se hablaba de casi nada más en la ciudad.
El conde don Enrique había caído en una celada en el puerto de Picos, en la sierra de Credos, cuando trataba de pasar al reino de Toledo y unirse a su hermano gemelo, don Fadrique. Milicias de la tierra de Ávila, fieles al rey don Pedro, habían atacado por sorpresa a su columna de a caballo, justo al cruzar el puerto, deshaciéndola y causando gran número de muertos. Había sido una derrota amarga para las armas del conde, en la que cada cual había tenido que huir como buenamente pudo, y que dejó en el campo a hombres de gran linaje, como uno de los nietos del famoso don Juan Manuel, abatido por las ballestas de los abulenses.
El conde había salvado la piel e incluso conseguido ganar la vertiente sur de la sierra, con sólo un puñado de hombres. Humeando de rencor, había cabalgado hasta Talavera, donde estaba su hermano con gran número de hombres de armas. Decían las malas lenguas toledanas que la saña del conde era fruto de una mezcla de ira y miedo. Ira por haber sido descalabrado de tal manera por unas milicias, a las que los grandes siempre miraban con desdén. Miedo, el pasado durante la emboscada, ya que con las milicias y hermandades no valían las reglas de guerra de los señores. Los nobles no solían perder la vida en la guerra, a no ser por heridas de combate. Podían esperar merced a cambio de un rescate, cosa que no valía para los humildes, a los que no era raro que pasasen a cuchillo. Pero eso era en la guerra entre iguales. Caer en manos de las milicias concejiles, en cambio, era casi garantía de ser muerto de forma sumaria en el mismo campo de batalla. Así que la suerte del conde, de haber sido derribado de su caballo por los de Ávila, pudiera haber sido poco envidiable.
Juan el Muerto no pudo evitarse alguna que otra reflexión sobre ese último extremo.
—Imagina cómo se habrá sentido don Enrique, gran señor e hijo de rey, al verse primero derrotado y después perseguido cual alimaña por los breñales, por una patulea de hidalgüelos y campesinos. —Sonrió con amargura—. Un ricohombre como él, para quien los demás somos poco menos que nada, debió sentir como si el mundo se hubiese vuelto del revés. Supongo que, en un trance así, no temería tanto morir como la idea de hacerlo a manos de unos pecheros.
Benavent contempló a su interlocutor con curiosidad, aunque no sorpresa. Hacía ya tiempo que no tenía dudas de que aquel hombre hubiese sido, en tiempos, un religioso de verdad. Ciertos comentarios y gran número de pequeñas rutinas suyas le habían despejado las sombras al respecto, a cambio de abrir nuevas incógnitas. En casi todo Occidente, parte del bajo clero y las jerarquías menores de la Iglesia eran hostiles a la alta nobleza y, por ende, al alto clero. Los reinos hispánicos, en concreto, estaban llenos de curas, frailes y predicadores que tronaban contra las clases altas, la corrupción de las costumbres, la codicia y los esquemas sociales tradicionales. Y era obvio que aquel vagabundo clerical, cantor y poeta, militaba en las filas de esos religiosos indignados.
Pero Juan el Muerto seguía hablando, con tono de voz cada vez más sombrío. Porque, aunque don Enrique era aliado de Toledo, la verdadera mala noticia, al menos a su entender, no era la de su descalabro en el puerto de Picos, sino la venganza que se había tomado poco después contra los de la tierra de Ávila.
El conde de Trastámara, desbaratado y corrido, había logrado convencer a su hermano para volver a la sierra, con gran número de soldados. Cayeron por sorpresa sobre un lugar llamado Colmenar, cuya milicia se había distinguido por el ardor guerrero desplegado durante la emboscada. Y el conde se resarció de la anterior derrota.
—Han arrasado Colmenar, amigo. Arrasado. —Juan el Muerto despachó casi el jarro y Benavent, aun temiendo que se fuese a achispar, reclamó un tercero—. Muertos y ruinas humeantes; no queda otra cosa, o eso dicen los que de allí han llegado. No dieron cuartel, no se respetó sexo ni edad, y sólo pudieron salvarse aquellos que huyeron por los montes.
—Eso he oído. Pero, si los del Colmenar se mostraron tan bravos dos días antes, ¿cómo luego se dejaron matar como corderos?
—¿Corderos? ¿Y cómo quieres que se defendiesen? Los trastamaristas eran muchos, muy bien armados y cayeron por sorpresa sobre el lugar. Cada cual estaba en su casa y así, descoordinados, no pudieron hacer frente a ballesteros y lanceros.
Benavent dio un trago de vino, aprovechando que el mozo les trajo el nuevo jarro. No se hablaba en Toledo de otra cosa que de ese desastre, y de la ferocidad desatada contra los habitantes de Colmenar. La noticia no había hecho sino enturbiar aguas de por sí ya bastante fangosas. Juan el Muerto se pronunció de repente, como si adivinase lo que pasaba por la cabeza de su compañero de mesa; o tal vez tan sólo porque el vino se le estaba subiendo, haciéndole, como ocurre a veces, soltar lo que estaba pensando.
—Nuestra causa es justa.
—No digo que no. Pero en esa obsesión por la justicia está la semilla de un conflicto latente.
—¿Qué dices? No te entiendo. —Juan el Muerto se inclinó para observarle, con ojos algo enrojecidos.
—No soy más que un forastero; pero quizás eso mismo me hace ver ciertas cosas con más claridad. Muchos toledanos tomaron armas para defender la vida de la reina. Una causa justa, sin duda, que les honra. A todo eso hay que añadir que no se consideran rebeldes al rey. No le culpan a él de la situación de la reina, sino a sus consejeros.
—Y así nos va. Hay que afrontar la realidad de las cosas, no esconder la cabeza bajo el ala para no mirarla cara a cara.
—Eso daría para mucho discutir —susurró Benavent, prudente; pues su interlocutor estaba alzando la voz, lo que le hacía temer que alguien pudiera prestarles oídos—. Pero, por volver al tema, Toledo está dividida en cuatro bandos: los partidarios del rey, los de la reina, los de la reina pero no contra el rey, y los banderizos de los grandes señores. Y, en esos últimos, casi podríamos señalar a uno concreto y numeroso, formado por los vasallos de don Enrique.
—Eso es cierto.
—Los enriqueños sólo trabajan para beneficiar a su señor y están haciendo mucho daño en Toledo. Sus tejemanejes están aflojando los apoyos que muchos prestan a la causa de la reina. El común, los buenos, muchos hidalgos, ven a los grandes señores como enemigos y recelan de las maniobras de los vasallos del conde…
—Bajo buenas capas, proliferan las garrapatas. Ocurre igual con las buenas causas —Juan el Muerto se echó otro trago generoso—. Los grandes, por mucho que tengan, siempre quieren más. Tal vez sea la ley natural. Pero lo cierto es que, mucho peor que el peor de los poderosos son los esbirros de éstos.
—Sin duda. —Benavent temía cada vez más que en las mesas cercanas oyesen a su acompañante, lo que podía acarrear cualquier consecuencia: desde ninguna en absoluto, a una pelea o incluso a una algarada, si algunos parroquianos le daban la razón y se les encendía la sangre—. Pero bueno. El caso es que Hug Benavent de Alejandría, aquí presente, hijo de Artal Benavent de Barcelona, ha llegado a la conclusión de que, en vista de cómo están las cosas, le ha llegado la hora de cerrar su morral y partir hacia Sevilla.
—No sé yo si es buen negocio cambiar la guerra por la peste.
—Y yo te reitero que la peste se retiró de tierra de Sevilla hace meses. Además, aunque así no fuese, ya he visto demasiados muertos por hierro en mi vida. Como físico, no me disgustaría estudiar de cerca la plaga y sus consecuencias. Es curioso pero, aunque tanto ella como yo hemos corrido Europa, nuestros caminos jamás se han cruzado.
—Es mejor que así siga siendo, amigo mío. —El otro, de golpe taciturno, metió casi las barbas en el jarro.
—¿Qué más da morir de pestilencias que por las armas?
—De entrada, que la primera de las muertes suele ser más larga y mucho más dolorosa. A cambio, le cabe a uno el consuelo de saber que cae abatido por la mano de Dios, y no por la del Hombre.
—Parco consuelo es ése. —Se puso en pie—. En fin, amigo. Tengo asuntos aún que cerrar, antes de ponerme en camino. Como bien has dicho, es muy posible que nunca volvamos a vernos. Si es así, te deseo la mejor de las suertes y que, en todo trance, Nuestro Señor te ampare y guíe tus acciones.
—Que Él te acompañe. Eres un buen hombre. —Titubeó, al tiempo que sopesaba el jarro—. Si no tienes inconveniente, me quedo a acabar el vino. Yo no tengo asuntos que atender y, como ya está pagado, sería un pecado el desperdiciarlo.
—Líbreme Dios de incitar al pecado a un hombre de Iglesia. Apura, apura tranquilo y aun te voy a dejar otro pagado, para cuando acabes ése. A cambio, te ruego que reces por mí. A ti te vendrán bien unos tragos y a mí las plegarias de un hombre santo.
—Yo de santo no tengo nada.
—Bastante, aunque sea a tu extraña manera. Créeme. —Otra vez aquella forma de sonreír tan suya—. Acepta, en esta cuestión, la palabra de uno que tiene incontables leguas ya a sus espaldas.
• • • • •
La nueva de que los gemelos Enrique y Fadrique se acercaban a Toledo, a la cabeza de fuerzas considerables, corrió por las cuestas de la ciudad como una marea en ascenso y, lo mismo que ésta, alborotada y espumante, acabó por romper contra las murallas del viejo alcázar, en lo más alto de la colina. Algunas damas de la reina Blanca, advertidas por porteros y sirvientes, llevaron a ésta la noticia; aunque hubo de aguardar a que volviese Juan Oyuel, su confesor y secretario, para recibir detalles dignos de confianza. Oyuel, uno de los pocos compatriotas a su lado, estaba con ella desde que saliese de París —hacía dos años que parecían dos siglos— y, en su calidad de religioso, mantenía excelentes relaciones con el clero toledano, lo que, unido a un buen dominio del castellano, hacía que siempre fuese, en el séquito de la reina, de los primeros en enterarse de todo.
Los gemelos, tras arrasar Colmenar, en tierra de Ávila, se habían vuelto a Talavera y todos contaban con que allí se quedarían, a resguardo de los mui os de la villa, ahora que el rey campaba por el oriente castellano, con fuerzas muy superiores y a la ofensiva. Pero, en vez de hacer eso, habían tomado el camino de Toledo, costeando el Tajo por su margen meridional, y las noticias eran que se acercaban al puente de San Martín, en la parte sur de la ciudad. Oyuel, flaco y calmoso, confió a la reina algunas claves posibles de la nueva situación, oídas tal vez de labios de canónicos de la catedral.
—El camino que han elegido, alteza, dice por sí mismo mucho de los planes de don Enrique y don Fadrique. —Se frotaba despacio las manos, por costumbre—. Aunque disponen de compañías numerosas, han venido por la margen sur del Tajo para interponer el río entre ellos y su hermano el rey, que está con su ejército en Torrijos.
—¿Y eso significa algo? —Doña Blanca estaba sentada en una galería, para aprovechar el buen tiempo, vestida de blanco con ribetes de oro, con la única compañía de su aya, Leonor de Saldaña, que permanecía de pie junto a la silla de la reina.
—Que no tienen intención de pelear, porque se saben en desventaja. Y, si no buscan batalla con las tropas del rey, es que pretenden entrar en Toledo; porque nadie puede creer que vayan a seguir camino para exiliarse en Portugal.
—Pero acabas de decir que disponen de muchas compañías.
—Siguen siendo inferiores a don Pedro. —Oyuel meneó la cabeza, tocada con casquete—. Y no sólo cuenta el número de hombres, sino también la calidad. Don Fadrique tiene buenas tropas, sí: caballeros y pardos santiaguinos, disciplinados y aguerridos. Otro tanto puede decirse de los calatravos de Pedro Carpentero. Pero con don Enrique se ha alistado toda clase de gente dudosa. Bajo sus pendones se mezclan veteranos con bisoños y chusma en busca de botín, y también caballeros y pequeños señores, con sus mesnadas minúsculas, a las que es muy difícil controlar.
—¿Qué se sabe de don Pedro?
—Que sigue en Torrijos. Pero, si ha cruzado la sierra con todo un ejército, no ha sido para luego quedarse de brazos cruzados.
Doña Blanca reposó un dedo sobre los labios, pensativa.
—Dime. Si los gemelos intentan entrar en Toledo, ¿qué ocurrirá?
—Bueno, la junta ciudadana se ha reunido para estudiar el asunto.
—Hablar y hablar. —La reina meneó la cabeza, hastiada—. Siempre es igual.
Juan Oyuel cambió una mirada de comprensión con Leonor de Saldaña que, con gesto casi imperceptible, renunció a decir nada, en beneficio del confesor.
—Señora. —Este le mostró las manos, en gesto más de paciencia que de humildad—. Os recuerdo que esa Junta lo es de hombres que empuñaron las armas y se alzaron contra su señor natural para defender vuestra vida y derechos. Debéis entender la posición tan delicada en la que ahora se hallan. Muchos creen en las instituciones reales y todo esto les resulta desgarrador.
Blanca, con su silencio, invitó a su confesor a proseguir.
—Desconfían de los nobles, a los que consideran enemigos y fuente de muchos de los males del reino. Varones sensatos, como don Vasco, advierten de que la adhesión de los ricoshombres a vuestro bando no lo ha reforzado sino que, por el contrario, lo debilita. Don Vasco es un hombre recto que apoyó a don Pedro en sus primeros años, antes de reprobarle por sus actos. Señala, con acierto, que muchos de vuestros partidarios, viéndoos a la sombra de los nobles, dudan y desconfían.
—El apoyo de los señores es indispensable —respondió con suavidad doña Blanca.
—No os digo que no. Pero las maniobras de algunos magnates siembran dudas entre las ciudades de la liga, y han aguado el entusiasmo de muchos. Vuestros principales valedores en Toledo se encuentran en situación harto difícil, obligados a navegar entre dos aguas. Está claro que los nobles son lobos con piel de cordero, que no luchan por vos sino por sacar tajada. No hemos de olvidar que hay en Toledo numerosos vasallos de los Trastámara, sobre todo del conde Enrique, dispuestos a respaldarle de palabra o con las armas. Por eso se discute tanto y las posturas son tan enconadas. Confiemos en que el buen seso de vuestros valedores en la Junta les permita manejar esta situación de la mejor manera posible.
Blanca asintió, sin palabras. Llevaba ya casi un año en Toledo, protegida por los muros y los hierros de sus habitantes y, en ese tiempo, había visto cómo la Fortuna trazaba, de nuevo, otro giro casi completo. Igual que, dos años antes, había llegado desde Francia llena de incertidumbres y esperanzas, sin prever en ningún caso lo que iba a ocurrir, ni el pozo de desilusión por el que iba a descender, peldaño a peldaño, así su suerte había dado otra vuelta. De la desesperación que le había empujado a refugiarse en la catedral, temiendo por la propia vida, había pasado al alborozo de aquel día brillante en el que la ciudad entera se había amotinado gritando su nombre, para expulsar a los oficiales del rey y llevarla entre aclamaciones al alcázar, no presa sino como reina, entre las espadas desnudas de los notables de la ciudad.
A partir de ahí, la sublevación se había contagiado a ciudades y villas de toda la Corona de Castilla. Un noble tras otro se iba adhiriendo a su causa, y las noticias sucesivas no eran sino la constatación de que el rey don Pedro se iba quedando cada vez más solo. Y después, de repente, la catástrofe. De estar el monarca, en la práctica, prisionero de los nobles sublevados, con los oficios mayores en poder de señores que, si no partidarios, al menos eran aliados de la reina, se había pasado a la desintegración de la gran alianza. La fuga de Toro, la deserción progresiva de magnates, el lento derrumbar de la coalición nobiliaria. Y así hasta llegar a esa situación, en la que don Pedro volvía a tener la iniciativa y sus enemigos se encontraban atrincherados, recelando unos de otros.
—Iré a rezar por nuestra causa —manifestó, con esa resignación que poco a poco había ido apoderándose de su carácter.
• • • • •
Los gemelos tuvieron la prudencia de detenerse a suficiente distancia del puente de San Martín como para que los toledanos no se sintieran en peligro. A su vez, en correspondencia, al día siguiente de su llegada salió a su encuentro una delegación toledana, seguida por un largo tren de acémilas con toda clase de víveres. Blanca de Borbón, desde lo más alto del alcázar, pudo ver la fila de animales, transitando despacio por el camino que arrancaba desde el puente. No alcanzaba a divisar, en cambio, al ejército trastamarista, ya que éste había mandado acampar lo bastante lejos como para que los suyos no causasen destrozos en las huertas aledañas al río, y no enajenarse así la buena voluntad de los lugareños. Eso sí, desde allí arriba pudo ver cómo un grupo de a caballo llegaba al encuentro de los delegados toledanos. A tanta distancia, era imposible distinguir sus identidades, pero sí los pendones de don Enrique y don Fadrique, así como los blancos con cruces rojas de Santiago y negras de Calatrava, por lo que era fácil colegir que se trataba de los caudillos de las tropas, que salían al encuentro de los toledanos a agradecer los suministros y, de paso, conferenciar.
No erraba la reina, aunque ninguno de los jefes rebeldes supo nunca que les había estado observando. Aquellos que llegaron a levantar la mirada hacia el alcázar no acertaron a distinguir a las figuras femeninas de vestiduras flotantes, agitadas por la brisa árida de aquel día, porque la distancia era mucha.
Martín Carrillo, que estuvo en aquella jornada al lado de Pedro Carrillo, como éste al de don Enrique, fue de los que alguna ojeada lanzó a lo alto de la colina, sin ver otra cosa que pendones reales ondeando con pereza sobre los adarves de piedra del alcázar. Pedro Carrillo se armaba a la castellana, en tanto que Martín montaba a la jineta, sin estribos ni armadura de ninguna clase. En contraste con sus acompañantes, el conde don Enrique, con intención, vestía ropas civiles, talares de telas ricas. Su hermano, el maestre de Santiago, ceñía en cambio armadura y una sobrevesta alba con la roja de Santiago. Aunque uno se cubría con gorra emplumada y el otro con cofia de soldado, los embajadores de Toledo no pudieron evitar, al verles llegar juntos, el espejismo de estar ante dos imágenes distintas de la misma persona, la una con atuendo de notable y la otra de hombre de armas.
Los toledanos vestían también ropajes civiles, sin más armas que las espadas de los caballeros. Montaban mulas y les dirigía don Pedro Barroso, aquel obispo de Sigüenza que, desde un comienzo, había apoyado con tanta decisión la causa de la reina. Tras él cabalgaba una docena de hidalgos, buenos y religiosos, a los que un par de toledanos que estaban con el conde fueron identificando, para que éste supiese con quiénes iba a tratar y a qué atenerse. Por la expresión del conde, Martín supuso que lo que le estaban contando no era de su agrado, tal vez porque los que se acercaban eran representantes de la facción más popular de Toledo, nada amiga de los grandes señores.
Pero, para cuando las mulas del obispo y sus acompañantes llegaron hasta ellos, don Enrique ya había compuesto una expresión que era toda bienvenida. Su hermano y él, así como Pedro Carpentero y Alfonso Jufre Tenorio, antiguo alguacil mayor de Toledo, se adelantaron a besar el anillo al obispo, no bien echó éste pie a tierra. Tras saludos y cortesías, se apartaron todos para buscar la sombra de un puñado de árboles, a la vera del camino.
El conde Enrique, con esa flexibilidad tan suya, fue el primero en sentarse en una piedra, dando pie así a una conversación más informal. Había varias rocas dispuestas allí, bajo los árboles, quizá porque aquel era punto de reunión habitual de gentes, ya que, desde allí, se tenía buena vista sobre el Tajo y, del otro lado del río, la ciudad. Soplaba además una brisa agradable, que refrescaba y hacía más cómoda cualquier discusión. El propio conde, tras quitarse la gorra para revolverse los cabellos rubios, fue el primero en entrar en materia.
—Se está bien aquí. Debierais habernos enviado aviso de que ibais a salir. Hubiese mandado armar palio y servir algo de comida y vino. Por muy ligero que viaje, procuro que no me falten algunas comodidades.
—Lo mismo te diría yo, señor. —El obispo Barroso, que vestía sobrios ropajes negros, según su costumbre, devolvió con urbanidad la moneda—. Si hubiésemos sabido con más antelación de vuestra llegada, hubiéramos tomado mejores disposiciones. Os hacíamos acantonados en Talavera.
—Allí estábamos y la villa aún está de nuestra parte. Pero hemos creído más conveniente venirnos hasta Toledo.
—No soy quién para cuestionar vuestra estrategia. —Tel Palomeque, que también se había quitado el bonete, se pasó los dedos por el cabello rubio, con grandes entradas—. Pero me parece arriesgado abandonar una posición fuerte como Talavera, justo en estos momentos, con las tropas del rey a tiro de piedra.
—Es por eso que nos hemos decidido a salir de Talavera. —El conde llevaba la voz cantante, mientras los demás se limitaban a asentir, todo lo más—. El rey puede presentarse en cualquier momento ante Toledo. Es bien sabido que si algo no le faltan aquí son partidarios. Por eso, tras mucho deliberar, tomamos la decisión de venir en auxilio de Toledo.
Los representantes toledanos cambiaron miradas. Aquellos que eran hombres buenos, dedicados a oficios o al comercio, así como los clérigos, mostraban expresiones corteses que nada decían en el fondo. Algunos de los hidalgos, y de los caballeros buenos, no podían en cambio ocultar luces de suspicacia en sus ojos. El obispo Barroso, que con sus ropas negras y rostro poco agraciado parecía más cuervo posado en piedra que notable sentado, habló por todos.
—¿Auxiliarnos, señor?
—Don Pedro está decidido a apresar a su esposa; tanto como nosotros a impedirlo. Y por eso estamos aquí con los nuestros, para reforzar la defensa de la ciudad en todo lo que sea menester.
—Toledo dispone de muros, torres y puertas fuertes. Y no le faltan hombres para defenderlas.
—Si don Pedro se acerca en son de guerra a Toledo, no hay que descartar que alguien trate de franquearle la entrada, o esté incluso dispuesto a hacer una asonada en el interior. El rey cuenta con muchos partidarios entre los hidalgos y el pueblo, por no hablar de los judíos, que son parciales decididos suyos.
—Todos somos parciales de su alteza, señor —matizó con suavidad Tel Palomeque—. No hemos tomado las armas contra él. Y, en lo que a los judíos respecta, no se espera de ellos otra cosa sino que se mantengan tranquilos en su barrio. Ya hemos tratado la cuestión con el alcalde de los judíos y alcanzado un acuerdo que, sin duda, van a respetar.
—¿Qué es eso de que no habéis tomado las armas contra el rey? —No pudo evitar saltar Alfonso Jufre, alto, fuerte, vestido de oscuro y de aspecto algo sombrío.
—No, señor. Lo hicimos contra sus malos consejeros.
—¿Asaltar el alcázar, apoderaros de las puertas y apresar de mala manera a los oficiales del concejo no es tomar las armas contra el rey?
—Se procuró evitar cualquier violencia —medió, calmo, el obispo Barroso.
—Andad a decirle eso al pobre don Martín Fernández, el ayo, que murió…
—No nos echemos a nadar en pozas donde podríamos ahogarnos —zanjó, con suma diplomacia, el conde Enrique—. No debemos apartarnos de las cuestiones que aquí nos traen y lo que importa es que, en su día, juramos respaldar a la reina. Y hoy aquí estamos, a cumplir la palabra dada.
Unos y otros se miraron a los ojos, inmutables, como si alguien allí pudiese tragarse eso de que las compañías del conde se habían llegado hasta Toledo por algo que para ellos no era sino la excusa contra don Pedro. De nuevo fue el obispo Barroso el encargado de darles respuesta, acordada previamente por la junta ciudadana.
—Lo que dices os honra. La ciudad, y sin duda la reina, os quedarán muy agradecidos. Pero, en estos momentos, acantonar a vuestros hombres en el interior de Toledo sería un gran perjuicio. Dejadme deciros por qué.
Se puso en pie, como para dar más autoridad, o énfasis, a sus palabras.
—La situación ha variado y mucho desde que el rey salió de forma tan inesperada de Toro, a primeros de año. Yo diría que ha dado un vuelco total. En eso creo que estamos todos de acuerdo. —Se refería así, con gran tacto, a cómo se les había escapado don Pedro a los nobles, de entre sus mismos dedos, gracias a la connivencia de algunos—. A lo largo de estos meses, grandes señores se han ido uniendo al bando de su alteza, hasta el punto de que ahora es el más fuerte.
—Razón de más para asegurar la defensa de Toledo —intervino con aspereza Pedro Carpentero—. Conociéndole, no sería de extrañar que atacase en cualquier momento. Es una espina que tiene clavada…
El obispo Barroso se permitió un ademán casi profesoral, como el que requiere sosiego a un alumno demasiado impaciente, sin que le intimidase en absoluto el aspecto fiero del gigantesco calatravo.
—Las ciudades de la liga no desean la guerra con el rey. Nunca la han buscado. La guerra sólo acarrea sufrimiento y pérdidas a las gentes sencillas. Hemos creído conveniente enviar a algunos caballeros de confianza para que, por medio de parientes y amigos que están con don Pedro, negocien con él. Queremos llegar a algún acuerdo que, respetando los derechos de la reina Blanca, ponga fin a este enfrentamiento dañino.
Los gemelos cambiaron miradas entre ellos, en tanto que Carpentero fruncía el ceño y Alfonso Jufre, impasible, toqueteaba el puño de su lobera. Pero el obispo, alzando otra vez una mano, impidió cualquier réplica.
—Por favor, no entendáis mal mis palabras. La negociación lo abarca todo: no sólo tratamos de conseguir la restitución de doña Blanca a su lugar natural, así como garantías para las ciudades, sino también que se respete a todos aquellos que han permanecido fieles, hasta el final, a la causa de la reina. El rey parece mostrar buena disposición a…
—¡Es de locos fiarse del rey! —estalló furioso Carpentero—. Todo aquel que lo ha hecho ha acabado muerto.
—Su alteza está fatigado de tanta contienda. Sus consejeros también, y le instan a buscar una paz honrosa, algo que pasa por una reconciliación con su esposa y un perdón general. Y es eso lo que nuestros enviados negocian en estos precisos momentos con los privados de don Pedro, en Torrijos.
Nadie de los de don Enrique replicó nada y, tras un silencio, el obispo Barroso remató su exposición.
—Como es fácil de entender, sería un error que vuestras fuerzas entrasen ahora en Toledo. El rey es suspicaz y podría tomarlo como un gesto dudoso, o incluso hostil. Daría argumentos a los partidarios de proseguir la guerra y pondría en peligro las negociaciones de paz.
—¿Y qué nos proponéis que hagamos? —Habló por primera vez don Fadrique.
—Talavera es aún vuestra. Está bien guardada y abastecida. Volveos allí con los vuestros y aguardad el resultado de las conversaciones. Estad alertas, aunque dudo que los del rey os ataquen en estos precisos momentos. Confío en que no tardaremos en llegar a un acuerdo de paz que nos satisfaga a todos.
Los rostros de don Enrique y sus acompañantes no mostraban mucho contento; pero no hubo ni una mala palabra y el primero, de nuevo portavoz de todos, se mostró cortés. Aceptaron de buena gana las provisiones que los toledanos les ofrecían y, luego, los representantes de la ciudad se volvieron por el puente de San Martín, a la cabeza de un tren de acémilas ahora sin carga.
Tel Palomeque, cuando ya enfilaban el puente, adelantó a su mula hasta ponerla a la par del obispo, y hacerle la pregunta que todos tenían en mente.
—¿Se conformarán?
—Espero que sí. No tienen hombres suficientes para tomar la ciudad por la fuerza. Aparte de que una batalla abierta sería un desastre para todos. —Dejó que su mula diese un par de pasos—. Aun así, como la cordura no siempre se impone, conviene estar atentos, por lo que pueda ocurrir.