Capítulo 18
18
La reina Blanca fue recibiendo, en forma deslavazada, noticias sobre las distintas etapas que jalonaron la fuga del caballero Alvar de Castro hacia el noroeste. Informaciones de tercera o cuarta mano, incompletas, a veces contradictorias, de labios de aquellos que la visitaban en Medina del Campo, arriesgándose al disgusto del rey. Gracias a esos leales, también iba conociendo las acciones políticas y armadas del rey don Pedro y sus adversarios.
A Blanca, lo ocurrido en Castilla durante ese verano largo y ardiente, que tan lleno de epidemias estuvo, le recordaba los movimientos de apertura en el ajedrez. Esa fase primera en la que los jugadores, cautos, desplazan sus piezas por el tablero, más para ocupar casillas ventajosas que buscando el choque directo.
Ella misma, pese a su corona de reina, se sentía peón en esa partida: llevada, de una casilla a otra, por estrategias que no eran las suyas, sin poder decidir a dónde ir o qué hacer. El rey don Pedro, aunque ocupado en afianzar su poder y menguar el de sus enemigos, no se había olvidado de ella. Máxime cuando era consciente de que Medina del Campo se había convertido en una corte, a la que acudían caballeros y enviados de concejos, a rendir homenaje y, en muchos casos, conferenciar con las tres reinas.
Al parecer, don Pedro, alertado por sus agentes, se sentía cada vez más inquieto y decido a cortar eso de raíz. Demasiado bien sabía lo valiosa que podía llegar a ser la figura de su esposa, a la hora de legitimar una posible rebelión.
A finales de agosto, oficiales del rey se presentaron en Medina del Campo con órdenes concretas: la reina debía abandonar la villa, para dirigirse más al sur, a Arévalo, donde fijaría su residencia hasta que don Pedro decidiera otra cosa. Un traslado que, a primera vista, parecía mejorar la situación de doña Blanca, puesto que la situaba en una villa de la que era señora, por los pactos matrimoniales de París. Pero, puesto que andaba escasa de vasallos y hombres de armas, en la práctica lo empeoraba todo, porque la alejaba de María de Portugal.
Blanca llegó a Arévalo en los últimos días del mes, con sus damas, domésticos y una escolta que más bien parecían carceleros. No le sorprendió que fuese plaza muy fuerte, difícil de conquistar, gracias a estar en terreno alto, en la confluencia de dos ríos que hacían de foso natural para el castillo. Había ya constatado que, en aquel reino montañoso y guerrero al que le había enviado su suerte, los asentamientos humanos, sobre todo los más antiguos, se habían hecho aprovechando cualquier ventaja que el terreno pudiese ofrecer.
Arévalo, una de esas poblaciones viejas, estaba dividida en tres barrios bien diferenciados. El castillo, fuerte, de fácil defensa, asomado a la confluencia de los ríos Arevalillo y Adaja. La villa propiamente dicha, que era la parte más poblada y antigua, dentro del perímetro de las murallas. Y el Arrabal, que había crecido extramuros, de forma caótica, hasta formar casi una segunda villa y convertirse en la zona más comercial y populosa.
El concejo, los hidalgos, los clérigos, el pueblo llano, todos recibieron a doña Blanca con grandes muestras de respeto y ella no dejó de advertir, sorprendida, que algunas gentes humildes la miraban casi con veneración, como a uno de sus santos. Mientras atravesaban, sobre mulas de jaeces ricos, las calles del Arrabal, rumbo a las puertas de la muralla, tanto ella como sus damas no pudieron por menos que reparar en cómo las ancianas la bendecían, y en cómo algunos personajes barbudos, de hábitos desastrados, enarbolaban grandes crucifijos a su paso y le hacían la señal de la cruz. Más tarde, Leonor de Saldaña habría de explicarle hasta qué punto habían proliferado predicadores y milagreros en esos reinos castigados por las plagas, el hambre y la guerra.
Pero, pese a tanta demostración, Blanca no sintió sino gran desasosiego al instalarse en el castillo de Arévalo, consciente de que don Pedro había ido separándola, uno a uno, de todos sus valedores, incluyendo a María de Portugal. Soldados y sirvientes parecían tener órdenes de no dejar que nadie llegase a su presencia, fuese cual fuese el motivo, y los nuevos oficiales de su Casa —dirigidos por el obispo de Segovia, Pedro Gudiel, y el caballero toledano Tel Palomeque— estaban para servir a los intereses del rey, y no los suyos. Estaba claro que don Pedro quería evitar, a toda costa, que se repitiese lo ocurrido en Medina del Campo.
Ya antes había alejado a los hidalgos castellanos afectos a ella. A unos los hizo despedir y a otros los apartó dándoles otros oficios o cometidos. Y empero, pese a todas las trabas, doña Blanca siguió recibiendo noticias de qué ocurría en Castilla. No en vano Leonor de Saldaña había seguido con ella, como aya, y era mujer con parentela y amigos de peso, y gracias a ellos pudieron seguir teniendo algún contacto con el exterior.
Así supieron que Alvar de Castro había logrado despistar a los alguaciles, no sin grandes fatigas, y llegar al castillo de Castrotorafe, donde estaba Alburquerque con muchas compañías de armas. El episodio tuvo consecuencias graves, ya que el antiguo canciller, tras oír el relato de Castro, llegó a la conclusión de que el rey ni obraba de buena fe ni pensaba respetar lo acordado. Eso se decía, al menos, que manifestó en voz alta, ante varios testigos.
Tras consultar con los suyos, se volvió a Carvajales; aunque no por mucho tiempo. Desanimado de llegar a acuerdos amistosos con el rey, cruzó la frontera y se refugió en Portugal, pesaroso de haber entregado a su único hijo legítimo como rehén a un monarca sin palabra. Alvar de Castro también se fue a Portugal, ya que su hermana Inés estaba casada con el príncipe Pedro, y, por lo que se sabía, fue recibido con todos los honores.
Pero no eran esas todas las noticias. Los Padilla seguían su ascenso, acaparando, progresivamente, más cargos y poder. Don Pedro parecía atado a la voluntad de su amante y corrían chismes y coplas sobre hechizos; aunque también se decía que ella, a su vez, no era sino un instrumento en manos de sus parientes. El rey había hecho nombrar a su hermano bastardo, Juan de Villagera, comendador de la Orden de Santiago en Castilla, y estaba cesando a todos los oficiales de su Casa relacionados con Alburquerque, para poner en su lugar a hombres de los Padilla.
A cada nueva que les llegaba, Blanca sentía que se esfumaba todavía más la posibilidad de concordia con el rey. Y, cada día con más fuerza, lo único que deseaba era que éste, ocupado en sus pugnas con la gran nobleza, se olvidase de ella y la dejase tranquila en Arévalo.
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Pero el rey don Pedro no se había olvidado de su esposa; antes al contrario, ella era una de sus mayores preocupaciones. No dejaba de recordar los avisos de sus consejeros acerca de la legitimidad que Blanca de Borbón podía dar a la rebelión de Alburquerque, y no pasaba día que no diese mil vueltas al asunto. Cierta noche, a solas con María de Padilla, depositaría como nadie de sus esperanzas y temores, había expresado en voz alta lo que tenía en la cabeza.
—Hay que hacer algo con esa mujer.
—¿A qué te refieres? —María se volvió a medias en el lecho, sabiendo de sobra de quién hablaba Pedro. Por algún motivo, él nunca llamaba a su esposa por su nombre, sino que se refería a ella como a «esa mujer», y a menudo incluso, al sacarla a discusión, hablaba de forma indirecta, evitando el yo, como si así se alejase aún más de ella.
—Hacer. Hacer algo. Es un peligro.
—Pero si está en Arévalo, vigilada. ¿Qué peligro puede suponer?
Pedro no contestó. Se quedó bocarriba, ceñudo, los ojos puestos en el cielorraso en sombras, y María, que le conocía tan bien, no añadió nada. Observó la boca ahora prieta del monarca, las sombras que danzaban sobre su rostro, al resplandor de la única vela encendida en la estancia. Yacían juntos en una habitación remota, en uno de los recovecos del Alcázar de Sevilla, alejados de todo y todos. Era ya bien de madrugada, porque la primera de las velas de vigilia estaba casi consumida. En el exterior, rugía la lluvia, en forma de chaparrón de gota gruesa.
—Pedro —insistió luego ella—. No hay nada que temer de la reina…
—No la llames así.
—Como quieras. Lo que importa es que doña Blanca está en Arévalo, bajo custodia de hombres de fiar. ¿No?
Pedro, los ojos puestos aún en lo alto, hubo de asentir a disgusto porque, después de todo, él en persona había elegido a los oficiales de la Casa de la reina.
—Aun así, es un peligro.
—¿Por qué?
—Tu tío me lo ha advertido en muchas ocasiones. Esa mujer puede dar a Alburquerque la excusa perfecta para alzarse en armas. Erigirse, a ojos del reino, en paladín de una reina tratada de forma injusta…
—Alburquerque está en Portugal. ¿Cómo podrían reunirse? Él no puede llegar a Arévalo, ni ella soñar con salir de allí sin tu consentimiento.
—No hace falta que estén juntos para que él levante bandera por ella. —Guardó silencio largo rato, rumiando ideas aciagas. Cuando volvió a hablar, lo hizo con la mirada todavía en el techo—. Mientras esa mujer viva, será un peligro.
María se revolvió en la cama con tanta furia —como si la hubiesen tocado con un hierro al rojo— que Pedro se sobresaltó. Se inclinó sobre él, los cabellos negros sueltos y los ojos oscuros buscando, en la penumbra, los grises del rey.
—¿De qué estas hablando? ¿A dónde quieres llegar?
Pedro, hecho a las maneras sumisas de su amante, se había quedado desconcertado. La observó intranquilo, con disimulo, el rostro de ella sobre el suyo, a unos dedos.
—Sólo digo una verdad.
Los ojos de María echaban fuego al chisporrotear de la vela.
—Pedro. —Su voz era suave, aunque esa suavidad le recordó a él la de un filo aguzado al abrir las carnes—. No vas a levantar un dedo contra doña Blanca.
Él no respondió.
—Pedro —insistió ella, recalcando cada palabra—: No-vas-a-causar-daño-alguno-la-reina. No.
Se quedaron mirándose: los ojos de María ardiendo y los de Pedro como nublados. El resplandor de la vela temblaba, olía a las hierbas aromáticas del pebetero y, fuera, resonaba el chaparrón.
—De acuerdo —acabó por ceder él, al cabo.
—Dame tu palabra.
—No sé por qué te tomas esto tan a pecho —quiso quitar él hierro.
—Blanca es tu esposa, te guste o no. La reina de Castilla —aclaró, sin cuidar del gesto de desagrado de su amante—. Lo es, Pedro. Ella no eligió serlo.
—Tampoco lo elegí yo. Otros me llevaron a ello.
—Escucha. —Paseó las uñas por su pecho—. Si le causas daño, ofenderás a Dios e irritarás al reino. Altos y bajos pondrán el grito en el cielo y doña Blanca se convertirá en una mártir, a ojos de todos.
—Quizá tengas razón —admitió a disgusto.
—Dame tu palabra, Pedro.
—De acuerdo. La tienes. Esa mujer no sufrirá daño alguno por mi parte.
La vela daba chispazos, próxima a apagarse, mientras fuera aún llovía a cántaros. María cruzó desnuda la estancia para encender la segunda vela de vigilia con la llama de la primera. Allí, de pie, descalza, mientras se cercioraba de que prendía y no se ahogaba con la cera fundida, sintió un escalofrío. Puede que fuese culpa de la conversación reciente, o por el sonido de la lluvia; o tal vez por el frío que se colaba por las paredes, pese a los tapices y el brasero encendido.
Regresó estremecida a la cama y Pedro, al sentirlo, la abrazó bajo las sábanas.
—¿Te ocurre algo?
—Me ha entrado frío. Hay demasiada humedad aquí.
—Sí —murmuró—. Está calando en los muros. ¿Cuántos días lleva lloviendo?
Diluviaba sobre Sevilla desde septiembre, como pocas veces se recordaba. Lloviznas alternas con aguaceros que habían anegado callejas, patios, plazuelas, y hecho que las lagunas que aún existían dentro de la ciudad se desbordasen para anegar barriadas enteras. Toda la ciudad era un lodazal en el que chapoteaban hombres y bestias, con el fango a los tobillos.
—¿Es verdad que el concejo piensa cerrar las puertas del río y calafatearlas?
—Ya está decidido. Hay riesgo de que el río se desborde y, si no se toman ahora medidas, y se inunda Sevilla, será un desastre. —La estrechó aún más, al sentir que tiritaba—. En cuanto a la humedad, es culpa del alcázar. Es viejo y no me gusta nada. No está en las debidas condiciones. Aquí vivíamos mi madre y yo, y mi padre no se ocupó de él para nada. Pero, en cuanto tenga tiempo, voy a reunir a los mejores arquitectos y alarifes, y voy a hacer que lo rehagan de arriba abajo.