Capítulo 19

19

Por mucho que fatigase el cuerpo con ayunos y trabajos, el sueño le rehuía muchas noches y él, harto de dar vueltas en el jergón, abandonaba su celda para, con el consentimiento del prior, que sabía de sus pecados y cuitas, ir a la capilla y o a un rincón del huerto, a velar rezando. Murmurar oraciones y rodar las cuentas del rosario era lo único que le sosegaba en las horas malas. Contenían el bullir de pensamientos en su cabeza, le serenaban el alma e incluso en ocasiones, sólo en ocasiones, lograban devolverle el sueño.

Durante esas horas en vela lo encontró —en el huerto, rezando— aquel encapotado que tuvo la osadía de escalar la tapia del convento, pasada ya la medianoche. Aunque mejor sería decir que se toparon ambos.

Había dejado de llover esa noche, las nubes abierto algo, y la luna, colgada sobre los tejados de Sevilla, se reflejaba en los charcos. La ciudad dormía, el vergel estaba lleno de claroscuros lunares y todo era silencio en el convento. No había luces encendidas ni más sonidos que el murmullo de follajes, agitados por la brisa nocturna. A veces, un perro ladraba a lo lejos.

El intruso salvó con facilidad las tapias del convento, que eran viejas y bajas. Parecía joven, en forma física, vestía de oscuro, con capa y capuchón de pico largo. Se descolgó con sigilo, para quedarse luego inmóvil, a pie de muro, como si quisiera orientarse en aquel laberinto vegetal, al claro de la luna. Pero, antes de que pudiera decidir algo, un recrujir de tierra bajo sandalias le hizo girar con presteza.

De las sombras bajo unos árboles frutales, salió un fraile alto y recio, flaco más por la dieta del convento que por constitución. No era ya joven, todavía tampoco viejo. Había algunas canas en sus cabellos castaños, cortados a con tonsura. En cuanto al rostro, era como si todas las emociones humanas hubieran dejado su marca al pasar: la risa en arruguitas junto a los ojos, la cólera en surcos en el entrecejo, el desencanto en pliegues amargos en las comisuras de la boca. Señales de vida todas que no le avejentaban y, sin embargo, le daban una expresividad tremenda.

Se detuvo al borde de las sombras, con su hábito pardo y sandalias recias, un rosario oscilando, colgante de la muñeca izquierda, sin dar muestras de temor. Parecía más bien intrigado por el intruso de gran estatura y ropas negras, que ocultaba el rostro en la hondura de un capuchón. Fue el fraile quien rompió el silencio, luego de un rato de inmovilidad y escrutinio mutuo.

—Buenas noches, desconocido —le saludó con voz serena—. Si venías huyendo, ya estás a salvo. Seas culpable o inocente, esto es suelo sagrado y la justicia humana no puede tocarte. Pero, si has entrado con ánimo de robar, desiste. El convento es pobre, poco hay de valor, y robar en la casa de Dios es pecado mortal.

El encapuchado se apartó despacio de la tapia y, sólo entonces, advirtió el fraile que cargaba un fardo a la espalda.

—No busco cálices ni cruces, descuida. —Era de voz cultivada y, como muchos sevillanos, ceceaba un poco—. Vengo buscando a un hombre y creo que he dado con él a la primera.

—No sé quién eres. Tampoco a quién buscas, o por qué. —El fraile meneó despacio la cabeza—. Pero, cuando alguien toma los hábitos, su pasado queda atrás.

—No me interesa tu pasado. Lo cierto es que sé tan poco de ti que ignoro hasta tu nombre.

—Los nombres también quedan atrás.

—Hace unos días, alguien te vio mientras traías agua al convento. Tu cara le era familiar y, más tarde cayó en la cuenta de haberte conocido años atrás, cuando ejercías las armas.

—Soy hombre de Dios. ¿O no ves mis hábitos?

—Ahora serás fraile lego, pero hace años eras alguien bien distinto. El que te vio, aunque no recuerda cómo te llamabas, afirma que jamás conoció a alguien más hábil con la espada. Y eso es un gran elogio, porque me consta que ese hombre, cuyo nombre callaré, ha conocido a grandes espadachines. Tanto alabó tu destreza que la historia llegó al fin a mis oídos. Y por eso estoy aquí. Para demostrar que soy mejor que tú con la espada.

—Acabáramos. —El fraile sonrió entre las sombras—. Si es por eso, pierde cuidado, hombre. No hacía falta que asaltases el convento. De buena gana te reconozco, aquí y ahora, que, sean cuales sean mis supuestas habilidades con la espada, tú las superas con holgura.

El capuchón ocultaba el rostro del intruso pero, a juzgar por su tono de voz, se tomó con humor la respuesta.

—Se nota que has sido de armas antes que fraile. Tu respuesta parece humilde pero, en realidad, es un desafío.

—Sólo soy un hermano lego. Procuro cultivar la humildad, Dios lo sabe. Pero me cuesta, me cuesta…

El encapuchado descolgó el fardo de su hombro, para desatar luego las correas y entreabrir el paño. Alzó a la luz de la luna dos espadas, en sus vainas, una en cada mano.

—Mira. Dos espadas gemelas, forjadas por un gran espadero granadino. Si sabes tanto de espadas como dicen, seguro que estarás familiarizado con las de este tipo.

Le arrojó la que tenía en la diestra. La espada envainada voló entre a los claroscuros y el fraile la atrapó con la mano izquierda, sin dejar caer el rosario. Curioso a su pesar, paseó los dedos por la empuñadura, echó una ojeada al resplandor de la luna. El intruso no mentía. Un arma primorosa, forjada por moros de Granada. Estoque llamaban a esas espadas: filos rectos y guardas en U cerrada y no en cruz o media luna como las loberas. Aceros peligrosos para los poco hechos a blandirías, ya que esas guardas ofrecían protección escasa para la mano. La sopesó por instinto, apreciando su equilibrio.

—Magnífica espada —admitió con un susurro, al tiempo que las yemas de los dedos, como por su cuenta, revoloteaban sobre pomo y empuñadura—. Pero no tengo intención de usarla.

—Eso lo dejo a tu criterio. Escoge entre morir batiéndote o con los brazos bajos.

Y, sin más, el encapuchado desenvainó. Sólo entonces el fraile, al oír el susurro del metal sobre cuero, desnudó su hoja de un tirón.

Fue el entrechocar de hierros el que sacó a la congregación entera del sueño. El primero en acudir fue el hermano portero, con una lámpara de barro y luz trémula en la zurda, y un garrote nudoso en la diestra. Pero no tardaron en llegar los demás frailes, entre gritos y sonar de sandalias a la carrera sobre las baldosas. Legañosos, boquiabiertos, algunos asustados, se detuvieron ante el espectáculo insólito de dos hombres —uno encapuchado, el otro un hermano lego— que se batían a espada en el huerto.

Los lances del duelo les llevaban de un lado a otro, pisando matas, unas veces al claro de la luna y otras entre sombras, donde tiraban y paraban casi a ciegas, por instinto. No dejaban los pies quietos y las hojas se cruzaban, campanilleando. Ambos conocían los peligros de esas armas, máxime al luchar sin escudos, y los golpes eran sobre todo de tanteo, sin arriesgar más que lo justo.

Fuentes de chispas saltaban en la negrura y, a veces, un filo resbalaba sobre el otro, con chirrido enervante. Los contendientes no cambiaban palabras y sí golpes, uno sobre otro, ya que eran hombres fuertes. También hechos a duelos, y no de los corteses: tan marrulleros como sólo pueden serlo los que se han valido de hierros en más de una refriega callejera. Aparte de tajos y estocadas, se lanzaban zancadillas, codazos, puntapiés y plantillazos, buscando desequilibrar al contrario y abrirle la guardia.

Los frailes con algún conocimiento en armas observaban, atónitos, esa faceta hasta entonces desconocida del lego. ¿Qué podía haber causado ese duelo a espada en el vergel del convento? ¿Habría sorprendido el hermano a un ladrón? Pero ¿y de dónde había sacado la espada? Unos se arremolinaban desconcertados, otros pedían que alguien fuese a buscar a la ronda. El portero, repuesto de la sorpresa, se disponía ya a intervenir y a moler a garrotazos al intruso, con ayuda de un par de frailes recios que se habían hecho con palos, cuando apareció el prior del convento.

El venerable anciano, de barbas luengas blancas, llegó renqueando con un bastón, ya que tenía una pierna mala, que no hacía sino empeorar con el paso de los años. Y el prior ya sumaba muchos. Con voz severa, contuvo al portero y luego, en tono que no admitía réplica, mandó que la congregación se retirase a sus celdas.

Los frailes, sumisos o a disgusto, desorientados todos por igual, abandonaron el huerto y, a quien quiso objetar, el prior no le dejó ni articular palabra, limitándose a zanjar el asunto con gesto seco. En apenas nada, en aquel huerto sólo quedaron el anciano y los dos contendientes, que seguían batiéndose a dos manos.

El duelo no tardó en concluir. Si se había alargado tanto era porque los dos eran tan hábiles como prudentes, y sobrados de fuerzas; pero los duelos a espada y sin escudo nunca duran en exceso.

Hasta donde pudo apreciar el prior, que nada sabía de esgrima, el encapuchado lanzó una estocada contra el hermano Gregorio, tratando de herirle en la ingle. Este, al tiempo que hurtaba el cuerpo, atrapó la hoja enemiga entre la suya propia y uno de los gavilanes de la guarda en U, para luego girar sobre la cadera, cargando el peso. La espada del encapuchado se quebró.

El intruso retrocedió a toda prisa, esquivando a duras penas un tajo que le tiró el fraile al cuello. Todavía con la espada rota en la diestra, de entre sus ropas oscuras, sacó con la zurda una broncha. El fraile, con la cautela del espadachín veterano, que no se fía en exceso de una ventaja, amagó varios golpes de espada, a dos manos, más para forzar al otro a recular que con intención de herir. El invasor, obligado a ceder, no tardó en verse acorralado contra la tapia del huerto.

—Bueno, bravucón. —El hermano Gregorio hablaba calmo, el rostro serio. La luna destellaba sobre la hoja de la espada, a cada gesto de las muñecas—. Espero que, al menos, hayas tenido la precaución de confesarte antes de venir a asaltar la casa de Dios.

—¡Alto! —El prior tendió una mano—. Pero ¿qué vas a hacer?

—Dar de su propio vino a este bellaco. Ha profanado suelo sagrado, con intenciones homicidas. Además, me ha pisoteado las matas de habas.

—No soy ningún bellaco. ¡Y al Diablo con tus habas! —Rugió el otro, sin cuidar de lo apurado de su situación—. Soy hombre de buena cuna y la lucha ha sido justa.

—¿Justa? —El fraile sonrió sin alegría—. Me has obligado a batirme contra mi voluntad, con un tipo de espada con la que no estoy familiarizado, yo a mano desnuda y tu bien provisto de guanteletes… curiosa idea tienes tú sobre qué es una lucha justa.

—Lo ha sido. Puede que algo desigual, pero justa. —El otro, el rostro oculto por los pliegues del capuchón, seguía en guardia, espada rota en una mano y cuchillo en la otra—. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Me diste a elegir entre morir luchando o pasivo. Te ofrezco lo mismo; ni más ni menos.

Se adelantó un paso y, la espada a dos manos, le tiró una estocada al muslo. Su enemigo saltó atrás y a un lado, tratando de salir de la trampa que suponía estar contra la tapia.

—¡Aguarda! ¡No le dañes! —le exigió el prior—. Creo que este pecador es un hombre importante.

—Razón de más para que supiese que hay que respetar lo sagrado. Además, los altos mueren con tanta facilidad como los bajos. Esa es una verdad que todo hombre aprende con rapidez, si llega a vivir lo bastante.

Sopesó el estoque granadino. Lo blandió a dos manos, al tiempo que medía distancias con los ojos, al claro de la luna, buscando la mejor forma de abatir a su enemigo, que a su vez debió pensar de que ahora sí estaba en situación de veras apurada.

—¡Alto! ¡Espera! —Con la diestra, se echó atrás la capucha, sin por eso soltar la espada rota—. ¿No me reconoces?

El hermano Gregorio contempló sin gran interés el rostro que surgió de las profundidades de la capucha. Uno joven, de rasgos duros, nariz aguileña y mentón firme, a un tiempo voluntarioso y soberbio, coronado por cabellos rubios. Respondió tras un par de latidos.

—Claro que te reconozco. ¿Cómo no iba hacerlo? Te llamas Muerto. Los muertos son la familia más numerosa que existe y, por la grandeza de algunos de los que la integran, la más ilustre de todas. Acabemos.

Volteó la espada, de forma que la hoja silbó entre las sombras. Pero el prior, apoyado en su bastón, le contuvo de nuevo:

—¡No lo hagas, es el rey!

—¿Qué? —El fraile, interrumpiendo su ataque, reculó dos pasos. Fijó su atención en el prior, sin dejar de vigilar al hombre de la espada rota. Ahora, por fin, sí parecía perplejo—. Pero ¿qué estás diciendo, venerable?

—Es el rey. Es don Pedro.

—¿De verdad no me habías reconocido? —El rubio, por su expresión, parecía igual de pasmado.

El fraile de la espada titubeó por primera vez, antes de apoyar el plano de la hoja sobre su hombro, para descansar el brazo.

—No salgo mucho del convento, señor, y, cuando lo hago, es para atender a los necesitados. No soy amigo de misas mayores, procesiones ni cabalgatas. Disculpad mi ignorancia. En todo caso, vuestra identidad no cambia nada.

—¿Cómo que no? —Pedro frunció el ceño, pese al apuro en que se hallaba—. ¿Te atreves a levantarme la mano, sabiendo quien soy?

—Vos os atrevisteis a invadir suelo sagrado, y aquí manda Dios, no vos. En cuanto a mí, navarro soy, y de sangre de reyes. No sois mi señor natural, ni os debo nada.

—Pero a mí sí —medió ahora, con suavidad, el viejo prior—. Me debes obediencia y te estoy pidiendo que le respetes la vida.

El hermano Gregorio suspiró, como con cansancio repentino. La espada aún sobre el hombro, retrocedió otro paso.

—Siempre he sido obediente, venerable. Bien sabes lo mucho que me he esforzado en ser humilde y servir a Dios.

—Lo sé.

—Te obedezco, como siempre lo he hecho. Lo consideraré una penitencia justa, por mis viejos pecados. —Se encaró con el rey—. Pero, aun así, os he vencido en lid que vos definís como justa, así que deponed las armas, señor.

—Es de justicia. —Sin más ceremonia, don Pedro arrojó espada rota y broncha a las plantas del huerto—. ¿Y ahora qué?

—Sois mi prisionero. Os exijo un rescate.

—Acabáramos. —Pedro sonrió altanero en la penumbra lunar—. De buena gana. Fija tú mismo la suma, que se te pagará sin rechistar.

—No tan rápido. No quiero oro —replicó el otro, con altivez impropia de fraile.

—¿Qué entonces?

—Dijisteis que alguien me reconoció mientras traía agua al convento, del río. No me extraña. Este convento está apartado de la ribera y tiene mal pozo. Nos pasamos todo el santo día yendo y viniendo, acarreando agua para beber, cocinar, lavar, regar, asearnos…

—¿Y a mí qué?

—En justo rescate, os emplazo a que mandéis carpinteros y alarifes, para que nos construyan una buena conducción de agua desde el río.

El prior se quedó mirando estupefacto al lego, en tanto que don Pedro se pasaba una mano por los cabellos rubios, desconcertado.

—Sea —aceptó, atónito—. Te doy mi palabra de que este convento tendrá agua, en abundancia, lo antes posible.

Ninguno pronunció palabra ni hizo gesto después de eso, hasta que habló de nuevo el hermano lego, con el plano de la espada aún sobre el hombro.

—Entonces, con la venia de mi superior, y la vuestra propia, por supuesto, me gustaría volver a mis plegarias.

—Claro. —Pedro asintió serio. Se veía que lo insólito de la situación le había desarmado aún más que la esgrima del fraile—. Y yo me voy: vine a comprobar si eras tan bueno con la espada como decían… y por Dios que no exageraban.

Se dio la vuelta, ignorando al prior, con intención de saltar otra vez la tapia, pero le contuvo una voz del hermano Gregorio. Volvió el rostro. El lego había recogido la funda del estoque, caída entre surcos. Envainó y la hoja entró con un suspiro de metal sobre cuero, y un chasquido final.

—Tomad, señor. —Se la lanzó, de la misma forma que Pedro se la había tirado antes a él—. Es un hermoso estoque; debe costar una fortuna y es vuestro. Además, un hombre como vos no debe andar por Sevilla de noche y desarmado.

Pedro, el rostro casi oculto por las sombras de la tapia, puso sus ojos grises en el fraile, que ahora le contemplaba con las manos vacías, el rosario aún pendiente de la muñeca. Acarició el pomo de la espada, al tiempo que sonreía fiero.

—Tienes lo que hay que tener, fraile.

Se giró en redondo y, sin que le estorbase sujetar la espada con la izquierda, salvó la tapia y desapareció. El hermano Gregorio se quedó donde estaba, mientras el prior se le acercaba, renqueando.

—Hombre de Dios, no me digas que no sospechaste que fuese el rey. Yo lo hice al primer vistazo, y por eso mandé a todos a sus celdas. Es sabido que gusta de rondar por Sevilla, disfrazado, en busca de pendencias.

—Igual que los califas de los cuentos árabes… —negó con la cabeza, meditabundo—. No. Ni siquiera sabía que estaba en la ciudad. Además, ¿no había prohibido don Pedro batirse en la calle?

—Este rey tiene una ley para él mismo y otra para los demás. Llegó a Sevilla hace unas cuantas semanas. Hay organizado gran revuelo, porque está cambiando a todos los oficiales de su Casa. No se habla de otra cosa en la ciudad, aparte de las inundaciones.

—No sabía nada. Cuando entré al convento, hace años, buscaba una vida sencilla y retirada. Y la había conseguido, hasta ahora. —Suspiró—. Venerable, voy a tener que pedir tu permiso para abandonar la vida religiosa, y este convento.

—Te la doy de buena gana. De hecho, es lo mejor que puedes hacer. Ya ha sido una audacia dar a don Pedro la espada y quedarte desarmado: temí que te matase sin más. Es soberbio, colérico, y no respeta nada. No tiene freno, ni moral, ni respeta la palabra dada. Aquí no estás a salvo y debes irte, no sea que cambie de humor y mande a sus sicarios a matarte.

—Los poderosos no suelen hacer honor a la palabra dada. Se consideran por encima de ello.

—Es posible; tú sabes más de eso que yo. ¿Tienes alguna propiedad, dentro de lo que la regla de la orden permite, que quieras llevarte contigo?

—Lo abandoné todo al entrar, así que nada tengo.

—Espera aquí entonces. Voy y vuelvo lo antes posible. Y no te impacientes, que ya sabes que esta pierna no me deja moverme muy rápido.

Pero, si algo había aprendido en esos años de convento el hombre que allí se hacía llamar hermano Gregorio, eso era paciencia. Al regresar, el viejo prior le encontró sentado en uno de los poyos del patio, pensativo, con los dos trozos del estoque entre las manos. El anciano le tendió un fardo.

—Ropas, más o menos de tu talla. No son lujosas, pero sí limpias y remendadas. No guardé las que traías al entrar, como podrás comprender.

—Si me valen, bastarán.

—En cuanto a tu espada, recuerda que tú mismo me rogaste que la dejase como ofrenda a los pies de alguna Virgen.

—Sí. —Suspiró—. Creía con sinceridad que nunca volvería a empuñar un arma.

—Yo no. Por eso, he de confesarte que no cumplí el encargo. —Y, sonriente como un abuelo, le tendió una gran espada en su vaina.

El lego perdió de golpe la postura desidiosa.

—¡Por Dios! ¡Mi espada! —Casi se la arrancó de entre los dedos al prior.

La sostuvo entre las dos manos para luego, muy despacio, cerrar la diestra en torno a la empuñadura y desenvainar, casi con reverencia. Sostuvo en alto el acero, examinando la hoja a la luz de la luna.

—Ni una mancha de óxido —musitó—, y eso que ya han pasado tres años. Qué espada tan noble ésta.

—Puede que, aparte de al espadero, tengas algo que agradecerme a mí. —El prior seguía sonriendo—. No sé de armas, pero sí de herramientas, así que aceité la hoja y la guardé en lugar bien seco.

—Venerable…

—Ya sé que me rogaste que me deshiciera de ella, y que yo te dije que la había dejado a los pies de una Virgen cuyo nombre no quise revelarte. Te mentí. Dios me perdonará, pues no fue con mala intención.

—Pero ¿por qué? —El hermano Gregorio sólo tenía ojos para esa espada, muy grande y larga, de guardas rectas. La blandió, haciendo silbar el aire, como si quisiera recordar su equilibrio.

—No entenderé de armas, pero sí de hombres, y siempre supe que no acabarías tus días en un convento. Que llegaría el día en que colgarías los hábitos y que, ese día, ibas a necesitar tu espada.

El otro envainó la hoja, muy despacio.

—No me marcho por propia voluntad.

—Eso es verdad. Pero, aunque esto no hubiese ocurrido, tarde o temprano el convento se te habría quedado estrecho. Créeme: tú perteneces el mundo.

El que allí dentro usaba el nombre de fray Gregorio quiso replicar, pero su superior alzó una mano.

—Hijo, no te sobra el tiempo, así que ve a cambiarte mientras yo instruyo al portero para que te deje pasar.

—Con tu permiso, prefiero saltar la tapia. No sea que algún espía del rey esté vigilando las puertas del convento.

—Tienes razón. Vete por ahí pero, antes, acércate, que te dé mi bendición. Eres un hombre bueno, te he cobrado afecto y sé que ya no te veré más.

—Volveré, aunque sólo sea para comprobar que el rey cumple con su promesa y construye el caño de agua.

—Ni se te ocurra. Olvídate del agua y del convento, que tu rida toma ya otros derroteros. Todo esto lo dejas atrás para siempre.

—No ha sido mi voluntad.

—Entonces ha sido la de Dios y no debemos lamentarlo. Apuremos.

Y de esa forma fue cómo, tras mudarse y saltar un muro de adobes en mitad de la noche, Juan de Beaumont volvió a ese mundo que, tres años antes, había jurado abandonar para siempre.