Capítulo 29

29

Aun lejos y acuciado por tantos problemas inmediatos, Bernal de Cabrera, capitán general del ejército aragonés en la campaña de Cerdeña, encontró hueco para atender despachos sobre la Península y asombrarse por la forma en que, a lo largo de la primavera y verano, Castilla iba derrumbándose alrededor de su monarca.

Fueron meses agitados también para él, ya que el rey de Aragón, contra su parecer, se había volcado en la reconquista sarda, arrastrando a todos en su empresa. Como primer paso, envió doce galeras cargadas de ballesteros, en apoyo de las guarniciones que aún le quedaban en la isla, y sacó a pasear el estandarte real, para indicar así que el rey de Aragón en persona iba a partir a la guerra. Llamaron a alistarse a cuanto hombre útil estuviese dispuesto y, como la Corona estaba esquilmada tanto de hombres como de oro luego de años de guerras y pestilencias, el propio Ceremonioso salió a recorrer los reinos, para enardecer los ánimos y animar a los burgueses a abrir las bolsas.

La noticia de que iba a dirigir la expedición, junto con esa gira, logró despertar una euforia bélica en sus reinos. Acudieron voluntarios de todas partes, e incluso nobles ingleses y gascones, así como un duque alemán, se vinieron a la aventura; de forma que, casi para su asombro, el rey aragonés pudo alistar cien bajeles y más de diez mil hombres.

Quedó como regente el infante Pedro, tío del monarca, y, atados ya todos los cabos en Aragón, la gran flota zarpó de Rosas el 15 de junio, para arribar al cabo de diez días cerca de la siempre rebelde villa de El Alguer, donde más de setecientos sardos se habían hecho fuertes. Y comenzó así, con el verano, un asedio terrible en el que el rey, escarmentado, procuró ahorrar vidas de sus hombres. En vez de lanzarse al ataque de las murallas, abrieron trincheras y minas, y consolidaron posiciones, mientras los ingenieros construían máquinas enormes de guerra para batir las murallas.

Los zapadores cavaban sus galerías, al tiempo que los ballesteros hostigaban las almenas enemigas y los ingenios lanzaban proyectiles gigantescos. La impaciencia del Ceremonioso debió de afectar a sus ingenieros, que armaron máquinas con prisa excesiva, sin repasar cálculos y con maderas no siempre idóneas. Eso, sumado al uso de proyectiles de gran peso, hizo que cuatro de los ingenios cediesen entre chascar de cuerdas y maderas rotas, en mitad del combate, matando e hiriendo a varios artilleros.

Las máquinas restantes seguían disparando contra El Alguer y, en aquel panorama de zanjas, humaredas, descargas de saetas y escaramuzas con las guerrillas sardas, a Cabrera no le faltaba ocupación. Una flota genovesa se mantenía ante la ensenada, acechando como barracudas, y, aunque se había hecho a la mar en repetidas ocasiones, buscando combate, los genoveses le rehuían, gracias a la ligereza de sus naves. Se contentaban con estar ahí, amenazando a las comunicaciones y abastecimientos aragoneses.

En esa vorágine de guerra, Bernal de Cabrera veía, por las cartas, cómo se agravaba la situación en Castilla. O tal era su análisis, ya que opinaba que los acontecimientos en esa Corona interesaban de forma directa a Aragón, y así trataba de hacérselo ver a su rey. De tener acorralados a sus enemigos, Pedro de Castilla había pasado, en un abrir y cerrar de ojos, a verse él a la defensiva. Los informes de Cabrera culpaban, sobre todo, al propio rey castellano, quien, cegado por una pasión efímera hacia una dama gallega, había descuidado los negocios de Estado, dejando el mando militar a dos hermanastros que se habían revuelto contra él a las primeras de cambio.

Se le habían abierto frentes de guerra por todas partes y, como era habitual en Castilla, la traición se cocía en la misma olla que el honor. Varios alcaides santiaguinos, habiendo en su día jurado mantener plazas fuertes por el rey, se habían visto en el dilema de faltar a la palabra dada o desobedecer a su propio maestre. Como solución, habían entregado las fortalezas a hombres del monarca, antes de sumarse a las huestes de don Fadrique, cumpliendo así con sus dos obligaciones.

Los partidarios de Enrique de Trastámara campaban por Asturias y el oriente gallego, y también estaban en armas los estados de los Meneses, en Tierra de Campos. Juan de Avendaño había levantado un ejército de vizcaínos, que se mantenía a la expectativa, ya que don Tello aún no se había pronunciado. Y, para rematar la catástrofe, el ricohombre gallego Fernando de Castro, hasta entonces neutral, también se había alzado. Agraviado por la ofensa infligida a su hermana Juana, se había despaturrado de forma pública, abjurando ante escribanos de cualquier vasallaje para con el rey de Castilla.

—¿Será posible que ese mozo se haya metido en apuro tan grande por un capricho de faldas? —Se preguntaba el Ceremonioso, atónito, tras escuchar los informes de Cabrera—. ¡Por Cristo! ¿No tenía bastantes problemas como para enemistarse encima con uno de los hombres más poderosos de su reino?

—La deshonra de Juana de Castro es una excusa —opinaba Cabrera, prudente—. Fernando de Castro no tiene la sangre tan caliente y, en todo caso, esa boda siempre fue una farsa, ya que el Papa reprobó a los obispos que dieron la nulidad. Pero, como coartada para alzarse contra el rey, sin duda es buena.

El Ceremonioso convino en eso. Su faceta más teatral no podía sino aplaudir el montaje organizado con la desnutrición pública de Fernando de Castro. Durante nueve días consecutivos, el ricohombre había cruzado cada mañana el Miño, de Galicia a Portugal, haciendo constar cada vez, por escrito, que abandonaba a su señor natural, con razones que se detallaban en el documento.

Don Pedro se había refugiado en Castrojeriz y, como había dejado pasar casi un mes, y hecho acudir a su antigua amante, María de Padilla, no faltaron los que le acusaron de acobardarse, y de esperar escondido a que escampase, cuando, en realidad, estaba preparando el contragolpe. A mediados de mayo se mudó a Toro para, desde allí, lanzar una gran ofensiva por Tierra de Campos. Fracasó ante Montealegre, triunfando en cambio en Ampudia y Villalba de los Alcores. Ya nadie pensaba que se había amilanado; aunque Cabrera, con la perspectiva que da la distancia, tenía la impresión de que todo eso no eran sino mordiscos de fiera acorralada.

El rey castellano había tomado medidas estratégicas, como enviar a su primo Fernando de Aragón a tierras de Salamanca, para parar al conde Enrique. También políticas, como casar a su otro primo, Juan, con Isabel de Lara, segunda hija del antiguo señor de Vizcaya, para socavar el poder de su hermanastro Tello. Y eso afectaba a los intereses de Aragón, porque esos dos infantes, así como su madre, habían intrigado contra el Ceremonioso sin tregua. El rey aragonés no podía, por tanto, ver con buenos ojos el ascenso de hermanastros tan díscolos.

Por eso recibió ceñudo tales noticias, de labios de Cabrera. Estaba tan volcado a la campaña insular que casi no atendía a otra cosa y el capitán general, que no quería demoras en discutir tal asunto, hubo de acercarse casi a primera línea de asedio, para ver al monarca. Tras el fiasco de las grandes máquinas de guerra, los aragoneses habían cambiado de táctica y construían ahora fortificaciones desde las que cegar los fosos defensivos para, luego, avanzar contra las murallas.

El rey estaba a pie de obra, muy cerca de donde los suyos levantaban muros de adobe para dar cobertura a los ballesteros. Vestía loriga, sobrevesta azul oscuro, con las armas de Aragón, y corona, y le rodeaban guardas con escudos, a los que hacía apartarse a veces, molesto, porque le estorbaban la observación. Los sardos por su parte, advertidos de su presencia, vociferaban y cantaban desde las almenas, entre tremolar de pendones, y a veces disparaban una andanada de flechas en su dirección; de ahí los paveses en alto de los guardas reales.

Bernal de Cabrera aprovechó la ocasión para inspeccionar también las obras. Estaban levantando dos fortificaciones, una de ladrillos de adobe y otra de maderas, protegida esta última por cueros tensos. Una vez rematadas, darían resguardo a ballesteros, encargados a su vez de cubrir a una gran máquina de guerra, diseñada para rellenar fosos y permitir el avance directo de los peones.

—Mozo irresponsable… —gruñía entre dientes el Ceremonioso—. ¿No ha aprendido aún a no fiar en demasía de malos parientes?

—Se ve que no.

—Refuerza a mis hermanastros y nos va a meter en líos a todos. —Contempló a los hombres que, casi desnudos, apilaban adobes—. Si hasta hubiera sido más lógica una rebelión de Fernando que de los Trastámara, habida cuenta de todas las mercedes que dio don Pedro a éstos, en los últimos tiempos.

Cabrera asintió. Dados su edad y rango, y que no tenía intención de entrar en combate, vestía ropas talares y livianas. Se metió las manos en las mangas, pensativo. El rey aludía a que Fernando de Aragón era heredero directo al trono de Castilla, en caso de muerte de don Pedro sin hijos. También aspirante a esa corona, por tanto, por la fuerza de las armas; algo vedado a Enrique de Trastámara, por su condición de bastardo.

—Parece, señor, que la traición de los Trastámara se debe más al descontento que a la ambición. Ellos, como muchos magnates castellanos, ven a disgusto el ascenso de los Padilla, y que el rey nombre a hidalgos y burgueses para los oficios mayores.

—¿Tan mal lo hacen? No eran ésas mis noticias.

—No, señor. Se desempeñan bien y eso agrava el resquemor de los grandes. —Cabrera se permitió una sonrisa—. Henestrosa es buen consejero, Samuel Levi es un tesorero capaz y, en general, esos oficiales hidalgos y pecheros son más leales al trono que los grandes nobles. Os recuerdo que, a finales del año pasado, don Pedro cambió a muchos oficiales mayores. Cesó a los afines a Alburquerque. Pero sus hermanastros, y otros grandes, no sacaron provecho del nuevo reparto. Ahí, a mi entender, pudo sembrarse la semilla de esta rebelión.

—En eso no ganarían. Pero su hermano bien que les otorgó por otros lados.

—No quiero recalcar lo obvio, pero quien controla los oficios mayores tiene las llaves del reino. Los Trastámara, como muchos grandes, quieren algo más que engrosar sus estados o llenar las arcas: desean su cuota de poder.

—Una mala costumbre, propia de hermanos, sí —rezongó el Ceremonioso—. Pedro de Castilla debiera aprender lo peligroso que resulta concentrar demasiado poder en pocas manos… si tales manos no son las propias, claro. Antes era Alburquerque quien controlaba su casa. Ahora son los Padilla.

—Cierto, y eso añade sal a la herida: Tras támaras y Padillas se aliaron para desbancar a Alburquerque, pero fueron los segundos quienes se hicieron con los despojos. Está claro que los primeros no se han conformado.

—Ciertos parientes debieran hacer el favor de morirse. Eso ahorraría a todos muchos disgustos.

Bernal de Cabrera tuvo el buen tino de no responder nada y el rey, los ojos puestos en las almenas de El Alguer, prosiguió:

—Me pregunto si Pedro de Castilla conseguirá manejar esta situación… aunque tal vez se sosiegue por sí sola.

—Lo primero lo ignoro, lo segundo lo dudo. Más bien va a empeorar.

—¿En qué te basas?

—El trato que el rey de Castilla dispensa a su esposa causa enojo entre sus súbditos. La tension sube por tal motivo y él, o no lo nota, o no se da por enterado. La reina está ahora en Arévalo, se puede decir que confinada, lo que disgusta a muchos. Los señores rebeldes campan por tierras próximas a esa villa y los consejeros de don Pedro parecen temer que incluso la liberen.

—Y la figura de la reina daría legitimidad a su revuelta. Entiendo. —El Ceremonioso acarició el pomo de su puñal, pensativo.

—Han sopesado la posibilidad de trasladarla: sacarla de Arévalo y someterla a un encierro aún más estrecho. Al menos, ese rumor corre por el reino y, sea o no verdad, está encrespando los ánimos.

—La cosa se pone fea, sí. Voy a escribir a mi tío Pedro, para que esté alerta y no quite ojo a mis queridos hermanastros, que son dos escorpiones siempre prestos a picar. —Ganas tuvo de patear la arena y, si se contuvo, fue porque les miraban—. En fin. ¿Alguna noticia más de Castilla?

—Chismes tocantes a la madre de don Pedro, María de Portugal.

—¿Qué pasa con ella?

—Ha tenido un comportamiento harto curioso durante esta crisis. También ella fue a las bodas de Évora y debió de olerse lo que se tramaba. No en vano, Alburquerque y ella fueron uña y carne durante años. Cuando explotó la conjura, debió de temer que su hijo, con el que ha tenido sus divergencias por el asunto de la reina Blanca, creyese que tenía algo que ver en el asunto.

—Es comprensible.

—Optó por volver a Castilla por el norte y evitar así Badajoz, donde estaban en esos momentos Alburquerque y los gemelos. De hecho, usó una argucia que le gusta mucho al primero: viajar muy despacio y dar así tiempo a que la situación se aclare. Fue hacia el norte de Portugal, escoltada por su hermano el príncipe Pedro, el maestre de Avis, y otros grandes portugueses y castellanos. Subió hasta Mogadouro y, ya allí, cruzó la frontera, camino de Zamora.

—Buena treta. Pero no veo el chisme.

—Paciencia, señor. Los caminos estaban poco practicables, embarrados, y, durante todo el viaje, uno de sus hombres de confianza le llevó la mula de las riendas. Y eso ha desatado ciertos rumores…

—¿Qué hombre de confianza?

—Martín Alfonso Tello: un caballero portugués que lleva años a su servicio.

—¿Se rumorea que pudiera ser su amante?

—Eso mismo.

El Ceremonioso frunció el ceño.

—Interesante.

—No es más que una hablilla que corre. De poco vale.

—Para la gran política, no. —Sonrió con aspereza—. Pero a mí me va a ser útil. La próxima vez que mi querida esposa me ponga la cabeza como un tambor con sus exigencias, creo que me sacaré de la manga este rumor. Picará el anzuelo, se olvidará de Sicilia, al menos por un rato, y yo conseguiré un respiro.