Capítulo 5
5
El almirante de Cataluña, Bernal de Cabrera, nunca supo que fue Hug Benavent de Alejandría, aquel vagabundo que conoció en Cerdeña, el que tal vez salvó la vida del rey de Castilla en Torrijos. Sí que recibió noticia del incidente, al poco de ocurrido, ya que no sólo tenía buenos amigos en Castilla, sino también una red de espías que era la envidia del propio rey aragonés. Tan diligentes eran que, de hecho, el monarca se enteró gracias a un mensaje del almirante, de su propio puño, letra y sello. Y con esa misiva entre manos, arrimado a un vitral en busca de algo más de luz, le encontró su esposa, Leonor de Sicilia. Releía con el ceño fruncido, pero ella no se sorprendió porque, en los últimos tiempos, Pedro de Aragón, llamado el Ceremonioso, recibía gran cantidad de noticias y muchas de ellas no eran precisamente gratas.
El rey de Aragón vestía ropas talares verde oscuro, de damascos y brocados, ribeteadas de armiño. Un despliegue de lujo nada casual, ya que don Pedro daba gran importancia al atuendo, aunque se cubría, según su costumbre, con un sencillo casquete rojo y ceñía puñal al cinto. De gustos conservadores, llevaba este último al costado y no pendiente de una tira, tal como se había puesto de moda, en los últimos años, en las cortes occidentales.
Eran muchos los que habían buscado comparaciones entre esos dos Pedros, el I de Castilla y el IV de Aragón, sin más provecho que la conclusión de que eran bien distintos. Si el segundo frisaba los cuarenta, el primero no tenía aún veinte. El castellano era alto, grande, de cabellos rubios y piel clara; y el aragonés bajo, de pelo negro y ojos oscuros. Los dos gastaban mal genio, eso sí. Pero donde la ira de aquél era como la pólvora al estallar, la de éste semejaba a un incendio, que puede prender despacio y llegar a devorarlo todo. Pedro de Castilla era impulsivo, inconstante, aficionado a la caza, las justas y el ejercicio físico. Pedro de Aragón, reflexivo, metódico, amigo de pompas y ceremonias, estudioso e intrigante.
Pese a los ojos puestos en la misiva, el rey aragonés, más que leerla, reflexionaba y, tan absorto estaba, que no se percató de la entrada de la reina hasta que le alertó el recrujir de sedas. Sólo entonces sus ojos oscuros volvieron de lejos para clavarse en los de su consorte. Leonor de Sicilia era rubia, de ojos avellana y rasgos delicados. Más joven que su esposo, vestía ropajes recargados de influencias italianas y francesas. Su vestido era partido —blanco el lado izquierdo, con el escudo de Sicilia bordado; negro el izquierdo, con el de Aragón— y se cubría con una toca de grandes alas, muy distinta a las de las dueñas aragonesas.
—¿Cómo te han dejado pasar sin antes anunciarte? —preguntó él con dureza, sin darle tiempo a abrir la boca.
—Yo mandé que así lo hicieran.
—Y yo tengo mandado que se anuncie, en la debida forma, a quienes pasen a mi presencia. No hay excepciones. —Se apartó del vitral, con el pliego en la diestra—. Ya tendré yo unas palabras con los responsables.
A Leonor, de tanto genio como su esposo, se le oscureció el semblante.
—No castigues a nadie por esto. Te repito que yo insistí en no ser anunciada.
—No voy castigar a nadie. Pero quiero dejar bien claro, de una vez por todas, que, cuando el rey da una orden, es para todos, y eso incluye a la reina.
—Exageras.
—Estos temas son fundamentales. El protocolo guarda a los reyes mejor que cien ballesteros. Los hace distintos, sagrados, a ojos de la gente. Lo hemos discutido muchas veces.
—Demasiadas —convino ella con sequedad.
Aquella faceta del rey no dejaba de irritarla, pese a los años ya vividos juntos. A su entender, rozaba el ridículo con la obsesión por el detalle y el ceremonial. Era fácil hacer bromas a costa de esa manía y, a menudo, nobles y pueblo las hacían. Pero, sabiendo de sobra que el rey nunca daba su brazo a torcer en esas cuestiones, prefirió obviar el tema para fijarse en el documento.
—¿Noticias de Cerdeña?
—De Castilla.
—¿Importantes?
—Tal vez. El rey don Pedro recibió una herida accidental, que hizo temer por su vida.
—¿Está malherido?
—Ha sido un corte de espada, en torneo. No le han atravesado con una lanza ni nada por el estilo. Pero parece que no lograban cortar la hemorragia. O al menos, no lo habían logrado cuando expidieron estas noticias.
—¿Morirá?
—¿Quién sabe?
—Este Pedro de Castilla es un mozo de salud delicada. —Leonor se permitió una sonrisa cruel—. No deja de dar sobresaltos.
El rey de Aragón le devolvió una sonrisa seca y dura, la mano izquierda sobre el pomo del puñal, según su costumbre.
—No le desdeñes.
—Le justiprecio. Es un crío, un pelele de sus privados, al que la corona de Castilla le viene grande.
—Qué sabrás tú…
—Don Pedro no vale lo que su difunto padre. Todos están de acuerdo en eso.
—Recuerdo que eso mismo se decía de mí durante mis primeros años de reinado: que no estaba a la altura de mi padre; que, por cierto, se llamaba también Alfonso, como el padre de Pedro de Castilla. Me tildaban de hombrecillo pomposo y me tenían a menos. —De nuevo aquella sonrisa áspera—. Muchos nunca mudaron de opinión… les maté antes de que pudieran hacerlo.
Su esposa se quedó muda ante esa salida. También ella, al arribar a las costas aragonesas, años atrás, para convertirse en reina consorte, se había sentido entre perpleja y decepcionada ante aquel hombre de corta estatura, cuya máxima ambición en la vida parecía ser la de regular los detalles de la etiqueta. Un hombre que se jactaba más de las bodas que concertaba que de las victorias de sus ejércitos. Un rey que vestía siempre de forma suntuosa, se tocaba con casquete rojo y del que decían los chistes que no se quitaba la corona ni para ir al retrete.
Pero, tras aquella apariencia excéntrica y los modales cortesanos, rotos por ataques de ira, Leonor de Sicilia había ido entreviendo al gobernante implacable. El que había vencido a las Uniones nobiliarias de Aragón y Valencia, y dado muertes atroces a sus cabecillas. El que había metido en cintura a los burgueses de las ciudades de Barcelona y Valencia. El que había despojado, sin piedad, a su cuñado Jaime III de Mallorca y el Rosellón.
Cambió de tema.
—¿Son fidedignas las noticias?
—Sí. —El rey agitó el papel—. Esta carta es de Bernal de Cabrera, que se preocupa mucho de que sus agentes indiquen si los datos son contrastados o simples rumores.
—Cabrera…
La simple mención al almirante había bastado para nublar el rostro de Leonor, y el rey, aunque no se dio por enterado, lamentó para sus adentros aquella mención desafortunada. La aversión de su esposa por Cabrera era tan abierta como antigua, ya que databa casi de su llegada a Aragón, hacía seis años. Una inquina debida tanto a la influencia de Cabrera en los asuntos del reino —que ella veía excesiva— como a las divergencias políticas.
Bernal Cabrera era partidario de la amistad con Castilla y opuesto a una expansion mediterránea a cualquier precio. Leonor de Sicilia defendía justo lo contrario y había disputado con su consorte, no pocas veces, por tal cuestión. Refriegas verbales que se hicieron más agrias el día en que don Pedro decidió que el ayo de su primer hijo común fuese, precisamente, Bernal Cabrera.
—No creo que tardemos en saber si todo se queda en un susto o en algo más —apostilló el rey, deseoso de evitar un enfrentamiento.
—Ya. —Ella se recogió las faldas con una mano para acercarse a los ventanales—. ¿Tenemos alguna noticia de Cerdeña?
—Muchas, pero pocas buenas.
—¡Maldito Cabrera! —estalló, los ojos avellana echando fuego—. Más le valía a ese intrigante ocuparse de los sardos y genoveses, y olvidarse de Castilla.
Pedro de Aragón alzó los ojos al techo abovedado, en gesto teatral, como si pidiera a los Cielos paciencia. Pero, aunque se estaba enojando, contestó con voz reposada.
—Señora esposa. Estar informado nunca es pérdida de tiempo. Don Bernal es un buen vasallo, un amigo valioso que ha servido bien a la Corona durante décadas. Ha derrotado a sardos y genoveses, por mar y por tierra. Nuestro problema es que, aunque ganamos las batallas, la guerra en conjunto nos va mal. Hemos perdido ya a muchos hombres, y los supervivientes están agotados y con la moral baja.
—¡Envía más tropas!
—¡No es tan fácil! —rugió el rey de Aragón, que no era hombre que soportase reprimendas de nadie. Se dio cuenta de que estaba estrujando la carta e hizo el esfuerzo de serenarse para seguir, en tono más mesurado—. La peste negra ha devastado mis reinos, señora esposa. Escasean los hombres útiles y las Cortes son reacias a aportar más dinero para una aventura que muchos ven dudosa.
—Y, mientras todo se hunde, ¿qué hace Cabrera?
—¡Deja en paz a Cabrera! —Volvió a perder la calma—. No creo que nadie hubiera podido hacerlo mejor, dadas las circunstancias y los medios a su disposición. Y te recuerdo que no quería dirigir la campaña de Córcega. Casi tuve que obligarle a ello.
—Tal vez ahí reside el problema.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! —Don Pedro se giró, fuera de sí, y, al darse cuenta de que volvía a arrugar la carta, a punto estuvo de arrojarla lejos. Pero se impuso su vena ordenancista. Se acercó a una mesa para depositarla sobre el tablero, junto a otros documentos privados. Ese gesto rutinario tuvo la virtud de calmarle—. Me enervas: siempre buscando los cinco pies al gato.
La estancia elegida como gabinete por el rey, en su palacio de Valencia —adonde se había trasladado, huyendo de los rigores invernales de las mesetas aragonesas—, era amplia, de techos altos y abovedados, bien iluminada por ventanales góticos de vidrieras emplomadas. La luz de la sala estaba teñida de colores. Una sala que era buena muestra del carácter metódico del rey de Aragón, ya que había allí, dispuestas, tres mesas de distintos tamaños, atestadas las tres de documentos bien diversos.
La más grande, de mapas, cartas, documentos de la cancillería e informes reservados, como el de Cabrera. En una segunda, más pequeña, manuscritos del propio monarca. Eran textos privados, ya que don Pedro redactaba él mismo las crónicas de su reinado. Y también poemas, ya que el rey de Aragón, lo mismo que el anterior rey castellano, Alfonso XI, era amigo de las rimas.
También, como Alfonso, era estudioso de las artes ocultas. Por eso, la tercera mesa contenía tratados, rollos en latín, hebreo y árabe, tablas astronómicas, efemérides, y también instrumentos de aspecto extraño, así como tablillas de hueso, marfil, cobre y hierro, con símbolos esotéricos grabados.
Don Pedro se acercó a la primera y dejó la carta con los demás comunicados secretos. Luego, en vez de apartarse, apoyó las palmas en el borde del tablero y, el ceño fruncido, se quedó estudiando un mapa del Mediterráneo Occidental. Leonor de Sicilia se acercó, entre recrujir de telas, para observar a su vez. En aquel pergamino se mostraban las costas de Europa y África, así como los archipiélagos: las Pitiusas, las Baleares, Córcega, Cerdeña, Sicilia.
—Pero ¿qué noticias llegan de Cerdeña? —se empeñó ella, como si el mapa le hubiera recordado la cuestión.
—Muy malas. Hemos perdido casi toda la isla, a excepción de unas pocas plazas fuertes.
—¿Cómo es posible? —balbució entre atónita y furiosa—. Hemos derrotado a los genoveses en la mar y a los corsos en campo abierto.
Pedro, apoyado en el borde el tablero, agitó la cabeza, tocada con casquete rojo, sin apartar los ojos del mapa.
—Hemos vencido en batalla, sí. Pero la isla entera está en armas contra nosotros. Nuestros aliados han cambiado de bando, y los que eran neutrales ahora nos combaten. Los corsos nos hostigan, degüellan guarniciones y patrullas. Triunfamos en grandes combates, pero nos desangramos en las escaramuzas.
—¡Cambia de táctica! ¡Basta de negociar con traidores! Manda ejércitos y pasa la isla de costa a costa. Incendia castillos, arrasa villas, pasa a cuchillo a quien se resista y, a los demás, véndelos de esclavos a los venecianos. Y, luego, repuéblalo todo con tus súbditos.
El rey casi volvió la cabeza, admirado ante tanta ferocidad.
—Eso no es posible, señora esposa.
—¿No? ¿Acaso no hizo eso en Mallorca tu abuelo, el gran Jaime?
—Mallorca es otra isla, y los tiempos también lo son. Cerdeña es escabrosa y los sardos más numerosos que los moros mallorquines. También más bravos. En cuanto advirtiesen nuestra intención, hasta los niños empuñarían las armas. Además, no podemos tratar a unos cristianos así. La cristiandad entera se nos echaría encima si expulsásemos a los sardos de su isla.
Observó el mapa antes de seguir, como si le costase.
—Hay algo más. —Con labios prietos, paseó el índice por las costas de Cataluña y Valencia—. Mi abuelo Jaime pudo asumir una gran repoblación, pero yo no cuento con gente bastante. La peste negra ha arrasado mis reinos. Creo que no sabes cuánto. Según los censos que mandé levantar tras las plagas, Cataluña ha perdido la mitad de su población y Mallorca está casi despoblada. Aragón y Valencia han salido algo mejor paradas. Sólo algo. Si viajas por mis reinos, verás por todas partes villas fantasmas y sembradíos abandonados a las malezas.
—Pero…
—Somos la sombra de lo que éramos antes de la peste negra y, además, vivimos en el temor de que reaparezca cualquier día, para causar mayor mortandad. —Al ver que ella aún buscaba una respuesta, alzó una mano con dedos llenos de anillos—. Basta de fantasías. En todas partes es lo mismo. Castilla está en paz con Granada. ¿Crees que don Pedro es menos belicoso que su padre? Alfonso combatía al infiel, le empujaba y le arrebataba tierras en las que asentaba a su propia gente. Pero, ahora, Castilla no tiene excedentes humanos y, por eso, la frontera está en calma.
Se llegó a una mesa esquinera y, con una varilla, atizó el pebetero de cobre. Se alzó una vaharada de aromas y él prosiguió, con una nostalgia que, en muy raras ocasiones, teñía las palabras de aquel hombre pragmático.
—Antes de la gran peste, libramos grandes guerras en España, sí. Eran otros tiempos. Me alié con los Alfonsos de Castilla y Portugal para detener la invasión de los benimerines. Fueron días grandes. Era fácil sentir que habían vuelto los tiempos heroicos. Amenazados por hordas de infieles fanáticos, abocados a vencer o morir, en lucha desigual, tal como les ocurrió a nuestros grandes antepasados, en la época de los almorávides.
Sacudió la cabeza.
—Pero los buenos tiempos se han ido. Se acabó. No es hora de grandes empresas ni de hazañas gloriosas. Ahora, vivimos una época bien distinta.
La luz menguó, sin duda porque alguna nube había ocultado el sol. Esa penumbra hizo recordar a don Pedro los inviernos del interior aragonés: nieve, viento, lobos. Su esposa callaba, y él, cuando volvió a hablar, era de nuevo el estadista frío.
—Es más fácil sacar vino de una roca que dinero a las Cortes. No sé cómo armar más compañías para esta guerra.
—No estarás pensando en abandonar la empresa.
—Ni por un momento. Pero cuesta reunir dinero o tropas. Esta vez, iré yo en persona a dirigir la guerra.
—¿Tú? ¿A Cerdeña?
—La situación es desesperada. Hay que recurrir a todo lo que tenemos. La presencia del soberano subirá la moral, o eso espero. —Acarició el pomo del puñal, al costado—. Así será también más fácil que algunos rebeldes se sometan y vuelvan al vasallaje. En mi ausencia, tú te ocuparás del gobierno.
—No. Llévame contigo.
—¿Qué dices? —Pedro miró estupefacto a su esposa.
—Deja que te acompañe —insistió ella—. Ir a Cerdeña. Que administre los negocios reales tu tío, el infante don Pedro.
El rey de Aragón, la zurda aún sobre el puñal, la observó desconcertado. No por casualidad eligió a esa mujer como esposa, tras la muerte de su anterior mujer, víctima de la peste negra. La boda fue una forma de estrechar lazos con la aristocracia siciliana de origen aragonés y catalán, frente a los partidarios de los Anjou. Sólo tras el enlace habría de descubrir don Pedro que su esposa compartía con él un mismo sueño: la forja de un gran imperio insular disperso por el Mediterráneo.
Para colmar tal ambición, Pedro había despojado y muerto a su tío Jaime III de Mallorca. Por ella se había empecinado en la conquista de Cerdeña, ya que esa isla indómita era escala obligada hacia Sicilia, que a su vez era cabeza de puente al Mediterráneo Oriental, donde estaban las colonias mercantiles catalanas y los ducados de Atenas y Neopatria.
Las aspiraciones de Leonor de Sicilia eran mayores y obcecadas. Y de ahí el odio ciego que sentía hacia el almirante de Cataluña, Cabrera, amigo de la prudencia.
—Quizá no sea mala idea —admitió Pedro de Aragón, meditabundo—. Podrías ocupar mi puesto, en caso de necesidad. Si algo ocurre en Castilla, podría regresar…
—¡Olvídate de Castilla! —explotó la reina—. Hay que centrarse en Córcega.
El rey de Aragón sintió tentaciones de arrancarse el casquete rojo para pisotearlo, de pura frustración, aunque se contuvo por cuestión de dignidad.
—Señora esposa: me molesta esa costumbre tuya de interrumpirme. En cuanto a Castilla, cuesta olvidarse de ella, habida cuenta la cantidad de leguas que tenemos de frontera común. Y creo que, aunque yo fuese tan necio como para olvidarme de Castilla, cosa que no tengo intención de hacer, Castilla no se olvidaría de Aragón.
Mostró la mesa, repleta de documentos.
—No creas que dependo de don Bernal para saber qué ocurre en Castilla, aunque reconozco que ya quisiera yo disponer de sus agentes. Tengo a mis propios espías. Y Castilla es un nido de avispas.
—Siempre lo ha sido.
—Ahora más. Y la cosa va a empeorar.
—¿Qué ha pasado?
—¿Qué no ha pasado? Para empezar, Alburquerque ha convencido al rey de Portugal para que interceda por Juan de la Cerda.
—No me digas que ese viejo intrigante siente remordimientos.
—Lo dudo. Alburquerque pierde posiciones en la corte, así que busca aliados debajo de las piedras. Está librando un pulso con los que rodean a la amante del rey, y de momento va perdiendo.
—Vaya reino, en el que las concubinas hacen y deshacen.
Don Pedro casi se llevó otra vez las manos a la cabeza. Desde su arribada a España, su consorte sentía gran aversión a Castilla; puede que por su poder creciente o por la disputa por el reino de Murcia. En eso último, el rey y la reina mantenían opiniones distintas. Pedro no renunciaba a conseguir Murcia, en tanto que Leonor no la deseaba en absoluto. Sabía la reina que, de incorporarse Murcia a Aragón, tendrían de nuevo frontera con el infiel y, por tanto, su esposo podría empeñarse en guerra de reconquista. Y eso, a su entender, no implicaba otra cosa que restar hombres y recursos a la empresa mediterránea.
—En fin —suspiró don Pedro—. No le demos más vueltas. Creo acertada la idea de que me acompañes a Córcega.
—¿Por si muere Pedro de Castilla?
—Creo que saldrá de ésta. Pero tu viaje será útil a nuestra causa. Tu presencia animará a los soldados, así que manda a los oficiales de tu Casa que lo preparen todo para el viaje. Nos vamos en cuanto reúna dinero y hombres.