Capítulo 8

8

En los primeros días de abril, provisto de cartas de recomendación, Hug Benavent cruzó la sierra de Credos, rumbo a Valladolid, con intención de asistir a la boda del rey y, de paso, ver qué podía ofrecerle la universidad local. El viaje lo hizo con una caravana de comerciantes toledanos, que conducían una tren de acémilas hacia el norte y, durante las distintas jornadas, tuvo ocasión de constatar, de nuevo, cuán inseguros eran los caminos castellanos.

Benavent escribía cartas a distintos corresponsales de Oriente, con los que había trabado amistad a lo largo de sus viajes. Se las entregaba a mercaderes y peregrinos, en la confianza de que, antes o después, de mano en mano, llegasen a sus destinatarios, y en ellas daba cuenta de sucesos, costumbres y observaciones diversas. El destinatario de casi una de cada dos misivas era Cosmas Filocales, un erudito de Constantinopla cuya sed de conocimientos rivalizaba con la suya propia; aunque Filocales prefería la vida sedentaria y pacífica, entre libros y rollos antiguos.

En sus cartas, Benavent le había hablado, más de una vez, de los estragos causados por la peste, las malas cosechas y la debilidad de la Corona. También del bandidaje, el abigeato y los ataques a poblaciones perpetrados por ladrones feudales y bandas de desposeídos. De cómo las gentes abandonaban el campo, las poblaciones se fortificaban y los mercaderes habían de viajar en grandes grupos, para mejor defensa contra forajidos.

Pero aquel viaje le mostró una faceta más, hasta entonces oculta a sus ojos, de la violencia social que azotaba Castilla.

Fue al cruzar la sierra, aún en la vertiente sur. Habían estado toda la mañana subiendo un camino que serpenteaba entre barrancos y bosques de robles y hayas, ya entremezclados con pinos. El día era claro y frío, y por doquier corrían arroyos de deshielo; hilos de agua helada que resbalaban murmurando por las cuestas, abriendo surcos en la tierra negra. En las zonas de umbría aún quedaban grandes parches de nieve.

Benavent subía a pie, envuelto en su capa colorada, llevando al mulo de las riendas para no fatigarlo, así como para estirar un poco las piernas. Aquellos días entre invierno y primavera tenían algo especial, con la nieve y el hielo aún presentes y, sin embargo, las ramas ya con retoños verdes, los pájaros trinando y el aire cargado de olor a vida nueva. Hacia la hora tercia, la caravana pasó a la altura de cuatro cadáveres, que colgaban por las muñecas de las ramas bajas de unas hayas, en la penumbra a la vera del camino; y, para asombro de Benavent, los comerciantes no es que no se detuviesen, sino que les prestaron escasa atención. Algunas ojeadas, con ojos carentes de compasión, y un par que escupió, o les hizo los cuernos, el físico no supo si a modo de ofensa o para espantar maleficios.

Benavent sí se detuvo, rehén de su naturaleza curiosa. Cuatro muertos, maniatados a las ramas con tiras de cuero, colgando inertes. Tres estaban desnudos y al cuarto le habían dejado la ropilla interior. La causa de la muerte era clara: saetas emplumadas que aún seguían clavadas en los cuerpos; dos, tres, cuatro, dependía del muerto. Debían de haberles capturado, desvestido, atado a las ramas y luego acribillado con ballestas.

El observador amarró su mulo a un arbusto, antes de acercarse intrigado. Sólo entonces advirtió que, unos pasos más allá, en las sombras del bosque, yacían dos cadáveres más. La zurda sobre el pomo del chafarote, se acarició la perilla con la diestra. Allí se había librado una refriega, sin cuartel para el vencido.

Los mercaderes seguían desfilando a sus espaldas y él se acercó un poco más, a examinar los rostros muertos. Uno parecía dormir, con esa expresión plácida que da a veces la muerte; pero los otros tres estaban retorcidos por el dolor, sin duda porque su mala suerte quiso que no murieran en el acto. Tras asaetearlos, debieron dejarlos allí agonizando, colgados de las muñecas, sin dignarse a darles el golpe de gracia. Observó los ojos en blanco de uno, la boca abierta, el hilo de baba congelada a lo largo de la barbilla. Y se santiguó.

—No malgastes rezos en esa carroña —rezongaron a sus espaldas.

Benavent se sobresaltó, porque así de absorto estaba. Al girarse, se encontró, cara a cara, con uno de sus compañeros de viaje, con el que había conversado alguna vez.

—Vamos, mestre Gil. Un poco de caridad para con los difuntos.

—No con éstos. Muertos es como mejor están.

Su interlocutor era alto y grueso, de rostro colorado que, en ese momento, estaba casi púrpura de enojo. Benavent, al verle tan amoratado, y cómo le temblaban las papadas, se dijo que cualquier día iba a caer fulminado. Haría bien aquel hombre en moderarse en el comer, beber y con la ira, aunque optó por guardarse tales reflexiones que, tal vez, no fuesen bienvenidas.

—¿Eran bandidos?

—De la peor clase.

—¿Así se hacen las justicias en Castilla? ¿Asaeteando a los criminales en el mismo sitio, sin juicio, y abandonando sus restos a los lobos?

—No han sido alguaciles los que les han dado su merecido a éstos. —Se permitió una sonrisa rencorosa.

—¿Quiénes entonces?

El otro, sacando una mano por entre los pliegues de su manto marrón, le señaló las varas emplumadas que asomaban de las carnes muertas.

—Me juego cuanto llevo en las acémilas que esto es cosa de cuadrilleros de hermandad.

Benavent volvió a él los ojos, desconcertado.

—No sé de qué me hablas. —Se ajustó la capa colorada porque allí, a la sombra, hacía más frío—. Recuerda que soy forastero.

—Es cierto, disculpa. Bueno. Si sigues viajando por Castilla, no te quepa duda de que oirás hablar mucho de las hermandades.

Días más tarde, ya instalado en Valladolid, Benavent habría de escribir una carta larga y detallada a Cosmas Filocales en la que, entre otras cuestiones, le daba cuenta de lo hablado con aquel mercader de paños esa mañana despejada, de viento fresco, entre árboles retoñando y muertos desnudos.

En Castilla abundan las sierras, lo que es una traba para las comunicaciones. Se puede decir que las montañas cortan casi por la mitad el reino; un problema que no sufren ni Portugal ni Aragón. Los carros no pueden pasar por muchos de los caminos de montaña, por lo que hay que llevar las mercancías a lomo de acémilas. Pero las dificultades del terreno no son nada si las comparamos con las que causan los ladrones, que son una plaga en estas tierras. Hay bandas de forajidos, grupos de flagelantes, vagabundo, falsos frailes; todos dispuestos a robar y matar. Pero, sin duda, los peores facinerosos en Castilla son los malhechores de buena cuna.

Quizás estas líneas te han de asombrar. Pero debes entender cómo es la sociedad castellana, y los avatares que ha vivido en los últimos años. Aquí, el primogénito lo hereda todo y, como se considera que trabajar es deshonroso, a los segundones de alcurnia no les queda otra salida que las armas o los hábitos. Hoy en día, la paz con Granada impide a estos hombres buscar fortuna en la frontera. Suma a eso los estragos causados, primero por la peste negra, y luego por las sequías, inundaciones, heladas, pedrisco y demás desastres naturales que han arruinado una cosecha tras otra. La gente llama a esta época, y con razón, los Malos Años. Y, como las calamidades han menguado las rentas de los señores, muchos de ellos se lanzan a pillar por los caminos, como bandoleros.

Con mis ojos, he visto poblaciones, prósperas hace escasos años y ahora desiertas y en ruinas; y campos de labranza invadidos de maleza. Los mercaderes viajan armados hasta los dientes y en grandes grupos. La gente emigra a las ciudades o fortifica sus aldeas. Los oficiales del rey no consiguen poner coto a los desmanes de los nobles, que aquí llaman malfetrías. No pueden, no quieren o no les dejan, porque en estos atropellos andan por medio gentes ilustres, y es de suponer que tienen quienes les amparen, obstruyendo a la justicia.

Tal situación es crónica. Ocurrió lo mismo durante la minoría de edad de Alfonso XI, el anterior rey. Pero él puso remedio después, con mano de hierro. Ya veremos si su hijo puede. Los señores de Castilla conspiran unos contra otros y, todos a una, contra el trono. El caso es que, cuando el poder real no ha sabido frenar los desmanes, la respuesta de algunos hidalgos y el pueblo llano ha sido siempre la misma. Organizarse en hermandades y, con el apoyo de los concejos, salir a luchar contra los ladrones feudales. El resultado es una guerra civil soterrada.

Hay muchas hermandades en Castilla y el rey les deja hacer, porque son un freno a los señores. La impunidad de unos y la tolerancia hacia los otros ha convertido al reino en un campo de batalla entre estamentos. Esos muertos del camino que vi debieron perecer a manos de cuadrilleros, los hombres de una hermandad. Unos cayeron peleando y al resto le dieron la suerte que reservan para los criminales: acribillarlos con saetas.

—Hablas con mucha seguridad —comentó aquel día Benavent—. Pero yo no veo marcas en los astiles ni en los emplumados. Pudiera haber sido cualquiera.

Su interlocutor se permitió tal sonrisa de suficiencia que cortó en dos ese rostro grana de varias papadas.

—Tontos tendrían que ser para marcar sus saetas. Si luego los secuaces de algún señor ladrón cogiesen a alguien con astiles de iguales marcas, mal se lo iban a hacer pasar. Como comprenderás, la muerte que los señores dan a los cuadrilleros que capturan no es nada envidiable… En fin. Que puedes jurar que han sido cuadrilleros de hermandad; eso seguro, aunque ¿quién sabe cuál en concreto?

—¿Muertes envidiables? La de estos cuatro no lo ha sido, desde luego.

—Fue más rápida y misericordiosa de lo que merecían. Estos bellacos no sólo tienen las manos manchadas de sangre inocente, sino que son la causa de mucha ruina y llanto. Son una verdadera plaga para la gente de bien, digna de las de Egipto con las que el Señor azotó al Faraón.

—No lo dudo. Pero ¿era necesario negarles cristiana sepultura?

—Es justo castigo. Así los cuervos les saquen los ojos y los lobos les coman la carne. Que los huesos se les pudran y el Diablo les arranque el alma para llevársela a lo más hondo de los infiernos.

El mercader se había congestionado tanto que Benavent volvió a temer que sufriese un ataque. Sus últimas palabras le habían sonado casi como a maldición ritual, pese a lo espontáneo. Además, le hicieron caer en la cuenta de que los cuerpos estaban intactos. Debían haber sido muertos la tarde antes, se habían congelado durante la noche y las alimañas aún no les habían hincado el diente.

—Esta es una tierra dura —apostilló el otro, algo más calmado—. Los hombres han de ser también duros, si quieren hacerse un lugar al sol.

Hug Benavent de Alejandría le dedicó una de sus sonrisas inquietantes. Se preguntó para sí cuántas veces habría oído sentencias similares, en tierras muy distantes. Todo el mundo parecía jactarse —porque jactancia era— de vivir tiempos difíciles.

—He viajado mucho, mestre Gil. Y todavía no he pisado una tierra amable, ni visitado nación donde los hombres fueran buenos y generosos. He oído muchas historias acerca de países de leche y miel, es cierto. Pero nunca conocí a nadie que hubiera estado en persona allí, ni encontré camino que llevase hasta ellos.

Una voz le interrumpió. Un ballestero a caballo, con capa de cuero y capucha claveteada, la ballesta cruzada en la silla, se había detenido a su altura. Era el guarda que cerraba la marcha. Tan absortos habían estado charlando, que no se habían dado cuenta de que estaban ya rezagados.

—No os retraséis. —Señaló con la cabeza a los cadáveres colgados de las muñecas—. Esos malandrines no son los únicos que acechaban estos caminos.

—Tiene razón. Vamos. Ya seguiremos. —El mercader tomó las riendas de su mula y, a paso vivo para tanto corpachón, salió en pos de la caravana.

Hug Benavent, alto y cetrino, ahora meditabundo, se demoró aún un instante, con una vuelta de la capa roja sobre el antebrazo izquierdo, la mano sobre el pomo de la espada.

El día era luminoso, el cielo sobre las montañas muy azul, y un sol brillante se colaba entre las ramas de hayas y robles. Se oía el canto de las aves, el suspiro de la brisa, el gorgoteo de las aguas. Olía a humedad, a mantillo y a vida nueva. Puso los ojos por última vez en los cuerpos asaeteados, luego en la hondura del bosque, con sus juegos de sombras y luces. Un golpe de aire le agitó la capa y él, sacudiendo la cabeza, como para espantar el hechizo que parecía retenerle allí, junto a los muertos, tomó a su vez las riendas de su mulo y reemprendió la marcha, a buen paso.