Capítulo 16

16

Los comienzos del verano de 1353 fueron, en Castilla, de una calma más que tensa. Todos parecían aguardar acontecimientos bajo un cielo de guerra que podía abrirse, de un momento a otro, para descargar toda clase de desdichas sobre las cabezas del reino. Alburquerque seguía en la frontera de Portugal, el maestre de Calatrava en la encomienda aragonesa de Alcañiz y la única acción del rey don Pedro, en todo ese tiempo, fue reunirse con su amante en Olmedo, la villa de las siete puertas.

María de Padilla había llegado escoltada por Juan de la Cerda, ya reconciliado con el rey y, como su viaje se había producido luego de que el rey abandonase Valladolid, muchos pensaban que él había tratado, de veras, de reconciliarse con su esposa. Que había querido esa solución, tan de reyes, de compartir techo con su mujer y, al tiempo, tener cerca a su amante. Pero, por alguna razón, no había sido capaz de llevar a cabo sus propósitos.

La especie de que el rey estaba hechizado corría de boca en boca y era ya materia de romances, pese a que alcaldes y merinos habían mandado prender a cualquiera que propalase rumores así, e incluso habían colgado a algún infeliz con la lengua larga en demasía. Pero también había hablillas más consistentes, como la de que el rey estaba en negociaciones con Alburquerque. O que María de Portugal se había trasladado a Tordesillas, junto con la reina Blanca, y que allí recibían a enviados de señores y ciudades que les afirmaban su apoyo en caso de conflicto.

El viaje a Tordesillas, al menos, sí se había producido; aunque para Blanca, aquéllas fueron semanas lentas, carentes de grandes sucesos. Pero la inactividad no le aportó paz de espíritu y sí un exceso de tiempo libre que sólo le sirvió para dar más vueltas en la cabeza a todo lo ocurrido, y a incubar más temores respecto al futuro.

Tordesillas, su nueva residencia, se ubicaba en la margen norte del Duero y guarnecía el paso del río, salvado a esa altura por un gran puente de piedra. Había sido más que favorecida por Alfonso XI y allí fue donde la reina francesa entró de veras en contacto con una arquitectura propia de España, de la que ya había visto muestras. El anterior monarca, enemigo implacable de los moros en lo político y militar, amaba sin embargo, sobremanera, las artes que éstos habían recibido de los árabes, y desarrollado por su cuenta durante siglos. Los cristianos, a su vez, habían asimilado muchos elementos arquitectónicos para aplicarlos a construcciones tanto sacras como civiles. Mudéjar llamaban a ese estilo, basado en el ladrillo y caracterizado por los arcos de herradura, las columnas delgadas, las formas airosas y esbeltas.

Aunque ese estilo se usaba desde antiguo en Castilla, fue Alfonso XI el gran promotor del mismo, y su hijo Pedro había heredado la pasión por el mismo, ya que todo el reino estaba sembrado de monumentos mudéjares. Entre ellos, el maravilloso palacio construido por aquel Alfonso en Tordesillas, al que se habían trasladado las dos reinas. Y fue allí, en aquellos días calurosos de julio, donde Blanca quedó hechizada a su vez por esa amalgama de arte árabe, moro y español, tan exótica para ella.

Deambular por las salas, entre columnatas y paredes de ladrillos cubiertas de tapices, que mostraban antiguos hechos de armas, o refugiarse en los fastuosos baños a la árabe, anejos al palacio, fueron para ella bálsamo milagroso; un remedio tanto para el tedio como para la desazón que presidía aquellos días.

Pese a las atenciones de María de Portugal y a las muestras de respeto de las gentes, Blanca se sentía cada vez más sola. Tras la segunda espantada del monarca, la delegación francesa había abandonado el reino de forma brusca, sin despedirse siquiera del rey, como muestra de desagrado, lo que dejó a Blanca casi sin compatriotas en los que apoyarse. Quedaron con ella su confesor, su tesorero, algunas damas de compañía y poco más, haciéndola sentir más perdida aún en un país del que, sin embargo, era reina. Y, por si fuese poco, algunos de sus valedores castellanos habían sido apartados de su lado. Alvar de Albornoz, por ejemplo, era ahora copero mayor del rey: una recompensa a los servicios prestados que bien pudiera ser una excusa para alejarle de la reina y aislarla así de posibles apoyos.

La jugada daba que pensar, ya que el hermano de don Alvar, el cardenal Gil de Albornoz, que estaba en Aviñón, no era nada favorable a don Pedro. Tanto él como el Papa reprobaban el abandono sufrido por doña Blanca y ese no era un disgusto que pudiera tomarse a la ligera. Que don Pedro hubiese nombrado oficial de su Casa a don Alvar podía ser un intento de aplacar a su poderosa familia, o una treta para impedir que el cardenal recibiese informes, de primera mano, acerca de la situación de la reina.

Los días iban pasando, uno tras otro, y Blanca pensaba ya que no ocurriría nada en todo aquel largo verano de sol y moscas, cuando un suceso llegó a cambiarlo todo de golpe. Una tarde, a finales de julio, les avisaron de que, por el camino de Toro, se acercaba un grupo de hombres de a pie y a caballo. Los viajeros se presentaron ante las puertas, envueltos en polvo y canto de chicharras, y los jefes de la comitiva pidieron ser introducidos a presencia de las reinas.

La cabalgata la formaban tanto hombres del rey como de Alburquerque, por extraño que fuese ver juntos a partidarios de dos ahora vueltos enemigos acérrimos. Los del rey iban dirigidos por Juan Tenorio y Suero de Quiñones, aquellos mismos que dieran escolta al monarca en su escapada de Valladolid, tras las bodas. Habían ido hasta Carvajales, sede de Alburquerque, para negociar una salida honorable y, tras mucho tira y afloja, se había llegado a un acuerdo que podía llevar por fin la paz a Castilla. Por el mismo, Alburquerque entregaría a su único hijo legítimo, Martín Gil, como rehén, en garantía de paz, y a cambio podría permanecer en sus estados, sin tener que temer nada de las tropas reales.

En cumplimiento de ese acuerdo, en la comitiva iba Martín Gil, así como cierto número de hidalgos, vasallos del rey que, en su día, fueron asignados al servicio de su antiguo ayo, cuando las relaciones entre ambos eran cordiales. Habían solicitado licencia para volver al lado de su señor, el rey, y Alburquerque se la había concedido en buena hora.

Al cruce del Duero por Tordesillas, esos mismos caballeros se detuvieron a rendir homenaje a las dos reinas; aunque, a tenor de lo ocurrido luego, Blanca llegó a suponer que eso no fue sino una excusa para ganar tiempo, y averiguar qué se respiraba en Olmedo. Los del rey aceptaron la parada, aunque no lo hicieron ellos ni entraron en la villa —puede que para evitar un encuentro enojoso con la reina Blanca—, y cruzaron sin demora el río con los rehenes, contando con que los otros habían de seguirles más tarde.

María de Portugal atendió con gran amabilidad a esos caballeros que volvían al servicio de su hijo y dispuso para ellos el mejor acomodo posible. Distan pocas leguas de Tordesillas a Olmedo, y los viajeros tenían amigos en la corte instalada en la segunda villa. Debieron enviar hombres a informarse y, aunque Blanca nunca supo qué noticias recibieron, no debieron de ser nada buenas, ya que muchos de ellos cambiaron de opinión con brusquedad.

Unos se volvieron por donde habían venido, para unirse a Alburquerque, y otros huyeron a refugiarse en sus casas, pese a que eso los convertía en rebeldes. Sólo dos caballeros, Alvar de Castro y Alvar Morán, decidieron seguir adelante. Tras pedir consejo a la reina María, se fortalecieron con la idea de que, si habían servido a Alburquerque, había sido por orden misma de don Pedro y, por tanto, éste no tenía nada que reprocharles. Prosiguieron pues hacia Olmedo, con dos días de retraso respecto a los del rey y el rehén.

María de Portugal salió a despedirles y les deseó suerte, con gesto grave, al tiempo que les anunciaba que había encargado misas para que su vuelta junto al rey fuese venturosa. Se quedó fuera largo rato, contemplando cómo los caballeros y sus hombres se alejaban; tan cariacontecida estaba que Blanca acabó por preguntarle si se sentía indispuesta.

—No, hija. —Y no sonrió, como solía al dirigirse a ella de esa forma—. No me duele nada; al menos, no en el cuerpo. Pero he tenido un mal presentimiento. Temo por la suerte de esos dos caballeros, que no son malos y no han hecho ningún deservicio al rey.

• • • • •

Las dos reinas y su séquito abandonaron Tordesillas sólo unas horas después, en dirección a Medina del Campo. María de Portugal lo decidió así, apenas supo del acuerdo entre Alburquerque y el rey, ya que Medina del Campo se halla al sur de Tordesillas y a menos de diez leguas de Olmedo, por lo que era buen lugar para seguir de cerca el curso de los acontecimientos.

No fue la única en pensar eso, pues, tras viajar sin prisas y pernoctar en Rueda, al llegar, bajo el sol ardiente de la tarde, se encontraron con que ya estaba allí Leonor de Aragón, que también había partido al saber las nuevas, aunque en su caso desde Valladolid. Y así fue cómo se reunieron de nuevo las que llamaban las tres reinas; aunque, en esa ocasión, no tuvieron mucho tiempo para especular sobre qué podía deparar el futuro.

María de Portugal y Blanca se instalaron en la parte alta de la villa: la llamada Mota o Medina Vieja; el recinto antiguo, que había servido de fortaleza y que Alfonso XI había convertido en una ciudadela de grandes muros de ladrillo. El padre de don Pedro había sido, reflexionaba Blanca, amigo de sembrar sus reinos de castillos y alcázares. Pero aún estaban los domésticos desempacando cuando llegaron a ellas, de nuevo, aquellos dos caballeros, Alvar de Castro y Alvar Morán, ahora fugitivos por el camino de Olmedo, sin haber llegado siquiera a esa villa.

Como hacía mucho calor y estaba todo en desorden, María de Portugal los atendió en uno de los patios de la Mota, a la sombra de una higuera de muchos años. La acompañaba Blanca, aunque no Leonor, ocupada en esos instantes en instalarse en una de las casas nobles de Medina Nueva. Los dos hidalgos llegaban nerviosos y demudados, y se disculparon por sus ropas polvorientas, algo a lo que la reina madre quitó importancia con un ademán. Ella, tras excusarse a su vez por atenderles así, les invitó a sentarse a la sombra y mandó que les trajesen una jarra de vino blanco, lo más fresca posible.

Las dos reinas estaban sentadas a la sombra; María con vestido azul y cofia de velos blancos; Blanca con ropas albas y doradas. Tras ellas, dos esclavos moros, con bandas de telas multicolores ciñendo las cabezas, agitaban sendos abanos, para espantar al calor y las moscas. María de Portugal aguardó mientras los caballeros bebían del jarro, primero uno y luego el otro.

—¿Se presentó algún problema, caballeros? —preguntó después, con amabilidad.

—Todos, señora —admitió Alvar de Castro, atribulado—. Venimos huyendo.

María de Portugal ladeó la cabeza, ya que su interlocutor era un joven muy agraciado. Los Castro daban personajes de gran belleza: tanto Juana como Inés de Castro eran damas de hermosura cantada por los juglares. Alvar era también de los tocados por ese don y, aun como se había presentado en Medina, sucio, cubierto de polvo y sudor, falto de sueño y sobrado de preocupaciones, su apostura resultaba innegable.

—¿De qué huis, hijo? —quiso saber María, sensible a su gesto atribulado.

—De la Muerte, señora: de eso.

Los ojos azules de Blanca se enturbiaron de confusión, en tanto que los oscuros de María se encendían. Sus rasgos duros, que la edad iba afilando, unidos en alerta, le prestaban aires de halcón desconfiado. Con gesto seco, despidió a los sirvientes y, con otro menos imperioso, indicó a Martín Tello que se quedase.

—Explicaos, caballeros —exigió, no bien partió la servidumbre—. ¿Qué pasó camino de Olmedo?

—No llegamos a entibar siquiera en la villa. —Alvar de Castro, puede que por linaje más alto, llevaba la voz cantante. Jarro en mano, cruzó miradas con su compañero, antes de proseguir—. Fuimos derechos a Olmedo, e incluso mandamos un mensajero para avisar de que llegábamos.

—Y…

—Nos salió al paso don Samuel Levi, el tesorero mayor del rey. Nos aseguró que el rey estaba esperándonos y nos invitó a apresurarnos; a ir cuanto antes al rey y volver a su servicio.

—Don Samuel es hombre de más talento que escrúpulos. —María inclinó cavilosa la cabeza—. Continúa.

—Proseguimos camino, confiados; pero, antes de llegar a Olmedo, nos salió al paso un hidalgo. Nos había estado esperando, oculto, para avisarnos de que, si entrábamos en Olmedo, éramos hombres muertos.

—No confío en don Samuel; pero ¿disteis más crédito a un desconocido que al tesorero mayor?

Castro cambió de nuevo miradas con su compañero, antes de responder.

—Vereis, señora. Aquel hombre era un escudero, al servicio de una mujer principal, y era ella la que le había enviado a avisarnos.

—¿Qué dama es esa, que tan bien conocía las intenciones de mi hijo?

—Os ruego, señora, que me permitáis guardarme su nombre. Le debemos la vida.

María escrutó el rostro de los dos caballeros, antes de aceptar con amabilidad.

—Es justo y vuestra discreción os honra. ¿Qué pasó luego?

—Nos dimos la vuelta, y aquí estamos ahora, fugitivos, con la vida en juego y sin saber qué hacer.

María se incorporó con tanto brío que, tanto Blanca como los caballeros, la secundaron por reflejo. Sus velos blancos aletearon.

—Debéis poner tierra por medio, sin perder instante. Salid de Castilla, si fuese necesario. Conozco a mi hijo y sé cuán sañudo puede ser. —Se volvió a su guarda personal y hombre de confianza que, tan digno como siempre, se mantenía a unos pasos, a la sombra de unos arcos—. Martín. Hay que conseguir dos buenos caballos para estos amigos; los mejores que tengamos. De inmediato.

Martín Tello asintió, con gesto sobrio. María se encaró de nuevo con los fugitivos.

—Marchaos sin demora. Os ofrezco lo que tengo: caballos de buena raza y descansados. Dejad atrás a hombres y bagajes, y tened en cuenta que la vida os cuelga de un hilo. Las monturas frescas os darán ventaja, pero no sé cuántos hombres mandará mi hijo a perseguiros, ni con qué recursos contarán.

Los dos caballeros, tras besar las manos a las reinas, abandonaron el patio guiados por Martín Tello. Apenas se retiraron, María se dejó caer en su silla, a la sombra de la higuera, y pidió a los domésticos, ya de regreso, una copa de vino blanco para ella misma.

—¿Quién puede ser esa dama tan generosa, que mandó aviso a estos caballeros? —se preguntó Blanca.

—María de Padilla. ¿Quién si no? Sólo ella podía saber lo que planeaba Pedro. Él debió contarle sus planes, o puede que ella estuviera presente cuando dio instrucciones para matarlos. —Se llevó el jarrillo a los labios—. Esa Padilla tiene bastante más juicio, y entrañas, que el hijo que Dios me ha dado.