Capítulo 22

22

Nevaba sin viento y los copos caían con mansedumbre, despacio. Todo —muros, tejados, arboledas, sembradíos— estaba ya bajo capas heladas. La reina Blanca, arropada con manto de pieles inmaculadas, ribeteadas de armiño, capucha sobre la cabeza y las manos en las mangas, paseaba por los adarves del castillo de Sepúlveda, entre el arremolinar de la nevada. Los pendones, los reales y los de la villa, colgaban rígidos sobre las almenas, el hielo formaba carámbanos en los voladizos, y el calzado, a cada paso, hacía crujir la nieve del adarve.

La reina se detuvo a contemplar el paisaje que se abría ante sus ojos, más allá de las almenas. Uno que se le había hecho ya familiar en los últimos meses pero que, de repente, gracias a las nevadas, se le mostraba en esos momentos con cara nueva. Las montañas, entrevistas a través de las cortinas de copos, los bosques, dehesas, pastizales, campos de labranza; todo estaba blanco. Y, con la nieve, parecía haber descendido un velo de silencio sobre el mundo, de forma que, con el viento en calma, allí arriba se oía poco más que el susurro de los copos al caer.

En aquella villa de Sepúlveda, la reina Blanca había encado en contacto con los inviernos castellanos. Meses duros de heladas y nieves, viento y lobos. Ráfagas que cortaban como cuchillos y un frío tan intenso que no había braseros ni mantas para ahuyentarlo del todo. De noche, el aire silbaba entre las gárgolas y las almenas, y sacudía puertas y postigos, como si almas en pena fuese a aporrear las maderas, tratando de entrar en las casas. Siempre moría mucha gente en Castilla, en lo más crudo del invierno: viejos, niños pequeños, los ya debilitados por el hambre o dolencias previas; sucumbían al frío y las calenturas, y se iban en un suspiro.

Blanca, las manos dentro de las mangas de su manto de pieles albas, seguía observando cómo nevaba sobre los campos circundantes. Venía de enterrar a una de sus damas de compañía, una de las pocas que la habían acompañado desde Francia. La dama, de apenas quince años, había cogido una pulmonía y muerto con rapidez, entre ahogos y ardiendo de fiebre. La habían enterrado al mismo día siguiente, en una de las tumbas que los sepultureros abrían en otoño, antes de que las lluvias y el frío helasen el suelo. Apenas fuese posible, le pondrían cruz y lápida, que los canteros estaban ya labrando en su taller, al resplandor de los candiles.

Pedro Gudiel, obispo de Segovia, se adelantó para ponerse a su altura, como si estuviese leyéndole los pensamientos.

—Febrero era un mes terrible para los antiguos romanos. Un tiempo de desdicha y pesares. Dicen los sabios que por eso lo llamaron así: febrero, un nombre que tiene relación con las fiebres.

—Son muchos los que han muerto —susurró ella.

—Todos los años ocurre, señora. Castilla es una tierra dura.

La capucha de pieles de la reina se agitó, a modo de asentimiento. Junto a ella, en los adarves, estaba su aya Leonor de Saldaña, cubierta también con manto de pieles, el obispo y el caballero Tel Palomeque, estos dos con capas y capuchas.

—Debierais entrar, niña —manifestó el aya, preocupada—. Podríais mojaros, coger frío y enfermar. Como ha dicho el obispo, ésta es una tierra dura y mala, siempre presta a llevarse a los mejores.

—En un rato, doña Leonor. —Suspiró—. Me paso los días encerrada y eso me pesa. Me sienta bien salir de vez en cuando al aire libre.

La otra aceptó a regañadientes. Doña Blanca se apartó de las almenas y anduvieron en silencio, entre el caer de copos; la reina del brazo de su aya, obispo y caballero rezagados varios pasos. Luego, la primera se detuvo, para volverse hacia el religioso.

—Me han dicho que ha venido un pariente tuyo a visitarte.

—Es verdad, señora. Uno de mis primos de Toledo.

—¿Qué noticias traía?

Pedro Gudiel se permitió un gesto ambiguo. Era hombre macizo, de cara ancha y colorada, y cabellera rubia, espesa pero con grandes entradas; con más aire de hombre de armas que de Dios. Solía vestir ropas talares rojas, lucía anillo de obispo y, atendiendo a la norma que prohibía a los religiosos ceñir armas de filo, jamás gastaba espada.

Aunque obispo de Segovia, era natural de Toledo, lo mismo que Palomeque. Ambos habían sido nombrados oficiales de la Casa de la reina con una misión muy clara, aunque nunca formulada en forma explícita: vigilar a la reina. Impedir que simpatizantes o siquiera noticias llegasen hasta ella. Tal era el deseo del rey don Pedro. Pero la juventud y el carácter de doña Blanca, unido a lo injusto de su casi cautividad, le habían ido ganando las simpatías de esos dos hombres, hasta el punto de que ya podían ser considerados casi partidarios suyos. Hacía tiempo que habían dejado de poner trabas a las visitas y, de hecho, a menudo eran ellos los que la informaban de lo que estaba ocurriendo en Castilla.

—Parece que la gran ofensiva sobre las plazas de Alburquerque se ha detenido.

—¿Alguien esperaba otra cosa? —Leonor de Saldaña dejó asomar su cara más áspera—. Son lugares fuertes, guardados por leales de Alburquerque. Se necesitarían ejércitos y años para expugnarlos todos.

—Tal vez el rey y sus consejeros confiaban en que se rindiesen más de los que lo han hecho —medió Tel Palomeque, bajo y fornido, algo más joven que el obispo y de aspecto belicoso.

—Si han hecho campaña creyendo eso, es que son unos necios.

—En Medellín abrieron las puertas sin lucha.

—Grano no hace molino, caballero.

—Alburquerque ha tenido que huir y no era tan descabellado pensar que algunos de los suyos quisiesen cambiar de bando.

La reina les escuchaba en silencio, mientras Leonor de Saldaña despotricaba, ya encendida.

—El rey está rodeado de malos, que le engañan y envenenan su ánimo. Hablan pestes de Henestrosa, pero ojalá todos fueran tan sensatos como ese hombre. Es de los pocos con cabeza en el consejo real; pero él solo no puede contra tanto mentecato. ¿No decían que la campaña iba a ser un paseo, cuestión de días? Los muy fanfarrones daban por hecho que los de Alburquerque estaban desmoralizados, que iban a entregarse sin rechistar. Y, ahora, mirad…

—Al menos, el rey no se ha lanzado a asaltos directos —reflexionó el obispo Gudiel.

—No. Aunque no sé si será por sentido común o suerte. Don Pedro es un alma inconstante, dicho sea con todo el respeto. Yo también recibo mis propias noticias, señores. Cuando la campaña se le volvió tediosa, perdió todo interés por ella. Su ardor guerrero se apagó y se fue para Valladolid, dejando a don Enrique y don Fadrique por fronteros en la zona. No me parece que ese obrar sea el propio de un rey.

—Todo indica que Alburquerque está vencido. Que lo que queda es una guerra de asedios, largos y tediosos, como bien dices —medió Palomeque—. Resulta lógico que su alteza se ocupe de otros negocios.

—Nunca ha sido bueno fiarse en exceso —refunfuñó Leonor de Saldaña.

—A Alburquerque no le quedan aliados poderosos en Castilla, su hijo está en poder del rey, él mismo exiliado en Portugal…

—Aún tiene algo a svi favor. —El aya de la reina tenía el ceño fruncido.

—¿Qué?

—Que es zorro viejo y se las ha visto en muchos apuros; algunos de ellos muy feos. Hasta ahora, siempre encontró una salida a todo e, incluso, le dio la vuelta a situaciones que parecían desesperadas.

La reina Blanca se acercó al borde del parapeto, como desentendida de la discusión, paia contemplar el paisaje nevado, entre el caer de copos. Caballero y obispo cruzaron miradas, porque ya habían comentado a veces, entre ellos, sobre de las melancolías que parecían atacar a la reina.

—Mi primo trajo más nuevas —apuntó luego Gudiel.

La reina no contestó, los ojos puestos en los bosques y campos nevados, por lo que fue Leonor de Saldaña quien le animó a proseguir.

—¿Qué nuevas?

—Don Fernando de Aragón, primo del rey, se ha casado en Évora con la infanta María…

—Ay, hombre de Dios. ¿Eso es noticia? —El aya meneó la cabeza, chasqueada.

Notoria era la mejora de relaciones entre don Pedro y sus conflictivos parientes. No sólo los bastardos; también los primos se habían ganado la confianza del monarca, y fruto de ese buen momento eran las gestiones que el segundo hizo ante su abuelo, el rey portugués, para casar a don Fernando con una infanta lusa.

—Déjame acabar, señora —repuso paciente el obispo—. Hubo escándalo en las bodas.

El aya levantó el rostro, a medias oculto por la capucha, ahora intrigada, y el otro prosiguió, contento de haberla sorprendido.

—La boda se celebró con boato digno de reyes, con muchas fiestas y torneos, y la presencia de muchos grandes de Portugal y Castilla. Enrique y Fadrique encabezaron la representación castellana. Alburquerque también asistió a las bodas y, siendo zorro viejo, como bien has dicho antes, debió de temerse que le gastasen alguna mala pasada. Pensaría que nuestros embajadores iban a acusarle ante don Alfonso de Portugal, para pedir su prisión y entrega.

»No sé si Alburquerque acertaba al recelar eso. Lo cierto es que decidió adelantarse, por si acaso. Pidió permiso a don Alfonso para hablar en público y, delante de todos, expuso su caso. Relató las persecuciones de que ha sido objeto, el mal pago del rey por años de servicios, los acuerdos rotos, la prisión de hijo y amigos. E invocó la protección del rey de Portugal.

»Al escuchar cómo tildaban a nuestro señor de desleal e injusto, en público, los embajadores salieron en su defensa. Había allí muchos castellanos y, como algunos señores y caballeros portugueses, entre ellos el maestre de Santiago en Portugal, tomaron a su vez parte por Alburquerque, subieron las voces y se formó tal alboroto que, si no acabaron a cuchilladas, fue porque el rey don Alfonso los separó, furioso por aquella ofensa a las bodas de su nieta. Exigió a todos sosiego y respeto; se apaciguaron y la cosa acabó sin sangre.

—Don Alfonso no es hombre para bromas. Si llegan a mancillar esa boda, los hace descuartizar a todos —convino Palomeque.

—Bonito espectáculo hubiese sido el de los dos maestres de Santiago, el castellano y el portugués, enzarzados a espadazos. —Leonor de Saldaña sonrió dura desde el fondo de su capucha—. ¿Así que ahora los bastardos, que siempre anduvieron a la greña con el rey, van de paladines suyos, dispuestos a batirse con quienes le falten al respeto? Vivir para ver.

—Así es la vida… o la política. —El obispo se encogió de hombros—. Los gemelos han sido siempre unos oportunistas. El rey ha aplastado a quienes se le oponían y afianzado su poder. Ellos, como tantos, se arriman ahora al sol que más calienta.

—Dejemos aquí la conversación. —El aya volvió su atención a la reina, que seguía asomada, aunque no se había perdido palabra—. Señora. Insisto. Es hora de entrar.

—De acuerdo. Entremos. —Blanca se apartó del borde, con expresión ausente.

Los dos oficiales de su Casa se quedaron mirando cómo ella y su aya se alejaban por el adarve cubierto de nieve. El obispo se fijó, pensativo, en el manto de pieles inmaculadas de la reina. Tenía ella la costumbre de vestir ropas albas y, por eso, el pueblo había comenzado a llamarla La Reina Blanca, haciendo juego entre su nombre de pila y el adjetivo.

En una Castilla devastada por plagas, hambrunas y violencia, esa dama, venida de lejos para ser reina y relegada por su esposo de forma inicua, iba tomando poco a poco dimensiones de mito. El confinamiento obligado, que la tenía en cuerpo en el reino, pero invisible a las gentes, no hacía sino aumentarlo. Ya juglares y santeros iban por los caminos, loando su figura para disgusto de los oficiales reales.

—El pueblo venera a la reina —murmuró el obispo.

—Son malos tiempos. La gente necesita leyendas. —Palomeque asintió—. En las tabernas de la villa he oído hablar de la Reina Blanca y la peste negra.

—No creo que convertirla en un mito sea bueno.

—¿Por qué?

—El rey y sus consejeros temen a la reina por lo que ella encarna. Cuanto más crece su leyenda, más en peligro se encuentra.

—¿No ayudará a mantenerla a salvo? De hacerle algo…

—Más bien creo lo contrario. Entre nosotros, fiado de la amistad que hemos forjado, he de decirte que temo por la vida de la reina.

Hubo un largo silencio entre ellos, durante el que evitaron mirarse a los ojos. La nevada arreciaba y las damas habían ya desaparecido. Palomeque carraspeó, antes de soltar la pregunta que le quemaba en la garganta.

—¿Qué haremos, amigo, si el rey trata de hacer daño a la reina?

El obispo, cubierto de capa y capuchón, no movió un músculo del rostro ni cambió el tono de voz.

—Tú eres caballero bueno y yo religioso. Si llegase el caso, y Dios no lo quiera, yo obraré según mi conciencia y cuento con que tú lo hagas según honor.

No cambiaron más palabras y echaron a andar en la misma dirección que las damas, dejando el adarve librado a la nevada y el silencio.

• • • • •

También Pedro de Aragón conoció, al detalle, los incidentes en la boda de Évora, aunque, en esa ocasión, lo que menos le interesaban era las comidillas. Recibió las noticias en la misma playa de Barcelona, mientras supervisaba los preparativos de la expedición de socorro a los suyos en Cerdeña, a punto de partir al mando del viejo Miguel Zapata; pero lo interrumpió todo para escuchar. No en vano había seguido de cerca ese tema y hecho cuanto estuvo en su mano para impedir la boda; hasta tratar de que Pedro de Castilla retirase su apoyo a ese enlace. Todo en vano.

Pedro el Ceremonioso no podía sino ver con preocupación cómo su levantisco hermanastro, Fernando, de ambiciones al trono por todos conocidas, entroncaba con la casa real portuguesa y, por eso la noticia, no por esperada supuso menos disgusto. Deambulaba tan adusto, por entre las galeras varadas en la playa, que la reina Leonor de Sicilia, que estaba con él esa mañana, acabó por increparle:

—¿De qué te quejas? Como tú mismo sueles decir, es el juego de la política. Pedro de Castilla casa a Fernando con la infanta María, fortalece a un aliado y, de paso, te pone en situación algo más débil. Es un movimiento malo para nosotros, sin duda; pero no cabe lamentarse. Tú, en su lugar, hubieras hecho lo mismo.

—¡Sandeces! —casi bramó don Pedro—. Yo nunca habría hecho una cosa así.

Pasó un golpe de aire fresco, agitando ropajes. La mañana era fría y clara, de cielo y mar muy azules, este último con algo de espuma en las olas. Había hormigueo de estibadores junto a los bajeles, que llevaban los últimos abastos de las arenas a las bodegas. Pero no había nadie cerca de los monarcas y, como los guardas se mantenían a varios pasos, podían discutir con intimidad. El rey se detuvo, las manos a la espalda, la cabeza tocada con el casquete rojo, a observar la pequeña flota varada en la playa. Doce galeras, casi listas para zarpar hacia Cerdeña con quinientos ballesteros y doscientos jinetes, como auxilio inmediato, para dar tiempo así armar una gran expedición. Pero la reina insistía, distrayendo su atención de aquella playa.

—¿Cómo que tú nunca habrías hecho una cosa así?

—Pedro de Castilla es joven, en tanto que yo voy para viejo. En tramas como esta, yo veo hilos que a él aún se le escapan. Yo nunca haría más fuerte a uno que, en el futuro, pudiera llegar a ser enemigo mío; sobre todo si ya ha demostrado un talante traicionero. Es cierto que esa boda es contraria a mis intereses; pero no hay que olvidar que Fernando también puede aspirar al trono de Castilla.

—Pero sólo tiene ojos para el de Aragón. Y ahora es uña y carne con Pedro de Castilla.

—Ahora sí. Pero mañana, ¿quién sabe?

—¿Crees que…?

—Yo no creo nada. Pero, en política y familia, y más si hay herencias por medio, las lealtades cambian como las mareas. Dirán de Pedro de Castilla que es hombre receloso; pero a mí me da que, a veces, es ingenuo como un niño. Hace menos de un año, sus hermanos bastardos estaban en armas contra él y ahora son sus valedores. A cambio, les ha dado predios y soldados. Ha sido más que generoso con ellos… pero, si la situación vuelve a invertirse, ellos pueden usar precisamente tales beneficios para combatirle.

—¿Tienes alguna información al respecto? ¿O lo has visto en los astros?

—Ni una cosa ni otra. Confío más bien en mi experiencia. Quien ya se ha rebelado, puede volver a hacerlo cualquier día.

Pasó otra ráfaga de viento. Las gaviotas se arremolinaban, aleteando y chillando, sobre las galeras. El rey observó aquel revuelo de aves blancas, recortadas contra el azul.

—Castilla es un avispero, un nido de víboras de la peor ponzoña. Peor aún que la maldita Cerdeña, donde todos te juran lealtad eterna para rebelarse no bien te alejas dos pasos. Por nada del mundo, señora, cambiaba yo la tarea de domeñar Cerdeña por la de pacificar Castilla.