Capítulo 9
9
Blanca de Borbón no llegó a encontrarse con su prometido antes de las bodas, ya que asuntos de Estado retenían a éste al sur de Credos, de forma que el único contacto entrambos fueron unas pocas cartas. Misivas no muy largas en las que, entre fórmulas de cortesía, el rey de Castilla no dejaba de interesarse por el asunto del pago de la dote. Letras formales, frías, más propias de banquero lombardo que de novio, que pusieron semilla de aprensión en el ánimo de Blanca.
En ausencia del monarca, fue la madre de éste, María de Portugal, la que atendió a la prometida francesa. Ella misma, en persona, salió a recibirla a las puertas de Valladolid, bajo palio y acompañada de una multitud de caballeros, hombres buenos y prelados. Se celebraron festejos, torneos y corridas de toros; y la reina madre la trató, en todo momento, con tanta dulzura que la hizo sentir casi como en casa, de forma que se mitigaron los temores que aquellas cartas del rey despertaban en ella.
Viendo a la infanta tan niña y, además, tan desvalida, pues no tenía a su lado sino a unos pocos franceses y a algún castellano que, como Alvar de Albornoz, se había quedado con ella por el afecto que le había cobrado, la reina madre decidió asignarle una aya. Mucho sopesó y dudó, entre distintas candidatas, hasta decidirse por doña Leonor de Saldaña.
Tres prendas juntaba aquella dama. La primera méritos propios, ya que era instruida a la par que hecha a los sinsabores de la vida, y entendida en los entresijos políticos castellanos. Una mujer de genio fuerte y principios rectos, a la par que de disposición bondadosa, en quien se podía confiar.
La segunda svi linaje, pues era de buena cuna y casada con hombre ilustre. Su parentela era lo bastante poderosa como para hacerla independiente y difícil de presionar. Al tiempo, no lo era tanto como para que los suyos pudiesen albergar deseos desmedidos de medro a la sombra de la futura reina.
La tercera prenda, cosa paradójica, era no ser del círculo de la propia María de Portugal. Esta podría haber buscado una aya entre sus propias damas, pero recordó lo ocurrido con Alburquerque, de quien decían que había metido a María de Padilla en la cama del rey, para manejarle mejor; y la jugada se le había vuelto en contra. Era mejor buscar una dueña íntegra, que velase ante todo por los intereses de doña Blanca.
Leonor de Saldaña no defraudó las expectativas de la reina madre y, con su energía de costumbre, se dispuso a organizar la Casa de la reina. Ella misma se ocupó de instruirla en etiqueta castellana y genealogías, y de ponerla al tanto de los bandos de la corte. Así que Blanca no tuvo tiempo ya de aburrirse, o de entregarse a especulaciones, en las semanas que siguieron a su llegada a Valladolid.
Aquélla era una ciudad próspera, fundada tres siglos antes por un antiguo héroe leonés, bien ubicada entre dos ríos que, a veces, se cobraban tributo desbordándose, con los consiguientes daños y mortandad. Una urbe comercial, pujante, con universidad propia y grandes ambiciones.
En Castilla, la corte carecía de sede fija; estaba allá donde fuese el rey. Sevilla era la capital oficiosa desde los días de Alfonso XI, ya que aquel rey de guerra gustaba de estar cerca de los teatros de guerra. Y Sevilla —antiquísima, populosa, comerciante—, además de hallarse a escasas leguas de la frontera granadina, permitía, bajando el Guadalquivir, llegar en poco al mar; algo de suma importancia, si los benimerines trataban de nuevo de cruzar el Estrecho.
Pero Valladolid no se resignaba y se tenía por la capital del norte. En esa ciudad, Alfonso X, llamado el Rey Sabio, había celebrado su boda con doña Violante y, desde entonces, era tradición que los reyes castellanos se casasen ahí. También era residencia de monarcas, cuando los asuntos de Estado les llevaban a esa parte del reino. Y, a todo eso, había que sumar con que contaban con gran número de casas nobles, lo que avivaba aún más sus pretensiones de corte.
Gracias a los muchos nobles de la ciudad, así como a que los ricoshombres iban llegando para la ceremonia, y a los buenos oficios de su aya, Blanca fue familiarizándose con los linajes, y poniendo rostros a los nombres. También conoció otros pormenores, porque fue su aya la que le desveló que don Pedro tenía una amante. Lo que cortesanos y caballeros no osaron contarle, lo hizo aquella mujer enérgica, sin dar grandes rodeos. Blanca de Borbón encajó la noticia sin pestañear. No sólo le habían enseñado a mantener la compostura en todo momento sino que, tal como le dijese a Albornoz mientras viajaban por las planicies aragonesas, no se había criado en ningún convento.
El duque de Borbón había educado de forma estricta a sus hijas, que habían crecido sabiendo que sus matrimonios serían de Estado. Era parte de las obligaciones de una dama de alcurnia. Blanca había visto cómo el rey y los grandes de Francia mantenían amantes, y no suponía sino que en Castilla ocurriría otro tanto. Y, por la tenacidad con la que los embajadores castellanos habían soslayado ciertos temas durante el viaje, ya albergaba sospechas a tal respecto.
Así se lo dijo a Leonor de Saldaña, lo que hizo que ésta se echase a reír con fiereza.
—¡Hombres! —Agitó el cepillo, porque le estaba peinándolos cabellos rubios con amor de madre—. Tontos y vanidosos.
—¿?
—Tontos por creernos tontas. Vanidosos porque, en su orgullo, temen que nos sintamos heridas al descubrir que tienen amantes. Ya aportamos la dote. ¿Esperan encima que pongamos sentimientos, cuando ellos no lo hacen?
—Pero el amor existe, doña Leonor.
—Claro. Pero, entre esposos, lo hace por azar y después del matrimonio.
—Esas son palabras duras.
—Son la verdad. No hay boda que no sea por conveniencia. Altos o bajos, todos casamos a los hijos por interés. Así hicieron nuestros padres, y sus padres con ellos antes. Así harán nuestros hijos con los suyos. Interés. El de los reyes son las alianzas, el de los señores poder y estados, el de los burgueses negocios, el de los labriegos sus campos. Pero todo viene a ser lo mismo.
—Es verdad.
—Sólo el menesteroso escapa a ese destino. Si no tiene nada que negociar, puede unirse de verdad a quien quiera. Tal vez los mendigos y los vagabundos sean los únicos que pueden conocer ese amor arrebatado y puro que tanto cantan los juglares. —Esbozó una sonrisa melancólica que no tardó en teñirse de dureza—. Aunque supongo que ésos harán lo que los perros: juntarse para no vagar solos.
En banquetes, besamanos, misas, procesiones, corridas, las gentes pudieron contemplar durante esas semanas a la futura reina de Castilla. Grandes y pequeños, vecinos y forasteros, se hacían lenguas sobre esa belleza frágil, su juventud, los atuendos tan lujosos como exóticos, y esos tocados altos y con velos, desconocidos para los castellanos. Recibió pleitesías de ricoshombres, caballeros, clérigos, hombres buenos. Pero lo más provechoso de todo, cuando aprendió más sobre los entresijos del reino, no fue en ninguno de esos fastos, sino durante las veladas dedicadas a bordar en compañía de otras damas.
Si el tiempo era bueno, se sentaban en alguna galería, hasta que el sol declinaba. En la hora nona, la que sucede al mediodía, con los ojos puestos en la labor y los dedos haciendo volar las agujas, las lenguas se soltaban, y los asuntos de Estado y de alcoba corrían de boca en boca, como ha ocurrido siempre. Y así, gracias a esas tardes de primavera, supo de los distintos bandos y rivalidades que desgarraban el reino.
Castilla era un caldero siempre a punto de ebullición, bien sustanciado por ambiciones, intereses y odios. Y, en esa olla del diablo, ingrediente principal era en esos momentos la rivalidad entre Alburquerque y los Padilla. Aquél fue ayo del rey en su infancia y luego, durante años, su consejero principal, hasta el punto de que hacía y deshacía en su nombre. En cuanto a los Padilla, la parentela de la amante del rey, eran una camarilla de arribistas dirigidos por el tío materno de ella, Juan de Henestrosa.
Pugnaban por los oficios mayores del reino. Alburquerque —artífice del compromiso con Blanca de Borbón y, por tanto, de la alianza con Francia— perdía poder a grandes pasos, mientras que los Padilla crecían de día en día. Y, mientras iba escuchando retazos sueltos de esa pugna cortesana, Blanca obtuvo también, por fin, los primeros atisbos de cómo era el hombre que sería su esposo.
—Don Pedro, pobre niño, tuvo una infancia desdichada —comentó en cierta ocasión Leonor de Saldaña—. No es que le faltase de nada, pero lo que tuvo que vivir no se lo deseo yo a nadie. El rey Alfonso nunca quiso a la reina María. Amaba con locura a Leonor de Guzmán y trató muy mal a su esposa e hijo; los ignoraba y los relegó de la corte, como si no existiesen.
—Doña María tuvo que sufrir muchos desaires —convino una de las dueñas, que bordaba esa tarde a su lado.
—Y tantos. —Leonor alzó los ojos un parpadeo, para mirar a Blanca—. Tan notorios fueron los menoscabos a la reina que, al final, nos llevaron a la guerra con el rey de Portugal, que no es hombre que tolere ofensas. El pobre don Pedro vivió una infancia solitaria. Creció lejos de su padre, la corte, la política; de todo aquello a lo que, por nacimiento, tenía derecho. Pasó sus primeros años en el alcázar de Sevilla, casi encerrado, pegado a las faldas de su madre.
Hizo una pausa, aguja en mano.
—La gente se asombraba de lo mucho que ha influido Alburquerque en él. Hasta hablaban de pócimas y hechizos. ¡Necios! ¿De qué se extrañan? —Bufó—. Su padre le daba la espalda. Tenía pocos amigos y menos valedores, fuera de los portugueses del séquito de su madre. Ocurrió lo que tenía que ocurrir: su reinado ha sido casi hechura de los designios de su madre y Alburquerque.
—Ha sido. Tú lo has dicho. Pero ya no —apuntó otra de las que bordaban con ellas.
—Nuestro señor no ha desplegado sus alas. Otros se han hecho con el puesto que ocupaba Alburquerque. Eso es todo.
—El rey ha cambiado las faldas de su madre por las de María de Padilla —dejó escapar la primera de las dueñas, con una risita.
Leonor de Saldaña alzó el rostro, agria, y la otra hundió el suyo en la labor. El aya de la infanta —una mujer alta que, en tiempos, debió ser de hermosura notable y a la que los años habían restado belleza para, a cambio, ir imprimiendo cada vez más carácter a sus rasgos— era una dama severa, que no consentía salidas de tono en ciertos temas.
Pero Blanca dejó pasar la indiscreción no dándose por enterada. Prefería que las lenguas estuviesen sueltas para así conocer detalles que, de otra forma, puede que nunca llegasen a sus oídos. Hablando poco y escuchando mucho, fingiendo a veces no comprender, había ido sabiendo de los amores entre Alfonso XI y Leonor de Guzmán, la —en eso todas coincidían— mujer más bella del reino, en su tiempo.
También supo de la guerra habida con Portugal por ese agravio. De los diez hijos que tuvieron juntos. De las turbulencias desatadas a la muerte de Alfonso. Y de la venganza que, al final, tomó María de Portugal contra Leonor de Guzmán.
Dos de aquellos bastardos fueron, precisamente, los culpables de que Blanca no pudiera verse con Pedro antes de la boda. El rey llegó a Valladolid casi en vísperas de la ceremonia, para alojarse en las Casas del Abad de Santander, un antiguo edifício religioso que servía a los monarcas de posada durante sus estancias en la ciudad. En contra de lo que todos esperaban, nada se dijo de organizar un encuentro en privado, o un acto público que les sirviera para verse: una misa, una procesión o algo parecido.
Para colmo de males, una tarde llegó a presencia de la infanta Ottobón de Oliva, su tesorero, tan alterado que, tan sólo por la expresión de su rostro, ella comprendió que algo grave estaba ocurriendo.
El buen Ottobón le besó con algo de torpeza el ruedo de la falda, antes de, con frases atropelladas, informarle de que dos hermanos bastardos del rey se acercaban a Valladolid con todo un ejército e intenciones más que dudosas. Ottobón venía de una taberna para extranjeros y allí, gracias a algunos compatriotas, se había enterado de lo que ya sabía toda la ciudad. Al parecer, el rey don Pedro había montado en cólera y, sin pensárselo dos veces, había convocado a cuantos hombres de armas había presentes en la ciudad para salir al campo, a cerrar el paso a sus revoltosos hermanos.
Blanca mandó buscar a Leonor de Saldaña con tanta urgencia que el aya acudió sin tardanza y, al encontrarse a la infanta sofocada, perdió ella también la compostura, creyendo que había caído enferma. Pero, en cuanto Blanca consiguió explicarle qué le ocurría, la tomó de la mano y, al sentir cómo temblaba, la hizo sentar.
—Vamos, niña. La cosa no es exactamente así. Ya sabéis que las noticias vuelan y que, de boca en boca, van inflándose como vejigas.
La liberó de diadema y cofia, soltó las trenzas de cabello rubio, aflojó los cordones del vestido, para que respirase más desahogada. Ordenó luego traer aguardiente caliente con miel y pimienta y, por último, se sentó a su lado para hablarle de las turbulentas relaciones entre el rey don Pedro y sus hermanos[5]. Blanca ya había conocido a don Fadrique, gemelo del conde Enrique de Trastámara, cuando había salido a pleitesiarla, al cruzar el maestrazgo de Santiago. Tan rubio como decían que era el rey, aunque de ojos azules y de menos estatura. Contaban que Enrique y Fadrique eran como dos gotas en lo físico, y muy distintos en cuanto al temperamento, aunque nadie le había podido precisar dónde residían, en concreto, las diferencias.
Pero Leonor de Saldaña no le habló de eso. Sí se explayó en cambio, con su dureza de criterio habitual, sobre el porqué de esas relaciones tan difíciles.
—La enemistad entre don Pedro y sus hermanos no es sino la continuación del odio que se profesaban sus respectivas madres. Es una desgracia que los hijos hereden, además del patrimonio y semejanzas físicas, las inquinas de sus mayores. El rencor de doña María y las ambiciones de doña Leonor sembraron y abonaron el suelo donde ahora crece un árbol cuyos frutos serán guerra, muerte y duelo.
Pedro y los bastardos —sobre todo Enrique, el favorito de su madre— se habían criado en el recelo mutuo. El primero dudando de la lealtad de los segundos, y éstos temiendo por sus vidas. Tras la muerte de Alfonso XI, hubo desencuentros, roces e incluso enfrentamientos armados entre los partidarios de uno y otros, sin que nada pudiese disipar del todo la desconfianza mutua. Las concordias fueron siempre efímeras y la brecha no hizo sino ensancharse con el paso del tiempo.
Sobre todo la abierta entre Pedro y Enrique, a raíz de la boda que Leonor de Guzmán concertó entre su hijo y Juana Manuela, hija de don Juan Manuel, marqués de Villena; el hombre más poderoso del reino en su momento. María de Portugal también deseaba casar a Pedro con la misma dama y, al descubrir que su rival se le había adelantado, maniobrando a escondidas, no cupo en sí de furia. Aunque, a cambio, obtuvo argumentos para envenenar el oído de su hijo.
—Doña Leonor creyó realizar una jugada maestra, pero la pagó bien cara —sentenció el aya, aprovechando que estaban a solas—. Eso cambió el ánimo del rey, que prestó oídos a las exigencias de su madre y permitió que matasen a Leonor de Guzmán. Según dicen, se había negado antes, repetidas veces.
Blanca no pidió más detalles al respecto. Ya había sabido de la prisión y muerte de Leonor de Guzmán, en Talayera, por orden de la reina madre.
—¿Y ahora vienen los bastardos, en son de guerra, para vengar la ejecución de su madre?
—No, niña. —Le paseó los dedos entreabiertos por el cabello, para desenredar cualquier nudo—. Es más simple, más triste, y demuestra hasta qué punto se ha deteriorado la situación. Si Enrique y Tello vienen con tantas compañías de armas es, tan sólo, porque no se sienten seguros. Temen que el rey o Alburquerque los hagan ajusticiar. Antecedentes no faltan. Y el rey, al ver tantas fuerzas, se siente a su vez en peligro. Todos desconfían de todos y obran movidos por el miedo. Si alguien no remedia esto, Castilla va a sufrir muchos males.
—¿Qué va a pasar ahora?
—Nadie lo sabe. Los hermanos del rey se han detenido en Cigales, supongo que para que quede claro que no desean luchar.
—¿Qué es Cigales?
Leonor de Saldaña observó desconcertada a su interlocutora, antes de sonreír.
—Disculpad, señora. Os he cobrado tanto afecto que es como si os conociese desde hace años. Por eso se me olvida, a veces, que acabáis de llegar a Castilla. Cigales es una aldea, a pocas leguas de aquí. Los bastardos no han querido pasar de ese lugar y llevan días acampados en sus inmediaciones.
—¿Días? ¿Y nadie me ha avisado? ¿Por qué?
—Os pido disculpas, señora —se excusó el aya, que sabía estar en su sitio—. Puede que hayamos errado en este tema, pero fue sin mala intención. Hasta hoy, todo parecía un asunto menor: un problema de escolta excesiva que no gustaba a los oficiales del rey. Eso era todo. Habían estado negociando y parecía que iban a llegar a un acuerdo. Pero, esta misma mañana, don Pedro perdió la paciencia y salió con todos los hombres que pudo reunir, dispuesto a meterles en cintura. Sólo entonces se volvió este asunto grave.
—¿Qué ocurrirá cuando se vean frente a frente?
—Depende, sobre todo, de lo que haga el rey. Vuestro futuro esposo no es hombre que aguante mucho, ni muy contemporizador. Y, si acomete a sus hermanos, éstos se defenderán y puede que el incidente desate una guerra en Castilla.
• • • • •
Pero, pese al temor general, el rey don Pedro no lanzó a sus tropas contra las de sus hermanos. Muchos habían supuesto que llegaría a Cigales como un tomado, para trabarse de inmediato con el enemigo, sin pensar en las consecuencias, haciendo honor a su fama de monarca iracundo e irreflexivo. Por eso, cuando mandó que la hueste se detuviera a distancia y armase campamento, casi todos, por ambos bandos, suspiraron aliviados y se atrevieron a pensar que aún podía llegarse a un acuerdo.
Pero no fue la prudencia, ni el deseo de paz, lo que contuvo a don Pedro, sino la confusión que reinaba en su cabeza. Como siempre que se veía obligado a elegir entre distintas opciones, dudaba. Y más en aquellos instantes, en los que ya no se atrevía a confiar en los consejos de Alburquerque, que había sido su mentor desde la infancia.
Recelando de su privado y lejos de María de Padilla, quedaba a su propio criterio, lo que le causaba no poca desazón, sobre todo porque caminaba sobre el filo de una espada, con la paz a un lado y la guerra al otro. Y eso que no le faltaban expertos en ese trance, ya que todos los señores presentes en Valladolid habían respondido a su llamada a armas y le habían seguido con sus huestes hasta Cigales.
Allí estaban Alburquerque, con gran número de vasallos, y Juan de Prado, el maestre de Calatrava, con una compañía de caballeros y pardos de la orden, luciendo cruces negras sobre vestes, unas blancas y otras marrones. No habían faltado tampoco sus turbulentos primos, los infantes de Aragón, Fernando y Juan, con sus propios hombres de armas. Tampoco Fernando de Castro, el poderoso ricohombre gallego, ni Juan de la Cerda, ni otros muchos señores y caballeros, bajo pendón propio o ajeno.
Pero don Pedro no se atrevía a fiarse de ninguno. Desconfiaba, cada día más, de la lealtad y los motivos de los magnates castellanos. Aunque al menos, en esa ocasión, cuando les llamó a consejo, hubo casi unanimidad: todos le rogaban que negociase. La excepción era Alburquerque, que insistía en atacar a los bastardos con todas sus fuerzas. Incluso el maestre de Calatrava, uña y carne con Alburquerque, había apoyado a éste con bastante tibieza, más por no desdecirle que por convicción.
Tras el consejo de guerra, Alburquerque volvió a la tienda del rey, ya al ocaso, solicitándole una entrevista a la que éste accedió. Don Pedro mandó retirarse a los sirvientes, para hablar con mayor libertad, y él mismo sirvió una copa de vino a su antiguo mentor, ya que no era hombre al que le embarazasen los formalismos. Su carpa, de hecho, aunque espaciosa, era parca en lujos. Había baúles, así como una mesa, sobre la que descansaba su espada, entre pliegos y cartas. Su loriga, yelmo, partesana y demás armas ocupaban un rincón y un camastro sencillo completaba el mobiliario de campaña.
Un par de lámparas y un velón, éste sobre la mesa, daban luz al interior.
De haber estado presente algún observador, hubiese podido contar luego que el rey estaba instalado en un asiento de tijera —de madera y cuero, sin respaldo—, vestido con un ropón blanco y bordados de oro, escuchando con el mentón sobre el puño a su canciller. Este permanecía en pie, siempre majestuoso en sus ademanes, ataviado con hopalanda y gorro cónico azules oscuro, argumentando con muy buenas razones la necesidad de combatir a los bastardos allí mismo, ante Rueda.
Don Pedro apenas despegó los labios a lo largo de toda la entrevista, mientras Alburquerque insistía en la falta de respeto que mostraban los Trastámara, y en cómo la falta de castigo podía interpretarse como debilidad. Le recordó, en repetidas ocasiones, cómo habían desafiado la autoridad real, y el monarca, aunque asentía, se preguntaba al tiempo, para sus adentros, qué motivos ocultos habría tras esas razones.
Alburquerque era pariente lejano de la madre de don Pedro, María de Portugal. También su amigo más fiel durante los años más difíciles y, a decir de malas lenguas y romances clandestinos, había sido su amante durante años. Debía a la reina madre su ascenso en Castilla y su enemistad con los Trastámara era tan antigua como encarnizada. Con sangre de reyes portugueses en las venas, había acumulado oficios mayores, privilegios y enemigos. También hizo y deshizo a su antojo en el reino, durante años, y él mismo educó durante un tiempo a don Pedro. Pero a éste su influencia le resultaba cada día más gravosa y ahora, incluso, incubaba un resquemor creciente contra él. Alburquerque era el responsable de ese matrimonio que tanto le pesaba; el artífice de un enlace y una alianza política que le separaban de María de Padilla, sin haber aportado, hasta el momento, una sola moneda a las arcas reales.
Ahora le escuchaba, ponderaba sus palabras y, aunque admitiese en parte sus razones, al tiempo no dejaba de pensar que su interlocutor, como siempre, trataba de manipularle. YAlburquerque, que le conocía bien, pues no en vano le había criado, no tardó en darse cuenta de que de la entrevista no iba a obtener fruto alguno. Esa postura, el gesto hermético, escuchando en silencio, mirando sin pestañear con esos ojos grises que, al resplandor de las luces de la tienda, eran como piedras escarchadas. Alguno hubiera supuesto que no era sino una pose regia, pero la verdad era que a don Pedro le quedaban todavía resabios de cuando era pupilo de Alburquerque y éste le reprendía. En esos momentos, se encerraba en la inmovilidad y el mutismo y, lejos de excusarse o dar alguna explicación, callaba obstinado, refractario tanto a razones como a regaños. Y, en tales instantes, como de sobra sabía Alburquerque, nadie en el mundo podía hacerle entrar en razón.
El canciller acabó por marcharse sin obtener respuesta del rey. Compuso el gesto antes de salir, y los ballesteros de maza, que guardaban la tienda hasta que don Pedro se acostase, momento en que serían sustituidos por los Monteros de Espinosa, le vieron pasar tan aplomado como siempre. No sacaron, ni de su rostro o gestos, atisbo de cómo podía haber ido la entrevista, por más que le observaron con tanto detenimiento como disimulo.
En todo caso, la cabeza de don Pedro estaba muy lejos de la crisis con sus hermanastros y lo cierto es que olvidó a Alburquerque, no bien éste abandonó su carpa, para, aún sentado, la barbilla sobre los nudillos, volver con la memoria a su último encuentro con María de Padilla, justo la noche antes de ponerse en camino hacia Valladolid.
Desde que se conocieron en Asturias, ya no se habían separado jamás, pues ella había viajado siempre a la zaga del rey; y sólo el parto y la cuarentena pudieron poner un paréntesis a eso. Apenas pudo, hombres de toda confianza la escoltaron, de Córdoba a Toledo, y fue para él un gran alivio encontrarse con que ella no mencionaba siquiera su boda con Blanca de Borbón. Desde el momento de su llegada, María había adoptado la actitud de alguien que ya tuviese discutido y asumido el tema, lo que les ahorró a ambos tragos tan amargos como embarazosos.
María era la única persona en la que Pedro sentía que podía confiar del todo; sincerarse, abandonarse a ella y escucharla, en la certeza de que sus frases no escondían dobles intenciones. A menudo, le repetía que era como si la conociera desde siempre. Como si hubiesen crecido juntos, en vez de haber cruzado miradas por primera vez hacía menos de un año, cuando él marchaba a asediar Gijón, villa en la que su hermanastro Enrique —siempre Enrique— se había alzado en rebeldía. Un encuentro —fortuito o no—, en casa de la esposa de Alburquerque, que lo había cambiado todo para el rey y, tras el cual, él no había querido separarse ya nunca de ella.
Le aportaba sosiego. Desplegaba una sensatez que tenía la virtud de convencerle, de aplacar tanto sus dudas como su ira. Pese a la sombra que suponía la boda de Estado con Blanca, las aguas no salieron en ningún momento de su cauce y sólo esa noche previa a su partida hacia Valladolid, la notó Pedro turbada, por más que ella trató de disimularlo. Cierto que María sufría a veces de melancolías, pero en esa ocasión era diferente, por lo que la acosó a preguntas, sin cejar ante sus negativas, pues no era hombre acostumbrado a no cumplir su voluntad.
Esa última noche la habían pasado refugiados en las estancias de María, en el propio alcázar. No disponían sino de una vela encendida, de las usadas para medir las vigilias nocturnas. Un brasero con carbones al rojo daba una pizca de calor, aunque la habitación era fría, pese a tapices y alfombras. Pedro había acabado por echarse sobre el cuerpo un manto verde, con torres y leones dorados, para, al titilar de aquella única vela, pasearse por la estancia a trancos rápidos, como fiera enjaulada. María —menuda, de rasgos delicados, ojos oscuros y una cabellera castaña, ahora suelta sobre los hombros— se había sentado junto al brasero, vestida sólo con una camisa interior de hilo que le llegaba a media pantorrilla.
—¿Qué pasa? —Pedro iba perdiendo ya la paciencia—. ¿Es por la boda con esa francesa? ¿Es eso?
María negaba con la cabeza. Pedro insistía, exasperado.
—Seguro que es por eso.
—No, Pedro. —Ella le lanzó una mirada mansa—. Los reyes se casan con sus iguales y las bodas se conciertan según los intereses del reino. Siempre ha sido así y el acuerdo matrimonial con Francia ya era público antes de que nos conociéramos. Esto tenía que llegar antes o después, y yo hace mucho que estaba preparada para ello.
—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
María guardó silencio aún largo rato hasta que, viendo que él, que seguía dando paseos, no sólo no iba a cejar, sino que estaba empezando a encolerizarse, musitó:
—Que te vas, Pedro. Te vas.
Él se detuvo para observarla con ojos incrédulo, mientras la ira se le desvanecía. Respondió casi con suavidad.
—Claro que me voy. Pero eso no cambia nada. Tengo que pasar por el arco de esa boda odiosa, pero volveré a tu lado apenas pueda. —La mitad del rostro del rey estaba al resplandor de la vela, y la otra mitad en sombras, de forma que, por un instante, gracias al juego de luces, María tuvo casi la impresión de estar viendo a dos personas muy distintas.
—Me dejas atrás, y eso me da miedo.
—¿Miedo de qué? —Se acercó a ella para cogerle las manos—. ¿De qué?
—Hay magnates en Castilla a los que no les gusta nuestra relación. Lo sabes de sobra. Creen que estamos demasiado unidos y que soy un estorbo, o incluso un peligro. —Se soltó las manos y, durante un parpadeo, Pedro tuvo la sensación de que ella había estado al borde del llanto—. Acércame algo de abrigo. Tengo frío.
Pedro se llegó hasta la cama, cogió de un tirón una de las colchas y volvió a su lado para tendérselo sin palabras. María se envolvió en la tela.
—Temo por mi vida, Pedro.
—No tienes nada que temer. Nadie se atrevería…
—Estás ciego y sordo si piensas eso. Los estorbos se eliminan y luego, con tiempo y amigos que aboguen por uno, se consigue el olvido del asunto. No me hagas darte ejemplos.
—No es necesario —convino él con sequedad.
Volvió a pasear. Luego se detuvo turbado junto a la cama deshecha. Apoyó una mano en una de las columnas de madera tallada que sostenían el dosel. María, sin mencionarlo, había aludido a su propia madre, María de Portugal, que había conseguido la muerte de su antigua rival, Leonor de Guzmán, instigándole a él mismo.
—Mi madre no te hará daño.
—Tu madre me odia, porque me ve como un obstáculo para sus designios. Pero no estaba pensando en ella.
—¿Quién entonces?
—Alburquerque.
Pedro, a la luz de la vela, se la quedó observando; tanto tiempo, que al final ella casi se inquietó.
—Creo que exageras —replicó por fin él, muy despacio, como si midiese sus palabras—. Pero no quiero verte intranquila, así que voy a tomar unas cuantas precauciones. Irás al castillo de Montalbán, que es fuerte y seguro. El alcaide de ese castillo será Juan de Villagera, que además de hermano tuyo es buen capitán. Le pondré al mando de buenos caballeros y soldados, con orden de obedecerle en todo lo que él mande. Y me responderán con su vida de la tuya. ¿Te parece bien?
—Sí, Pedro.
—¿Te deja eso más tranquila?
—Más, sí. —Sonrió por fin, envuelta en la colcha.
—Entonces, dejemos de lado la cuestión —sonrió él también. Echó una ojeada a la vela—. La noche pasa muy rápido. Aprovechemos lo que resta de oscuridad, porque yo tendré que marcharme apenas raye el alba.