Capítulo 26

26

Oculto tras una encina, la cabeza tapada con un capuchón, Gómez Fojas paseó, por tercera vez, el pulgar por el filo de su daga, en parte por comprobar su aguzado y en parte porque tal era su costumbre antes de usarla. Lope de Cañizares sabía que ese gesto era también de impaciencia, porque Fojas era nervioso, y no como Manchado, que aguardaba bajo otra encina, también con capa y capucha, sin que le hiciesen mella el tedio o la lluvia.

El chaparrón arreciaba, lo que, a ojos de Cañizares, era un don del cielo. Estaban empapados y ateridos; pero, a cambio, los custodios del comendador Villagera se habían refugiado todos en la taberna de la alquería. Tan a gusto debían de sentirse allí, entre pellejos de vino y embutidos, al amor de la lumbre, que no habían colocado un solo centinela.

Fojas volvió a pasear el pulgar por el filo y Cañizares, exasperado, decidió que era hora de actuar. Señaló con su partesana hacia el puñado de casas de la alquería. El gigantesco Manchado se apartó del árbol bajo el que se refugiaba, al tiempo que sacaba su maza de bajo la capa. Fojas, por su parte, rozó de nuevo la daga, esta vez la punta, con la yema del pulgar. Los tres echaron a andar con cautela, entre cortinas de lluvia.

El día anterior había amanecido azul, con grandes nubes blancas, pese a que el previo había sido también de lluvia. Pero esa simple tregua del clima fue una bendición para los tres alguaciles reales, que andaban por los caminos persiguiendo malhechores. De hecho, en esa tarea estaban cuando se topó con ellos Diego de Zeballos, en un horcajo de caminos.

Acababan de colgar a dos facinerosos, de las ramas bajas de un alcornoque viejo. Zeballos —flaco, huesudo, de bigotes caídos que le daban aire entre tristón y fiero— cabalgaba por el camino de Badajoz, en dirección contraria a la villa, y se había detenido ante el gran árbol y los dos infelices que pendían de sendas sogas, desnudos, aún pataleando en el aire, entre estertores, sin que sus verdugos les prestasen gran atención.

Al pie del alcornoque estaban los tres alguaciles, un escribano con cara de vinagre y el guarda de éste. Dos de los primeros andaban revisando las ropas quitadas a los presos, previo al ahorcamiento. Uno era magro y malencarado, con tres cuchillos distintos al cinto, en tanto que el otro era un gigante de expresión obtusa, que parecía de mucha fuerza y pocas luces, con un gran antojo morado que le cubría casi todo el lado derecho de la cara. Zeballos, al verles revolver entre las telas, no pudo evitar pensar que bien podían pasar ellos mismos por salteadores.

El tercero se mantenía al margen, de espaldas, con un pie sobre una roca, como abismado en sus pensamiento, y su catadura no era menos inquietante. Vestido de oscuro, cubierto con capuchón, Lope de Cañizares era viejo conocido de Zeballos que, al verle, refrenó su montura y le indicó por señas que le gustaría tener unas palabras. El alguacil real le invitó con un gesto a seguirle fuera del camino, a los árboles, para conversar en privado.

—¿Qué han hecho esos dos? —quiso saber el caballero al poner el caballo a su altura.

—Son esbirros de un señor de por aquí, parte de una banda que ha estado hostigando a los campesinos de la zona para echarles de sus tierras, al socaire de las alteraciones que se viven por aquí estos días.

—¿Y por eso les habéis ahorcado?

—Andaban con cartas blancas. Han matado a unos cuantos campesinos, e incendiado sembrados y casas. Si sólo ves a dos colgados, es porque son los únicos que hemos podido atrapar. Si no, verías bailar a unos cuantos a su lado…

Según se alejaban entre los árboles, los otros fueron dejando de escucharles. Pero sí pudieron advertir cómo, tras desmontar Zeballos, conferenciaban serios, parcos en ademanes y con las cabezas juntas, como conspiradores. Tras un rato de conversación, Zeballos volvió al camino con el caballo de las riendas. Montó y, tras despedirse educado de los que allí estaban, montó y siguió camino al trote. El escribano observó cómo se alejaba, al tiempo que se echaba el aliento en las manos, ya que corría viento y hacía frío allí, a la sombra.

Cañizares regresó despacio a la bifurcación de caminos, taciturno, como si rumiase lo hablado con el caballero. Al alzar la cabeza encapuchada hacia los ajusticiados, observó cómo aún agitaban algo las piernas, entre jadeos roncos.

—Manchado, maldita sea —rezongó—. ¿No te tengo dicho que hay que ensebar las sogas? A este paso, estos no se mueren nunca.

—Se me olvidó —admitió contrito el gigante.

Cañizares descartó el asunto con un ademán seco, pues andaba ocupado en otros pensamientos y tampoco quería regañar a aquel forzudo de pocas entendederas.

—Lástrales, que tenemos faena y no podemos demorarnos.

El otro, contento de escapar a la reprimenda, anudó dos piedras de buen tamaño a sendos cordones de cuero, que anudó luego a los tobillos de los condenados, para que el peso extra acelerase su asfixia.

—Listos, escribano —anunció Cañizares.

El mentado, que se ocupaba de dar fe escrita de las ejecuciones, montó y se fue de buena gana con su guarda, deseando volver a casa, lo que permitió a Cañizares rezagarse junto a los suyos, sin levantar sospechas. Los tres alguaciles cabalgaron en silencio unos pasos, hasta que Fojas se revolvió en la silla, sin poder contener la curiosidad.

—¿Qué se contaba ése, que te ha dejado tan sombrío, incluso para ser tú?

—Me alegra verte de buen humor —gruñó el encapuchado—. Espero que eso te dé entereza para escuchar lo que tengo que contarte.

—Desembucha.

—Ese era Diego de Zeballos, vasallo del rey y pariente de los Padilla. Se ha parado a hablar conmigo porque nos conocemos y sabe que soy de los del rey, sin dobleces. Me ha informado de que los Trastámara han pactado en secreto con Alburquerque, para volver sus armas contra don Pedro.

—¡¿Qué dices?! —Asombro, desconcierto, temor, pasaron como ráfagas por el rostro mal afeitado de Fojas. Puso los ojos en Manchado, que ni se había inmutado, antes de devolverlos a Cañizares—. Si eso es verdad, tenemos que salir lo antes posible de aquí. La cosa puede ponerse fea para oficiales reales como nosotros.

—No he terminado. Hay algo más: los gemelos han apresado a Juan de Villagera, para que no entorpezca sus planes.

—Razón de más para poner tierra por medio.

—Deja de interrumpirme. Zeballos cabalgaba hacia el norte. Intenta llegar hasta el rey y avisarle, y se detuvo, al vernos, para pedirme que tratemos de liberar al comendador Villagera.

Manchado siguió cabalgando impasible, en tanto que Fojas se volvía en la silla, el rostro ahora púrpura de rabia.

—¿Te has vuelto loco?

—Zeballos me ha dado datos y creo que se puede intentar. Y, si se puede, se debe. Hay que soltarlo, antes de que esos traidores le corten la cabeza.

Se alzó el viento, silbando, e hizo ondear las capas. El escribano, a unos cincuenta pasos por delante, se inclinó sobre las crines de su caballo, sujetándose el bonete emplumado, para evitar que se lo arrancase una ráfaga. Fojas, entre muecas que le afeaban aún más, pues tal era su costumbre cuando se alteraba, cedió a regañadientes.

—Tú mandas. Al menos, si lo logramos, nos ganaremos una buena recompensa.

—Puede. Pero me extraña que aún no hayas aprendido que los poderosos suelen ser ingratos. Por mi parte, iré a salvar al comendador porque creo que es mi obligación. Y, yo en vuestro lugar, me conformaría con que me dieran las gracias y algunas monedas. Aquí, a los dos días, nadie recuerda los favores hechos.

—Unas monedas siempre alegran la bolsa y siempre son mejor que nada. Pero tenemos que saber más y…

—Luego. —Cañizares señaló, con la cabeza encapuchada, camino adelante—. Aligeremos para alcanzar al escribano, no sea que recele que algo pasa.

Y esa conversación fue el motivo que hizo que salieran de su posada antes del alba. Soplaba esa noche viento cargado de humedad, mientras el cielo volvía a cubrirse de nubes de tormenta. Los guardias les franquearon el paso sin preguntas, ya que los alguaciles reales iban y venían a cualquier hora, sin dar cuentas a nadie. Cañizares ya contaba con eso para poder obrar sin levantar sospechas.

En la plática habida junto al camino, Zeballos había sido parco en palabras y prolijo en información: Enrique y Fadrique tenían planeado, desde hacía tiempo, apresar al comendador Villagera. Su captura fue fácil, ya que su elevación al cargo había sido a costa del cese, rebelión y muerte de su antecesor, Ruy Chacón, lo que hacía que el hermano de María de Padilla contase con pocos amigos dentro de la orden.

Le tenían encerrado en secreto, en una alquería abandonada, lejos de los caminos reales, por lo que era difícil que nadie se acercase a ella por casualidad. Le custodiaban cinco soldados del conde de Trastámara y un caballero de Santiago. Según Zeballos, era así para no ponerle bajo custodia de pardos de la orden, que podían sentir algún reparo, mientras que la presencia del caballero servía, sobre todo, para guardar las formas en lo tocante a lo que, después de todo, era la prisión de un alto cargo de Santiago.

Tras viajar con la última oscuridad y el alba, los alguaciles hubieron de cruzar grandes encinares para llegar a la alquería. Apartada de todo, en efecto, la formaban media docena de construcciones míseras, de piedra, ramas y barro, ninguna de más de una habitación. La inseguridad reinante en la zona, que se había convertido en frontera entre los de Alburquerque y los del rey, con las razias y el bandidaje consiguientes, había llevado a sus habitantes a abandonarla, para refugiarse en alguna población más grande, en espera de tiempos mejores.

Tras toda una mañana de vigilancia, los tres alguaciles constataron que los soldados se habían instalado en una taberna, que Villagera había sido encerrado en una de las moradas y que el caballero de Santiago se había alojado en otra. Todo eso, deducido a partir de los movimientos entre chozas; idas y venidas más bien escasas, ya que la lluvia mantenía a los hombres a cubierto.

Cañizares y sus compañeros rebasaron un cobertizo, donde estaban los caballos, para alcanzar la parte trasera de una vivienda. No había perros sueltos, ni cerdos, ni gallinas, y los corrales estaban vacíos. Los aldeanos se habían llevado sus animales consigo y, si alguno había quedado atrás, la soldadesca debía de haber dado ya buena cuenta del mismo. Casi cegado por el diluvio, Fojas arriesgó una mirada furtiva tras la esquina. Las casuchas se distribuían en torno a un espacio central, a modo de plaza. La taberna estaba a mano derecha y la casa tras la que se escondían era justo la que servía de prisión a Villagera. El viento, ganando fuerza, arrastraba torbellinos de agua. Fojas reculó y los tres se pegaron a la pared, para resguardarse un poco mientras discutían qué plan seguir.

Podían intentar liberar con sigilo al comendador, dado que no había centinelas, espantar luego a los caballos y huir.

O bien matarlos a todos para así irse más tranquilos, seguros de que no darían la alarma. Fojas apostaba por lo último y Cañizares por lo primero, ya que los enemigos eran el doble y, sin duda, aguerridos. Manchado no decía nada, como siempre. Al cabo, el azar dispuso por ellos, como ocurre en tantas ocasiones, y, mientras discutían por lo bajo, la puerta de la taberna se abrió, con tal estruendo que resonó entre el bramar de la tormenta.

Al asomarse de nuevo, Fojas vio que habían salido dos hombres, envolviéndose en capas y capuchones, entre denuestos, y que cerraban de otro portazo. Bien pegado a la esquina, aguardó lo suficiente para comprobar si iban hacia el cobertizo y o a la choza del comendador. Al ver que era lo primero, se retiró, alertando a Cañizares con la mano y éste, a su vez, se pasó el pulgar por el cuello, en un gesto que lo decía todo. Se desembrazaron de las capas, para más libertad de movimientos. Fojas guardó la daga y sacó otro cuchillo, más corto, ancho y afilado, en tanto que Manchado empuñaba la maza y Cañizares retrocedía un par de pasos, con la partesana a dos manos.

Los dos de don Enrique rebasaron la esquina sin sospechar nada, estorbados por las capas y con los capuchones bajados hasta la nariz. Pero, aunque se hubiesen apercibido, un instante antes, de la presencia de los alguaciles, nada hubiese cambiado, pues habían dejado las armas de guerra dentro y no portaban sino cuchillos.

No llegaron ni a gritar. Manchado descargó la maza sobre la cabeza del que le pillaba más cerca, en tanto que Fojas saltaba como un hurón para hundir el hierro en las profundidades de la capucha del otro, que se giraba ya, alertado. Un latido de corazón y ya los dos yacían en el fango, uno inmóvil y el otro revolcándose y pataleando, con esos gañidos horribles de los que tienen la garganta cortada.

Gómez Fojas alargó el brazo, para que el agua lavase la hoja del cuchillo, con esa expresión satisfecha que tantas veces le había visto Cañizares, luego de degollar a hidalgos o colgar a pecheros. Fojas no era ejecutor sólo por las monedas extra que suponía esa labor vil, sino también por placer, cosa que nunca había negado.

—Bueno. —Secó el cuchillo y lo envainó, para luego sacar la daga, al tiempo que sonreía a Cañizares—. Ahora ya no hay discusión posible.

Cañizares, partesana en mano, se inclinó sobre el soldado de la garganta cortada, para comprobar que ya estaba muerto.

—No —admitió con sequedad.

—¿Les has olido el aliento? Apestaban a vino a la legua. Deben de haber estado empinando el codo de lo lindo.

—Con este tiempo de perros y tanto vino gratis, no es de extrañar. —Cañizares movió la cabeza—. Mejor. Los borrachos no son grandes enemigos. Acabemos con este negocio.

Echó a andar, la capa ahora entreabierta, chapoteando entre charcos y barro, seguido por los otros dos. Se llegó hasta la puerta de la taberna y, con la partesana a la zurda, posó la diestra sobre el pasador, al tiempo que hacía gesto de cabeza a Manchado. Este, tras asentir y santiguarse, empuñó su maza a dos manos.

Cañizares abrió la puerta de un tirón, el gigante irrumpió rugiendo y, dentro, estalló un griterío, entre el estrépito de mesas y sillas al volcarse, y cacharros que se hacían añicos. Pero Cañizares no se molestó siquiera en echar un vistazo, seguro de lo que iba a ocurrir ahí dentro y, en vez de ello, se encaminó a la choza que servía de prisión.

—¿Qué vamos a hacer con el santiaguino? —Se interesó Fojas, pegado a sus talones.

—Si no se entera de nada, mejor para todos. —Echó una mirada rápida a la choza en la que el caballero debía de estar durmiendo o rezando, o tal vez sólo matando el tiempo al calor de un brasero.

—¿Vamos a dejarle vivo? ¿Por qué? ¿Por su alcurnia?

—A mí eso me tiene sin cuidado, aunque es verdad que no es lo mismo matar pardos que freires. Si es posible, lo evitaremos. Nos llevaremos los caballos y, para cuando pueda dar la alarma, ya estaremos lejos.

Alcanzó la entrada de la choza prisión. Había una cruz azul, pintada sobre las maderas de la puerta, tal vez para proteger a la casa de diablos y espíritus. Fojas cortó de un tajo el cuero que la trababa, antes de abrir de golpe. Juan de Villagera estaba sentado al fondo, en un poyo de piedra, desaliñado pero ileso. No le habían tratado tan mal, ya que disponía de mantas, velas y brasero. El comendador les miró perplejo, luego se puso en pie despacio, quizá creyendo que iban a matarle, porque las capas escondían las insignias.

—Comendador —quiso tranquilizarle Cañizares—. Somos alguaciles reales y estamos aquí para liberarte. Si eres tan amable de…

Villagera, asintiendo, se disponía ya a salir, cuando Fojas tocó en el hombro a Cañizares, para alertarle. Pese a que la tormenta debiera haber enmascarado los ruidos, algo había alertado al caballero, haciéndole salir de su alojamiento con espada y rodela en las manos. No había tenido tiempo de ceñir loriga, yelmo o siquiera almófar. Fojas cambió el cuchillo por la espada, sonriente, y justo en ese momento salió Manchado de la taberna. El caballero observó la estatura de ese tercer enemigo, así como su maza, y apretó los labio. Cañizares, la partesana en la zurda, le mostró la palma de la diestra.

—Caballero: somos alguaciles reales. No sigas y entrega las armas. Será lo mejor para todos.

El otro ni respondió. Con la lluvia corriéndole por la cara, avanzó hacia ellos, un ojo puesto en el comendador que, como estaba desarmado, se había detenido en el umbral de la choza. Lope de Cañizares empuñó entonces a dos manos la partesana, al tiempo que Fojas se abría por su izquierda y Manchado se acercaba, tratando de colocarse a espaldas del santiagueño.

Éste quiso llegar al comendador y la lucha duró instantes. Cañizares le contuvo con la punta de su arma. Moharra y hoja de espada resbalaron una sobre otra, rechinando. Fojas le lanzó una estocada, que el otro paró con rodela, y Manchado un mazazo, que esquivó de milagro. El caballero quiso recular para evitar un segundo golpe, resbaló y, antes de que pudiese recuperar el equilibrio, encajó un espadazo en el hombro derecho y una puntada de partesana en el muslo del mismo lado. Le falló la pierna, dobló rodilla sobre un charco y, mientras trataba de protegerse con la rodela de la maza, Fojas le clavó su espada a dos manos. El santiaguino se desplomó sin un grito, dejando caer las armas, y quedó tendido bocabajo.

Cañizares se paró junto al muerto, para contemplar el rostro lavado por la lluvia, antes de cobrar su espada y tendérsela a Villagera, que la aceptó en silencio. Comendador y alguacil se observaron un instante.

—Es mejor que nos vayamos —dijo luego el segundo.

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La galopada de Diego de Zeballos, de Badajoz a Cuéllar, mereció de sobra pasar al romancero, tanto por su dramatismo como por lo clave que fue para el curso de los acontecimientos. Los juglares llegaron a glosar la hazaña —Benavent pudo oír algún cantar muy bello en Toledo— pero, como disgustaba a los enemigos del rey y era incómodo para la causa de éste, ya que daba fe de que don Pedro se entregaba a bajas pasiones mientras sus hermanos tramaban traición, los romances acabaron por desaparecer de salones y plazas, y cayeron en el olvido.

Más de cien leguas de camino había y Zeballos las hizo de tirón, sin bajar de la silla más que para cambiar de caballo. Aquel hidalgo largo y huesudo, de aire algo lúgubre, era cumplidor y discreto, lo que le había permitido enterarse de las maquinaciones de los gemelos. Muchos de los fronteros del rey en esa zona se habían unido a la conjura, y él mismo se había dejado tantear por los agentes del conde Enrique. Por lealtad al rey y su pariente Henestrosa, se había prestado a un juego peligroso, hasta atar hilos y averiguar qué se cocía. En cuanto supo que los gemelos habían partido para reunirse con Alburquerque, y que el comendador Villagera era preso, decidió que ya sabía bastante, y que no tenía momento que perder. Se echó al camino, demorándose lo justo para pedir a Lope de Cañizares que rescatase al comendador, pues temía por la vida de éste, una vez iniciada la rebelión. Y luego sí, se lanzó hacia el noroeste, con las piernas vendadas y sin ni siquiera un caballo de remonta.

Las primeras leguas hubo de conjugar prisa y prudencia; alejarse rápido, pero sin despertar sospechas, temiendo ver a sus espaldas, en cualquier momento, a los sicarios del conde Enrique. Evitó Cáceres pero se detuvo en Plasencia, donde algunos amigos le suministraron dos caballos frescos, y subió por el valle de Jerte para cruzar las montañas y ganar tierra de Ávila. Pese a que era ya abril, el invierno seguía señoreando Castilla, y los romances cantaron sobre un galopar bajo cielos negros, entre tormentas y lobos. Pero lo cierto era que Zeballos cabalgó con prudencia, haciendo camino sin agotar a sus monturas. Al norte de Ávila amainó el temporal y los cielos se abrieron; de forma que, aunque todo estaba cubierto de nieve y hielo, y batido por vientos, al menos pudo viajar al claro de una luna casi llena.

Los juglares no exageraban al cantar que tuvo que escapar de los lobos; pero no tuvo que medirse con forajidos, ya que éstos no solían salir en los meses duros. Y así, por caminos solitarios, cruzando campos y bosques nevados, más seguro a cada legua ganada y aun así desconfiado, acalambrado, cayéndose de fatiga y sueño, Diego de Zeballos llegó por fin a la villa de Cuéllar.

Su entrada fue también dramática; buen material para aquellos romances efímeros sobre su gesta. Cuéllar tenía por señora a Juana de Castro y quiso la suerte que el caballero llegase a esa villa, de buenas murallas y rodeada de pinares, justo el día en que don Pedro y ella celebraban bodas reales. Un enlace fantasmal; una farsa que desagradó al pueblo, escandalizó a los señores y desató las iras del Papa, ya que el rey de Castilla llegó a coaccionar a dos obispos viejos y débiles para que declarasen nulo su anterior matrimonio con Blanca de Borbón.

No fueron bodas vistosas; celebradas a matacaballo, en aquel invierno taxodio que sirvió a muchos de excusa para no acudir, por lo intransitable de los caminos. Pocos de la gran nobleza estuvieron presentes, cosa que no importó nada a los novios, atentos sólo a lograr lo que cada uno quería: don Pedro a doña Juana, y ésta una corona de reina.

Diego de Zeballos se presentó cuando el sol se ponía, por lo que entró cuando ya estaban cerrando puertas. O eso cantaron luego los romances. A esas mismas puertas supo que las bodas se habían hecho aquel preciso día, en la iglesia de San Martín, por lo que, tras confiar sus caballos a los guardias, se dirigió a pie hacia el alcázar, donde se celebraba un convite en esos momentos. Ese detalle fue famoso y daba cuenta de su temple, pues, aun muerto de cansancio, no quiso fatigar más a las bestias que tan bien le habían servido.

Pese a que los fastos se organizaron deprisa y con ausencias notables, la consigna era que abundase de todo, por lo que las calles de Cuéllar, a la caída de aquella noche tan fría, resplandecían a la luz de antorchas, fogariles, hogueras. Los agentes reales habían repartido comida, bebida y monedas, y contratado saltimbanquis y juglares para que entretuviesen al pueblo. Lugareños y gente de la tierra abarrotaban plazas y callejas, bebiendo, cantando y festejando pese al frío y el viento. Zeballos tuvo que abrirse paso entre la muchedumbre, a la luz de los fuegos y de un último reflejo del sol en las nubes. Las llamas flameaban al viento y, pese a tanto alborozo, risas, cantos y música, el caballero, al ver todo lleno de penumbras rojas y sombras negras, bajo un cielo de nubes blancas y arreboladas, no pudo evitarse un escalofrío.

En cuanto al banquete nupcial, había comenzado hacía mucho y, gracias al vino, había ido volviéndose tumultuoso. O esa impresión tenía Men Rodríguez de Sanabria, al pasear los ojos por las mesas largas, cubiertas de manteles finos y repletas de viandas y bebida, mientras, copa en mano, exhibía una ebriedad falsa y un regocijo que estaba también lejos de sentir.

Sanabria, joven, atlético, apuesto y expresivo, con ojos por lo común risueños, ataviado para la ocasión con damascos y brocados, se alegraba de hallarse perdido entre los invitados, en aquella sala grande del alcázar. Ardían antorchas y lámparas para alumbrar el festín, y los sirvientes iban y venían con bandejas rebosantes de carnes asadas, volátiles en salsas, hortalizas humeantes. Escanciaban pródigos el vino y la sidra, pues los maestros de ceremonia, temerosos de que el banquete resultase desangelado, habían mandado correr la bebida, con lo que muchos presentes estaban ya borrachos. Como tampoco habían escatimado juglares y bailarines, la música resonaba por toda la sala, entre charlas y risas, y algunos convidados cantaban a voz en cuello, desde sus asientos, sin que eso incomodase a los recién casados.

Las luces chisporroteaban, olía a comida, resonaban vihuelas, laúdes, zanfoñas y panderetas. Los novios se sentaban en mesa aparte, al fondo, junto a unos pocos allegados, ambos con vestiduras blancas, ribeteadas de armiño, y luciendo coronas. La nueva reina de Castilla comía y bebía con moderación, tan bella como siempre, más aún quizá, gracias a sus gestos medidos entre aquella turbamulta. El rey don Pedro, de por sí frugal, había probado poco y bebido nada. Pese a ser el día de su boda, se le notaba distante, como ensimismado, lo que no dejaba de inquietar a Sanabria, que no en vano había sido uno de los mediadores en ese enlace tan criticado.

Se preguntaba el cortesano, con un ojo puesto en la mesa de los reyes, si la pasión de don Pedro no sería de las que se avivan con las negativas y mueren al ser complacidas. Le sacó de sus pensamientos un jaleo a las puertas y, al volverse, perplejo, vio a Diego de Zeballos discutiendo con los porteros reales. Muchos otros advirtieron el altercado, aunque no era intención del caballero hacer entrada sonada. Y algunos, al poner los ojos en la puerta, sintieron un roce extraño, como si por un momento hubiesen visto llegar a esa boda, ya de por sí extraordinaria, a un heraldo del mismísimo invierno: alto y huesudo, lúgubre, de cabellos y bigotes escarchados, y ropas casi rígidas por el hielo.

Los porteros reales no le querían dejar pasar, porque no sabían a qué atenerse, y los ballesteros de maza, apostados junto a los muros, con tabardos con las armas de Castilla y León, bonetes emplumados y mazas en las manos, observaban recelosos. Incluso don Pedro había vuelto sus ojos grises, intrigado. Pero ya Juan de Henestrosa se había levantado a abrazar con expresión de contento al recién llegado, que era pariente suyo. Le tomó del brazo, le llevó aparte y, tras cambiar unas palabras en susurros, mandó a los sirvientes que le condujesen a otra sala, bien caldeada, y que le dieran vino caliente con pimienta.

Después, se acercó con paso calmo hacia la mesa del rey, que había apartado ya los ojos, olvidado el incidente, para juguetear con la copa y responder con desgana a su reciente esposa, que no se daba por enterada de los desaires. Henestrosa se inclinó sobre el oído del monarca, a hablarle en voz baja, aunque no lo bastante como para que no le oyesen los que estaban más cerca, para no dar así lugar a malentendidos ni chismes.

—Señor. Diego de Zeballos, vuestro vasallo, acaba de llegar de Badajoz con noticias que debierais oír sin tardanza.

—¿Ahora? —La mirada del rey volvió de golpe de muy lejos.

—Creo que es lo mejor.

Don Pedro, sin disculparse con nadie, dejó la copa, se puso en pie y salió junto a Henestrosa que, por su parte, con una seña discreta, indicó a dos ballesteros de maza que les diesen escolta. Tal salida no extrañó a nadie, ya que no era insólito que, aun en actos solemnes, llegasen correos con mensajes importantes y el monarca les oyese de inmediato, en un aparte. Cosa distinta fue que luego no volviera, como ocurrió aquella noche. Algo que apagó el banquete, sembró el desconcierto entre los invitados y dejó en situación más que violenta a Juana de Castro.

Don Pedro encontró a Zeballos en una estancia perdida, al fondo de un pasillo. Henestrosa apostó a los ballesteros en este último, con orden de no dejar pasar a nadie. Zeballos, que se estaba calentando las manos en un brasero recién encendido, se apresuró a besar las manos del rey. Narró con concisión cuanto había ocurrido en el reino de Badajoz, y cómo los gemelos habían pactado en secreto con Alburquerque.

Luego, al informar de que habían apresado al comendador Villagera, ya no pudo seguir. Si Henestrosa mantuvo las formas al recibir nuevas tan pésimas, no ocurrió lo mismo con don Pedro. Sus gritos iracundos sobresaltaron a los ballesteros del pasillo, pese a lo grueso de la puerta, y, como a las voces siguió un gran estrépito, los dos, tras cruzar una mirada, irrumpieron en la sala blandiendo las mazas.

Pero era tan sólo que don Pedro, fuera de sí, había volcado de un tirón la mesa, con estrépito de bandeja y jarra de vino al rodar. Al sentir cómo abrían la puerta, se giró con ojos que echaban fuego y los ballesteros de maza, ante esa escena, y viendo cómo Henestrosa les conminaba por gestos a retirarse, abandonaron deprisa la estancia. Y don Pedro se olvidó de ellos.

—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! —Rugía, recorriendo la sala a trancos furiosos, descargando puñetazos y patadas contra los muros—. ¡Hijos de puta ellos, y necio yo! Necio por creerque la sangre común les iba a inducir a lealtad. Les di mercedes, estados, vasallos…

—Sosegaos, señor —le invitó Henestrosa, al tiempo que se despojaba del gorro alto, adornado con pluma de faisán, que lucía para la ocasión—. Necesitamos saber todos los detalles, para poder reaccionar de forma adecuada.

—Sí. —Inspiró hondo, mientras abría y cerraba las manos, como con ganas de estrangular a alguien. Se encaró con Zeballos, que aguardaba frotándose las palmas porque seguía helado—. Quiero saberlo todo.

—No son sólo vuestros hermanos, alteza. Muchos de los caballeros que dejasteis por fronteros se han sumado a la traición. Los agentes de don Enrique anduvieron ofreciendo a unos y otros…

—¿Han vuelto ya las armas contra mí?

—Eso creo. Vuestros hermanos debían recelar de Alburquerque, porque éste les ha entregado, en prenda de lealtad, algunos de sus mejores castillos: Cobdesera, Alburquerque, Azalaga… es Pedro de Villegas el que los guarda ahora para vuestros hermanos.

—Villegas. Otro judas al que cubrí de mercedes.

—Señor. —Zeballos ahorraba palabras—. Alburquerque ha repartido oro y promesas entre vuestros fronteros. Así los ha comprado. Sé, de buena fuente, que ha entregado a vuestros hermanos doscientos mil maravedíes. Y ha sido igual de dadivoso con otros muchos.

—¡Hatajo de buitres! —Pegó otro patadón a la mesa, que seguía volcada, haciéndola rodar con nuevo estruendo. Se arrancó la corona de las sienes, porque le oprimía, y, con ella en la mano, como si pronunciase juramento, rugió—: ¡Tengo que verlos a todos muertos!

—La situación es grave —intervino Henestrosa—, y este amigo está a punto de desplomarse. Ha venido a uña de caballo desde Badajoz, con este tiempo y gran riesgo de la vida, para avisaros.

—Sí. —La mención de tal hazaña tuvo la virtud de apaciguar al rey, que prosiguió más comedido—. Por suerte, no todas las voluntades del reino están en venta.

Los romances dirían luego que la sangre ardiente de don Pedro le llevó a ofrecer a Zeballos la recompensa que él quisiese. Y que éste contestó, entre digno y exhausto, que se conformaba con un brasero repleto y un lecho con mantas. Pero los cantares están llenos de anécdotas así y, como los tres únicos presentes en esa entrevista nunca contaron nada, tal vez no fue cierto.

Sí lo es que el rey no regresó al banquete, por más que Henestrosa trató de convencerle. Creía el consejero que era mejor actuar como si no ocurriese nada; ganar tiempo, porque si los conjurados se sabían descubiertos —y algún amigo debían tener en el festín— acelerarían sus planes. Pero don Pedro no cedió. Parecía haber olvidado ya cuánto porfió para conseguir la mano de Juana de Castro.

Henestrosa, que sabía lo tozudo que podía ser el rey, regresó solo a la sala. Dijo algo al oído de doña Juana; palabras que nadie oyó y que ella oyó sin pestañear. La nueva reina se despidió al rato de sus invitados, tan en su lugar como siempre, y todos supusieron que iba a reunirse con el rey. Sacaban más vino y habían vuelto los juglares, y casi nadie se fijó en cómo Henestrosa iba hablando con algunos oficiales mayores, ni en que éstos abandonaban con discreción el convite. Nadie imaginó que lo hacían para sumarse a un consejo de guerra, organizado a toda prisa en las entrañas del alcázar de Cuéllar.