Capítulo 32
32
Hug Benavent, dado a especular sobre la naturaleza de los hombres y las cosas, encontró buenos motivos para la reflexión durante la primera visita que logró hacer al alcázar de Toledo. Aquella fortaleza, en lo más alto de la ciudad, ofrecía un aspecto impresionante desde fuera, con sus grandes sillares y torres en las esquinas. Sabía el viajero de Alejandría que era de fundación muy antigua: primero bastión romano y, con el paso de los siglos, sede de visigodos, gobernadores árabes, reyes moros y, por último, monarcas cristianos. Todos habían añadido algo y Benavent, tras oír ciertos comentarios, ardía en deseos de visitarlo y examinar su arquitectura de aluvión; algo que, hasta aquel momento, no le había sido posible.
Cada época había dejado su poso y el alcázar había devenido una estructura entre grotesca y fantástica, donde los sucesivos ocupantes habían ido reformando según sus necesidades, o restaurado los daños causados por el tiempo y los incendios. Estilos muy distintos se sucedían sin solución de continuidad, y decían que era incluso posible advertir la obra de los distintos reyes cristianos, porque allí se codeaban el románico de los que reconquistaron Toledo con el gótico y el mudéjar de los últimos monarcas. Se contaban muchas historias sobre el alcázar, pero no era lo mismo escuchar que ver en persona, captar los olores que flotaban por los pasillos o pasear las yemas de los dedos por las viejas piedras.
Fue Lope de Velasco, aquel mismo caballero bueno que había precedido, con la espada desnuda, a la reina doña Blanca, a su salida de la catedral, el que abrió a Benavent las puertas del alcázar. Aprovechando que se conocían, se personó un día en su posada, a la hora de comer y, tras excusarse por la visita intempestiva, le rogó que le acompañase hasta el alcázar, para atender a un enfermo grave.
Benavent, asintiendo con gesto sobrio, apartó lo que quedaba de colación y, tras recoger su morral de físico, salió junto al caballero a las callejas, a esas horas casi desiertas. Se alojaba en el Alcaná, tras la catedral, barrio al que algunos mal llamaban Judería Menor, por la gran cantidad de hebreos que residían en esas calles, dedicadas sobre todo al comercio. No había, pues, más que un trayecto corto hasta el alcázar, que caballero y físico recorrieron despacio, sofocados por el calor, ya que la estrechez de las calles, aunque daba sombra, propiciaba también que la atmósfera se recalentase. Y, mientras subían, fue inevitable que cambiasen comentarios sobre lo que estaba ocurriendo en Toledo.
Velasco, caballero bueno —lo que en otros lados llamaban caballería villana— era pechero acomodado, con fortuna suficiente como para mantener corcel y armas de guerra que, andando el tiempo, podía alcanzar incluso la hidalguía. Como muchos de los de su clase, se había dejado ganar por la causa de la reina Blanca y, en su caso, vista la participación que tuvo en el levantamiento, poca duda cabía de que estuvo en la conjura desde el principio.
—¿Alguna novedad, amigo Lope? —se animó a preguntar Benavent.
—Sí, y casi todas buenas. —El otro asintió, con una mueca que conjugaba satisfacción con mesura; ya que, como muchos buenos, cuidaba en grado sumo la dignidad—. Llegan noticias de todas partes. Cuenca, Talavera, Córdoba, Jaén, Úbeda, Baeza… —dejó la palabra en el aire, como quien renuncia a enumerar una lista completa—. Una villa tras otra alza bandera por la reina Blanca.
—Su causa sigue ganando apoyos, entonces.
—Cada día más. Los hay que hablan incluso de crear una liga de ciudades, para defender los derechos de la reina al margen de los grandes señores, que no son de fiar y que, al fin y al cabo, sólo atienden a sus propios intereses.
Benavent asintió, con los labios fruncidos y sin sorprenderse, pues era más que consciente de la hostilidad entre las grandes urbes y los magnates castellanos. La rebelión toledana, de hecho, se había saldado con la creación de una junta de hidalgos y hombres buenos, relegando tanto a señores como a sus vasallos. Pusieron a hombres de confianza al cargo de puertas y torres, y enviado mensajeros a otras poblaciones, con acierto, según se veía ahora. El simple levantamiento de Toledo había supuesto una catástrofe para el bando realista, aunque no era esa la intención de los alzados, que proclamaban a los cuatro vientos su lealtad a don Pedro y justificaban su actitud como una reacción contra los malos consejeros.
Pero lo cierto era que, apenas se supo lo ocurrido, los toledanos que estaban en el asedio de Segura desertaron a toda prisa, unos para unirse a sus parientes y otros para no verse obligados a luchar contra sus paisanos. Un abandono que dejó maltrecho al ejército real destacado en el maestrazgo de Santiago, y que hizo cundir el pánico entre el resto de compañías. Unas se retiraron también, mientras que otras cambiaban incluso de bando, de forma que la línea de contención desplegada por don Pedro al norte del reino de Jaén se hundió de la noche a la mañana.
—Decías que casi todas las nuevas eran buenas. Por ese «casi», supongo que también hay alguna mala.
—Así lo entiendo, aunque tal vez otros no. —Velasco, alto, enjuto y de expresión serena, cabeceó apesadumbrado—. Tras pronunciarse Cuenca por la reina, el populacho asaltó la judería, causando destrozos y muchos muertos. Se han producido ataques y robos contra judíos en otras villas; pero, al parecer, el de Cuenca es, de lejos, el más grave.
—Comprendo.
Cruzaron las puertas del alcázar, custodiadas día y noche por hombres —armados con partesanas, alabardas y corcescas— que lucían cotas de armas con el escudo de Castilla y León, tal vez para recalcar lo legítimo de su causa, extremo al que daban suma importancia los toledanos. Fue también Velasco quien guio a Benavent por el interior del alcázar, sin impacientarse porque el otro se embobase mirando a todos lados, embelesado por la amalgama arquitectónica que reinaba allí dentro.
El visitante, a su vez, no se sorprendió de que le guiasen hacia el ala sur del alcázar, ya que la voz popular afirmaba que era allí donde tenían presos a distintos oficiales del concejo, así como a algunos notables que se habían opuesto de forma abierta a la insurrección. A la reina y sus damas, por el contrario, les habían instalado en la cara norte que, aunque en invierno resultaba gélida y lóbrega, era todo frescor y umbría durante los veranos.
Por esos corredores calurosos, salió a recibirle uno de aquellos eclesiásticos decantados por la causa de doña Blanca: Pedro Barroso, obispo de Sigüenza y toledano de nacimiento. Alto, cargado de hombros, de pelo lacio, feo como un cuervo, pero de modales corteses y gran erudición, le saludó circunspecto y, sin ceremonia, le condujo él mismo hasta una estancia sombría, no muy grande, a la que la solana, que batía el muro exterior, había convertido en un horno. La única ventilación procedía de un ventanuco estrecho, por el que entraba una lanza de luz en la que danzaban motas de polvo.
La sequedad allí dentro era extrema; olía a cerrado, a viejo, a enfermedad. El mobiliario era parco como en celda de monje: una mesita, un crucifijo de madera en la pared, un camastro para el doliente. A Benavent no le sorprendió en demasía descubrir que se trataba del viejo Martín Fernández, alcalde mayor de Toledo. El anciano, que fuese ayo del rey Alfonso XI, se había opuesto a los alzados por doña Blanca, con tanta furia que sus conciudadanos le habían encerrado en el alcázar, pese a sus muchos años.
Benavent había atendido varias veces, como físico, a Martín Fernández, lo que podía explicar por qué la junta rebelde había recurrido justo a él; o quizá lo habían hecho porque, en su condición de forastero, se sentían más seguros poniendo el asunto en sus manos. El obispo Barroso, con un ademán, le invitó a examinar al enfermo y él, descartando cualquier otro pensamiento, se inclinó sobre el lecho.
Martín Fernández, el Ayo —como le llamaban en Toledo—, era hombre aún grande y recio, que debió ser un verdadero coloso en su juventud. Su temperamento, sanguíneo en demasía, debía haberle costado esa postración porque, sin duda, su cólera se había desbordado al ver cómo sus parientes y vecinos se rebelaban contra el rey, y ese exceso de humores le había pasado factura. Yacía inerte, víctima de uno de esos ataques fulminantes que paralizan a sus víctimas, y que obligan a limpiarles hasta las babas. De hecho, había allí una mujer, una criada de su casa, que se ocupaba de eso, aunque al entrar ellos se había retirado a una de las esquinas.
—¿Desde cuándo está así?
—Desde ayer a la tarde. Cayó como herido por un rayo, según dicen.
—Es lo que suele ocurrir. —Observó adusto al yaciente, preguntándose cuánto de vida quedaría en ese cuerpo. Se inclinó para oler y palpar, antes de pronunciarse.
—Señor obispo: don Martín se muere y me temo que no hay nada que hacer. Le ha llegado su hora y, aunque puedo practicarle una sangría, ganaríamos más si un sacerdote le diera los óleos, para al menos cuidar su alma, ya que el cuerpo no podemos.
—Parecía fuerte como un roble, tan sano como siempre. —El obispo parecía casi incrédulo ante la visión del moribundo—. Se encaró él solo a ciento e incluso trató de empuñar la espada contra aquellos de sus parientes que se han rebelado. Hubo que reducirle a la fuerza, entre muchos.
—Ha sido ese estallido de cólera, unido a la prisión a la que se le ha sometido, lo que ha provocado este ataque.
—Dios es testigo de que se le ha tratado con consideración, lo mismo que a los demás prisioneros. No ha sufrido maltrato, ni de obra ni de palabra.
—No me cabe duda, señor. Me he expresado mal. Don Martín sufría de exceso de sangre y bilis amarilla, lo que le hacía colérico y le exponía a un ataque como éste. Las emociones de los últimos días, y no ningún maltrato, son las causantes de su fin.
—¿Seguro que no se puede hacer nada?
—Por su vida, no. Ponedle en manos de sacerdotes lo antes posible y hacedle la gracia de trasladarle a su casa, para que pueda morir en su cama, rodeado de los suyos.
—Eso entraña sus riesgos. —Lope de Velasco, que se había mantenido junto a la puerta, meneó receloso la cabeza—. Don Martín es hombre respetado, con partidarios, y se ha opuesto…
—Se muere, caballero —insistió Benavent—. Dejad que al menos lo haga en su casa, será un acto de caridad cristiana y no creo que eso pueda disgustar a nadie.
El obispo enlazó las manos a la espalda y dio varios pasos por aquella estancia pequeña y en penumbras, ante los ojos de Velasco y la criada, porque Benavent seguía con la mirada puesta en el enfermo. Se detuvo junto al haz de luz que entraba por el ventanuco.
—El mestre Benavent lleva razón: don Martín no merece morir preso. Agoniza y no supone peligro alguno para la causa de la reina. Sus partidarios han huido, están presos o se mantienen en sus casas, cuidando de no dar motivos para ser detenidos también. La ciudad está de nuestra parte, las puertas son nuestras y don Fadrique viene hacia aquí con quinientos de a caballo…
Interrumpió su perorata, como si de repente cayese en la cuenta de que estaba hablando de más. Fue Lope de Velasco el que le sacó del posible apuro.
—No hagamos entonces perder más tiempo al mestre Benavent. Si es lo mejor, entonces, apenas le den los óleos, le bajaremos a su casa.
Benavent asintió. Pese a que el obispo hubiese creído conveniente morderse la lengua, no había dicho nada que no se rumorease ya en tabernas y plazas: que los toledanos, desertores del ejército real, se habían unido a don Fadrique y sus caballeros de Santiago, y que estaban a punto de presentarse en Toledo, para reforzarla frente a una posible reacción de las tropas del rey Una noticia que, a los más avisados, daba a entender que la Junta de Toledo, pese a sus reticencias, negociaba con los nobles rebeldes para formar un frente amplio ante don Pedro.
No sólo Velasco, sino también el obispo Barroso, le acompañaron hasta las puertas del alcázar y, por algún motivo, se preocuparon de darle seguridades de que otros oficiales destacados del rey, también presos, quedarían sueltos en breve, libres para partir de la ciudad o quedarse en paz en sus casas, si así lo deseaban.
—Aplaudo la decisión —asintió grave Benavent, según emergía al resplandor del sol—. No es justo ni acertado castigar a un hombre por ser leal a la palabra dada, ni por mantenerse fiel a quien le nombró para el cargo.