Capítulo 37

37

El cielo de nubes negras parecía hervir, anunciando tormenta y, pese a ser casi mediodía, la luz era menguada y triste, al punto de que más parecía el ocaso; señales todas que hicieron que los medrosos se santiguasen, tomándolas por avisos del Cielo. Se había levantado además viento que hacía chasquear los pendones en sus mástiles y alborotaba las ropas de aquellos que se habían acercado hasta las almenas para contemplar, entre atónitos y alarmados, al gran ejército que desfilaba ante los muros de Toro.

El suelo retemblaba bajo los cascos de los caballos y las botas de los soldados. Todas las fuerzas de la gran coalición de los blancos, hasta entonces acantonadas en distintas poblaciones, pasaban ahora juntas ante las murallas de Toro, en una demostración de número y fuerza. La ilusión de un acuerdo había sido flor de veranillo: brotada con rapidez, en estallido de color, para marchitarse al primer soplo helado. Porque, según iban pasando los días, sin que el rey designase a sus cuatro portavoces, hasta en los más confiados fue cuajando la certeza de que todo no era sino una argucia; maniobras para ganar tiempo. En un consejo largo, áspero y tumultuoso, los señores y los representantes de las ciudades, así como Cabeza de Vaca, en nombre de la hueste del finado Alburquerque, acordaron levantar los campamentos y no fiar de las promesas de don Pedro. Pesó en todos —hasta en los más pacíficos—, la decepción, la escasez de víveres y, aunque nadie lo reconociese en voz alta, el temor a que los demás estuviesen negociando en secreto con don Pedro para mudar de bando a cambio de prebendas.

Aquella misma mañana, las patrullas de los caminos habían vuelto al galope para anunciar que todo el ejército blanco avanzaba contra Toro. Un aviso que no sorprendió a nadie, ya que las distintas huestes se habían ido concentrando en Morales. Los alcaldes mandaron cerrar y atrancar las puertas, entre toques a rebato desde todas las espadañas, mientras redoblaban atabales y hacían ondear los pendones de la villa, llamando a armas a la milicia.

El mismo rey había hecho acto de presencia en los adarves, con armadura y veste roja, almófar y encima la corona, y una partesana en la mano, como si estuviese dispuesto a combatir él mismo, de ser preciso. Le rodeaban guardas reales, ballesteros de maza y hombres de su cámara, armados hasta los dientes. No contaba allí don Pedro sino con unos pocos cientos de hombres, aparte de la milicia de Toro; pero, para estupor de todos, el gran ejército de los blancos, en vez de atacar aquellas murallas mal guarnecidas, se limitó a pasar de largo. Más parecía parada que despliegue de batalla, los caballeros y peones con sus mejores galas y los pendones ondeando mientras desfilaban ante la villa, por el camino de Zamora.

En vez de atacar Toro, los blancos habían decidido ir a Zamora, en busca de viandas para su gran fuerza, formada por más de cinco mil hombres. No faltaron los que, al ver cómo la villa se salvaba de un asalto que daban ya por hecho, corrieran a las iglesias e incluso cayesen de rodillas en las plazas, gritando milagro y dando gracias a Dios. Pero otros, más avisados, no vieron en todo sino un aplazamiento y el aviso de tiempos quizás aún más difíciles. Esa era la opinión, por ejemplo, del portugués Martín Alfonso Tello, y así se lo manifestó a doña María de Portugal.

La reina madre, como tantos otros, había subido a las almenas al saber que todo el ejército rebelde estaba pasando ante los muros. Envuelta en un manto grueso para protegerse del frío y el viento, contemplaba pensativa el paso de las huestes, recordando cómo los rebeldes, mediante misivas secretas, le habían reiterado una y otra vez que eran reacios a ser ellos los que iniciasen combate contra el rey, al que seguían respetando como señor natural. Quizás esa reverencia a la figura real era lo que había salvado a su hijo y a Toro, ese día, dado lo escaso y desmoralizado de los partidarios realistas.

Los de los adarves contemplaban atónitos el flujo interminable de jinetes y caballeros a la castellana, lanceros, arqueros, ballesteros, maceros, espadados. Gran espanto causó a los espectadores el paso de la hueste negra que, por honrar la memoria de Alburquerque, abría esa marcha. Los vasallos del muerto, vestidos todos de negro y armados hasta los dientes, llevaban los restos del viejo canciller sobre andas de paños negros con bordados de oro. Todas las telas en aquella hueste —sobrevestas, gualdrapas— eran negras, e incluso los blasones de los escudos habían sido pintados bocabajo, como en los torneos funerarios, de forma que la imagen de esa fuerza enlutada, desfilando tras las andas, bajo aquel cielo de nubes hirvientes, estremecía incluso a los más templados.

Pero, mientras todos tenían los ojos sobre el alarde de compañías de armas en el camino, María de Portugal fue a poner los suyos en su hijo que, asomado a las almenas, seguía atento el paso de los rebeldes. Y, aunque mantenía la compostura, doña María supo leer, gracias a signos minúsculos, el odio que rezumaba ante la visión de ese ejército enorme que, capitaneado por un cadáver sobre andas negras, desfilaba ante él, en desafío, bajo el estandarte de su esposa.

Un odio perceptible en el mirar, en su forma de apoyarse en las defensas de piedra, en los frunces de la boca; tan ciego que María —que sabía mucho de odios— se sintió enferma, segura ya de que su hijo no daría el brazo a torcer, y de que no había posibilidad alguna de arreglo. Apoyó la mano sobre el antebrazo de Martín Alfonso Tello, que estaba junto a ella, con loriga bajo el manto y la espada ceñida, para rogarle que la llevase de vuelta al alcázar.

Ya en sus aposentos, se tomó su tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido y visto, y también sobre qué hacer; pero, antes de que pudiese llegar a conclusión alguna, otra vez los acontecimientos se le anticiparon. Estaba en compañía de una de sus damas; tocaba ésta el laúd y las dos estaban cantando, pues María de Portugal tenía voz hermosa y cultivada, y amaba los romances, cuando la interrumpió Martín Alfonso Tello. Ella, sabiendo que el caballero no la molestaría sin un buen motivo, despidió a la dama y él, por su parte, fue directo a las nuevas.

—Vuestro hijo, señora, se ha marchado de Toro.

—¿Qué estás diciendo?

—Acaba de marcharse y, por la dirección que ha tomado, se dirige a Urueña.

María le observó largos instantes, antes de asentir cansada. Urueña, la villa fortificada en la que se refugiaban la concubina e hijas de Pedro, a poco más de seis leguas de Toro.

—Ya nada me sorprende. ¿Se ha llevado muchos hombres?

—Apenas un centenar de a caballo, entre jinetes y a la castellana.

—Querrá viajar rápido. Pero, aun así, no creo que llegue a Urueña antes de que sea noche cerrada. —Se lo pensó un momento—. Y se ha ido sin disimulo, ¿verdad? Muy propio de mi hijo. Así que ya lo sabe todo Toro, y los rebeldes no tardarán tampoco en enterarse. ¿Qué noticias tenemos de ellos?

—Que han acampado en Conteros.

María inclinó la cabeza, tratando de pensar. Conteros: una aldea situada al oeste de Toro, a muy escasa distancia.

—Es hora de actuar. Que me traigan papel, cálamo y tinta: voy a escribir una carta. Busca un mensajero de toda confianza, para llevar un mensaje al conde Enrique.

Martín Alfonso Tello asintió, antes de preguntar.

—Si se me permite, ¿qué planeáis?

—Es hora de hablar con los nobles, antes de que se pierda todo. Mi hijo va a seguir dando palos de ciego, a diestro y siniestro, hasta conseguir que no le respalde ni su propia sombra. —Suspiró—. Con esta nueva espantada, yendo a refugiarse en las faldas de su amante, no cosechará sino más deserciones. Si los blancos dan ahora la vuelta, dudo que nadie esté dispuesto a defender Toro en nombre del rey; así que es mejor invitarlos a venir que no verlos entrar como conquistadores.

• • • • •

Pese a todos los vaivenes que sufrió en esos pocos años vividos junto a don Pedro, María de Padilla no podía —ni podría en el futuro— recordar días más angustiosos que los que pasaron juntos en la villa de Urueña. El rey había llegado de noche, con un centenar escaso de a caballo, poco menos que fugitivo de Toro, en tal estado de ánimo que María, que lo conocía mejor que nadie, se lo llevó casi del brazo a sus estancias privadas, so pretexto de que debía descansar.

A esa noche, le sucedieron jornadas terribles de espera, de otear desde lo alto, temiendo ver aparecer en cualquier momento a un ejército enemigo. Urueña era una villa bien fortificada, pero sólo contaban con los guardas de la propia María, además de con los cien de Pedro, a los que se podía considerar toda la hueste que le quedaba en esos momentos al rey de Castilla. Los magnates y las ciudades militaban bajo las banderas de la reina Blanca y reinos enteros, como los de Toledo o Jaén, estaban en armas por ella. Sólo algunas grandes ciudades, como Valladolid, Burgos, Segovia o Sevilla, seguían leales al monarca; pero era quimera el pensar que pudiese llegarles ayuda militar de ninguna de ellas.

En esos días aciagos, María no sólo hubo de sufrir la angustia, sino también esconderla. Al temor por el futuro de sus hijas se unía el tener casi otro niño que cuidar; porque Pedro basculaba entre ataques de rabia incontrolada y un desespero negro del que ella tenía que esforzarse por sacarlo. Así que, quizá por suerte, la incertidumbre duró poco, ya que hasta Urueña llegó una delegación encabezada por dosCaballeros, portadora de novedades. La misma reina madre militaba ahora de forma activa por su nuera; puesto que, tras partir su hijo de Toro, invitó a los rebeldes a volver sobre sus pasos y entrar en la villa; de forma que esa población, de casi último reducto real había pasado a sede de los rebeldes. Allí estaban ahora Leonor de Aragón, Isabel de Meneses, viuda de Alburquerque, y Juana Manuela, esposa del conde Enrique. No se le escapaba a nadie que María de Portugal y Leonor de Aragón —esposa y hermana, respectivamente, del anterior rey de Castilla— prestaban aún más legitimidad a los rebeldes, que ahora actuaban en su nombre, además de en el de doña Blanca.

Junto con esas nuevas calamitosa, portaban cartas de las dos reinas, con ofertas de paz en las que no habían, al menos, aumentado las exigencias. Rogaban al rey que se dignase acudir a Toro, donde le esperaban los magnates, las reinas y los representantes de la liga de ciudades para negociar, en persona, lo hablado en Tejadillo.

El consejo que se celebró ese mismo día en el castillo de Urueña mal podría llamarse de Estado, ya que fue sin ceremonia alguna, y no pasó de ser una reunión entre el rey y los escasos oficiales que aún seguían a su lado. La sala era oscura, fría, sin grandes adornos; se notaban las ausencias y el rey, conteniendo la cólera, mandó que se leyesen en alto las cartas rebeldes. El propio Juan de Henestrosa así lo hizo y, cuando acabó, don Pedro, que ocupaba un simple escaño —fiel a su desprecio por lujos y detalles—, se quedó en silencio tanto rato que los presentes acabaron por inquietarse. Al cabo, Juan de Henestrosa rompió el protocolo, al pronunciarse sin ser invitado a ello por el monarca.

—Eso era todo, señor. ¿Deseáis nuestra opinión al respecto?

Como si esas palabras fuesen un aguijón, el rey se levantó de golpe para dar paseos por aquella estancia, alumbrada con velas y candiles. Se movía con tanto nervio que su manto verde, con bordados en plata de leones, águilas y castillos, ondeaba a cada paso.

—Sí: decidme qué pensáis de todo esto. —Le costaba, casi como si se atragantase con las palabras.

Y ahí comenzó una discusión tan larga como ardorosa, aunque casi todos parecían de acuerdo en que el rey no debía acudir a Toro. Él observaba con sus ojos grises a los oficiales de su Casa, según cada cual exponía sus razones, aunque tenía más en la cabeza una conversación con María, habida sólo un rato antes.

Ella lo había encontrado en lo alto de una de las torres, agarrado a las almenas, el cabello rubio suelto, presa de uno de sus ataques de ira. Cuando le preguntó, él le explicó el contenido de las cartas, casi tartamudeando de rabia. De haberse dejado llevar por su temperamento, hubiese hecho expulsar de Urueña a los mensajeros, o incluso cortarles las cabezas. María, como en tantas otras ocasiones, le hizo sosegarse y comprender que no podía sumar a la lista de agravios el asesinato de enviados y empeorar más una situación ya desesperada.

—¿Peor? ¿Cómo podríamos estar aún peor? —había rezongado él con amargura.

—Siempre se puede estar peor. Seguimos vivos y libres.

—Libres… —Pedro medía a grandes zancadas la torre, bajo cielos negros de tormenta—. Ésa es otra. Si aceptase ir a Toro, ¿qué sería de ti y de las niñas?

—Piensa en ellas. Negocia, ahora que todavía es posible. A mí quieren desterrarme y a nuestras hijas no les tocarán un pelo. Pero, si se presentan aquí con un ejército, ¿quién sabe lo que harán?

—No se atreverán a atacarme.

—Puede que no siempre se comporten como en Toro. Además, algún día tendrás que salir de Urueña. Te irás, nosotras nos quedaremos aquí y, entonces, quizá vengan con todo su ejército. Tienen miles de hombres, ingenios, truenos…

Así fue como el rey don Pedro acudió a consejo, abierto a presentarse en Toro, aunque la idea le quemase como hierro al rojo. Sus oficiales desaconsejaban tal acción, con razones que eran iguales en boca de todos: acudir era claudicar, mostrar debilidad ante el reino, ponerse a la merced de los nobles rebeldes. Don Pedro asentía, casi aburrido, intrigado por la actitud de Juan de Henestrosa, que no había despegado los labios. El consejero sólo habló cuando todos acabaron, tras pedir la venia del rey.

—Mi opinión, alteza, no puede ser más distinta a las expresadas hasta ahora —habló despacio, mientras los demás oficiales le miraban ceñudos o perplejos, según el caso—. Creo que lo mejor que podéis hacer es llegaros a Toro sin pérdida de tiempo. Confiar en que la influencia de vuestra madre os ayude a conseguir algún tipo de acuerdo con los ricoshombres rebeldes, que son el verdadero peligro.

—¡Qué locura…! —saltó Diego de Padilla.

Un gesto seco del rey le hizo callar y Henestrosa, por su parte, con una mirada de exasperación a su sobrino, se quitó el gorro cilíndrico para pasarse los dedos por el cabello negro y espeso, en un gesto nada cortesano.

—No quiero que se me entienda mal. Estoy de acuerdo en que presentarse en Toro es exponerse a un gran peligro.

—¿Entonces?

—No hay otra salida, alteza. El bloque de los rebeldes no muestra fisuras y el tiempo se acaba. La invitación a negociar en Toro puede ser una trampa; pero creedme que, si no la aceptáis, bien puede ser que pongáis en peligro vuestra propia corona. —Con un ademán, cortó los murmullos que asomaban a los labios de varios de los presentes—. La corona, sí. La mayor parte del reino está en poder de los blancos y he de recordaros que su jefe es ahora vuestro primo, don Fernando de Aragón.

—¿Y?

—Puesto que todavía no tenéis hijos legítimos, don Fernando es el heredero directo al trono de Castilla. Los señores son ahora muy fuertes y gozan de legitimidad ante el pueblo, ya que dicen luchar por doña Blanca. Si no vais a Toro, temo que celebren un consejo y, con el apoyo de las ciudades sublevadas, proclamen rey a don Fernando. Y, si eso ocurre, la cosa ya no tendrá remedio.

Esas palabras no desataron la cólera del rey, como Henestrosa había temido. Por el contrario, se quedó inmóvil en su escaño, codos sobre los muslos y la cabeza ladeada.

—¿Se atreverían a tanto?

—Yo así lo creo. Están muy crecidos y dispuestos a todo. Con don Fernando de rey, obtendrían muchas mercedes; porque a vuestro primo no le saldría gratis el trono.

—¿Qué sugieres que haga?

—Id a Toro, acompañado de algunos oficiales. El resto ha de quedarse aquí, sobre todo los de la cancillería, despachando los asuntos del reino, que no deben detenerse.

Don Pedro volvió a guardar silencio largo rato, observando a su privado al parpadeo de las velas y los candiles.

—¿Me acompañarías tú?

—Por supuesto, señor.

El rey se volvió entonces, con la misma pregunta, a Gutier Fernández de Aragón, que se puso en pie para responder.

—Si lo mandáis, iré. Si es por mi voluntad, no —manifestó, con gesto sobrio—. Si me presento en Toro, puedo darme por muerto. Os recuerdo, alteza, que yo era alcaide del alcázar de Talavera cuando vuestra madre mandó matar allí a doña Leonor de Guzmán. Ahora, sus hijos y vuestra madre son aliados. Ironías de la política. Pero a mí, no bien pise Toro, don Enrique o don Fadrique me mandarán degollar por aquello.

El rey puso entonces los ojos en Diego de Padilla, que se levantó a su vez, envuelto en su hábito de Calatrava.

—Yo tampoco iré, alteza, a no ser que me lo mandéis. En Toro está Pedro Carpentero, que se ha proclamado a sí mismo maestre de Calatrava. Yo mandé matar a su tío en el castillo de Maqueda y más de una vez, ante testigos, ha jurado arrancarme con sus manos el corazón, si es que logra ponérmelas encima. Si voy a Toro, muerto también soy.

Don Pedro se encaró entonces de nuevo con Henestrosa.

—Ya los oyes, don Juan. Supongo que tienen razón. Medita bien lo que te pido, porque te juegas la cabeza aún más que el resto y yo no voy a exigirte tanto.

Henestrosa, al que algunos consideraban el genio malo del monarca, se encogió de hombros, con ese aire bravucón que tan popular le hacía entre la gente de armas.

—No hay nada que pensar, señor. Iré. No penséis, ni por un momento, que Juan de Henestrosa está dispuesto a abandonaros en los malos trances, y menos habiendo riesgo de muerte.

• • • • •

Al día siguiente, el rey don Pedro desanduvo las pocas leguas que separaban Urueña de Toro y, por consejo de Henestrosa, lo hizo con escolta modesta, semejante a la que empleaba en esos desplazamientos rápidos con los que había ido de un lado a otro del reino, durante ese lustro agitado que llevaba ciñendo corona. Partió con ciento de a mula, aceptando el consejo de no hacer alardes guerreros y sí presentarse como monarca que acude confiado a lugar seguro. Con él, además de Henestrosa, se habían prestado a la aventura el tesorero Samuel Levi y el canciller Fernando de Valladolid, dispuestos a correr su suerte con el rey.

Al poco de salir, don Pedro había azuzado su mula, y tras él sus tres oficiales mayores, de forma que dejaron atrás a sus acompañantes. Y así los cuatro, a buen paso, al remontar una cuesta, fueron los primeros en divisar los muros de Toro. El rey descabalgó un instante, para estirar las piernas y reflexionar. El cielo estaba cubierto de nubes negras y relampagueaba sobre la campiña, aunque se resistía a llover.

Vestía el rey manto bermejo y se tocaba con un sombrero con una larga pluma. Sus acompañantes no ceñían sino espadas. El viento les agitaba las capas y, en esa tesitura, Samuel Levi, tocado con gorro cónico de grandes carrilleras, se permitió dirigir unas palabras a don Pedro.

—Alteza. Quedémonos aquí, a esperar a los demás, porque tenemos ya a la vista Toro y debéis llegar con la dignidad adecuada, acompañado de todos los vuestros.

Don Pedro asintió, los ojos clavados en las murallas lejanas. Cayó un rayo y el trueno retumbó sobre los campos. Levi añadió:

—Señor. Dios sabe qué nos espera en Toro y, antes de que lleguen los demás, me voy a atrever a pediros dos favores.

El rey, con los brazos cruzados sobre el pecho, los picos del manto aleteando por la fuerza del viento, pareció volver de muy lejos.

—Tú dirás, amigo.

—Ante todo, señor, rogaros que, pase lo que pase en Toro, recordéis que sois el rey. Como consejero vuestro, que os quiere bien, os ruego que no os dejéis arrastrar por la ira y que, en todo momento, mantengáis la compostura. Tomad ejemplo del rey don Pedro de Aragón, que sabe hasta qué punto la majestad eleva a los reyes sobre los demás hombres. No contáis ahora con muchos soldados, ni con grandes apoyos, pero seguís siendo el rey de Castilla y eso vale más que cien huestes.

Don Pedro, el manto rojo chasqueando, observó de hito en hito a aquel hebreo de aspecto envejecido y ropas lujosas, antes de asentir despacio.

—Te doy mi palabra de que así será.

—Lo segundo que quiero pediros es que, puesto que no sabemos qué harán con nosotros los rebeldes, permitas ahora a éste, que siempre procuró serviros bien, besaros las manos.

El rey, tomado por sorpresa, le tendió la mano derecha, y su oficial se inclinó para tomarla entre las suyas y besarla con reverencia.

Entonces Henestrosa, y luego el canciller Valladolid, que ya sirviera a Alfonso XI, se adelantaron también a besar la mano del rey. Tras eso, viendo que ya les alcanzaban los ciento de a mula, subieron a sus propias caballerías para ponerse a la cabeza de la columna y cubrir el tramo que les restaba hasta Toro, dispuestos a afrontar lo que el destino les tuviese preparado.