Capítulo 30
30
Algunos labradores, ocupados en sus campos, fueron los primeros en ver llegar a la comitiva de la reina Blanca por el camino de Ávila. Interrumpían sus trabajos y, sudados y polvorientos, los gorros en la mano, observaban en silencio cómo pasaba esa caravana. No pocos se santiguaban, pero nadie se acercó esta vez a la vera del camino, aunque muchos relatarían años después, con todo lujo de detalles, sus recuerdos de aquel día de verano, patinados ya por el paso del tiempo.
Esos mismos espectadores describían al dedillo, al cabo de una década, a los de a caballo que acompañaban a la reina, lanza en mano, con sus armaduras y sobrevestas coloridas; a las damas en mula, de lado sobre las sillas, cubiertas de mantos, cofias y sombreros, para defenderse del sol y la polvareda; a los fámulos a pie, los ballesteros, las acémilas cargadas de equipajes, y los arrieros de gritos ásperos que reverberaban en el aire caliente de agosto.
Muchos de aquellos espectadores distantes habrían de coincidir en ciertos detalles, como que las vestimentas de la reina eran de un blanco resplandeciente, que ni polvo del camino parecía capaz de macular. O que su mula era de arreos suntuosos, que las riendas las sujetaba un paje, o que, a la par de la cabalgadura, iban dos esclavos moros de ropas holgadas, listadas en blanco y rojo, con las cabezas ceñidas por pañuelos; uno con un gran quitasol, en tanto que el otro agitaba un abanico.
Soplaba un aire ardiente que agitaba ropas y pendones, y arrastraba polvaredas pardas. Cantaban las chicharras y la luz del sol hacía destellar las puntas de las lanzas. Muchos recordarían haber reconocido de lejos, entre a los de a caballo, a don Juan de Henestrosa, cubierto de armadura, a lomos de un destrero negro, y con una gran lanza en las manos. Henestrosa el odiado, la mano derecha del rey, a quien la voz popular culpaba del calvario de la reina. De creer a esos testigos, no pocos le dedicaron aquel día, con disimulo, gestos de maldición e imprecaciones sordas, de las que no se percató él, aunque sí de cómo les miraban al pasar.
Pero, pese a lo que luego dijeran, el privado del rey montaba caballo tordo, no negro, vestía ropas de viaje y no armadura, y no portaba lanza por deferencia a la reina, a cuya mula se acercaba a menudo. En realidad, hacía el viaje muy a disgusto y no veía la hora de poder mostrar a la reina Blanca la aún distante Toledo. Había viajado hasta Arévalo por orden del rey don Pedro con una misión harto ingrata: trasladar a la reina hasta Toledo, de grado o a la fuerza, y ponerla bajo custodia en el alcázar de la ciudad, so pretexto de que Arévalo había dejado de ser segura. Era cierto que partidas rebeldes campeaban al oeste y al norte de esa villa, sí. Pero una hipotética incursión contra Arévalo suponía más amenaza para los intereses del rey que para la seguridad de la reina y, de hecho, si los nobles sublevados entraban en contacto con ella, la situación aún se volvería más difícil para don Pedro.
Los consejeros reales estaban de acuerdo en eso último, así como en la necesidad de sustituir, lo antes posible, a ciertos oficiales de la reina que, pese a haber sido designados por el propio don Pedro, ahora militaban de forma decidida en el bando de aquélla. Pese a compartir las razones, Henestrosa aceptó la misión a su pesar, convencido de que el problema se estaba gestionando de la peor forma posible. La acogida que le dispensaron en Arévalo hubiera helado ríos en verano, pero no consiguió inmutarle. Era de nervios templados y, como muchos hombres de acción, tenía una vena fatalista que le ayudaba en los trances amargos, por lo que encajó sin pestañear los desaires de la reina, sus damas y oficiales, así como los de las autoridades de la villa, y se centró en acelerar el traslado.
Se había propuesto guardar las distancias con la reina, para ahorrarse situaciones desagradables; pero, como el contacto era inevitable, mientras los sirvientes lo empacaban todo y las damas supervisaban para evitar rotos y extravíos, acabó por ceder a la curiosidad. No en vano llevaba mucho tiempo recabando informes sobre doña Blanca, y no podía por menos que sentirse curioso ante esa reina tan joven que parecía capaz de concitar la lealtad de gente muy diversa.
El interés era mutuo, ya que Blanca de Borbón había oído hablar mucho de Juan de Henestrosa, casi siempre para mal. Los nobles que la visitaron durante aquel año de mudanzas y sinsabores le pintaban como un arribista sin escrúpulos, un intrigante que medró a la sombra de Alburquerque, hasta que pudo desbancarle. Un hidalgo oscuro que había ido desplazando a los ricoshombres de los oficios mayores, para colocar en ellos a sus partidarios. El tío de María de Padilla, la concubina del rey, a la que culpaban del apartamiento de la reina y de la crisis que sufría el reino.
Algunos, ecuánimes, le reconocían buen caballero, mesurado de juicios y actos, enemigo de abusos y contrario a las violencias gratuitas. Y, en esos pocos días en Arévalo, así como durante el viaje a Toledo, Blanca de Borbón no tuvo motivos de queja de él, en lo tocante al trato. Comprobó también que era hermético a su manera, de esos hombres que usan los modos —ahora cortés, ahora llano— como velos tras los que ocultar opinión e intenciones. Aun su aspecto impresionó a la reina, ya que nadie se lo había descrito, y se topó con un caballero maduro, de mostachos negros y sienes casi blancas. Un hombre fuerte, de osamenta recia, manos grandes y ojos oscuros, con aspecto de mal enemigo, tanto con las discusiones retóricas como con las armas en la mano.
En todo momento le mostró la deferencia debida y aceptó demorarse unos días en Arévalo, para disponer de forma adecuada la mudanza. Se preocupó también de que el viaje hacia el sur, a través del verano asfixiante de Castilla, les resultase a las damas lo menos gravoso posible. A tal efecto, dispuso que las jornadas fuesen cortas, con pernoctas en lugares dotados de comodidades, y siempre les precedían los aposentadores, para asegurarse de que no les faltase de nada.
Como se detenían pronto en la tarde, pudieron conversar en varias ocasiones, e incluso disputaron alguna partida de ajedrez, juego en el que Henestrosa no estaba a la altura de Blanca. Y así, si no bien avenidos, por lo menos en tregua, cruzaron el puerto de Picos para enfilar las llanuras toledanas, de forma que, a primeros de agosto, Henestrosa pudo poner su caballo a la altura de la mula real, para señalar con el índice.
—Toledo, señora. Allí. Toledo.
La reina Blanca —pese a lo que después dijeron, no vestía de blanco, sino un manto pardo, adecuado a esos caminos resecos—, que viajaba de lado en la silla, amodorrada por el vaivén de la mula, el calor y el susurro del abanico, se despabiló al conjuro de ese nombre. Giró la cabeza para mirar camino adelante y así, allá a lo lejos, entre el temblor del aire recalentado, tuvo un primer atisbo de aquella ciudad legendaria.
Mucho antes de imaginar siquiera que cruzaría los Pirineos para convertirse en reina de Castilla, Blanca ya sabía de esa urbe antigua, anterior a los romanos, de labios de peregrinos y cruzados que habían hollado sus calles. Una ciudad de cuestas, casas nobles, magos y sabios, donde cada pueblo tenía su barrio, y se codeaban todos en las plazuelas. El lugar donde los moros hablaban su propio dialecto del latín y los mozárabes viejos escribían castellano con signos arábigos, mientras los hebreos se enseñaban unos a otros los secretos de la Cábala.
Blanca había escuchado tanto sobre Toledo —primero a franceses que guerrearon contra Granada en los tiempos de Alfonso XI, y luego a los propios castellanos— que muchas veces había soñado con poner los ojos sobre ella. Y aquel día de verano, próximo ya al mediodía, bajo un sol de fuego, pudo cumplir al menos ese deseo y columbrar a lo lejos, rielando, las líneas de muralla, calles, casas, palacios, iglesias, sinagogas y, en lo más alto, una fortaleza hosca y pétrea, con torres fuertes en las esquinas.
—El alcázar, señora —le informó con voz suave Henestrosa, que no había dejado de reparar en su mirada—. Pese a su aspecto, puedo aseguraros que cuenta con toda clase de comodidades. Allí podréis resarciros de las fatigas de este viaje.
—Te agradezco tantas atenciones, don Juan. —La reina, el rostro cubierto de velos, inclinó la cabeza.
—He hecho lo que ha estado en mi mano y lamento que no haya podido ser más. Viajar en esta época es fatigoso, y más si no se está acostumbrado al clima.
Blanca sonrió a través de los velos. Henestrosa, cubierto con un sombrero de grandes plumas rojas, se mantenía erguido sobre su tordo, como si ni el calor ni la solana le afectasen. Ella, en cambio, pese a la sombrilla y el abanico, sentía a veces que le faltaba el mismo aire. Devolvió los ojos a la ciudad lejana, que temblaba como un espejismo, mientras Henestrosa a su vez espiaba sus gestos, sin lograr sacar nada en claro, pues doña Blanca había sido educada desde niña para mantener la compostura.
Ante todo el mundo, en todo momento, se comportaba como una reina en tránsito entre dos residencias, y no como una casi prisionera rumbo a una cárcel. El respeto que le mostraba Henestrosa le hacía el trago más llevadero; pero, en privado, la máscara se resquebrajaba y, por las grietas, asomaban miedos más fuertes de día en día. La noche que se detuvieron en Almorox, estando a solas con su aya, la careta se había roto incluso por completo.
Sus otras damas se habían ya retirado, dejándolas conversar a la luz de unas pocas velas. Blanca había ponderado la situación en que se hallaba, examinando las distintas opciones con frialdad de ajedrecista, hasta que, de repente, cedió al llanto. Como el deshielo en primavera, le asomó primero humedad a los ojos y, luego, lágrimas gruesas comenzaron a correrle por las mejillas. Leonor de Saldaña, que había visto llorar mucho, la dejó unos instantes, antes de levantarse de su silla para rodearla con los brazos.
—Tengo miedo. —La oyó hipar—. Miedo. No puedo más. Es como esa bajada a los Infiernos de la que hablan los predicadores. Cada paso me lleva más abajo, sin que se pueda ver el final.
En esos instantes, al parpadeo de las velas, sin toca, con el pelo rubio suelto y el rostro mojado, la reina de Castilla se había convertido en una niña abrumada por los acontecimientos. El aya no despegó los labios y la dejó hablar, para que saliese todo, como hace la pus al sajar las heridas infectadas.
—Abajo. A peor —murmuraba, como en letanía—. En Medina del Campo me protegía doña María de Portugal. En Arévalo, la villa era mía y la gente me apoyaba. Pero ahora me llevan a Toledo, a encerrarme en el alcázar, lejos de todo.
—El rey no se atreverá a hacerte daño.
—El rey se atreve a todo. El rey es un demonio. —Se secó el rostro con la manga, ahora también furiosa.
—Pero el Papa…
—¡Al rey le trae sin cuidado el Papa! Hará lo que le venga en gana, sin medir las consecuencias. Me van a confinar en el alcázar de Toledo, rodeada de esbirros del rey y apartada de los que me quieren. Si algo llegase a pasarme, ¿quién podría decir con certeza qué ocurrió?
Leonor de Saldaña no respondió nada a eso, pues también a ella le roían temores negros que no quería confiar a nadie. Le tomó las manos entre las suyas.
—Sosegaos, niña. No os faltan amigos en el reino y, no sé por qué extraño motivo, el rey ha tenido la ocurrencia de enviaros a una de las ciudades donde más simpatía despierta vuestra causa. No alcanzo a entender sus razones.
—También me querían en Arévalo. Pero ¿de qué sirvió eso llegado el momento? Henestrosa se presentó con gente de armas y me sacó de allí, sin que nadie pudiera impedirlo.
—Toledo no es Arévalo. Algo podrá hacerse.
—¿Qué?
—Algo. Ya veremos. —Le acarició el dorso de las manos—. En una cosa os doy la razón: no podemos permitir que os recluyan en el alcázar.
Así había quedado esa noche la cuestión. Leonor de Saldaña mandó preparar una tisana para la reina y logró, con buenas palabras, que se acostase. Pero a la jornada siguiente, ya con Toledo a la vista, el aya, que no había cesado de darle vueltas a esa conversación, apremió a su palafrenero para que adelantase a su mula y la pusiera a la par de doña Blanca y Henestrosa. El caballero la saludó con deferencia, a la que ella correspondió con sonrisa poco amable, entrevista a través del velo que colgaba de su sombrero.
—Don Juan. No es correcto que la reina de Castilla —recalcó con dureza el título— y sus damas tengan que entrar en Toledo de esta guisa, con ropas de viaje y cubiertas de polvo.
—Los caminos, doña Leonor, no distinguen entre reyes o peregrinos.
—Los caminos puede que no, pero los hombres seguro que sí. Hemos de parar para adecentarnos y vestir ropa limpia, de forma que su alteza pueda hacer una entrada propia de su rango.
Henestrosa ladeó la cabeza, haciendo oscilar las plumas rojas de su sombrero, consciente de que la otra, con su actitud, casi le reprochaba las cuitas de la reina. Aquella dama, de rancio abolengo y esposa de un señor poderoso, elegida para aya real por María de Portugal, había desarrollado una fidelidad ciega hacia Blanca de Borbón. Y él de nuevo se preguntó qué tenía aquella reina extranjera, vulnerable y casi niña, para ganarse la voluntad de cuantos la rodeaban, incluso los agentes del propio rey.
Los cascos de las caballerías golpeteaban sobre el camino, y el esclavo moro seguía agitando impasible el gran abanico, mientras la reina observaba curiosa aquel duelo de voluntades. Como Leonor de Saldaña no apartaba los ojos de él, Henestrosa se permitió una mueca, que le torció los bigotes, antes de ceder con un suspiro.
—Muy bien. ¿Cómo podemos procurar a su alteza una entrada adecuada?
—Manda hacer un alto. Que tus hombres levanten una carpa para que la reina y sus damas se aseen y cambien. Hay que traer agua, y no estaría de más que tus hombres de armas se adecentasen un poco.
Henestrosa asintió, antes de hacer girar a su caballo, para dar voces de mando a los suyos. Ya en aquel momento tuvo unas palabras con Ruy de Atienza, uno de los de la cámara del rey, enviado por éste a la misión, con gran disgusto de Henestrosa, que no le tenía aprecio alguno, y, tiempo después, hubo de defenderse de los que le acusaron de haber cedido donde no debía. Él siempre se justificó con el argumento de que peor hubiera sido negarse y, por tanto, tratar a la reina, ante todos, como a una prisionera.
No faltaban alquerías en el camino, así que, en vez de hacer lo que le requería el aya, optó por enviar jinetes a la más próxima, con orden de disponer una estancia y agua caliente, para que doña Blanca y sus damas pudieran cambiarse con comodidad. Y de esa forma, todos los que habían salido de la ciudad, avisados de que llegaba la reina de Castilla, pudieron asistir a una cabalgata que colmaba las expectativas despertadas.
La comitiva iba despacio y, tanto los de a pie como los de a caballo, habían procurado sacudirse el polvo del camino, a la par que los palafreneros habían limpiado los arreos de las caballerías. La reina vestía, ahora sí, ropajes blancos ribeteados de oro, recién salidos de los cofres. Se cubría con cofia de velos inmaculados y, sobre la misma, la famosa diadema traída de Francia como parte del ajuar y que tanto había dado que hablar.
Un paje de ropas suntuosas conducía a la mula regia, mientras que los dos moros, con sus ropas listadas de blanco y rojo, caminaban a la vera de la cabalgadura. Detrás iban las mulas de las damas, y tras ellas los caballeros, ballesteros, sirvientes y, por último, las acémilas. Una columna que no pudo por menos que sentirse impresionada, a su vez, ante el recibimiento deparado, ya que los toledanos habían salido en masa, alertados por los gritos de los pillos que corrían las calles. Henestrosa fue de los que sintió más inquietud que admiración ante esa multitud agolpada a ambos lados del camino, consciente de hasta qué punto despertaba doña Blanca simpatías en Toledo; algo que don Pedro, por desgracia, no entendía o no quería entender.
Henestrosa fue siempre opuesto a ese traslado y más de un amigo toledano le había advertido de lo alborotadas que estaban las aguas en la ciudad por ese asunto. Esos mismos amigos le alertaban sobre que la voz popular le culpaba a él de lo que ocurría, y de que, incluso, se rumoreaba que algunos hidalgos de sangre caliente se habían confabulado para acuchillarle, si pisaba Toledo y les daba ocasión.
El privado real encajó tales noticias sin sorpresa, sabedor de que las gentes solían exculpar a los monarcas de errores e injusticias, para cargarlas sobre sus consejeros. «Es parte del oficio», había comentado estoico. En cuanto a los avisos sobre posibles conjuras para darle muerte, los recibió con gesto de desdén, lo que no fue óbice para que, luego, mandase a sus guardas personales estar más atentos que nunca.
Ahora, mientras se aproximaban a la puerta de la Bisagra, pudo comprobar, con sus propios ojos, el gran apoyo del que disfrutaba doña Blanca en aquella ciudad que, por tradición, fuese uno de los baluartes más sólidos de los monarcas castellanos. Los toledanos no habían podido prepararle recepción formal, dado que el concejo estaba controlado por hombres de don Pedro y era sabida la aversión de éste hacia su esposa, así como lo sañudo que solía ser con quienes le contravenían. Pero había salido un gran gentío de forma espontánea, a juzgar por las ropas y la forma en que andaban revueltos altos con bajos. Menestrales, hortelanos del Arrabal y las alquerías próximas, hidalgos, buenos, religiosos. Todos doblaban la rodilla o el espinazo al paso de la mula real, mostrando un respeto que no dejaba de ser un desafío al rey. Los frailes hacían la señal de la cruz, las mujeres la bendecían, los hombres se destocaban. Y Henestrosa asistía a esas demostraciones desde lo alto de su caballo, impasible; aunque, al fijarse en las miradas duras de muchos, y en cómo más de una mano rozaba la empuñadura del cuchillo o la espada, se dijo, resignado, que la estancia en Toledo podía ser más que espinosa.
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Pero, ni en sus peores sueños, podía don Juan de Henestrosa haber imaginado hasta qué punto se le iba a complicar el asunto, antes de acabar el día. La comitiva cruzó las puertas dobles de la Bisagra para entrar en el Arrabal y allí se vio bloqueada por la muchedumbre que se agolpaba en las callejuelas, gritando y vitoreando. Hubo que sujetar a las monturas para que no se desbocasen, espantadas por tanto alboroto. Los alguaciles eran incapaces de poner orden o abrir siquiera paso; y Leonor de Guzmán, al ver que Henestrosa desmontaba para discutir la situación con Alfonso Jufre Tenorio, el alguacil mayor de la ciudad, mandó a su palafrenero que la avanzase hasta ellos.
—Doña Leonor. —Henestrosa se quitó el sombrero emplumado, para secarse la frente con el dorso de la mano—. No es momento de…
—Don Juan. —Le cortó el aya sin contemplaciones—. Es deseo de la reina acudir a la catedral, a rezar.
—Tiempo habrá para eso, señora.
—Su alteza ha oído hablar mucho sobre la catedral. Es muy religiosa, como sin duda sabréis, e hizo promesa en su día de visitarla apenas pisase Toledo, y rezar ante la Virgen Blanca. Esas promesas no deben tomarse a la ligera y, como veo que tenemos que desviarnos de todas formas, porque por estas calles tan llenas de gente no vamos a poder pasar, creo que no habrá inconveniente alguno en que la reina cumpla su palabra.
Entre el calor sofocante, el vocerío y el olor espeso de tanta gente congregada en calles tan estrechas, Henestrosa consultó con la mirada a Alfonso Jufre que, a su vez, se acarició la barba negra y apuntada. Aquel hijo del gran almirante de Alfonso XI era hombre cetrino, de pelo negro, al que el porte serio y las ropas oscuras daban aire sombrío. Se lo pensó unos instantes, pero no vio sino ventajas, ya que, desviarse hacia la catedral suponía subir costeando la Judería, por barrios habitados por gran número de hebreos, de absoluta lealtad hacia el rey don Pedro.
—Quizá fuese lo mejor. —Asintió muy despacio, pues también él se temía que, con aquellas aglomeraciones, estallase un motín o alguien tratase de acuchillar a Juan de Henestrosa.
—Entonces de acuerdo. —El consejero real movió la cabeza a su vez, el sombrero todavía en la diestra.
Y así, entre un gran tumulto humano, contenido a duras penas, la comitiva de la reina se apartó de la ruta original para remontar la ladera norte, por cuestas empinadas. La multitud se apercibió pronto del cambio, corrió la voz por las callejas y, en un alboroto que costó no pocos pisotones y alguna pelea, los curiosos abandonaron el Arrabal para acercarse al nuevo itinerario. Pero los alguaciles de Alfonso Jufre les llevaban esta vez ventaja y habían bloqueado las bocacalles, de forma que, ahora sí, la cabalgata real pudo subir sin grandes estorbos hacia la catedral, casi bordeando la muralla del barrio judío.
Los toledanos habían ya imaginado cuál debía ser el destino final del séquito, por lo que, de todas maneras, una multitud aguardaba ya en los aledaños de la catedral. Y no sólo eso, sino que tanto los albañiles que trabajaban en las partes aún inconclusas del templo, como los canónicos del mismo, encabezados por el arzobispo don Vasco, habían salido al pórtico, a recibir a la reina. Alarifes y religiosos doblaron la rodilla, en tanto que don Vasco, que había tenido tiempo de vestir ropajes majestuosos de brocados y empuñar su báculo, se adelantaba a recibirla.
Tras un cambio de cortesías entre arzobispo y reina, ambos, junto con sus respectivos acompañantes, entraron en la catedral, lo que supuso casi un alivio para Henestrosa y Alfonso Jufre, puesto que les dio una excusa para estacionarse con los suyos en la plaza de la catedral, so pretexto de proteger la intimidad de doña Blanca mientras rezaba en el interior.
Luego, el tiempo fue pasando despacio. Los alguaciles toledanos habían cerrado las calles que daban a la plaza, ahora llenas a rebosar de curiosos. En aquellas angosturas, reinaba el bullicio, lo mismo que el silencio en la plaza, donde los hombres de armas deambulaban cansinos, en tanto que los sirvientes y arrieros atendían a las caballerías en la zona de sombra. Alfonso Jufre se acercó a Henestrosa.
—Se está congregando cada vez más gente. Y no me gusta el cariz que está tomando la cosa.
—¿Por qué?
—Porque se pueden contar a las mujeres con los dedos de la mano. Ahí son todos hombres.
—¿De qué clase?
—Hidalgos y buenos, armados hasta los dientes. Y también curas y frailes folloneros, de esos que siempre andan predicando contra los nobles.
—¿Tendremos problemas?
—No puedo garantizar que no. —Alzó los ojos al cielo, por encima de los tejados que, ahora, estaban llenos de muchachos—. Pasa la tarde, así que debieras entrar y pedir a la reina que concluya sus rezos, o que los aplace para mejor ocasión. La Virgen Blanca no se va a ir a ningún lado.
—No seas irreverente. —Henestrosa, sin embargo, se sacudió la modorra para atravesar la plaza, al tiempo que, con un gesto, impedía que sus guardas le acompañasen, consciente del rumor que corría por los tejados para bajar a las calles y dar cuenta a todos de que se dirigía a la catedral.
Sombrero en mano, cruzó calmoso el pórtico. Se acercó a la pila, a mojar los dedos en agua bendita y santiguarse, tanto por fe sincera como para darse así tiempo a buscar con los ojos a la reina y sus damas. Las descubrió congregadas al fondo de la gran nave, junto al altar, no rezando, sino en conversación con varios religiosos y un puñado de hombres —unos con aspecto de hidalgos y otros de burgueses adinerados— que debían haber entrado por alguna otra puerta, sin duda con la complicidad del arzobispo don Vasco.
Henestrosa no era hombre que se acobardase con facilidad, así que se adelantó con gesto sereno, como el que se encuentra a sus anchas, sosteniendo sin pestañear las miradas de los congregados al fondo. Pero no pudo llegar hasta la reina, ya que el propio don Vasco salió a cerrarle el paso, flanqueado por los obispos de Sigüenza y Segovia.
—No es mi deseo importunar a la reina, y menos cuando está cumpliendo con una promesa al Señor —manifestó el consejero real, imperturbable—. Pero se hace tarde y ahí fuera se está reuniendo tanta gente que el alguacil mayor teme que se organice algún alboroto. Sería bueno que subiésemos de una vez al alcázar, para que su alteza pueda instalarse antes de que llegue la noche.
Los tres religiosos le observaron unos instantes en silencio. Don Vasco con su báculo en la mano y expresión solemne. Pedro Gudiel, el obispo de Segovia, con atavíos de viaje y más aspecto de guerrero que de clérigo. Pedro Barroso, obispo de Sigüenza, de ropas talares negras; alto, cargado de hombros, tan erudito como poco agraciado. Al cabo, fue el segundo el que habló por todos.
—Hay un cambio de planes, don Juan. —Gudiel, que sabía de sobra ser cortesano, le mostró las manos, en un gesto tan clerical que chocaba en alguien de su apariencia—. A su alteza no le place instalarse en el alcázar.
Henestrosa no mudó de color. Sombrero en mano, se pasó el dorso de la zurda por los mostachos y puso sus ojos en los del obispo, que le sostuvo la mirada sereno. Pasó luego su atención a los toledanos congregados cerca del altar: los hubo que apartaron la vista y otros le observaron de reojo, pero también los hubo que le devolvieron miradas indiferentes o incluso de desafío. La reina, doña Leonor de Saldaña y el resto de damas seguían conversando con algunos canónicos, sin darse por enteradas de su presencia.
—No deseo contravenir a su alteza, pero he de insistir. ¿Dónde van a estar mejor la reina y sus damas que en el alcázar? Es espacioso, dispone de comodidades…
El arzobispo, apoyado en su báculo, le cortó con un ademán.
—Don Juan, no insistas. La reina no irá al alcázar.
El privado del rey, ahora, se golpeteó los bajos del jubón y las calzas con el sombrero.
—Sus razones tendrá doña Blanca —afirmó, antes de añadir con amabilidad—. Y confío en que vosotros, señores, también tengáis razones de peso para obrar así y dar vuestro apoyo a este desacierto. Su alteza, el rey, recibirá muy cumplida cuenta de lo aquí haga cada cual en este día.
Don Vasco le observó inmutable, como desde las alturas; Barroso, con esa severidad del erudito que ve algo que le disgusta; Gudiel, con una luz belicosa en sus ojos claros, propia del hombre de armas convertido en eclesiástico por azares de la vida. Henestrosa, con una reverencia, retrocedió por aquella nave de catedral amplia, fresca, llena de ecos de piedra, para salir igual de tranquilo que había entrado, a reunirse con los suyos, algunos de los cuales, pese a sus andares, se olieron enseguida que algo no iba como debiera.
Uno de ellos, Juan de Caduerniga, pariente lejano, amigo y partidario incondicional, se le acercó sin delatar tampoco él inquietud.
—¿Y la reina?
—No piensa salir de la catedral.
Caduerniga asintió, sin despegar los labios. Pero Ruy de Atienza, que andaba cerca, se encaró con gesto malévolo con Henestrosa.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo que oyes. La reina se ha acogido a asilo en la catedral.
—¿Y don Vasco lo aprueba?
—Creo que él mismo se lo ha aconsejado. Cuando entré, estaba con ella y unos cuantos notables de Toledo en conciliábulo, y no les hizo ninguna gracia verme.
—Tenemos aquí hombres de armas decididos. Entremos y hagámosla a salir.
Henestrosa y Caduerniga le observaron de soslayo. El primero aguardó un instante, antes de contestar con sosiego.
—Es la reina. Y está en sagrado.
—El rey dará su aprobación a lo que hagamos.
Henestrosa esbozó una sonrisa casi despectiva; pero, antes de que pudiese replicarle, advirtió con el rabillo del ojo que salían varios hombres de la catedral. Hidalgos y buenos toledanos, todos ciñendo espada, para plantarse en el pórtico, afectando despreocupación en los ademanes. Agitó la cabeza.
—Podría darte muchas razones que desaconsejan hacer algo así, pero ahí tienes una de peso. Esos están ahí para cerrarnos el paso. Conozco a varios de ellos: algunos son parientes de Tel Palomeque; de hecho, ese del centro es su hermano, Pedro Díaz.
—No son más que un puñado —bufó Atienza—. Somos más y mejor armados. Vayamos dentro, hagamos salir a la reina y ¡ay del que se nos oponga!
—Tu celo te honra. Pero serviremos mejor a los intereses del rey usando el sentido común. No debemos, no podemos entrar en la catedral con armas en la mano, y menos para poner las manos sobre la reina.
—Te repito que el rey aprobaría una medida así.
—Pero el Papa no.
—¿Temes a la excomunión?
—El Papa nunca nos perdonaría que ejerciésemos violencia sobre doña Blanca, en sagrado. —Viendo que el otro iba a contestar, se lo impidió con un gesto, ahora seco—. No deseo poner mi alma en peligro, ni tampoco morir en vano. Esos seis no han salido para hacernos frente si tratamos de entrar en la catedral. Apenas echemos mano a las armas, darán voces de favor y los de los tejados avisarán a los que están en las calles. Son muchos y los alguaciles de Alfonso Jufre no podrán contenerlos. Nos harán pedazos, sin provecho para la causa del rey.
Atienza titubeó ahora, estudiando con el rabillo del ojo a los mozos subidos a los tejados de la plaza, que le acechaban a su vez como halcones. Se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué sugieres?
—Que montemos y salgamos de aquí con mucha calma. —Henestrosa sonrió confiado, sabedor de la cantidad de ojos que estaban clavados en ellos—. Mandaremos a los sirvientes de la reina y los arrieros que la aguarden, y nosotros nos iremos; no de esta plaza, sino de Toledo. Nuestra vida, aquí, pende de un hilo.
—¿Adónde iremos?
—A Segura. Allí está el rey, asediando las fortalezas de la orden de Santiago, y quiero ser yo el que le dé la noticia, ya que a mí me había encomendado esta misión.
—No le va a gustar nada.
—Razón de más para que la conozca de mis labios, no sea que descargue su cólera sobre algún mensajero inocente.