Capítulo 40
40
Una noche de enero, Juan de Beaumont buscó un rincón tranquilo para, a la luz de un candil, afilar cálamo y escribir una de sus cartas a Constanza Uxue. Soplaba vendaval de invierno, que hacía resonar puertas y contraventanas, y él, caña en mano, se quedó largo rato ante el papel, tomándose su tiempo para elegir palabras que fuesen lo más justas posible. Robaba ese tiempo al sueño de buena gana, porque le permitía librarse, por un rato, de la atmósfera enrarecida que reinaba en Toro desde que el rey escapase a la custodia de los nobles rebeldes, con ayuda de algunos de sus propios jefes. Además, quizá fuese tiempo ya para reflexionar, como hombre de armas que era, sobre el estar alistado en un bando al que la suerte parecía dar la espalda, luego de haberle puesto la victoria entre los dedos.
Podía ya decirse, sin exagerar, que, en la villa de Toro, junto a María de Portugal y los Trastámara, estaban todos aquellos que aún no habían podido marcharse. Se habían ido no sólo los infantes de Aragón —principales cómplices de la fuga del rey—, sino también gran número de señores, como Juan de la Cerda, y caballeros, bien pagados todos con mercedes, como por ejemplo Alvar de Castro que, abandonando a su hermano Fernando, había olvidado sus viejas querellas con don Pedro a cambio de la villa de Salvatierra.
La cascada de deserciones, en tan pocas semanas, había hundido la moral rebelde y deshecho, casi de la noche a la mañana, una coalición que sólo un mes antes señoreaba Castilla entera. Fernando de Castro se había retirado a sus estados gallegos, don Tello a Vizcaya, los representantes de las ciudades vuelto a sus pagos, y los pocos que quedaban en Toro sabían de cierto que no podían esperar ayuda de nadie. Reinaba un ambiente de descomposición, cada cual procuraba salvar la piel por su cuenta y todos desconfiaban de todos. Juan de Beaumont escribió:
Ahora, hay guerra civil no sólo en Castilla, sino también en Portugal; también por causa de una mujer, y los dos conflictos no dejan de tener algunas semejanzas. Si en Castilla muchos se alzaron temiendo el ascenso de la concubina del rey, en Portugal algunos señores recelaban de los amores del heredero al trono. Don Pedro de Portugal estuvo amancebado durante años con Inés de Castro, que llegó al reino como dama de Constanza Manuel y, a la muerte de ésta, o puede que antes, se convirtió en su amante.
Don Pedro acabó casándose con doña Inés y tuvieron tres hijos, y parece que muchos nobles portugueses temían que los Castro ganasen demasiado poder en el reino, por lo que indispusieron al rey contra ella. Don Alfonso de Portugal es hombre áspero, tan dado a medidas drásticas como el resto de los reyes españoles y, aprovechando que el príncipe Pedro había salido de cacería, hizo matar a la pobre doña Inés, el día después de Reyes. Dicen que varios nobles la dieron de cuchilladas ante don Alfonso, en presencia de sus propios hijos, sin que valieran de nada sus súplicas.
La reacción del príncipe Pedro no se ha hecho esperar. Amaba con locura a doña Inés y ese crimen le ha hecho alzarse contra su padre, ciego de ira y pena. Los Castro han sumado sus armas a las de él, dispuestos a vengar esa muerte, de forma que la guerra civil azota ahora también Portugal, y nadie sabe cómo acabará todo. El asesinato de doña Inés ha sido algo tan desmedido que ha asombrado a todos, incluso en Castilla, donde bien sabe Dios que la violencia absurda es moneda de uso corriente.
Le distrajo el chisporroteo del candil y alzó la vista, cálamo en mano. Fuera, el viento seguía silbando, se oían voces en el pasillo, y él, que no quería que le sorprendiesen escribiendo a esas horas, para no dar explicaciones, sopló con mucha suavidad sobre la tinta, para secarla. Ya acabaría a la mañana. Haría día de viento y, de ser así, saldría a dar un paseo extramuros, a quemar la carta y dispersarla por los aires, y de paso alejarse un rato de todo lo que se cocía allí dentro.
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Una sala en las profundidades de la Mota, en Medina del Campo; grande, oscura, con esteras de paja sobre suelos de baldosas, y las paredes desnudas. Al fulgor de lámparas de aceite, colocadas en hornacinas para evitar accidentes, don Pedro y un buen número de cortesanos jugaban una de esas partidas tumultuosas que tanto gustaban al rey. Dados de hueso repiqueteaban sobre mesas de madera, entre gritos, burlas, maldiciones, risas. Circulaban jarrillos de vino y los hombres, con los cintos flojos y los jubones abiertos, aporreaban los tableros, soplaban a los dados en el puño, para atraer a la suerte, y bebían sin medida.
Juan de Henestrosa, presente aquel día, había optado por mantenerse casi al margen, no jugar y apenas mojarse los labios con el vino. Había vuelto al lado del rey gracias a doña María de Portugal, que le había soltado de la prisión en la que le mantenían los rebeldes, en Toro, para que mediase ante don Pedro, en busca de una salida pacífica a una guerra que ahora era favorable al rey. Henestrosa, tras dejar a varios amigos y parientes como rehenes de los rebeldes, había tratado de convencer a don Pedro, pero éste no había querido casi ni escucharle. No había negociado estando arrinconado y no lo haría cuando llevaba ventaja, por mucho que su privado le instase ahora a ser generoso.
Henestrosa, aunque mostraba ese talante entre campechano y fanfarrón tan suyo, se sentía recocer por dentro al pensar en el destino de los rehenes. Además, no acababa de gustarle lo que estaba viendo; porque, allí, la atmósfera era tan viciada en lo material —poca ventilación, vino vertido, demasiados hombres juntos— como en los ánimos. Bajo la alegría y los modales desenvueltos, era posible detectar el recelo, en las miradas de soslayo y gestos precavidos. Después de todo, muchos de los presentes militaban hasta hacía unas pocas semanas bajo las banderas de los blancos y habían vuelto al redil por simple interés, o prudencia.
Los jugadores se agolpaban en torno a media docena de mesas y pocos eran los que se quedaban mucho tiempo en una, ya que lo normal era ir de una a otra, en busca de mejor suerte. También los había que observaban, sin intención de tomar parte, como era el caso de Samuel Levi, el tesorero mayor, que iba de acá para allá, discreto y alerta, cubierto con un ropón fastuoso de damascos y una kipá sencilla, con sus cabellos y barbas casi blancos, bebiendo con suma mesura, sacando, de las distintas apuestas y actitudes, conclusiones sobre los diversos jugadores.
Otro de los presentes era Zorzo el Tártaro; un aventurero nacido en las estepas remotas de Asia que se había unido —por motivos que siempre soslayaba explicar— a los marinos genoveses, para, tras muchas correrías por el Mediterráneo, recalar en costas castellanas. No había tardado en unirse a los hombres de armas del rey y, habiéndose ganado primero la curiosidad de éste, y luego su confianza, se había convertido en uno de los de su cámara.
Bajo, nervudo, de ojos rasgados y cabeza afeitada, contemplaba rodar los dados y cambiar las monedas de dueño, con gesto de gran atención. No era el único de la cámara del rey presente allí. Don Pedro se volvía cada vez más receloso —o eso decían todos— y de día en día fiaba más en aquellos que le debían todo. En los de su cámara y también en los ballesteros de maza; guardas de extracción modesta y lealtad ciega, a los que tenía en más estima que a los nobles de guardias más tradicionales.
Esclavos moros de aljubas blancas rellenaban los jarros con grandes cántaros de barro. Don Pedro deambulaba entre las mesas y, cuando así era su deseo, algún jugador le cedía su puesto, para que probase fortuna con los dados. Iba destocado, como muchos allí, el cabello rubio suelto, las mangas del jubón desabrochadas y con una daga en el cinto. Era el único de los presentes armado, fuera de los ballesteros de maza; una precaución común, ya que era habitual que, demasiado vino y mala suerte, así como poco aguante a las chanzas, llevasen a algún jugador sin fortuna a echar mano a los hierros, para hacer correr la sangre y sin cuidar de estar en presencia del rey.
Don Pedro se detuvo ante una de las mesas, a estudiar con el ceño fruncido cómo iba allí el juego, antes de, con un vaivén de cabeza, indicar que quería participar. No bien le hicieron hueco, hurgó en la bolsa del cinto, en busca de monedas; pues, acorde a sus maneras sobrias, desdeñaba esa costumbre que tenían algunos de hacerse acompañar por un doméstico que les llevaba el dinero, como si tocarlo fuese pecado.
En esa mesa jugaba, entre otros, Ruy de Atienza y, a su izquierda, Pedro de Villegas, que en esa ocasión era de los que más iba ganando, y así lo proclamaba a gritos y con grandes risotadas. Villegas era uno de tantos que habían vuelto al bando del rey a cambio de prebendas; en su caso, el nombramiento de adelantado mayor de Castilla. Y, sin duda, la Fortuna no se cansaba en esos días de sonreírle, a juzgar por cómo se portaban con él los dados.
De nuevo rodaron los cubos de hueso, resonantes sobre las maderas de la mesa. Otra vez la mejor jugada fue la de Villegas, quien, con svi rostro agraciado enrojecido por el sofoco y el vino, se echó a reír a mandíbula batiente, con la confianza que dan ese tipo de reuniones informales.
—Mala suerte para casi todos —anunció a carcajadas.
Y fue justo en ese instante cuando el rey don Pedro hizo algo que dejó pasmados tanto a los jugadores de esa mesa como a los mirones arracimados alrededor, ya que el resto de la concurrencia estaba demasiado ocupada con sus propias partidas. Sin asomo de sonrisa en el rostro, se inclinó y dio la vuelta a los dados que acababa de tirar Villegas, para colocarlos en la peor de las combinaciones.
—Mala suerte para ti —dijo con voz baja—. Esta vez pierdes.
Todos se quedaron helados, sin saber a qué respondía todo eso. Henestrosa sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca; Samuel Levi entrecerró los ojos, al tiempo que daba dos pasos atrás. Don Pedro, impasible, recogió las monedas desparramadas sobre la mesa sin que nadie, y menos el ganador, osase tender la mano para impedírselo. Entre el silencio de todos los que estaban en esa mesa, y también en las dos contiguas, que ya se habían dado cuenta de que algo ocurría, se las embolsó una a una, moroso, antes de darse la vuelta para unirse a otra de las partidas.
Villegas, blanco de rostro, desconcertado, alargó la mano para recoger los dados, con un comentario jocoso ya en los labios, para salvar aquella situación tan violenta. Cuando sus dedos se cerraban sobre los dados, Ruy de Atienza, que estaba a su derecha, le sujetó la muñeca con fuerza, contra la mesa, al tiempo que Diego García, un caballero moro renegado, también de la cámara del rey, sacaba de alguna parte un cuchillo y le apuñalaba en riñones y espalda.
Villegas se derrumbó boqueando sobre la mesa, con estrépito de jarros al volcarse y rodar. Sus compañeros de juego saltaron horrorizados hacia atrás, algunos salpicados de sangre, sin que nadie se atreviese intervenir, porque estaba claro que aquello era por orden del rey. Primero en las mesas más cercanas y luego en las demás, cesaron el rodar de dados y el bullicio. Henestrosa advirtió que, en la del fondo, estaban acuchillando a otro hombre, aunque el revuelo le impidió distinguir quién era.
En la partida a la derecha de la de Villegas, uno —al que Henestrosa reconoció como un escudero de éste— se había incorporado, echando mano a un jarro, fuese para auxiliar a su señor o porque temiese por su vida. En cualquier caso, fue un gesto fatal porque, antes de que pudiera hacer más, uno de los sirvientes moros le estampó su cántaro en la cabeza. La vasija saltó en mil pedazos, con gran estallido, salpicando de vino a los más cercanos. El escudero cayó a cuatro patas, aturdido, y don Pedro, tras una ojeada, hizo a los ballesteros de maza un gesto.
Uno de ellos se acercó, maza en alto, al caído, y éste, que sacudía la cabeza, chorreando vino y sangre, acertó a lanzar un chillido al ver cómo descargaba sobre él esa arma tremenda. Luego, el silencio se hizo dueño de la sala. Algunos de los allí presentes se apretaban contra las paredes, tratando de alejarse de los cuchillos y mazas de los secuaces del rey, en tanto que otros permanecían junto a las mesas, como abrumados por los acontecimientos. A un nuevo gesto de don Pedro, los ejecutores limpiaron y guardaron sus hojas, a la par que los ballesteros de maza volvían junto a las paredes. El rey, los ojos como piedras escarchadas, observó a los muertos, y Henestrosa, ahora que ya no le estorbaban los hombres en movimiento, vio que el tercero de los muertos era Sancho de Rojas, vuelto junto al rey a cambio de convertirse en merino mayor de Burgos.
El privado del rey, al resplandor de las lámparas de aceite, cambió con Samuel Levi una mirada larga que lo decía todo. Don Pedro, por su parte, toqueteando la bolsa de su cinturón, que tintineaba ahora, repleta, habló, sin dirigirse a nadie en particular.
—Ya ha pasado el invierno y llevamos demasiado tiempo ociosos. Aquel que quiso, tiempo tuvo de abandonar a los rebeldes y acogerse a mi merced. Es hora de hacer la guerra a los que quedan. Cada cual que recoja sus ganancias, que la partida se ha acabado. Nos vamos a Toro, a la guerra, no sea que esos traidores piensen que me he olvidado de ellos, o de las ofensas que me hicieron en mi propia cara.
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Los tigres son fieras de la Asia lejana: grandes felinos a rayas, de belleza mortífera, lánguidos en ocasiones y de ferocidad rauda en otras. María de Portugal había visto tigres en varias ocasiones, ya que algunos magnates portugueses y castellanos mantenían ejemplares como curiosidades y por ostentación. También había oído, muchas veces, comparar a su hijo con esos felinos; un símil que a él no le causaba especial disgusto.
Tras meses de inacción, que sus leales achacaban a la necesidad de ordenar los asuntos del reino —ya que Castilla estaba patas arriba por culpa de rebeliones y guerras—, el rey se había lanzado contra los blancos como sediento de sangre. Había también organizado una matanza en Medina del Campo, haciendo asesinar a hombres a los que atrajo con promesas y a los que no les perdonaba traiciones previas. El suceso, por sangriento e inesperado, había llenado de miedo a muchos y, en esa atmósfera de terror —quizá buscada—, don Pedro había salido a la cabeza de sus compañías, resuelto a batir las murallas de Toro.
No hubo asedio, ni despliegue de truenos o ingenios, sino que las tropas reales embistieron contra la villa, por lo que, durante días, hubo combates enconados a lo largo del perímetro norte, con abundancia de bajas por ambos bandos, ya que los de dentro lucharon a su vez con la rabia del que ve cómo se le ha ido la victoria. Muchos muertos para nada porque don Pedro, una vez más, como esos tigres, pareció cansarse de golpe de todo aquello y mandó levantar el campo, para dirigirse con sus tropas hacia el sur, dispuesto ahora a meter en cintura a los sublevados en los reinos de Toledo, Jaén y Córdoba.
Una vez seguros de que el ejército real estaba cruzando el Duero, rumbo al sur, los de Toro pudieron salir a recoger a aquellos que habían caído lejos de las murallas. Había gran número de bajas entre los combatientes; tantas que doña María de Portugal consideró que, cuanto menos, debía una visita a los muertos, antes de que le diesen sepultura. Y así fue cómo, una mañana de abril, ya acallado el clangor de las armas, salió del convento de Santo Domingo, en el que se alojaba.
A los de Toro se los habían llevado los suyos, para velarlos en sus casas. Pero gran número de muertos eran forasteros —banderizos de don Enrique o partidarios de la reina Blanca—, sin nadie allí que les llorase. Les habían metido intramuros, para que religiosos y matronas lavasen y adecentasen los cuerpos, para un entierro decente. Casi todos estaban desnudos, ya que los vencedores les habían expoliado las ropas, y muchos presentaban heridas terribles. Algunos llevaban días muertos y olían, pese a lo cual ya algunas mujeres caritativas les estaban limpiando con paños. También había en la plaza algunos hombres de armas, que habían acudido a rendir homenaje a los muertos, o a buscar entre ellos a algún pariente o amigo.
Esa mañana fue clara, tibia, más tranquila aún por comparación con las precedentes, cuando todo eran carreras, doblar de campanas, redoble de tambores, gritos, sones metálicos. María de Portugal anduvo sin prisa por entre los difuntos, la falda sujeta con una mano, observando los rostros yertos y, aunque había visto a muchos muertos a lo largo de su vida, no pudo evitar sentir cierta desazón. Un desasosiego producto, tal vez, del contraste entre la mañana primaveral y los pobres cuerpos desnudos, muchos de ellos mutilados y desfigurados. Se le ocurrió comentárselo a Martín Alfonso Tello, que le daba escolta en aquella visita.
—Se muere igual un día de sol que uno de lluvia. —El caballero, de gestos tan medidos como siempre, se encogió de hombros.
La reina madre no pudo evitar santiguarse al ver el rostro de uno cuya agonía debió de ser terrible, a juzgar por el rictus congelado. La plaza hedía y estaba llena del zumbido de las moscas, mezclado con los rezos entre dientes de las mujeres que lavaban cadáveres. Casi agradeció la llegada de un paje.
—Señora. Don Enrique de Trastámara está aquí. Os ruega una entrevista.
Ella, pensando aún en guerra y muertos, asintió, haciendo agitarse los velos de la toca.
—Claro, hijo. Que se acerque sin tardanza.
Se aproximó el conde, caminando entre los cadáveres como si no existiesen, algo incongruente —con la casaca de mangas perdidas que aleteaban, las calzas rojas y azules, el bonete cuadrado con pluma blanca— con aquel paisaje de muertos desnudos de carnes abiertas. Llegó hasta María de Portugal y, poniendo rodilla en tierra, le besó el ruedo de la falda antes de que ella pudiese impedirlo.
—Doña María, me han informado de que habéis soltado a los rehenes que os entregó Henestrosa.
—Es verdad. ¿Te parece un desacierto por mi parte?
—En absoluto, señora. —El conde sonrió y, como solía ocurrir cuando lo hacía, pareció de repente poco más que un niño—. Sólo deseaba comprobar si era cierto. Vuestras razones habréis tenido y yo, por mi parte, no tengo nada que objetar.
La reina madre asintió sin palabras, en tanto que Martín Alfonso Tello se mantenía a unos pasos, en silencio, para no arrojar más leña a un fuego de rumores sobre su relación con la reina, que ya daba humo en exceso. Don Enrique se refería a los rehenes que dejó Henestrosa a comienzos de año, en prenda de volver tras entrevistarse con el rey. Tras ver fracasar su misión, el consejero había creído imprudente regresar a manos de hombres cada vez más desesperados. Nunca volvió y doña María se había visto ante el dilema de qué hacer con esos rehenes entregados de buena fe. Por fin, no queriendo violencias sin sentido, los había mandado soltar.
—Si vos creéis que era lo correcto, yo nada tengo que objetar —abundó el conde Enrique, malinterpretando su mutismo.
—¿Sabías, conde, que esos cuatro rehenes eran íntimos de Henestrosa? Le eran leales al extremo de estar dispuestos a jugarse la vida por él. Han estado a punto de perder la cabeza por su culpa, pero no parecen estar enojados por ello. Es curioso. Sin duda, ese hombre despierta fidelidades ciegas. Es como si considerasen que lo ocurrido es parte del orden natural de las cosas. Que, llegado el caso, era lógico que ellos tuvieran que perder la vida para que él conservase la libertad.
—Hay caudillos a los que los hombres siguen hasta la muerte. Y hablo de hombres fuertes, no de débiles de carácter —convino el conde, quizá con una sombra de envidia en la voz.
—Pero hay una excepción. Uno de ellos, Juan de Caduerniga, se ha tomado muy a mal la actitud de Henestrosa. Se siente traicionado, no quiere volver con él y me ha rogado que le permitamos quedarse en Toro y combatir bajo nuestros pendones.
—¿No será una añagaza? Vos misma acabáis de decir que Henestrosa despierta fidelidades ciegas.
—No creo. El rencor de ese hombre es manifiesto. Se palpa. Créeme. Yo sé mucho de odios.
—Es como si el rencor y la codicia moviesen a casi todos los hombres. —Enrique se estaba permitiendo una reflexión en voz alta; algo muy poco común en él—. Todo es cuestión de determinar cuál pesa más en el ánimo de cada uno.
María de Portugal asintió, imaginando que el conde pensaba en el caballero Alfonso Girón, que se les acababa de unir con treinta banderizos. Su hermano era uno de los realistas muertos ante Toro esos días y, aun así, el rey, movido por esa codicia que le atrapaba a veces, se había negado a traspasarle los predios del difunto, lo que empujó al caballero a cambiar de bando, pese a ir los rebeldes perdiendo.
—Tienes razón, conde —aceptó con voz suave—. Y me parece que, casi siempre, la codicia vence al rencor. Es por eso que, de día en día, nuestra causa pierde más hombres de los que gana.
Su interlocutor nada respondió a eso y, tras un instante de silencio, cambió de tema.
—Me he permitido venir a molestaros porque quiero pediros vuestra venia para abandonar Toro. Tengo pensado partir con unos pocos hombres hacia el sur y unirme a mi hermano Fadrique.
Doña María le miró a los ojos. Esa solicitud no era sino mera cortesía, ya que el conde podía obrar como le viniese en gana. Pero ella era la reina madre; la que, en ausencia de doña Blanca, la teórica cabeza de su bando, les daba legitimidad en su rebelión, y Enrique de Trastámara era muy cumplido en tales cuestiones.
—¿Qué te ronda por la cabeza, conde?
—Vuestro hijo se dirige con grandes fuerzas hacia el sur. Mis capitanes opinan que pasará por tierras de Segovia y Guadalajara, que están de su parte, para sumar aún más tropas. Tras eso, irá sin duda contra Toledo, por lo que tiene de estratégica y de símbolo, y porque allí está doña Blanca, a la que quiere capturar a toda costa.
—Y tu plan es…
—Creo que puedo ser de más utilidad allí que aquí. Eso es todo.
—¿Cuándo saldrías?
—Lo antes posible. No me llevaré más que cien de a caballo, para viajar con más rapidez y pasar si es posible desapercibido.
—Eso último lo veo difícil. Mi hijo tiene a su lado a perros bien viejos y, sin duda, no le faltan espías en Toro. Además, sus parciales tendrán vigilados los puertos de las sierras.
—Por eso sólo me voy a llevar a cien. Con un poco de suerte, para cuando sus agentes puedan avisarle, yo ya estaré en tierras de Toledo. Así, además, no debilitaré las defensas de Toro. Aunque creo que, de momento, la tormenta de la guerra se va a alejar de estos pagos.