Capítulo 36
36
Otra vez las campanas sorprendieron a Hug Benavent en las callejas, cargado con su morral de físico. El repique, más alegre, anuncio de buenas nuevas, distinto de aquel toque de rebato que había sacudido a la ciudad el 14 de agosto, comenzó en alguna de las iglesias del viejo barrio mozárabe, al este, para enseguida correr de espadaña en espadaña. Sobresaltado en un primer momento, porque iba en sus cavilaciones, el viajero de Alejandría se había detenido y, casi por instinto, vuelto la mirada hacia las aves asustadas sobre los tejados, preguntándose qué novedades anunciaban los bronces.
Por dos veces había oído Benavent tocar campanas en esos últimos meses. La primera cuando la insurrección de agosto, en la que los toledanos tomaron armas para defender no ya los derechos, sino la misma vida de la reina. La segunda a mediados de septiembre, proclamando a los cuatro vientos de la ciudad, antes que pregoneros y chismosos, la conquista de Medina del Campo.
Y ahora volvían a repicar a primeros de noviembre, anunciando algún suceso digno de júbilo. Se abrían puertas y ventanas, asomaban cabezas, para preguntar a gritos qué ocurría, y los más decididos o curiosos salían a la calle, en busca de nuevas. Algunos animaban a los pillos, que corrían las calles toledanas como perros sin amo, a ir a informarse. Pasó a su lado un hombre bueno, tan apurado que aún iba encasquetándose el gorro colorado y con el cinto del puñal en la mano; tanta prisa tenía por llegar a los corros. Benavent, tras acariciarse la barba corta y negra, echó a buen paso hacia la plaza de la catedral, donde solían comentarse los sucesos importantes.
Mientras se dirigía hacía allá, le rebasaron rapaces a la carrera, y también algunos menestrales a buen paso, casi todos en grupos pequeños, como arrastrados por aquel toque de campanas que parecía doblegar la voluntad de las gentes. Benavent, con sus ropajes negros y el birrete rojo, a paso más calmo, procuraba prestar oídos a cuanto decían los que le adelantaban, así como a los gritos que se cruzaban de ventana a ventana. Y, por las frases sueltas, no tardó en colegir que el rey parecía dispuesto a hacer las paces con la reina; a volver a su lado, quitar oficios a los Padilla e incluso a permitir el destierro de su concubina María.
Alentada por el revuelo, cada vez más gente salía a las calles, como en riada. Pero Benavent, que bien sabía hasta qué punto se deforman las noticias de boca en boca, sobre todo en momentos de entusiasmo, se reservó su opinión hasta conseguir pormenores sobre el asunto.
No erraba al suponer que la plaza de la catedral sería punto de reunión y ya, arropados por el resonar de las campanas de bronce, había allí gran número de hombres de toda clase social, unos en corrillo y otros yendo de grupo en grupo. Se mezclaban los jubones y capas de los caballeros con las ropas talares de los eruditos, los hábitos de los frailes y los sobretodos de labriegos y menestrales; porque, en Castilla, las diferencias sociales se suavizaban en plaza pública. Más en Toledo y en esos días, tras el levantamiento, que había asentado cierta fiebre igualitaria, merced al papel desempeñado por los buenos.
Benavent fue abriéndose paso por entre la muchedumbre, que casi formaba escollos, remolinos y corrientes humanas, hasta dar con algunos conocidos. Y, por lo que hablaban, constató que sus sospechas eran ciertas y que lo que se gritaba por las calles no era del todo la verdad, sino un reflejo entusiasta de la misma.
En aquel corro se daban cita hombres de posición diversa; aunque la atención de Benavent se fijó, sobre todo, en dos muy distintos: Santiago Rollán y Pedro Alfonso de Ajofrín, por lo que tenían de espejo de los dos polos de la rebelión toledana. El primero era caballero bueno, de los que se costeaban corcel y armas, con la esperanza de ganar en su día la hidalguía, en tanto que el segundo era hidalgo viejo, de familia antigua.
Rollán, que vestía con esmero, ceñía lobera y se mostraba tan atento a detalles y compostura como todos los buenos, era de los que se había sublevado por pura generosidad, ante el peligro que corría doña Blanca. También era de los que, pese a todo, se consideraba súbdito leal del rey. Ajofrín, en cambio, como muchos segundones de buena familia, vivía de poner su espada al servicio de los nobles. Vasallo del conde Enrique de Trastámara, aunque estaba con los rebeldes toledanos, era de los vistos con desconfianza, ya que velaba por los intereses de su señor, atendiendo a los de la reina sólo cuando convenían a los del primero.
Quizá por eso, ambos se mostraban más bien circunspectos, en tanto que otros se llenaban la boca de comentarios, que no tenían más valor que el haber sido recogidos en algún otro corro de esa misma plaza.
—El rey ha aceptado entrevistarse con los portavoces de la causa de la reina —decía, más que excitado, un hidalgo muy joven.
—Negociar nunca ha hecho mal a nadie. —Benavent movió la cabeza, tocada con el birrete colorado—. Pero tenía entendido que siempre hubo contactos.
—Esta vez es algo más —medió un hombre bueno adinerado, de barbas blancas y ropas algo ostentosas de brocados, al que el físico conocía de vista—. Van a celebrar unas vistas para acercar posturas. Esperemos que lleguen a un acuerdo y se pongan fin a tantos desórdenes.
—¿Unas vistas? ¿Se conocen detalles?
Unos y otros hablaban, envueltos en el runrún de la plaza. Y, del sinfín de frases interrumpidas y opiniones cruzadas, Benavent fue sacando datos como el que sacude un cedazo en el arroyo para separar las pepitas de la arena.
Supo así que los señores seguían en Medina del Campo y que, tras la muerte de Alburquerque, el infante de Aragón se había alzado, por derechos de sangre, con la jefatura del bando. El rey, por su parte, tras conocer el desastre de los suyos en Medina, se había trasladado de Castrojeriz a Toro, que en esos momentos le era más fácil de defender, y allí había recibido a una embajada de los rebeldes. Abandonado por casi todos, a la defensiva, don Pedro parecía haber suavizado mucho sus posturas. Se había mostrado casi cordial con los emisarios y, sin mucho tira y afloja, había convenido con ellos celebrar unas vistas en la aldea de Tejadillo, entre Toro y Morales.
Benavent asentía mientras escuchaba. Los congregados se hacían lenguas sobre los detalles acordados para las vistas, pero, no sin cierta diversión por parte del viajero de Alejandría, parecían dar casi más importancia a un suceso ocurrido durante la estancia de los enviados rebeldes en Toro. Por una disputa sobre quién habría de alojarlos, Alfonso Jufre Tenorio y otro señor se habían enzarzado a cuchilladas en mitad de la calle, arrastrando a parientes y amigos a una refriega multitudinaria que se saldó con algunos muertos. Los hermanos Tenorio habían huido luego de Toro, por temor al castigo del rey, que había desposeído a uno de ellos, Juan —hasta entonces hombre de gran confianza—, de todos sus oficios.
Lo que hacía importante ese incidente, a ojos de los toledanos, era que Alfonso Jufre Tenorio fue alguacil mayor de la ciudad hasta la revuelta y, de hecho, era uno de aquellos que fueron presos y luego prefirieron abandonar la ciudad, antes que unirse a los rebeldes. Irónico era, se comentaba entre sonrisas, que un ajuste de cuentas con un viejo enemigo le hubiera enviado, a la postre, al mismo bando que sus conciudadanos.
—En fin —zanjó el mismo bueno de antes, el barbudo de las ropas de brocados—, no deja de ser una cuestión menor.
Ahora, lo que importa, es ver si la buena disposición de don Pedro es cierta.
—No le queda más remedio que negociar. Está acorralado, todos le han abandonado y a duras penas puede mantenerse en Toro. —Ajofrín esbozó una sonrisa blanda.
—Esa no es forma de hablar del rey —le reprendió con dureza Rollán.
—Convengo en que no es decoroso hablar así, en público, de su alteza —cortó rápido el hombre bueno, quizá temiendo que estallase pendencia entre esos dos—. En cuanto a que esté acorralado… puede que sea eso lo que deba preocuparnos. Dado que el rey está en mala situación, esto puede ser una maniobra de dilación. Que acepte negociar no para ceder, sino para ganar tiempo y encontrar una salida al atolladero en el que se halla.
—Eso es poner en tela de juicio las intenciones… —había comenzado Rollán, pero el comerciante le cortó.
—Hijo —replicó con amabilidad—. Yo no pongo en tela de juicio nada. Pero los reyes sólo se obligan con ellos mismos y no deja de llamarme la atención que, tras tanta obstinación en no ceder un paso, se avenga ahora, y de repente, a unas vistas en igualdad de condiciones.
—Eso es ser mal pensado.
—Cauto, lo llamaría yo.
La discusión entre aquellos dos se mantenía en tono amable. Rollán deseaba de manera ferviente la reconciliación de Toledo con el rey y, sin duda, otro tanto le ocurría al viejo menestral, aunque quizás a este último le movía más la prudencia que el corazón, como era el caso del primero. En el caso de algunos otros, resultaba más difícil calibrar qué buscaban y cuáles eran sus verdaderas intenciones. Tiempo después, ya instalado en Sevilla, Hug Benavent de Alejandría, al hablar de aquellos días que vivió de primera mano en Toledo, habría de comparar la situación con los estrechos peligrosos, llenos de corrientes, vientos y reflujos de la marea, que zarandean a los bajeles poco advertidos.
Los partidarios del rey se mantenían en sus casas, a la espera. Mudéjares y judíos igual, en sus respectivos barrios y, en el caso de los segundos, se rumoreaba que estaban acumulando gran número de armas; no para dar ningún contragolpe a favor del rey, sino como simple precaución, ya que varias juderías castellanas habían sido asaltadas en los últimos tiempos. Los partidarios más ardientes de doña Blanca pugnaban por apuntalar su victoria, en tanto que los vasallos de los grandes nobles procuraban torcer la situación en provecho de sus señores, mientras menestrales y mercaderes instaban a una salida pacífica… Todo un reflejo de las luchas de poder entre la nobleza tradicional de Castilla y las nuevas clases urbanas.
Ya bastantes tensiones habían surgido a raíz de la entrada del maestre don Fadrique en la ciudad, so pretexto de reforzar las defensas. Máxime cuando sus hombres habían aprovechado la situación para saquear las casas de don Samuel Levi, tesorero mayor del rey. Levi había repartido dinero a manos llenas entre la comunidad judía de Toledo, pagando de su propia bolsa sinagogas y servicios públicos; por lo que los hebreos, ya de por sí fieles a don Pedro —otro de sus benefactores—, habían expresado su disgusto y temor ante ese expolio, y otro tanto habían hecho los partidarios del rey en la ciudad.
Tras el saqueo, habían aumentado los rumores sobre la entrada de armas en la Judería, así como sobre que los notables hebreos se reunían a escondidas con los caballeros de don Pedro. Más de una discusión agria había habido, entre las distintas facciones toledanas, acerca de la oportunidad o no de tomar alguna medida al respecto.
Por suerte, la toma de Medina del Campo, con la euforia desatada, había aliviado las tensiones entre los distintos bandos. Las grandes riquezas descubiertas en las casas de Levi fueron mostradas al pueblo, como prueba de la rapacidad del tesorero mayor. Una gran suma, a la que la propia reina Blanca añadió cuanto oro pudo reunir de sus cofres, para crear un tesoro con el que financiar los gastos de la guerra. De esa forma, el expolio se había transformado en justa requisa, el maestre había partido con él hacia el norte, y los ánimos se habían aplacado un tanto, aunque no del todo.
—¿Cuándo serán esas vistas? —se interesó Benavent.
—Se han fijado para el día 12 de noviembre.
—No queda nada.
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Mientras paseaba entre rastrojos, ya ennegrecidos por las primeras heladas, Juan de Henestrosa no podía por menos que volver cada cierto tiempo la cabeza y agitarla, complacido ante la solidez de la plaza a la que había enviado el rey a su sobrina. Iba paseando con ésta por los campos, sin rumbo fijo. María de su brazo, cubierta con manto grueso y capucha, pues soplaba viento frío del norte, a ráfagas sobre las llanuras, doblegando las copas de los árboles y las matas. Henestrosa aún vestido con ropas de viaje y piezas de armadura, porque bien pudiera haberse topado con partidarios de doña Blanca por el camino, con el consiguiente riesgo de choque armado.
Unos pocos jinetes les escoltaban, pero ahora se mantenían a distancia prudente, sujetando las riendas del corcel y la mula. El consejero real había insistido en salir de Urueña y dar una caminata por los campos para pasear tranquilos, conversar seguros y también, en sus palabras, porque «el aire libre es bueno para la salud, digan lo que digan algunos físicos. Las personas son como las plantas: aunque el exceso de sol las agosta, su falta las marchita».
Si había un lugar en la Corona de Castilla donde la noticia de la próxima entrevista entre el rey y los señores rebeldes no había causado sino inquietudes, ése era la villa de Urueña. Don Pedro había instalado allí a su amante e hijas, ya que, temiendo cada día más por su seguridad, recelaba de la lealtad de todos y Urueña, al sur de Tordehumos, era una población pequeña y bien fortificada. Sobre un cerro, con muros poderosos y dos puertas fáciles de guardar, era casi inconquistable por asalto o sorpresa, y una guarnición pequeña podía defenderla durante meses.
Hasta allí se había desplazado María, siempre dócil a los designios de Pedro, para instalarse guardada por hombres de confianza. Fue allí donde supo de las vistas concertadas cerca de Toro. Y hasta allí, para hablar con ella, viajó Juan de Henestrosa con sólo unos cuantos escoltas, en una cabalgata rápida a través de territorios para él peligrosos, ya que tuvo que pasar cerca de Morales, donde acampaban los hermanastros del rey, que casi hubieran dado un brazo con tal de echarle mano.
—Pedro está acorralado. Entiendo que tenga que negociar. —Ella hablaba con resignación.
—Ha de negociar, cierto.
—No puede hacer otra cosa. Pero ¿qué va a ser de mí y mis hijas? Los señores exigen no sólo que vuelva con doña Blanca, sino que a mí me destierren. Y tengo miedo de lo que pueda ocurrir después.
—¿? —Henestrosa la miró como el que no comprende lo que le dicen.
—Una vez lejos de Castilla, puede ocurrir cualquier cosa. ¿Cuántos han muerto en el destierro sin que se llegase a saber si fue de alguna dolencia o por veneno? Mis hijas lo son también del rey y los habrá que consideren que pueden ser una fuente futura de conflictos…
—No lo entiendes, María: nadie va a exiliarte. —La sonrisa de su tío era a un tiempo tierna y fiera—. El rey está acorralado, sí. Pero eso sólo implica que no puede recurrir a la fuerza armada, al menos por ahora.
—Ahora soy yo la que no entiende. —Se arrebujó en el manto, haciendo crepitar los damascos, porque el viento arreciaba.
—Alburquerque, al que Dios haya perdonado, forjó una alianza en la que se mezclan magnates, arribistas, soñadores. Una amalgama difícil pero que, de momento, se sostiene fuerte. A don Pedro no le queda casi nadie de su lado y, desde luego, no puede ni soñar con dar batalla abierta. Tiene que recurrir a otras tácticas. Aprovechar que todos le dan ya por vencido y creen que no le queda otro remedio que hacer concesiones.
—Entre ellas, que yo sea expulsada de Castilla.
—Aceptar las vistas ha sido para don Pedro como tragar hiel. Tú le conoces mejor que nadie, así que puedes imaginar cómo se siente. —Volvió de nuevo la mirada a la villa fortificada, sobre cuyas torres ondeaban los pendones reales—. Pero descuida, que no es una claudicación, sino un ardid de guerra. Se trata de ganar tiempo, eso es todo, y no tiene intención alguna de sacrificarte ni a ti ni a vuestras hijas.
—¿Seguro? —María giró hacia él la cabeza encapuchada.
—¿Crees que te engañaría en esto? Las vistas son una maniobra. Yo mismo le aconsejé fingir cordialidad. Don Pedro cree, y en eso le doy la razón, que no puede ceder ante exigencias hechas a punta de lanza. Si se doblega, quedará en situación de gran debilidad, y sentará un precedente que le pesará en el futuro como grilletes de hierro.
—Pero los rebeldes reaccionarán aún con más furia, no bien adviertan que todo es una treta.
—Al menos, ganaremos tiempo. —Sonrió, ahora sombrío—. Tiempo es lo que necesitamos.
Se detuvo, las manos a la espalda, el sobremanto de viaje aleteando, para evaluar desde aquel ángulo la fortaleza imbatible de Urueña, sobre una loma larga, con sus murallas y bastiones que encerraban a la población entera.
—Alburquerque consiguió esa amalgama difícil de la que te hablaba; pero él ya no está. Son como la pólvora: una suma de elementos, de fuerza terrible, pero muy inestable. A cada cual le guía un motivo. Las ciudades son las más intratables porque desean sosiego, herederos, un trono fuerte que ponga freno a los señores, y por eso se han sublevado por la reina. Pero a los señores, y a no pocos caballeros, no les mueve más que la ambición. Buscan prebendas y desconfían unos de otros. Tenemos que usar su codicia en nuestro provecho. Si lográsemos atraer a unos cuantos, otros muchos volverían junto al rey, aunque sólo fuese por miedo a quedarse en el bando perdedor. Por eso mismo nos abandonaron en su momento.
—¿Y si esa alianza se mantiene fuerte?
—Don Pedro no va a ceder a ninguna de las tres condiciones de los blancos. Aún nos quedan un par de flechas en la aljaba, sobrina, y ellos no lo saben. Todo es cuestión de reservarlas para el momento adecuado.
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Fueron tantas las hazañas atribuidas a Alvar Osorio y los hermanos De la Plata en aquellos pagos, que se convirtieron en uno de esos pequeños mitos locales que, durante tres o cuatro generaciones, andan en boca de todos y en las coplas de la tierra, antes de comenzar a difuminarse y desaparecer. Por eso, cuando la época ya hubo pasado, ellos aún seguían frescos en la memoria de la gente. Se decía que en su día echaron una mano al caballero Alvar de Castro, cuando huía de los alguaciles reales, que le perseguían para degollarle. También que, como eran de natural audaz y dados a tomarse la rida a la ligera, arriesgaron ésta para presenciar a escondidas aquellas famosas vistas de Tejadillos entre el rey don Pedro y los señores rebeldes.
El reino entero contuvo el aliento durante esos días, en espera del resultado del encuentro. Las negociaciones previas habían sido arduas, se acordó celebrarlas en Tejadillos, una aldea insignificante, a medio camino entre Toro y Morales, y hasta el último pormenor se discutió, sin dejar un solo fleco suelto. De creer a lo que había trascendido, acudirían cincuenta caballeros por cada parte, con armaduras y espadas, pero sin escudos, lanzas ni cascos. El propio don Pedro iría a la cabeza de sus parciales y a la de los de la reina don Fernando de Aragon. Sólo ellos dos estarían asistidos por un doncel a caballo cada uno, que les llevaría lanza y yelmo, en atención a su rango.
Algunos lugareños pudieron presenciar el encuentro de lejos, desde lugares altos o subidos a los árboles. Pero eso no era suficiente para Osorio y los hermanos de la Plata quienes, dispuestos a llegar más cerca que nadie, se deslizaron como culebras por entre las matas, lo que daría lugar, años después, a la leyenda, algo exagerada, de que casi se habían metido entre las patas de los caballos. Tumbados en el suelo, sin cuidar del frío y la humedad, porque el otoño era ya bien entrado, los tres pudieron así observar, ocultos, cómo las dos cincuentenas de notables castellanos se acercaban con los caballos al paso. Y, aunque dados a tomarse las cosas a la ligera, no por eso dejaron de sentirse impresionados, pues pocas veces podía un hidalgo de campo ver a tanto poderoso junto.
Unos y otros cabalgaban de armadura, según lo acordado, sobre corceles de gualdrapas de ricos bordados. Las sobrevestas formaban un mosaico de bermejos, ocres, azules, verdes, salpicado por blancos con las cruces rojas de Santiago y negras de Calatrava. En cuanto a blasones, un experto podría haber señalado allí los de muchos grandes linajes, tanto de Castilla como de Aragón.
El invierno comenzaba a asomar por aquellas tierras. El día era claro y frío, las copas de los árboles se mecían entre murmullo de hojas y las vestas de los jinetes ondeaban a la caricia del viento. Los dos grupos, llegados a distancia prudencial, refrenaron sus monturas hasta detenerse, en un alarde de hierros, cueros, telas nobles de colores ricos.
—Anda. Pero si está ahí el amigo Alfonso de Lira. —Alvar Osorio se echó a reír muy por lo bajo, al divisar a aquel caballero gallego que anduviese por la comarca—. ¡Cómo ha progresado!
—Le habrá ido bien a la sombra de Alvar de Castro. Por cierto, ahí está también. —Alfonso de la Plata señaló por entre las ramas del matorral—. Ha vuelto a Castilla, con los enemigos del rey. Supongo que con ganas de venganza.
Juan de la Plata siseó como una víbora, temiendo que los cuchicheos llegasen a oídos de alguien, pues así de cerca estaban. Los de ambos bandos habían desmontando para cubrir parte de la distancia que les separaban y luego, a sólo unos pasos ya, los cincuenta de la reina doblaron la rodilla ante don Pedro, el primero de todos el infante don Fernando, entre rumor a roce de hierro y telas. Tras esa formalidad, de los del rey se destacó un hombre fuerte al que Juan de la Plata reconoció por su blasón como Gutier Fernández de Toledo, repostero mayor y uno de los apoyos más sólidos del monarca.
Por mucho que después se dijese, no estaban tan próximos como para poder oír el discurso del caballero. Los golpes de viento les acercaban unas pocas palabras, para luego rolar y escamotearles las siguientes, de forma que era arduo seguir el discurso. Pero, por el tono, gestos y algunas frases sueltas, les fue fácil colegir que hablaba por el rey, con un discurso entre altivo y apaciguador. Más tarde, al contrastar lo que cada uno creyó oír, llegarían a la conclusión de que el oficial había echado en cara a los rebeldes su actitud, antes de prometerles, en nombre del rey, el perdón si deponían las armas.
El portavoz real, tras su alocución, se giró sobre los talones y, con gran ceremonia de gestos, pareció solicitar la aprobación de su señor a tales palabras. Este, sobreveste roja con las armas reales bordadas, el gesto pétreo, el almófar retirado, cofia de cuero sencilla sobre la cabeza, asintió. Gutier Fernández de Toledo regresó entonces junto a los del rey, que se agrupaban a ambos lados y tras de él.
Luego se destacó un caballero de las filas rebeldes, éste de veste ocre y aspecto digno, para adelantarse con pasos lentos y medidos, como si caminase por los salones de un palacio.
—Ese es Fernando de Ayala —susurró Juan de la Plata.
Ayala el Viejo, como le llamaban, al parecer designado portavoz de los rebeldes, debió lanzar una proclama igual de resonante. El viento seguía llevándoles frases al azar y, por ellas, entendieron que el noble alavés estaba exponiendo las demandas de los partidarios de la reina, a la vez que insistía en la lealtad de todos los presentes a don Pedro. Al hilo de eso, volvía sobre la vieja excusa de que su revuelta se debía al deseo de servir bien a ese mismo rey al que combatían.
Finalizado su discurso, se giró a su vez, como hiciera el vocero real, para pedir la anuencia de los suyos. La recibió en forma de un rugido unánime de aprobación, que sacudió las filas rebeldes y llegó nítido a los tres hidalgos ocultos entre las matas.
Todos aquellos gestos debían estar pactados de antemano, ya que, no bien hubo regresado Ayala junto a los suyos, fue el mismo soberano quien se adelantó unos pasos, paia hacerse oír con claridad y sin intermediarios. El aire le agitaba la veste roja y, por lo que llegaron a oír los espías, afirmó estar dispuesto a designar a cuatro delegados, para negociar con los partidarios de doña Blanca.
Luego, él también regresó con los suyos. Y ahí acabó todo. Los cincuenta rebeldes doblaron de nuevo la rodilla, en homenaje al rey, y ambos bandos retrocedieron hasta sus respectivos caballos. Montaron y unos se volvieron a Toro y otros a Morales. No bien los vieron lo bastante lejos, Osorio y los hermanos De la Plata abandonaron su escondrijo, ufanos de la hazaña y contentos de que, a tenor de lo escuchado, el rey estuviese dispuesto a considerar las condiciones de los blancos, y a abrir puertas por fin a una solución.