Capítulo 34

34

Las diez leguas que separan Tordehumos de Tordesillas tuvieron, para María Padilla, el sabor a cenizas que deja en la boca el destierro. Porque algo de destierro era partir casi a escondidas, no bien asomó un resquicio de luz a oriente. O, mejor que partir, evacuar aquella fortaleza, en busca de un refugio más seguro para sus hijas y ella, si es que a esas alturas les quedaba alguno.

El rey había ordenado la mudanza no bien se confirmó que sus primos y el señor de Vizcaya habían unido sus armas a Alburquerque y la causa blanca. Una noticia triste, a la que se sumó la de que también don Juan de la Cerda había cambiado de bando y subía desde Sevilla con otro ejército, para alinearse también con los enemigos del rey. Este, tras esta última noticia, sí pudo decir ya con propiedad que todos le habían abandonado; que ni un grande del reino permanecía de su parte.

Salieron de Tordehumos ya entrado septiembre y María recordaría siempre aquel viaje como una cabalgata triste, pese a lo hermoso del día, llena de temores ante lo inmediato e incertidumbre sobre el porvenir. Concluía el estío y la jornada era de temperaturas suaves, de colores ya casi de otoño, de esa atmósfera calma, propia de la temporada, que sosiega ánimos e induce, a veces, a una melancolía muy leve. Pero, en aquella ocasión, viajar por entre campos amarillos y colinas redondeadas, entre gentes silenciosas y cabalgaduras mansas, con los pendones acariciados por la brisa, no levantó los ánimos de la amante real, sino más bien todo lo contrario. Las hojas de los árboles, que ya viraban hacia los rojos, pardos, ocres del otoño, la luz de la estación, el cielo azul salpicado de nubes blancas, no hicieron sino entristecerle el corazón.

María viajaba en mula, sentada de lado, cubierta con sobremanto y velos. Un palafrenero armado guiaba a su caballería y, justo tras ella, viajaban dos nodrizas en sendas mulas, cada una de ellas al cargo de una de las dos hijas habidas con don Pedro: Beatriz y Constanza. María estaba preocupada sobre todo por la segunda, de sólo unas pocas semanas de edad. Aún más atrás iban los de a caballo, a la jineta o armados a la castellana, así como una mano de ballesteros, algunos sirvientes devotos y las acémilas con el equipaje. Habían descartado el uso de carros o literas, tanto por el mal estado del camino como para trasladarse más rápido.

Transitaban entre campos segados, ahora desiertos, y nadie les salía al paso: ni grupos de campesinos, ni hidalgos locales, ni religiosos; aunque eso se debía más a su marcha en gran secreto, más que a que el bando del rey viviese momentos muy bajos. A veces, muy en la distancia, María alcanzaba a divisar algún jinete que cabalgaba por los llanos, o en lo alto de alguno de los oteros que salpicaban esas tierras, recortado allí arriba sobre su caballo, contra el azul. Imágenes que no hacían sino aumentar sus temores, pese a que lo más seguro era que se tratase de alguno de los suyos, destacado para prevenir ataques por sorpresa.

Henestrosa se había reído del miedo mostrado por ella ante la mudanza, aunque bien sabía María que lo hacía para tranquilizarla. Cuando el rey decidió abandonar Tordehumos, pudieron constatar que, de tantos congregados allí hacía tan poco, apenas quedaban seiscientos de a caballo, que eran los que ahora le acompañaban a Tordesillas. Sus privados habían aconsejado el traslado al rey, en vista de las circunstancias, y desplazarse a Tordesillas era lo más prudente, dadas las pocas tropas con las que contaba, además de que eso le situaría más próximo al teatro de guerra, como una astilla clavada en Tierra de Campos, pues ya no tenía fuerzas para ser martillo.

Aquel viaje, para colmo de males, hubo de hacerse en tres comitivas separadas, lo que añadió la amargura a los demás sinsabores. Primero iban el rey y sus caballeros, detrás, a paso más lento, los de a pie, sirvientes, bagajes y la reina madre, María de Portugal, con su propio séquito. Y, como esta última se había negado a viajar junto a la concubina de su hijo, María tuvo que marchar con sus hijas a la zaga, algo distante pero bien protegida por familiares y hombres seleccionados por su tío.

María se giró en la silla de montar, al escuchar cómo lloraba Constanza, sin disimular su inquietud. Pero no era nada. La nodriza la tranquilizó con un gesto, dándole a entender que el llanto era producto de las incomodidades del viaje. Volvió a recolocarse entonces, sin poder ahuyentar los temores. Pasó un jinete a galope tendido, muy lejos, tanto que no era posible distinguir detalle alguno, ni de hombre ni de caballo. Se lo quedó observando mientras cruzaba los campos, con un toque de envidia; porque aquella figura distante, de alguna forma, parecía dueña, al menos hasta cierto punto, de su destino.

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Martín descubrió que Pedro Camilo gustaba de hacer a veces la misma comparación que su difunto hermano Juan, bien porque uno la hubiera aprendido del otro, o tal vez ambos de su padre u otro hermano, o de algún maestro de armas, en su juventud. Decían que los peces, cuando están en el agua, son los que menos idea tienen de qué sucede en el estanque. Tanto uno como otro se lo repetían de constante, tratando de hacerle entender la poca visión que un hombre de armas, enfrascado en las campañas, tiene del conjunto de la guerra.

Aunque creía entender esa conseja, hasta el punto de serle irritante volver a oírla, no la sintió en carne propia hasta aquellos días frenéticos de finales de septiembre, cuando se pasó semanas galopando de un lado a otro, casi sin descanso, porque, cuantas más leguas corría, más turbia era su perspectiva de las cosas.

Imperaba la euforia entre los partidarios de la reina y, sin duda, motivos tenían, ya que no pasaba día sin que caballeros y aun compañías enteras se alistasen bajo sus banderas. Pero Martín, a la par que compartía el entusiasmo, y la casi certeza de que no les aguardaba otra cosa que la victoria, no dejaba, al tiempo, de encontrar motivos de reflexión en lo que veía durante sus cabalgadas.

Reflexión, por ejemplo, sobre el hecho de que los magnates se hubiesen asentado en campamentos propios, distantes leguas los unos de los otros. Al recordar el comentario de Beaumont, en aquel encinar portugués, sobre la falta de palabra de los señores, Martín no podía por menos que suponer que, además de razones estratégicas, les movía la desconfianza mutua a la hora de dispersar las fuerzas. Quizá nadie se fiaba de nadie, ya que, llegada la ocasión, cualquiera podía volver a cambiar de bando, y todos se guardaban las espaldas ante sus propios aliados.

Alburquerque y los Trastámara, ahora uña y carne, tras años de odios amargos, se habían instalado en Pedrosa, villa al este de Valladolid. Las compañías gallegas de Fernando de Castro, en Casasola, cerca de Ávila. Y los infantes de Aragón, con su inseparable madre, en Villalar, próximos a Tordesillas.

La misma distribución de los campamentos daba que pensar. Dejando de lado consideraciones políticas, esas posiciones atenazaban grandes territorios de la Corona de Castilla, ya que, más al norte, Galicia, Asturias y Vizcaya habían tomado armas contra el rey, lo mismo que, al sur, ciudades como Toledo, Cuenca o Jaén, o los estados sevillanos de don Juan de la Cerda. Esa tríada amenazaba a poblaciones como Burgos o Segovia, que seguían leales al monarca y, de paso, hacía difícil una traición, habida cuenta de las leguas que mediaban entre ellas.

Tras mucho deliberar, se decidió que fuese la tía del rey, Leonor de Aragón, la que acudiese a Tordesillas a exponer en nombre de todos los tres puntos defendidos por los rebeldes: destitución de los oficiales afines a los Padilla, regreso de don Pedro con su esposa legítima y destierro de su amante. Pero tales peticiones no cosecharon sino el rechazo indignado del rey y, ni con razones —vista la desproporción de fuerzas— ni con lágrimas, consiguió doña Leonor mover la voluntad de su sobrino.

Leonor de Aragón abandonó Tordesillas con las manos vacías, lo que no quiere decir que aquella embajada fallida se saldase sin consecuencias. María de Portugal, siempre valedora de la reina Blanca y cuyo odio por María de Padilla, a la que culpaba de cuanto ocurría, no había cesado de crecer, tras aquella nueva negativa a la reconciliación pidió licencia a su hijo para dejar Tordesillas e instalarse tras los muros de Toro.

Liquidada cualquier esperanza de arreglo pacífico, volvieron las acciones armadas. Las tropas blancas recorrían Tierra de Campos, sin encontrar más oposición que las poblaciones realistas que les cerraron las puertas en las narices. En tal aspecto, cosecharon fracasos estrepitosos, como los intentos de ganar Salamanca o Valladolid mediante agentes del interior. En la segunda, los rebeldes trataron en vano de que Juan Alfonso Tello —hermano del caballero de la reina madre, Martín Alfonso Tello— les abriese las puertas y, aunque nada consiguieron, no faltaron quienes dijeran que la propia María de Portugal había tenido algo que ver en las negociaciones.

Pero no había en toda Tierra de Campos tropa realista capaz de medirse con ellos en abierto y, lo que no se pudo ganar con astucias, se hizo por la fuerza de las lanzas. Así, los blancos obtuvieron un triunfo más que sonado al conquistar Medina del Campo, donde se acantonaban más de medio millar de realistas de a caballo. Fue un 27 de septiembre, y Martín nunca olvidaría año y día, no sólo por la gran victoria que supuso, sino porque también fue la primera vez que cruzó hierros con un enemigo.

En tiempos futuros, Martín haría alusión muchas veces a aquel hecho de armas, para él memorable, aunque la toma de la villa fue poco más que una confusión de carreras por las callejas y escaramuzas tumultuosas. Los rebeldes forzaron la entrada de Medina gracias a amigos de dentro, y los de don Pedro, viendo que el enemigo entraba en tromba, no quisieron presentar un combate que les hubiera sido desastroso, por lo que optaron por retroceder en masa hacia la Mota, la tremenda fortaleza de ladrillos, antiguo recinto urbano y ahora ciudadela interior de la villa.

La retirada se hizo a toda prisa, mientras las tropas rebeldes irrumpían por las puertas, entre flamear de pendones, y las gentes de la villa se atrancaban en sus casas o se acogían a las iglesias. Un puñado de valientes se quedó atrás, a cubrir la zaga, y así fue como Martín, que iba esa jornada en la vanguardia invasora, se encontró de sopetón batiéndose en las callejas de Medina.

No recordaría luego casi ni cómo, pero lo cierto es que se vio cambiando golpes con un hombrón que le sacaba casi dos cabezas. Se cubría el otro con bacinete, y empuñaba broquel y una maza enorme a la que media docena de pinchos muy largos daban un aspecto tan anticuado como temible. Era no sólo mucho más fuerte, sino también más curtido en las lides de la guerra; y por eso mismo no tenía deseos de entretenerse y dejar que los enemigos cayesen sobre él en gran número. Por tanto, la pelea fue una sucesión de cruces de hierros y carreras por las callejas.

El realista descargaba mazazos terribles, de los que Martín conseguía cubrirse a duras penas con su propio broquel, que ya iba acusando los daños de las púas. Pero, aun así, el mozo no cejaba y devolvía golpes con el martillo de guerra. Beaumont, que estaba en la refriega y acertó a ver esa pugna a intervalos, entre las revueltas callejeras, la equiparó a la de un perro de presa y un oso, el segundo buscando ante todo ponerse a salvo, y el primero acosándole y brincando sin descanso a su alrededor.

El día no era en exceso caluroso y Martín no se protegía sino con bacinete y jubón de cuero, pero, aun así, el sudor le corría por el cuerpo a regatos. Tenía los brazos cada vez más entumecidos; el izquierdo de sujetar el broquel con el que paraba los golpes y el derecho de blandir su martillo de guerra. Todo eran carreras, gritos, llamadas, estruendo de metales en aquel dédalo de calles estrechas, y él, ensordecido pollos campanazos de los hierros, atento sólo a lo inmediato, no se apercibió siquiera de que habían ido a desembocar a un espacio más abierto.

Su oponente, tras encajarle un porrazo tremendo, que le hizo recular varios pasos, se dio la vuelta para correr, dándole la espalda. Y él, sin pensárselo dos veces, salía ya en su persecución, pero se lo impidió alguien que le agarró por el hombro. Se revolvió entre furioso y atemorizado, creyendo que un enemigo rezagado le había sorprendido por detrás; pero no era sino Juan de Beaumont, que se hurtó al martillazo con un salto. Martín bajó el arma, perplejo y algo avergonzado, mientras que el navarro, que empuñaba también un martillo de guerra, se reía de buena gana.

—¿Por qué me has sujetado? —Martín se echó atrás el capacete, para limpiarse la frente.

Beaumont, que tenía también el rostro brillante de sudor, señaló con su propio martillo más allá de la esquina en la que le había retenido.

—Tú sigue adelante, si buscas la muerte.

Martín se volvió a pasar el dorso del guantelete por la cara, antes de dar tres pasos y asomarse con precaución. La calleja moría en un espacio despejado y, más allá elei mismo, se alzaba la mole de la Mota. Los partidarios del rey que habían protegido la retirada de los suyos salían por las bocacalles, a la carrera hacia las puertas, al amparo ahora ellos de ballesteros alertas con ganas de disparar contra cualquiera que osase perseguirlos. De no haberle sujetado Beaumont, ahí hubiese acabado Martín, traspasado por media docena de virotes.

—Gracias —dijo jadeante, porque ya sabía que en tales casos no había que ser efusivo de más—. ¿Y tú de dónde sales?

—Llevaba ya un buen rato detrás de ti. Debieras recordar que es útil vigilar las espaldas.

—¿Detrás de mí? ¿Por qué no me ayudaste?

—No tenía ningún interés en la vida de ese hombre y dos contra uno no es una lucha muy justa. Además, ¿para qué iba a intervenir? Yo ya tengo hartanza de duelos y combates para varias vidas. Tú, en cambio, andas aún hambriento de ellos. —Sonrió—. Yo también fui en tiempos como tú, y líbreme Dios de robarte momentos como éstos.