Capítulo 2

2

En aquellas horas últimas, previas al asalto final, Juan Carrillo fue casi el único que estuvo en las murallas, no lejos de la brecha abierta. El resto de su vida, Martín habría de recordarle tal como era en aquellos momentos: alto, cenceño, grave, el pelo cano y la barba en punta. Envuelto en su albornoz morisco marrón oscuro, paseando calmoso por el adarve, las manos dentro de las mangas, las botas resonando sobre las piedras. Deteniéndose de tanto en tanto para, sacando las manos, apoyarse en las almenas a otear, en busca de algún movimiento de tropas a la primera luz del día.

Inspeccionar los muros de Aguilar antes del alba era una costumbre que Carrillo había adoptado en los últimos días de asedio. Era la hora mala, la final de la noche, cuando los centinelas son más dados a dormirse. El mejor momento para que el enemigo intente un asalto sorpresa, o para que un traidor les franquee el paso.

Pero, aquella última mañana, ya no quedaban centinelas, ni nada que guardar. Juan Carrillo y su paje Martín recorrían unas defensas abandonadas. Alboreaba, pero no se oían apenas sonidos: el chasquear de las banderas de Aguilar, con sus águilas índigo sobre blanco, el silbido del viento, y a veces un mugido, ladridos, el canto de un gallo en un corral. Fallaba hasta el olor a leña quemada, tan de la hora, cuando se avivaban los fuegos del hogar. Pero también los lugareños, lo mismo que los soldados, habían huido de la villa al amparo de la oscuridad.

Carrillo se asomó de nuevo a las almenas, convencido de que había enemigos en los campos circundantes, aunque no se viese nada. Y allí se quedó largo rato, las palmas de las manos sobre las piedras heladas, rumiando sus pensamientos.

Desde mediados del mes de octubre, las tropas del rey don Pedro de Castilla sitiaban Aguilar, capital del ricohombre Alfonso Coronel, rebelde a su autoridad. Los soldados reales habían plantado tiendas junto al camino de Córdoba, cerca del río. Abrieron zanjas y agujeros para obstaculizar posibles salidas y comenzaron a excavar galerías subterráneas, con paciencia de hormigas. También llevaban consigo ingenios de guerra y los tan temidos truenos, que disparaban bolas de hierro entre estampidos, fogonazos y grandes humaredas negras.

Los banderizos del señor de Aguilar les combatieron animosos durante meses. Cada vez que las compañías reales se acercaban, les recibían con una lluvia de piedras y saetas, entre gritos y cánticos de guerra y ondear de los pendones con el águila índigo. No conformes con eso, habían realizado también correrías por toda la comarca, poniendo en apuros a los sitiadores y llegando a capturar a uno de sus jefes.

Se decía que muchos señores castellanos, descontentos con el rey y su canciller Alburquerque, estaban por alzar bandera y unirse a Alfonso Coronel. Que el rey de Granada mandaría también jinetes. Incluso uno de los yernos de Coronel, Juan de la Cerda, había cruzado el estrecho para pedir ayuda a los reyes benimerines de África.

Pero todo eso fue al principio del asedio, cuando mediaba el otoño. Según iban pasando las semanas y entraba el invierno, la moral fue decayendo. El cerco se estrechaba y las noticias no eran buenas. Ni un solo señor se había levantado en armas, ni llegaron moros granadinos o africanos. Nada se sabía de Juan de la Cerda. El único que se presentó en Aguilar fue Juan Carrillo, viejo amigo de Coronel. Acudió para tratar de hacerle entrar en razón; convencerle de que depusiera las armas. Pero el señor de Aguilar era testarudo, temía a Alburquerque, otrora aliado y ahora enemigo, y no se dejó ganar. Carrillo, entonces, en un arranque, decidió quedarse y compartir al menos su suerte, porque eran compadres y grandes amigos.

A finales de año, se presentó también un escudero de coronel, recién salido de las prisiones del rey. Se había negado a rendir un castillo, del que era alcaide, al rey y éste mandó que le coitaseli las manos como castigo. Repuesto, se presentó mutilado en el campo sitiador, rogando paso libre por caridad, para poder al menos morir con su señor. Los jefes del asedio consintieron, conmovidos. Pero la presencia en Aguilar de aquel desdichado, que recorría como alma en pena las murallas cuando llovían proyectiles, en busca de una muerte que no acababa de llegarle, dañó la moral más que otra cosa, ya que su presencia recordaba a los rebeldes el rigor del rey.

La leña, las hortalizas, la harina comenzaron a escasear por Año Nuevo. Los sitiadores amagaban asaltos no sólo a la luz del sol, sino también en las noches entreclaras. Aquellos ataques al claro de la luna eran quizá lo más duro. Lanceros y ballesteros se acercaban en oleadas a los muros, entre redoble de atabales, toques de trompeta, clamoreo, resonar de varas y metales. Los gritos de alarma y el rebato de campanas despertaban a la villa entera. Todo era entonces confusión. Los artilleros reales disparaban sus truenos, y los fogonazos iluminaban la oscuridad. Los estallidos de pólvora atronaban en la noche, el aire se llenaba de olor a azufre y las halas surcaban como cometas la negrura.

Los viajeros se admiraban siempre de esa costumbre castellana, consistente en forrar las balas de hierro con paja seca. Al disparar los truenos, la pólvora incendiaba esas camisas de lino, de forma que los proyectiles cruzaban las tinieblas dejando estelas de fuego, para ir a estrellarse contra las murallas y hacerlas retemblar entre lluvias de pavesas incandescentes.

A cada ataque nocturno, los soldados de Aguilar acudían a los muros a medio vestir, ateridos de frío, adormilados, pero siempre resueltos a rechazar los asaltos. Los jefes sitiadores, empero, eran demasiado avezados como para derrochar buenos soldados en ataques frontales. Coronel había reforzado sus defensas y ellos se contentaban con amagos, destinados a minar la moral, lo mismo que las azadas de sus zapadores socavaban, palmo a palmo, los cimientos de las murallas.

Faltaba de todo intramuros, y nadie contaba ya con auxilio exterior. A últimos de enero, los vigías avisaron a gritos de que llegaba el rey en persona. Apareció por el camino de Córdoba, a la hora sexta, y quienes lo divisaron, desde lo alto de las torres, dijeron que vestía de armadura, con sobreveste y pellote de pieles, tocado con almófar, sobre el que llevaba una corona, quizá para significar que llegaba como soberano y en son de guerra. Le rodeaban sus seis guardas reales, sobre destreros de gualdrapas con las armas de Castilla y León bordadas, y, tras ellos, gente selecta de las demás guardias reales —donceles, ballesteros montados, escuderos de a caballo—, así como algunos hombres de su cámara.

Entonces ya, ni el más optimista tuvo duda alguna de que el asalto final estaba próximo.

Juan Carrillo nunca había confiado en la llegada de auxilios, fuesen castellanos, granadinos o benimerines, y sí en que Coronel cambiase de opinión. Pero el temor que éste sentía por Alburquerque rozaba el pánico y, pese a los consejos de muchos, se mantuvo en sus trece.

A lo largo de esas semanas, Carrillo se había preguntado muchas veces si no habría perdido él también el seso, para unirse a un hombre condenado. Pero ya no había vuelta atrás, ni salida. El día anterior, justo antes del alba, una parte de la muralla se había derrumbado sin previo aviso, con polvareda enorme y fragor de piedras rodando. El hundimiento estuvo precedido de un rumor sordo y profundo, y de un ligero temblor del suelo, como si se removiesen las entrañas de la Tierra.

Los zapadores reales habían cavado una mina hasta la muralla y, al rayar, habían incendiado los puntales. Al ceder la galería, toda una sección del muro, ya resquebrajada por los proyectiles, se había venido abajo. Juan Carrillo estaba en el adarve en ese momento y fue de los primeros en acudir. Pese a sus años, había trepado por los escombros, seguido de Martín, entre el polvo y el grisor del alba, presto a cerrar el paso a los soldados invasores.

Pero no llegó ataque alguno. Los vigías gritaban que no había tropas enemigas a la vista y que, de hecho, a lo lejos, alertados por el estruendo y la polvareda, los centinelas sitiadores estaban dando a su vez la alarma, como tomados también ellos por sorpresa.

Cuando el viento acabó de despejar la atmósfera, se confirmó que no había enemigos cerca. Hasta los ingenios y truenos estaban sin artilleros, con sólo un retén de guardias. Los ilusos y bisoños pudieron creer que se había producido un accidente: que la mina había cedido antes de tiempo, frustrando los planes de asalto. Incluso se preguntaban cuántos zapadores habrían muerto sepultados. Pero los veteranos meneaban la cabeza.

—Cuando te batas, acuérdate: si logras herir a tu oponente, apártate luego de él y mantenle a raya —le explicó Carrillo a Martín, con gesto resignado—. Si sigues luchando, el otro puede herirte a su vez. Pero, si lo aguantas un rato, se desangrará y caerá por sí solo.

Eso fue lo que le ocurrió a Aguilar. Martín fue testigo. Aunque, en un primer momento, soldados y lugareños acudieron a reparar la brecha, no tardaron en comenzar las deserciones. Primero gentes del pueblo: campesinas de sayas negras o pardas, que tiraban de sus hijos, cargando ellas mismas con los más pequeños. Escapaban por las puertas y los guardias no se decidían a impedírselo.

El goteo se volvió chorro. Labriegos, artesanos, judíos con sus borricos. Familias enteras huían y los hidalgos no tardaron en unirse a la corriente. Los soldados de guardia, en vez de cerrarles el paso, se unieron a la desbandada. Desde la muralla se veía cómo escapaban por el campo, con ojeadas medrosas atrás, las manos en alto, dando voces para acogerse a la merced de los sitiadores. Martín fue testigo de cómo Juan Carrillo tuvo que subir para contener a Pedro Coronel, sobrino del señor de Aguilar, que quería desplegar ballesteros y asaetear a los desertores. A duras penas pudo convencerle de que eso sólo acarrearía males mayores, ya que incluso podía causar una batalla campal dentro de la misma villa.

Esa noche se desató un vendaval y Martín apenas pudo conciliar el sueño. Tumbado en su yacija, en el mismo cuarto que su señor, no hizo sino agitarse. Oía el rugido del viento en callejas y tejados, e imaginaba a los soldados de Alfonso Coronel abandonándoles, uno tras otro, entre las sombras. Los peones con sus costales al hombro, los jinetes a pie, guiando a las monturas de las riendas, con sigilo, para no delatarse.

Debió de dormirse al final, porque fue Juan Carrillo el que le despertó a él, a la hora de costumbre. El caballero estaba ya vestido y había avivado el brasero con los últimos trozos de carbón de leña.

—Vístete, Martín. Come lo que te apetezca y junta lo que creas que debes llevarte. Ninguno de los dos volveremos a esta casa.

Sin más, fue a sentarse junto al brasero. Mientras Martín hacía el hatillo, se entretuvo en mirar los carbones al rojo. A veces, se frotaba despacio las manos, y su paje se preguntaba si él también iba a abandonar a Alfonso Coronel. Cuando el caballero se apercibió de que estaba listo, se encasquetó una cofia negra, de las usadas por los soldados para proteger la cabeza del metal del casco y amortiguar los golpes, y le hizo seña de salir fuera.

Así fue cómo Martín acompañó a Juan Carrillo a su última ronda por las murallas, antes del alba. Fue una caminata extraña, bajando las cuestas de Aguilar sin cruzarse con nadie, faltos de los sonidos de las villas al despertar, entre el silbido del viento, el resonar de sus pasos, cacareo de gallinas y algún ladrido suelto. Martín alumbraba el camino con una tea y, al resplandor agitado, distinguían a veces puertas que batían a cada ráfaga de aire.

Las murallas estaban desiertas, las puertas de la villa de par en par. No había centinelas en adarves ni torres, y los pendones, con las águilas índigas sobre blanco, flameaban sobre almenas vacías, acentuando el aire de desolación.

Juan Carrillo, las mangas y bajos del albornoz ondeando, se inclinó un poco más, ya que el sol asomaba y se distinguía mejor el campo enemigo. Esa mañana sí, más allá de las zanjas y las máquinas de guerra, a la media luz gris, se columbraban las compañías reales, dispuestas para la batalla. Ballestería, lanceros, maceros, espadados, en grandes masas. Los jinetes algo a la zaga de ellos y al flanco. Adalides a caballo recorrían los haces y, pese a la distancia y la poca luz, Carrillo podía entrever los grandes pendones, con las armas de Castilla y León, que se agitaban sobre las puntas de las lanzas.

—Don Alfonso ha salido —le avisó Martín.

El caballero se volvió con viveza y avanzó unos pasos, hasta un punto en el que la recurva de las defensas le permitía observar. Alfonso Coronel estaba fuera, en efecto; en el espacio de liza, entre la muralla y el muro bajo llamado barrera. Iba a caballo, cubierto con manto negro y encima pellote, ese abrigo de pieles sin mangas que permite libertad a los brazos. Se cubría la cabeza con un gran tocado circular, del que colgaba una manga, y le acompañaba un solo ballestero, puede que el último de los leales.

Pero lo que llamó la atención a Carrillo fue un segundo jinete solitario, al otro lado de la barrera. Usaba éste armadura y almófar, adarga y lanza, y debía proceder del campo real. Achicó los ojos, tratando de averiguar quién podía ser, ya que parecía estar charlando en buenos términos con el señor de Aguilar. No pudo. Con un suspiro, puso una mano sobre el hombro del paje.

—Martín. ¿Ves tú quién es ese caballero?

—Gutier Fernández de Toledo, señor —respondió sin asomo de duda.

—Buena vista tienes, para verle la cara con tan poca luz.

—La cara no, pero sí las armas del escudo. Y son las de don Gutier. —Y era cierto porque, en aquel amanecer frío y ventoso, había logrado distinguir un león y una torre en el escudo del jinete.

—Don Gutier es buen caballero, y muy amigo de don Alfonso. —El viejo Carrillo asintió grave—. Supongo que se ha adelantado a las tropas para conversar con él. Pero esto ya no tiene remedio.

Hizo una pausa, antes de añadir sin ocultar su satisfacción:

—Ya que viene al caso, me alegra ver que has aprovechado tus lecciones de heráldica.

Sin esperar respuesta, se puso a otear de nuevo. Se oía un rumor sordo y lejano, amalgama de gritos de guerra, trompetas, atabales, timbales, resonar de hierros, relinchos y patear de corceles. La agitación de la infantería, así como el tremolar de banderas y pendones, indicaban que iba a comenzar el asalto. Se giró hacia Martín, que aguardaba envuelto en su capa parda, tratando de no tiritar. Observó con afecto a aquel mozo de catorce años, de cabello rubio oscuro, y ojos pardos y algo almendrados, que prometía hacerse hombre, si no alto, sí recio.

—En los años que has estado conmigo, he procurado darte la mejor educación que me fue posible. Que aprendieses de armas, y también de letras. Enseñarte modales. Inculcarte los valores que debe tener un hombre de bien. Me hubiera gustado tener más tiempo, verte crecer y armar… —Meneó la cabeza—. Pero es Dios quien dispone y no puede ser. Aquí hemos de separarnos, Martín.

El muchacho abrió la boca, estupefacto, pero el caballero alzó una mano, severo.

—Se acaba el tiempo. No me interrumpas. Has de salir de aquí. La villa está a punto de caer. Ya ves que nadie guarda los muros. El rey no es compasivo y la soldadesca suele ser sanguinaria. No debes estar aquí dentro cuando lleguen.

—Si todo está perdido, vámonos juntos, señor.

Pero Juan Carrillo negó despacio.

—Yo estoy condenado, me quede o me vaya. —Se pasó los dedos por la barba cana y puntiaguda—. Caí en desgracia ante el rey cuando me exigió la entrega de los castillos que administraba en nombre de doña Leonor de Guzmán. Obedecí porque era el rey, pero a disgusto, y él lo supo. También supo cuánto me pesó que después la hiciese matar. Ya me guardaba rencor, y no me perdonará ahora. Me quedo. No quiero que me den caza por los caminos, como a un salteador. Estoy ya viejo para juegos.

—Entonces, mi sitio está a tu lado.

—No. Tú tienes una vida por delante. —Meneó de nuevo la cabeza—. Sálvate, Martín. Hazlo por mí. Un hombre ha de perpetuarse, ésa es la ley natural. Perpetuarse en sus hijos, sí; pero también transmitiendo los valores que han dado sentido a su vida.

Hizo una pausa para observar a los dos jinetes, que aún conversaban a cada lado de la barrera.

—La peste negra se llevó a tu familia y yo te acogí en mi casa, por afecto a tu difunto padre, que fue amigo mío. Te he criado como a un hijo. No consentiré que mueras tan joven, y menos por nada.

Martín, envuelto en su capa, se agitó abrumado, pero de nuevo Carrillo le acalló con un gesto, antes de sacar, de las mangas de su albornoz, un par de cartas.

—Fui el otro día a un escribano y le dicté mis voluntades. Yo no sé escribir como tú. —Sonrió a la manera de los ancianos que recuerdan—. Soy viejo, nací en otro siglo. Eran tiempos bien distintos, cuando lo único que necesitaba saber un caballero era de guerra y armas.

Le tendió una carta.

—Aquí te adopto como hijo mío.

—Señor…

—¿No te he dicho que no hay tiempo para efusiones? Tengo poco tiempo y mucho que contarte. No puedo legarte nada, porque eso te ganaría la animadversión de mis hijos y hermanos, y sin duda litigios que no podrías ganar. Pero sí puedo darte lo que es uno de mis bienes más preciados.

Se abrió la parte superior del albornoz y, para estupor de Martín, sacó su espada lobera, que llevaba dentro, en su vaina y colgante de un cordón de cuero.

—Toma mi espada. —Se la tendió—. Tómala te digo, que no muerde ni es reliquia sagrada. Sé que voy a morir aquí, hoy mismo, y no quiero que mi espada acabe en poder de cualquier esbirro. No es hierro antiguo, pero sí de calidad y muy honorable. Encargué su forja a uno de los mejores espaderos de Toledo. Ahora es tuya. Cuida de ella y nunca la deshonres.

Martín cogió por fin la lobera, con las dos manos y respeto casi sagrado. Juan Carrillo enarboló la otra carta.

—En esta, ruego a mis parientes y amigos sinceros que te acojan y ayuden, en la medida de sus posibilidades. Has estado conmigo cuatro años, así que sabes de sobra quién me quiere bien y quién no. Recurre a los primeros. —Sacó ahora una bolsa—. Y por fin, esto. Un puñado de maravedíes para que te sustentes estos días. Ojalá pudiera darte más.

Volvió el rostro. A lo lejos, entre un gran clamor y ondear de pendones, el ejército real se había puesto en marcha, flanqueado por jinetes al trote.

—Ya vienen. Corre. Baja y ve a nuestro establo. Allí te espera un buen mulo. Te hará mejor servicio que un caballo, que son más delicados, cuestan mucho de mantener y despiertan la codicia.

Los dos jinetes, a uno y otro lado de la barrera, también parecían estar despidiéndose. Carrillo frunció el ceño.

—Aprovecha la oportunidad que se te brinda. Aún puedes alcanzar a don Gutier, al que tengo por amigo. Menciónale mi nombre y él te hará salir sano y salvo del asedio.

El chico, sujetando la lobera con la zurda, se las ingenió para guardar bolsa y cartas bajo la capa. Pero no se decidía a marcharse. Removía los pies y parecía buscar palabras. Carrillo se permitió una sonrisa, entre sabia y melancólica.

—Corre, hijo. No hay tiempo que perder. Te acostumbrarás a las despedidas definitivas. A su tiempo, esperemos que lejano, otros se despedirán de ti para siempre. Cuida bien de mi espada y buen nombre, y recuerda lo que te he enseñado. Alfonso Coronel, en cuanto se despida de Gutier, se irá a rezar. Le conozco bien. Yo también iré ahora a ponerme en paz con Dios, ya que no tardaré en rendirle cuentas. Y tú, aligera.

Martín aún vaciló para luego, llevado de un impulso, tomar la diestra del caballero y besarla. Este, a su vez, pareció caer entonces en la cuenta de algo. Se sacó un anillo de oro, con sus armas, para entregárselo.

—Conserva también esto. Y llévate mi bendición, hijo.

Las manos en las mangas del albornoz, se quedó mirando cómo su paje abandonaba por fin la muralla, ahora a la carrera, por la escalera más próxima, la espada envainada en la mano. Aún le gritó desde lo alto:

—¡Busca la protección de los amigos que están con el rey! ¡Y, si has de viajar, hazlo en grupo, que los caminos están llenos de forajidos!

• • • • •

No se equivocaba Juan Carrillo respecto a las intenciones del señor de Aguilar. Apenas concluida la plática con Gutier Fernández de Toledo, que le había informado, pesaroso, de que no podía esperar clemencia del rey, entró de nuevo en la villa. Se armó y, cubierto de loriga y almófar, acudió a la iglesia sita en la cortadura del cerro, a la sombra misma del castillo. Se oficiaba misa y, en aquel interior frío y en penumbras, entre el rumor de rezos y el aroma de los sahumerios, trató de poner paz en su alma. El templo estaba casi vacío y, aparte del cura y el monaguillo, no había más que un puñado de ancianos, ya que, los que no habían huido al amparo de la noche, aguardaban su destino encerrados en sus casas.

El otrora poderoso Alfonso Coronel no pudo ni acabar de oír misa. Unos tintineos metálicos a las puertas le hicieron volver la cabeza, mano sobre la espada. Pero no era sino uno de sus escuderos, de los pocos que todavía no le habían desamparado, que llegaba a toda prisa a avisarle de que los enemigos estaban entrando ya por la brecha.

Coronel se lo agradeció, le dio la mano a besar y, pese a sus protestas, le ordenó abandonar la villa y buscar el perdón real. Se entretuvo unos instantes aún en la iglesia y, no bien el sacerdote consagró la forma, se santiguó y salió fuera, al sol.

A las puertas de la iglesia, con párpados entornados, echó la mirada cuestas abajo. Las tropas del rey invadían la villa, en efecto, pero no en masa. La mayor parte se había detenido fuera, quizá para evitar un saqueo brutal. Al pasar los ojos a la muralla, alcanzó a distinguir a dos a caballo, con las cruces negras de la Orden de Calatrava sobre vestes blancas, que parecían dirigir el asalto. Los estudió unos momentos, ganado por la curiosidad. Pero luego, al ver cómo los ballesteros subían por las calles en pendiente se dio la vuelta y se alejó como hombre que camina en sueños.

Los dos calatravos, maestre y comendador de la orden, y también tío y sobrino, habían divisado a su vez al derrotado señor de Aguilar. No eran los únicos, ya que varios escuderos reales habían comenzado el ascenso, dispuestos a prenderle.

Los calatravos lo vieron todo desde lo alto de sus corceles de guerra, engualdrapados en blanco. Los escuderos subían las cuestas con martillos de guerra y mazas en las manos, apoyados por algunos ballesteros, aunque nadie esperaba encontrar resistencia. Desde su posición, el maestre y el comendador tenían, ante los ojos, buena parte de la villa, con las casas dispersas por la falda de la colina, el barrio alto más arriba, en la propia ladera, y encima de todo el castillo. Los soldados iban casa por casa, haciendo salir a los que encontraban dentro: ancianos testarudos unas veces, de los reacios a abandonar sus hogares, pero también partidarios de Coronel, de los que no confiaban en conseguir el perdón.

El maestre de Calatrava, Juan de Prado, al observar cómo los escuderos reales se acercaban ya a la torre en que se había refugiado Coronel, no pudo por menos que agitar la cabeza, haciendo tintinear las mallas del almófar.

—De esta no sale —murmuró entre dientes—. ¿Qué necesidad tenía ese hombre de meterse en un lío así?

—Ha sido la soberbia —repuso con voz profunda el comendador—. Se creyó lo bastante fuerte como para desafiar al rey. Y ahora va a pagar el error.

Si el maestre era caballero añoso, de barba blanca y cuerpo flaco, el comendador era un hombrón en la plenitud de sus fuerzas. Pedro Carpentero lucía una barba enorme y el cráneo afeitado, a la manera templaría, según habían hecho costumbre, esos años, algunos guerreros de las órdenes militares, los más indómitos, que afeaban de esa guisa al Papado por haber consentido la ruina del Temple. Su gran estatura y aspecto belicoso, sobre todo así, vestido para la guerra, le daban aspecto de hombre con el que no convenía bromear.

Juan de Prado meneó la cabeza, los ojos aún en lo alto.

—Más que soberbia, yo diría codicia primero y miedo después. Se enredó a sí mismo, traicionó a Alburquerque y luego ya no supo cómo salir. Se atrincheró aquí, desoyendo buenos consejos. Me asombra que un hombre de su experiencia se haya metido en una trampa como ésta. Al final, el miedo le ha llevado, precisamente, al fin que tanto temía. Son las paradojas del destino.

—La soberbia le llevó a enfrentarse con quien no debía. Creyó tener banderizos y aliados bastantes como para plantar cara al rey. —Señaló con su martillo de guerra hacia la torre, rodeada ya de escuderos—. A la vista salta que no.

—Algo de razón tienes.

—Mira. Hablando de Alburquerque, por ahí viene.

El maestre de Calatrava apartó por fin los ojos de la parte alta de la villa. Por las puertas, ahora de par en par, entraba un hombre maduro, robusto, de modales reposados y ropas lujosas. Montaba mula de ricos jaeces y le escoltaban sus propios hombres de armas, muchos de ellos luciendo tabardos con su escudo. Era, en efecto, el mismísimo Juan Alfonso de Alburquerque, noble portugués, descendiente de reyes, en tiempos ayo del rey y ahora su canciller mayor; el hombre más influyente del reino. Había sido una disputa entre Alburquerque y Coronel, por la villa de Burguillos, lo que había empujado al segundo a esa rebelión descabellada.

Soplaba de nuevo el viento, haciendo flamear banderas y ropajes. Juan de Prado hizo girar su montura y volvió el rostro hacia su sobrino.

—Has llevado bien tu parte del asalto.

—Gracias, tío.

—Pero deja que te advierta algo. Has entrado, guiando a las tropas, a cabeza descubierta, tal como estás ahora, sin casco ni almófar.

—No me molesta el frío.

—No te estoy hablando del frío. Es una temeridad entrar así en plaza enemiga.

—Más bien, plaza conquistada antes de entrar. Todos abandonaron al pobre Alfonso Coronel. —Carpentero se acarició la gran barba, al tiempo que paseaba la mirada por las casas—. No había peligro alguno.

No hay peligro. —El maestre de Calatrava sonrió con hastío—. ¿Cuántos hombres habrán muerto con esa frase en los labios? No hay que ser valeroso, ni muy hábil, para meterle a alguien un saetazo entre ceja y ceja.

—Tienes razón, tío —admitió Carpentero, al tiempo que volvía a sobarse, turbado, la barba, porque a veces se sentía como un niño al lado del maestre, curtido en muchas guerras.

—Has de ser prudente. Guardarte en todo momento las espaldas. No es sólo tu vida la que te juegas. Recuerda que tienes hermanos a tu cargo y no debes fallarles.

—Me inclino ante tu experiencia, tío. —La mano, aún sobre la barba, vaciló por un instante—. Pero, si hablamos de guardarnos las espaldas, quizá debieras aplicarte el cuento.

El maestre puso en él los ojos.

—¿A qué te refieres?

—Eres mi tío. Te debo el cargo de comendador y sabes que te respeto.

—Me consta. Y también que, a veces, eres demasiado cumplido —suspiró, al tiempo que movía la cabeza, con tintineo de mallas—. Déjate de rodeos.

Carpentero señaló con la barbilla al canciller mayor, que se adentraba en la villa rodeado de sus guardas.

—La estrella de Alburquerque palidece.

—¿Ante qué?

—Ante la de la amante del rey. Alburquerque ya no goza de tanto favor como antes. Los Padilla se están haciendo poco a poco con los oficios de la Casa del rey. —Frunció el ceño—. ¡Qué mal negocio hizo Alburquerque el día que metió a esa mujer en la cama del rey!

—Eso son chismes, habladurías.

Bien sabía el maestre de qué hablaba su sobrino. Un año antes, María de Padilla era sólo una joven de buena familia, dama en el séquito de Isabel de Meneses, esposa de Alburquerque. En casa de éste la había conocido el rey y hecho su amante. Según las malas lenguas, el canciller mismo había propiciado la relación, para manejar mejor al joven monarca. Pero María, o sus ambiciosos parientes, tenían planes propios.

Desde su encuentro en Asturias, se había vuelto inseparable de don Pedro, le acompañaba a todas partes, y su parentela se había convertido en la mayor amenaza para la privanza indiscutida que ejercía Alburquerque.

—En fin. ¿A dónde quieres llegar, sobrino?

—A que, si Alburquerque cae, esa caída puede salpicar a los que estén demasiado cerca de él.

—Sigue siendo el hombre más poderoso del reino.

—Hoy sí. Pero ¿y dentro de un tiempo?

—Tiempo, tiempo… ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? Sigo sin ver a dónde quieres llegar.

—Eres íntimo amigo de Alburquerque. Puedes verte perjudicado.

—Vivimos tiempos en los que es preciso elegir bando; ya no para ganar, sino para preservar lo que se tiene. Uno no puede permanecer al margen. Ya me lo advirtió mi padre de pequeño y siempre lo he tenido en cuenta. Juego a banderías porque no me queda más remedio. Aparte de que, como has dicho, Alburquerque y yo somos amigos. No voy a desampararle si le llegan tiempos peores.

—Toma precauciones.

—No hay mejor precaución que evitar las intrigas y no mezclarse en negocios que puedan considerarse traición.

Pedro Carpentero fue a replicar, pero se interrumpió para olisquear.

—¿No hueles a humo? —preguntó inquieto.

—Sí. Algo se está quemando.

El comendador paseó la mirada, temiendo ver alguna columna de humo.

—Espero que nadie haya causado un incendio. El rey ha mandado respetar la villa y, si se quemasen casas, sería para mí un baldón.

—Siempre tan puntilloso. Eso está bien. —Esbozó una sonrisa—. No veo ninguna humareda y juraría que a lo que huele es a leña quemada. Algún soldado habrá encendido fuego para calentarse. No le culpo. Hace un frío de mil diablos.

—Supongo que tienes razón —convino el comendador, aún receloso.

—Claro que la tengo. Si se hubiese desatado un incendio, ya habrían dado la alarma. Creo que debiéramos imitar a ese sabio desconocido que ha encendido fuego. Aguilar es nuestra y yo tengo frío. Mira: ya bajan los escuderos reales a Alfonso Coronel, preso. Quiero calentarme un poco, y no deseo presenciar lo que, me temo, está a punto de ocurrir.

En efecto, dos escuderos reales con tabardos, con las armas reales bordadas, bajaban a un hombre desarmado.

—Que Dios se apiade de él, porque no creo que el rey lo haga —murmuró Carpentero.

—Coincido contigo, sobrino, y me reafirmo. No quiero quedarme aquí y ser testigo de ciertos hechos. Vámonos. Deja a tus lugartenientes al mando y volvamos a mi tienda, a calentarnos y tomar algo.

El que se dio casi de bruces con el señor de Aguilar fue Alburquerque. Los escuderos reales habían desarmado a este último, dejándole sólo un gambax[1], que de poco le iba a servir en un trance así. Alburquerque, no queriendo humillar más al que primero fuese su aliado y luego enemigo, tuvo el gesto de bajarse de la mula para acercarse a él.

Así se vieron las caras, por última vez, el canciller y el ricohombre vencido. Alfonso Coronel no se mostraba abatido ni desafiante; parecía resignado a su suerte y, aunque sostuvo la mirada del otro, lo hizo con ojos de alguien que ya está lejos de todo. Alburquerque, al ver lo mucho que había envejecido en pocos meses, no pudo evitar conmoverse un poco.

—Me pesa verte en esta situación, don Alfonso. Lo digo de veras.

Y, como el otro no respondía, se metió las manos en las mangas, ribeteadas de piel.

—¿Por qué porfiaste tanto, en algo de tan poco provecho? Eras alguien con peso en estos reinos, y mira en qué situación te encuentras ahora.

Alfonso Coronel pareció volver en parte de lejos, para contestar con esa solemnidad que da el fatalismo.

—Esta es Castilla, don Juan Alfonso, que hace a los hombres y los gasta. Yo bien veía a dónde me conducía todo esto; pero no pude impedirlo, ni desviarme de mi destino.

Alburquerque no supo qué responder a eso. El prisionero preguntó, cabizbajo:

—¿Me llevarás a presencia del rey?

—Eso no es posible —contestó con pesadumbre, y parecía sincero—. Hace tiempo que te ha sentenciado.

El preso encajó con tanta calma que logró incomodar a los escuderos que le flanqueaban, y aun a Alburquerque mismo.

—No esperaba otra cosa. De hecho, tenía la certeza de que la justicia de Dios habría de alcanzarme justo hoy, y no ayer o mañana.

—¿Por qué dices eso?

—Porque tal día como hoy, dos de febrero, hace años, mandé degollar a Gonzalo de Oviedo, que era maestre de Alcántara y se había rebelado contra el rey. Hace días, tuve la corazonada de que yo mismo habría de morir en igual fecha y de igual manera, en justa retribución. Y no me equivocaba. Así se cumple la ley de Dios.

Alburquerque no contestó nada, porque nada había que contestar. Pero, al alzar los ojos, no pudo ahorrarse un sobresalto. A sólo unas varas de distancia, a espaldas del prisionero, estaba el propio don Pedro. Montaba un corcel negro y vestía armadura, sobreveste roja con las armas de Castilla y León, pellote de ricas pieles, almófar y corona. Llevaba una partesana atravesada sobre la silla y los ojos puestos en el noble vencido.

El canciller aguardó un momento, por si se acercaba o hacía alguna indicación. Pero los ojos grises del monarca eran como piedras y a su rostro, joven y lampiño, asomaba una obstinación que el otrora ayo real conocía de sobra. La misma que mostraba de niño, cuando ni palabras ni castigos lograban hacerle entrar en razón. Y por ese gesto supo Alburquerque que no cabía esperar piedad. Se encaró con el vencido.

—Te perdono las ofensas que me puedas haber hecho. Te ruego que hagas tú lo mismo conmigo. Y que Dios nos perdone a ambos. —Se dirigió a los escuderos—: Entregadle a los alguaciles reales para que se ejecute sentencia. Es el rey el que lo manda.

Se lo llevaron cuesta abajo, sin que opusiera ninguna resistencia. El rey siguió aún allí sobre su caballo, observando cómo descendían, antes de tirar de las riendas y marcharse. Alburquerque, meditabundo, también abandonó la villa conquistada, con una sensación desagradable aleteándole por las entrañas.