Capítulo 43

43

Fue la compasión la que hizo a Juan el Muerto detenerse a la vera del camino, junto a aquel peregrino que, fatigado del viaje, se había sentado a tomar aliento, a la sombra de unos chopos. El otro miraba con recelo a aquel viejo recio, de cabeza calva, narices largas y barbas blancas, con su hábito pardo, hatillo y laúd al hombro, y bastón en la diestra. A su vez, el vagabundo no pudo por menos que contemplar con cierta simpatía a ese supuesto penitente de manto y capucha harapientos, rostro joven ojeroso, barba como rastrojos rubios sin cerrar y ojos desconfiados.

Juan el Muerto, tras saludarle, le advirtió amable:

—Buen amigo, seas quien seas, no creo que consigas pasar por lo que no eres. Ese disfraz no engañará a los alguaciles reales. Los caminos que salen de Toledo están llenos de patrullas y alguna de ellas te descubrirá, sin duda. Mucho me temo que te darán horca o cuchillo, según tu cuna, que con esos harapos no se distingue. —Al reparar en la mirada belicosa del joven, alzó una mano con sonrisa serena—. Hijo, no albergo malas intenciones. ¿Por qué crees que me he parado a advertirte? Hueles a fugitivo a la legua, y sabe Dios que ya ha corrido demasiada sangre por estos pagos en los últimos tiempos.

El resplandor homicida fue apagándose en los ojos de Martín Carrillo como brasas que se extinguen despacio. Juan el Muerto se apoyó en su báculo. Sin duda, aquel joven disfrazado de peregrino era hombre de armas. Lino de los de don Enrique. Muchos habían quedado atrás, heridos o descolgados durante los tumultuosos hechos de armas que acompañaron a su retirada. Aunque no alcanzaba a entender cómo, con disfraz tan burdo, podía haber cruzado siquiera las puertas de la ciudad, bien guardadas esos días.

—Me sorprende que lograses salir de Toledo, hijo.

—No vengo de allí. —Martín negó con la cabeza.

—Estabas con los nobles rebeldes. —Aún apoyado en su bastón, Juan el Muerto ladeó la cabeza—. No te molestes en negarlo.

Como Martín no contestaba, él, con audacia muy suya, se sentó a su lado, en la misma roca, ya que había espacio de sobra para dos. Pero no pronunció más palabras y, tras largo silencio, fue el primero quien por fin despegó los labios.

—Sí, estaba con ellos. Era uno de los jinetes de don Enrique. Participé en el ataque a la retaguardia del rey. Por eso te digo que no vengo de Toledo. En el asalto a la impedimenta, una saeta hirió a mi caballo. Caí y, aunque por suerte no me rompí nada, me lastimé de muy mala manera esta pierna.

Sentado en la piedra, el mozo se masajeaba el muslo. Juan el Muerto asintió, dando a entender que comprendía. Los trastamaristas, luego de su desastrosa intentona en Toledo, habían evacuado la ciudad a toda prisa. Aunque parecía que huían con el rabo entre las piernas, la fuga no era tal, sino maniobra desesperada. A galope tendido, habían vuelto al puente de San Martín, esperando sorprender por la espalda al ejército real. Pero, mientras cubrían esa distancia, el portón había cedido y los del rey invadido en masa Toledo, ansiosos por fajarse con unos enemigos que ya no estaban allí.

Cuando los rebeldes llegaron al puente de San Martín, sólo quedaban fuera las acémilas con los bagajes. Atacaron en gesto de desafío final, desbandando a arrieros y escoltas. Mataron a quien se puso en su camino y robaron bienes y víveres, antes de volver grupas y huir hacia Talavera al galope. El propio don Pedro, al enterarse, salió a la cabeza de sus guardias a perseguirles, echando humo de rabia. Trabajo costó que se volviese a Toledo.

—¿Cómo es que te abandonaron los tuyos? ¿No hubo siquiera uno que te ayudase?

—Hirieron a mi caballo cuando ya huíamos. Yo era de los que cubrían la retirada y algún ballestero de la escolta me debió disparar, oculto tras unas matas. Caí rodando por unas cuestas. Así quedé de malparado, porque no sé cuantos tumbos di con el caballo. No sé cómo no quedé aplastado. Supongo que a esa caída tengo que agradecer que no me vieran luego los del rey.

—Da gracias, sí. No hubieras encontrado piedad en ellos. ¿Cómo escapaste luego?

—Salí a rastras por la noche, esquivando patrullas. Unos hortelanos me escondieron en su choza. Allí he estado hasta ahora.

—Has tenido suerte. Con los tiempos que corren, lo más fácil era que te hubieran entregado a cambio de una recompensa. Eso o asesinarte, despojarte y enterrar tu cuerpo en cualquier descampado.

—¿Suerte? —Martín quiso sonreír, aunque casi parecía a punto de echarse a llorar—. No me ha salido gratis. Me ocultaron y me dieron algo de comida. Sí. Y también estos harapos de peregrino. Pero a cambio se quedaron con cuanto llevaba encima.

—No te quejes. Podían haberte matado para quedárselo a cambio de nada. O primero desplumarte y luego venderte de todas maneras.

—Quizá lo hubiesen hecho. Pero les dejé mi espada, en prenda de que he de volver y darles más dinero.

—¿Y lo harás? ¿Serás capaz de volver para recuperar una espada? —El vagabundo observó curioso a aquel joven hidalgo, tan mal disfrazado de peregrino.

—Por supuesto que sí. Esa espada es herencia de un hombre que fue para mí un padre. La tengo en más estima que a la vida. Casi hubiera preferido dejar en prenda la mano derecha.

—¿Y no tienes miedo de que esos hortelanos la vendan, sin esperar a tu regreso?

—Sacarían menos ganancia y se harían sospechosos de saqueo. —Miró al suelo con gesto hosco y, de repente, pareció mucho menos joven—. Además, les advertí de que, si hacían tal cosa, les mataría.

Luego de una afirmación tan rotunda, se quedaron los dos en silencio, sentados a la vera del camino, sintiendo la caricia de la brisa, como dos errantes ociosos que disfrutasen del calor del día y de un alto en el viaje. Martín, los ojos aún gachos, fue el primero en hablar de nuevo.

—No sé mucho de lo que ocurrió tras el ataque final. Yo estaba escondido y los que me acogieron no osaban salir tampoco, por miedo a los soldados.

—Demostraron prudencia. Ha corrido mucha sangre.

—¿Qué ha pasado?

—Que don Pedro no ha sido clemente. Han ajusticiado y preso a muchos. Sus esbirros campan a sus anchas por Toledo y alrededores, ejecutando sin trámite a cuantos les parecen sospechosos de trastamaristas o blancos.

—¿Qué ha sido de la reina Blanca?

Juan el Muerto, el báculo sujeto con la zurda, se acarició con la diestra la gran barba, apesadumbrado. Respondió como el que saborea bayas amargas.

—El rey no ha querido ni verla. Se instaló en la casa de Martín Fernández, el Ayo, el que murió de disgusto cuando la revuelta, para no subir al alcázar y no tener que encontrarse con ella. Mandó a Henestrosa que se la llevase presa a Sigüenza.

—¿Sigüenza? Pero si el obispo Barroso lo es de allí…

—¿No te he dicho que don Pedro no se ha mostrado clemente? El obispo Barroso es uno de los que está preso, lo mismo que los hermanos Palomeque y muchos más. Dios se apiade de ellos, porque temo que les espere el cadalso. Y aún han tenido suerte, porque a Pedro Alfonso de Ajofrín y otros vasallos del conde Enrique, a los que culpaban de haberle franqueado la ciudad, los mataron sin juicio ni espera. Y lo mismo han hecho con muchos buenos toledanos, por la rebelión del agosto pasado.

—El rey no ha sido misericordioso, en efecto.

—Algún gesto ha tenido. Pero, en general, se ha mostrado sañudo. No se derramó aún más sangre porque se fue a sitiar Cuenca, que está también alzada. Por eso me he animado a salir: se ha llevado consigo a la mayor parte de sus soldados y los caminos son ahora algo más seguros. En tiempos de guerra, te matan por nada. —Hizo una pausa—. Y tú, muchacho, ¿qué planes tienes?

—Pensaba ir a Aragón. Lo creía más seguro que intentar pasar los puertos, hacia Tierra de Campos. Pero tri me acabas de demostrar que mi plan es locura, y que no llegaré lejos, tome la ruta que tome.

Juan el Muerto sonrió.

—Yo también voy a Aragón. Me conocen en todos los lugares del camino. Si viajamos juntos, tal vez sí puedas pasar por peregrino, puesto que nadie duda de mí. Solo, llamarás la atención y te darán muerte.

Martín alzó los ojos por fin del suelo, ahora atónito.

—¿Por qué ibas a ayudarme? No me conoces de nada.

—¿Acaso no es deber de todo cristiano ayudar al que lo necesita? —repuso el vagabundo, con repentina severidad—. Vivimos muy malos tiempos y, justo ahora, es cuando más debe la gente ayudarse, aunque los haya que piensen lo contrario.

—¿Y si fuese un asesino? ¿Y si estuviese manchado con la sangre de los del Alcaná? Quizá mereciera acabar en manos de los verdugos del rey.

—Dejemos que el rey y sus oficiales se ocupen de impartir justicia. Yo no soy ni uno ni otros, por suerte. Además, si de verdad fueses uno de esos sanguinarios, muerto no podrías enmendar tus errores.

—Te agradezco tu oferta y la acepto. —Martín agitó la cabeza, el rostro de repente más despejado—. Pero mira cómo tengo la pierna. Tendremos que viajar muy despacio, y detenernos con frecuencia.

—Eso me tiene sin cuidado. —El otro, alto, calvo, barbudo, se incorporó con sonrisa patriarcal—. Los que hemos vuelto de entre los muertos no solemos tener mucha prisa por llegar a ninguna parte.