Capítulo 21
21
Aquella tarde de invierno la recordaría luego Benavent tan soleada como fría, aunque poco sol llegaba hasta el fondo de las callejuelas toledanas. Casi no corría viento y, con el declinar del día, sombras heladas se iban adueñando de recodos y cuestas, pese a que el ocaso aún se había de demorar. Personajes fabulosos, con máscaras demoníacas y ropajes fantásticos, en los que predominaba el color rojo, correteaban entre cabriolas y resonar de cascabeles, persiguiendo a los niños con juncos flexibles, a los que habían atado vejigas infladas. En una plazuela, ardía viva una hoguera y la gente danzaba en redor de las llamas, al son de timbales, gaitas y cencerros. El baile era movido, extraño, y Benavent hizo referencia al mismo, tiempo después, en alguna de sus cartas al bizantino Cosmas Filocales. Hombres y mujeres giraban sin concierto, algunos también ocultos tras máscaras, y los disfrazados de demonios saltaban el fuego a cada tanto, entre alaridos destemplados.
Benavent asistía a esa danza tumultuosa desde cierta distancia, en compañía de un vagabundo, con ojeadas distraídas, aunque su cabeza estaba más a temas bien distintos. De hecho, si se habían apartado unos pasos, era para mejor charlar, y estaban ahora recostados contra la tapia de un corral, de adobes algo carcomidos por el tiempo y la intemperie, caldeándose al sol de invierno.
—No sabía que en Castilla se celebrasen carnestolendas tan tempranas —fue la reflexión del viajero de Alejandría.
—¿Carnestolendas? No. —Su interlocutor negó con la cabeza—. Estás no son más que unas fiestas de invierno.
Era hombre alto, de osamenta recia y ya entrado en años, con la cabeza calva y una gran barba muy blanca, como sólo pueden tener esos que, de jóvenes, han sido de cabellos muy negros. Las arrugas eran fruto más de una vida agitada que de los años. Vestía hábito pardo y tosco, ceñido con cordón. Conversaba con Benavent, los ojos puestos en las danzas de la plazuela, mientras rasguñaba, con dedos ágiles, un laúd de hermosa factura. Se cubría las manos con mitones y, como la tarde era gélida, a veces dejaba de pulsar por un instante las cuerdas, para echarse el aliento en las puntas desnudas de los dedos.
Benavent se había ya acostumbrado al retablo de clero irregular que pululaba por los reinos hispánicos: frailes errantes —verdaderos o impostores—, santeros, predicadores, profetas, flagelantes, milagreros, visionarios. Una patulea prodigiosa que vagaba por los caminos sin que las autoridades les pusieran casi trabas y a la que, sin duda, debía pertenecer el interlocutor de Benavent, aunque éste no sabía, a fuer de honrado, muy bien qué pensar de él.
No sólo sabía leer y escribir —algo excepcional entre los religiosos vagabundos—, sino que su charla traslucía gran erudición, propia del que tuvo buenos maestros y frecuentó bibliotecas. Era versado en teología y retórica, y sus habilidades con el laúd, el canto y las composiciones poéticas le recordaban a Benavent a aquellos clérigos goliardos tan abundantes en épocas no tan lejanas; aunque, por lo que sabía de ellos, tampoco eran por lo general muy instruidos.
Pese a ser curioso voraz, Benavent no estaba allí con él, esa tarde de invierno, para indagar sobre su vida y pasado, sino porque era otro de los agentes de Bernal de Cabrera, de paso por Toledo. Pero, aun así, al viajero de Alejandría le era imposible ir contra su propia naturaleza.
—¿Fiestas de invierno?
—No sé con qué nombre las conocerás tú. Por estas tierras llamamos así a distintas celebraciones de origen popular, supongo que muy antiguas. Algunas puede que sean, incluso, previas a la Venida de Nuestro Señor.
—¿Y la Iglesia consiente esas muestras de paganismo?
—¿Qué hay de malo en que el pueblo se divierta? —Aquel vagabundo, de aspecto patriarcal, más que sonreír mostraba muchas veces un aire divertido, o incluso burlón, acentuado por sus facciones marcadas y una gran nariz—. Pero la que estás viendo es reciente en Toledo. Hace sólo unos años, este baile era desconocido aquí.
—¿Cómo es eso?
—Son muchos los que han abandonado el campo en estos últimos años; una consecuencia más de la peste y las malas cosechas. La gente se refugia en villas y ciudades, y en muchos lugares no hay braceros suficientes para las faenas agrícolas, por lo que el reino anda escaso de víveres; aunque sea esa la única causa. El clima ha sido adverso, las cosechas míseras y, a menudo, los esbirros de los señores despojan a los campesinos de todo. No es extraño que huyan de los campos.
—Entonces, ¿éstos no son naturales de Toledo? ¿Son refugiados?
—Muchos son labriegos venidos en los últimos años, que se han traído sus costumbres, como suele ocurrir. Aunque, dados los tiempos que corren, no pocos toledanos se suman a celebraciones de éstas, más si son desatadas.
—¿Lo repruebas?
—Dios me libre. —Hizo correr los dedos por las cuerdas del laúd—. Tan sólo señalo un hecho.
—He presenciado danzas mucho más frenéticas.
—Vivimos malos tiempos. —El religioso ambulante, o lo que fuese, observó a un demonio de ropas encarnadas que les rebasó a la carrera haciendo resonar un manojo de cencerros—. Los años pasan y no levantamos cabeza. Las desgracias se acumulan y la gente se entrega a excesos de todo tipo: unos a piedad extrema; otros a desatinos como los de los flagelantes, que recorren los caminos mortificando su carne y atacando a los judíos, a los que consideran culpables de las plagas.
Hizo una pausa, para señalar a los danzantes.
—Y otros a los placeres mundanos. Mañana podemos estar muertos y, donde unos procuran ponerse en paz con Dios, otros tratan de exprimir el tiempo que se les ha concedido. Tiempo que nadie sabe cuánto es y sólo que, siempre, es escaso. Pueden parecer actitudes contrarias, pero todas tienen el mismo origen.
—Eres un sabio.
—Tengo ojos en la cara, voy de un lado a otro y procuro reflexionar sobre lo que veo. —Comenzó a tocar una melodía muy dulce—. La gente se entrega a excesos y locuras. Pero ¿quién puede recriminárselo? Unos perdieron a la esposa o el esposo con la peste, otros a los hijos, o a los padres, cuando no la familia entera. —Sonrió sin alegría—. Yo debo ser casi el único que sacó algún beneficio de la mortandad.
Benavent asintió educado, porque ya había oído la historia de aquel errabundo, al que llamaban Juan el Muerto porque afirmaba haber sobrevivido a la peste negra. La dolencia había clavado sus garras en él, como en tantos; sufrió grandes dolores y acabó por perder el sentido, víctima de las calenturas. Debieron darle por muerto, porque despertó en una fosa común, entre pilas de cadáveres ennegrecidos, aún sin enterrar. Nunca daba muchos detalles sobre su vida anterior pero, de sus palabras se colegía que fue religioso y que había tenido problemas con las altas jerarquías eclesiásticas, por lo que había aprovechado su muerte en falso para desaparecer.
—Pero volvamos a lo que nos interesa. —El otro agitó la cabeza calva, como para espantar recuerdos viejos—. ¿Qué opinión te merece la prisión del maestre de Calatrava?
Benavent, envuelto en su capa roja oscura, recostado contra la tapia, al sol de invierno, se permitió un gesto expresivo.
—Ha sido una gran sorpresa y ha sembrado mucho miedo. Los últimos meses del año pasado transcurrieron sin incidentes y, por las noticias que llegaban de la corte, muchos albergaban grandes esperanzas de paz. Decían que el contencioso entre el rey y Alburquerque estaba camino de solucionarse, que cambiaban cartas, que había negociaciones, y que el arreglo estaba próximo. Pero todo ha sido una falsedad. La generosidad del rey no era sino una trampa: no buscaba ningún acuerdo, sino que esperaba el momento apropiado para descargar el golpe.
»Primero atrajo con engaños al maestre de Calatrava y le apresó en Almagro. Una vez le hubo puesto cadenas, obligó a los freires de la orden a jurar como nuevo maestre a Diego de Padilla, el hermano de su amante, lo que ha provocado un cisma entre los propios calatravos. Unos se han doblegado y otros han preferido huir, por lo que están en armas contra el nuevo maestre y el rey.
—¿Es que don Pedro es un títere en manos de María de Padilla y sus parientes, para hacer ese nombramiento?
—Hay opiniones para todos los gustos. Unos consideran que, en efecto, los Padilla han envenenado el oído a don Pedro, para colocar a uno de los suyos como maestre. Pero otros piensan que es cosa del mismo rey; un golpe estudiado, parte de una estrategia más amplia. Con Diego de Padilla como maestre calatravo, neutraliza la amenaza que podía suponer la orden y, de hecho, la pone de su parte.
—¿Y tú qué crees?
—Que lo segundo. El rey tiene fama de impetuoso, pero esto ha sido bien calculado. Puede que la mano de Henestrosa esté detrás, eso no lo discuto. Pero esto son maniobras de guerra porque, una vez que se ha librado de la amenaza que suponía tener al maestre por el este, don Pedro se ha vuelto con todas sus fuerzas contra el oeste, para quebrar, de una vez por todas, el poder de Alburquerque.
—Entonces, estaba planeado todo desde hace mucho tiempo.
—Eso, lo dudo.
—¿Por qué?
Hug Benavent, los ojos puestos en el baile de la hoguera, sonrió a esa manera suya, tan inquietante.
—Don Pedro está lleno de energías; demasiadas, diría yo. Es inquieto, colérico, inestable. Sufre, es evidente, un exceso de bilis amarilla. No es de los que pueden estarse quietos y, como se ha pasado casi tres meses invernando en el alcázar de Sevilla, mano sobre mano, ahora vienen las consecuencias. Ha salido de su encierro como un león furioso, lanzando mordiscos y zarpazos.
—Eso ya es suposición tuya.
—Sí. Pero yo oigo a unos y otros, y ato cabos. Tengo motivos para creer que la celada tendida al maestre fue decidida hace tiempo. Pero que la ofensiva que, en estos momentos, llevan a cabo las tropas reales contra las plazas fuertes de Alburquerque es más fruto de la cólera de don Pedro que de un plan meditado.
—¿Por qué?
—Dicen que la relación entre don Pedro y María de Padilla vive horas bajas. Que él abandonó el alcázar de Sevilla para alejarse de ella, porque esos meses encerrados juntos le han hastiado y abierto brecha entre ellos.
—Chismes.
—Chismes, sí. Pero en Castilla parece que todos tienen que hablar para darse importancia, y de eso no se salvan ni los sirvientes ni los guardas ni los porteros reales. Aquí todos están ansiosos de demostrar cuánto saben de los negocios de los poderosos, y esa historia sobre las desavenencias entre el rey y su concubina la he oído de labios de varios; y algunos de ellos bien enterados. Te lo repito: don Pedro no sabe estar quieto y tres meses con doña María, encerrado, han aflojado los lazos que les unían, en vez de estrecharlos.
—Pudiera ser. El amor es volátil, y más entre jóvenes. —Juan el Muerto, con sonrisa perdida y párpados entornados, atacó algunas estrofas sobre amores perdidos, acompañado de su laúd. Benavent, hecho ya a esos arranques del fraile ambulante, o lo que fuese, esperó con paciencia a que retomase el asunto—. Si lo que dices es verdad, entonces es sensato lo que supones: que la campaña contra las fortalezas rebeldes es un puñetazo en la mesa, una descarga de rabia, motivada por pesares bien distintos.
—Yo no lo hubiera expresado mejor.
—Pero eso, amigo, abre muchas posibilidades para el arreglo. Si María de Padilla desaparece…
—Sé por dónde vas y la respuesta es no. El amor ciego del rey por doña María era un obstáculo, cierto. Pero ése no es el problema: los reyes siempre han tenido reinas a las que no querían y amantes a las que sí. Pero don Pedro ha desarrollado, no ya aversión, sino verdadera ponzoña, contra doña Blanca. La sola mención de su nombre basta para que el rey pierda la compostura y, aunque él rompiese del todo con su amante, eso no haría avanzar un solo paso en dirección a un arreglo con la reina.
—La situación está entonces estancada.
—Estancada y pútrida, como una charca al sol. Y encima hay guerra.
—Que no le va mal al rey.
—Por ahora no. Sus huestes han entrado en Medellín, que era de Alburquerque, sin encontrar resistencia. Pero no tendrá tanta suerte en otros lugares.
El errante pulsó las cuerdas de su laúd y, con voz melodiosa, cantó algo sobre las esperanzas de pequeños y grandes, y de cómo la Fortuna es rueda que gira incesante. El sol en descenso se ocultó tras unos tejados, dejando en sombras la tapia en la que se recostaban. Hug Benavent se arrebujó en su vieja capa de buen paño colorado, que le había acompañado en tantos y tantos viajes.
—Cae la noche. Yo me vuelvo a mi posada, que es donde mejor se está con un tiempo como éste.
—Yo también me voy —comino el otro, al tiempo que despegaba la espalda de la pared y se echaba el laúd al hombro.
—¿Le llevarás pronto estas noticias mías a nuestro amigo?
—Mañana mismo, no bien abran puertas, cogeré camino y, de pueblo en pueblo, no tardaré en llegar a Aragón.
—Viajas sin descanso.
—¡Qué remedio! —Ladeó la cabeza—. Para mí es un riesgo quedarme demasiado tiempo en un mismo sitio. Al menos, en Castilla.
• • • • •
Acertaba Benavent al suponer que no todas las plazas rebeldes se iban a entregar tan dóciles como Medellín. La villa de Alburquerque cerró sus puertas a las tropas reales y éstas hubieron de entablar un sitio que Juan de Beaumont —presente en el mismo por un capricho de la Fortuna— no pudo calificar sino de locura, y eso que, en tiempos, había tomado parte en campañas harto difíciles.
La población era capital de los estados de don Juan Alfonso de Alburquerque, que había tomado de ella su apellido; y puede que, justo por eso, tuviese tanto empeño don Pedro en expugnarla. Tal vez pensaba que su caída rompería la moral del rebelde y se había empeñado en un asedio problemático, al que se unió de rebote Beaumont. Llegó buscando a su primo, el también navarro Martín Abarca, experto en fortificaciones y cercos, en esos momentos al servicio del conde de Trastámara, que estaba a su vez en aquel fuerte, ayudando a su hermano el rey contra su antiguo ayo.
Aunque, en su momento, Beaumont había jurado no empuñar más las armas, la necesidad decidió lo contrario. Tras vagar por las calles sevillanas, casi como un huérfano tras cuatro años de convento, sin más bienes que su espada, unos pocos maravedíes y su habilidad con los hierros, no encontró otra salida que ir junto a su primo, con la esperanza de que éste le procurase empleo en lo que mejor sabía hacer: guerrear. Así que, tras unas pesquisas sobre su paradero, se encaminó hacia el noroeste, rumbo a los campos de batalla extremeños, donde fue bien recibido; aunque, vista la situación, no dejaba de preguntarse si la idea habría sido buena.
Alburquerque se alzaba sobre un cerro de dos cimas, como camello de dos jorobas, una más alta que otra. La población en la más baja, protegida por cuestas empinadas y una buena muralla, y el castillo, muy fuerte, en la más alta. Beaumont, apenas llegado, a ojo, sacó la misma conclusión que los expertos, presentes desde hacía días: Alburquerque era inexpugnable mediante ataques directos.
Los truenos no podían disparar contra lugar tan elevado, y los ingenios —catapultas, trabucos, balistas— eran de escasa eficacia allí. Lo alto de la villa y lo empinado de las laderas impedían abrir minas y sólo restaba un ataque en masa, a pie, cuesta arriba, expuestos a los tiros desde la muralla. Por suerte, el rey don Pedro, del que se decía que espumaba de ira, no había ordenado un asalto así, que sólo podía acabar en carnicería.
Los hidalgos que guardaban Alburquerque se negaban a entregarla, por lo que, descartado un ataque frontal, sólo restaba el asedio, y eso era algo que las tropas reales no se podían permitir. Los rebeldes controlaban demasiadas plazas en el occidente castellano y el ejército real no podía demorarse semanas o meses ante cada una de ellas. De momento estaban acampados cerca de Alburquerque, cosa de la que muchos se regocijaban; aunque no así Beaumont, y no sólo porque no le gustase algo de reposo. En esos días inactivos, se entrenaba con espada, maza, martillo, gozoso de comprobar que su vieja destreza no estaba perdida, sino durmiente a flor de piel, y volvía con sólo cerrar los dedos sobre la empuñadura de un arma.
Pese a que se ejercitaba a todas horas, cuando su primo Martín Abarca fue en su busca, para encomendarle una misión, le encontró al amor de una fogata. El día era claro y ventoso, de cielos rasos y un sol que lucía sin dar calor. Beaumont se había acomodado rápido a la vida en campaña, pues no en vano fue, durante muchos años, hombre de armas. Y, mientras estuvo apartado de ese mundo, nada había cambiado. Seguía siendo una existencia azarosa; dormir hoy en cama y mañana al aire libre, ir de acá para allá, bruñir armas, fatigas, sueño, hambre. Él ya no jugaba, ni juraba, ni iba de putas, y bebía con mesura, pues algún poso le habían dejado cuatro años de convento. En ese ejército había viejos camaradas de armas, que daban fe de su coraje; lo que, unido al misterio de esos años desaparecido, y a que ya había matado a dos que se mofaron de sus costumbres sobrias, le había ganado el respeto de unos y el temor de otros.
Los años le habían vuelto también reflexivo. Cuando le encontró su primo, disertaba —a beneficio de un hidalgo portugués que se calentaba con él en la hoguera— acerca de que los ejércitos eran un fondo de saco para ambiciosos, indigentes, vagabundos, soñadores, bellacos, hidalgos pobres y pecheros bravos, todos soñando con labrarse una fortuna hierros en mano.
—Un ejército ha de estar siempre en movimiento —decía—. Si se detiene, como ahora, se arriesga al desastre. Es como una plaga de langosta y, si se para en un lugar, esquilma los campos y arruina a las gentes. Míranos aquí a nosotros, calentándonos con un fuego de palitos y mierda de vaca porque ya no encontramos leña de verdad. Además, si un ejército se queda mucho en un mismo sitio, se concentran los miasmas, nacen las plagas y mueren muchos.
—No digo que no, pero poca solución tiene. —El portugués, al igual que Beaumont, era un errante unido al ejército castellano en busca de fortuna—. La propia naturaleza de la guerra exige que las tropas paren de vez en cuando.
—Si no se puede cambiar las campañas, debieran cambiar los ejércitos. Imponer mayor disciplina; dotarles de reposteros y despenseros que cuiden de los suministros, para no depender tanto del terreno.
—Amigo. —El portugués reía ahora—. Tienes razón en que en el oficio de armas acaban los que no tienen donde caerse muertos. Es el último refugio de ambiciosos, soñadores y carne de horca. Yo mismo estoy aquí porque no nací primogénito, ni valgo para cura. Puedes jurar que, si tuviese algún mal predio del que vivir, otro gallo me cantara.
—Les pasa a muchos —admitió Beaumont con sobriedad—, pero no es mi caso.
Iba su compañero a preguntarle cuál era entonces el suyo, cuando llegó Martín Abarca. Tenía más o menos la edad de Beaumont, así como los mismos cabellos castaños; pero ahí acababa el parecido, porque Abarca era un gigante de ojos verdes, grandes barbas y manos enormes.
—Van a mandar parlamentarios a la villa. —Señaló de cabeza hacia lo alto—. Quieren que les acompañe y yo quiero que tú vengas conmigo.
Beaumont asintió sin despegar los labios, antes de apartarse de la hoguera para ir en busca de su caballo. No le sorprendía la misión, habida cuenta de que Abarca era experto en ingeniería militar, fortificaciones y asedios, y bien podía aprovechar para examinar de cerca las defensas de la villa.
Y el joven Martín Carrillo, a su vez, pudo así acercarse a aquel hidalgo navarro, Juan de Beaumont, de quien tanto había oído hablar a los soldados. Le vio acercarse a paso calmo, como perdido en sus pensamientos, llevando el corcel de las riendas. Capa de cuero engrasado, gambax de gamuza, cofia, calzas rojas. Montura, ropas, armas; todo, excepto la espada, se lo debía a su primo Abarca, porque había llegado al campo real con lo puesto. O eso había oído Martín, así como que era muy hábil con las armas y de pasado turbulento.
Los hermanastros gemelos del rey —Enrique, conde de Trastámara, y Fadrique, maestre de Santiago— llevarían la voz cantante en aquella embajada y, años más tarde, al rememorar esos tiempos, Beaumont caería en la cuenta de que ésa fue la primera vez que pudo ver de cerca a ambos. Iguales en lo físico —no muy altos, rubios, los ojos verdes— eran en porte y maneras muy distintos, aunque a todos les resultaba arduo precisar con exactitud en qué. Ambos, en esa ocasión, vestían armadura y almófar; veste azul con las armas de Trastámara en el caso de don Enrique, blanca con la cruz roja de Santiago en el de don Fadrique.
La media docena de parlamentarios cabalgó camino arriba sin cambiar casi palabras. Observaban curiosos la villa amurallada y el castillo; aunque el interés de más de uno era práctico y tomaba buena nota mental de cada pormenor defensivo. Los pendones de Alburquerque ondeaban sobre las torres y, mientras ascendían, un milano cruzó sobre sus cabezas, para alejarse planeando hacia el oeste.
Fuera, les aguardaban ya los portavoces de la defensa, a cierta distancia de los muros y también a caballo. Eran más que ellos; alrededor de diez, armados y recelosos, y las almenas de la villa estaban llenas de ballesteros de ojos alertas. No se veían sus ballestas, pero debían de tenerlas montadas y a mano, recostadas contra el pretil, para empuñarlas si fuese menester. Castilla era fértil tanto en gestos caballerosos como en traiciones negras, y no era raro que, pese a las leyes de la guerra, los heraldos sufriesen muerte o prisión.
Parlamentaron sin desmontar siquiera. Encabezaba a los de dentro Martín Botello, un hidalgo portugués y alcalde de la villa, y a su lado estaba Pedro Carpentero, comendador de Calatrava en Castilla, que se había refugiado allí con algunos de la orden. Por acuerdo previo, escudos y armas ofensivas colgaban de los arzones, y nadie portaba casco ni lanza.
Fue la primera negociación a la que asistió Martín, como hombre de armas ya, y siempre habría de recordar lo cerca que andaban los dedos de las armas, las miradas desconfiadas y la agitación de los corceles, que parecían contagiados del recelo de sus dueños. Las frases medidas, los cruces de ojeadas, la tensión en el aire. Le quedaría también memoria nítida de Botello y, sobre todo, de Carpentero, el más alto de todos los presentes, más aún que Abarca, imponente con la cabeza afeitada, la barba espesa y la cruz florlisada negra sobre veste blanca.
Beaumont, aunque atento a cualquier indicio de traición, se fijó más en sus propios adalides, y allí fue donde sacó sus primeras impresiones acerca de los gemelos. Días más tarde, en una de sus cartas a Constanza Uxue, dejó escrito que Enrique le había parecido más cortesano y sinuoso que Fadrique; y que, si tenía que elegir a quién dar la espalda, prefería al segundo. Que acertaban los que les decían idénticos de cuerpo y distintos de alma, aunque eso no hiciese a uno mejor que al otro.
Don Enrique llevó la voz cantante y, con los años, Beaumont se diría que debiera haberlo considerado una señal; un anticipo de tiempos aún por llegar. El conde de Trastámara usó buenas palabras, evitando ser claro en exceso; algo en lo que, con el curso de los años, se revelaría maestro. Fue, eso sí, lo bastante explícito como para tildar a los otros de traidores; epíteto que fue rechazado con vehemencia.
—¿Traidor yo? —rugió Carpentero, crispando con tanta furia los dedos sobre las riendas que casi hizo encabritar a su corcel—. ¿Cómo te atreves?
—Los hechos hablan por sí solos. —El tono de Enrique era sosegado—. Os negáis a abrir la villa a los pendones del rey y estáis en armas contra él.
—Yo no estoy en armas contra nadie, señor, ni tengo nada que ver con el gobierno de la villa. —Por el ceño y los ojos ardientes de Carpentero, debía de estar haciendo esfuerzos para no echar mano de su martillo de guerra y hundir el cráneo del conde—. No soy más que un huésped en esta plaza, que es de don Juan Alfonso de Alburquerque.
—Que, a su vez, es un rebelde al rey. Si te acoges a ella, te conviertes a tu vez en sedicioso.
—Siempre he servido a la Corona, sin ahorrarme peligros ni fatigas. Cada vez que el rey requirió mi espada, allí me tuvo.
—Si es así, ¿por qué te encuentras aquí ahora?
—Por temor a perder la vida. El rey invitó a mi tío, Juan de Prado, a volver a Castilla; le envió cartas de seguro y, sin embargo, le hizo prender no bien pisó el reino. Está preso y le han depuesto como maestre de Calatrava. ¿Aún te extraña de que temamos por la vida y hayamos buscado refugio?
—No sé nada de ese incidente, pero te invito a acogerte a la merced del rey.
—¿Para hacer compañía a mi tío, en las mazmorras del castillo de Montalbán? No, gracias.
—Si nada has hecho, nada tienes que temer.
—Nada había hecho tampoco mi tío, excepto confiar en la palabra del rey.
Los caballos piafaban y se removían, y el viento agitaba las sobrevestas. Enrique clavó en Carpentero la mirada, a sabiendas de que intimidaba a muchos, pero el calatravo se la sostuvo sin pestañear y el conde desistió de ese duelo, en el que llevaba las de perder, para dirigirse a Martín Botello.
—¿Y tú? No me digas que no tienes tampoco ningún poder aquí. Eres el alcaide y, por tanto, el responsable último de que la villa se niegue al rey.
—Yo me limito a servir a mi señor —repuso Botello, un hombre flaco y nervudo que no perdía el aplomo con facilidad.
—El servicio del rey está por encima de cualquier otro.
—Te equivocas. —Botello esbozó una sonrisa—. Soy portugués y mi señor natural es el rey don Alfonso. El rey don Pedro no puede reprocharme nada, por tanto, en este asunto.
Enrique se lo quedó mirando, en tanto que varios de sus propios acompañantes —Pedro Carrillo, Abarca, Beaumont— asentían, aprobando tal argumento. Y aún discutieron largo rato, porque el conde de Trastámara estaba empeñado en una entrega pacífica, y en la rendición de armas, mientras que Botello se agarraba como un mastín a la obediencia debida a Alburquerque. Al cabo, se separaron sin acuerdo alguno.
Se despidieron corteses, el conde disgustado, y los negociadores reales hicieron recular a sus caballos, para luego dar la vuelta e iniciar el descenso. Martín Carrillo no pudo ahorrarse miradas furtivas a las almenas, cuando las curvas del camino así lo permitían, casi temiendo que los ballesteros les asaeteasen mientras estaban a tiro. Juan de Beaumont le sorprendió en esas ojeadas y, al ver cómo enrojecía, sonrió, antes de girarse él mismo para valorar las fortificaciones.
—Ahí no hay quien entre por la fuerza.
El barbudo Abarca se permitió una risa fiera.
—Puedes jurar que no. Espero que el rey don Pedro no se irrite por la respuesta que le llevamos y ordene el asalto. —Alzó algo la voz—. Con todos mis respetos, don Enrique, sería una locura el ataque directo y no lograríamos más que sembrar de muertos las cuestas.
—Creo que es una valoración muy justa de la situación, amigo Martín —convino el conde, sin volverse en la silla.
—La única forma de conquistar Alburquerque es por asedio. Rendirla por hambre y sed.
—O mediante negociación —gruñó Pedro Carrillo, al que esos días en campaña habían enflaquecido algo.
—No parece que los de dentro estén muy dispuestos a eso —rezongó a su vez el conde.
Juan de Beaumont observó el campamento realista —empalizadas, toldos, trincheras— y a los soldados que se entrenaban con armas forradas en telas y cuero. Suspiró.
—Creo que iros espera una campaña larga y aburrida.
—Mejor eso que morir atacando esos muros a la desesperada. —Abarca volvió a reírse—. Y no me hables de aburrimiento. Seguro que en el convento aprendiste la virtud de la paciencia.
Beaumont no mudó de gesto. Nadie sabía de sus años como fraile lego en Sevilla; se había dejado una barba corta y, en lo posible, se mantenía alejado del rey; aunque era difícil que éste reconociera al religioso con el que se batió a espada, una noche. Sólo su primo sabía algo de esos años desaparecido y, ahora, se había ido de la lengua sin darse cuenta. No todos lo oyeron y sólo Pedro Carrillo se permitió una mirada de soslayo, intrigado por esa alusión a un posible pasado conventual del navarro; pero no despegó los labios. Pasado un instante, picó espuelas para ponerse a la par del conde y discutir algún asunto con él. Sin duda, debió de olvidar enseguida la cuestión.