Capítulo 33

33

Tumbado en la penumbra, con los ojos casi siempre cerrados, el rey don Pedro dejaba pasar las horas muertas sobre la cama, desnudo y tan inmóvil que, más de una vez, María de Padilla llegó a pensar que, por fin, se había quedado dormido. Ella era ya la única persona a la que aceptaba en la estancia, desde hacía dos días, desde que le atacase una jaqueca terrible que, al menor movimiento, le hacía sentir como si hierros candentes le traspasaran los sesos. A la segunda sangría, había despedido, con cajas destempladas, a físicos y sangradores, y dado orden de que los cancilleres despachasen los negocios ordinarios, y que los capitanes se ocupasen de lo militar, rindiendo cuentas de todo a Juan de Henestrosa. Luego, se había aislado en aquella habitación remota de la fortaleza.

Pero no era esa migraña atroz lo que tanto preocupaba a María, sino la abulia en la que parecía haberse sumido, abrumado por las últimas noticias. Nunca hubiera creído llegar a ver a un hombre como él en tal estado; en esa inacción total, sin moverse, los párpados caídos y, sin embargo, víctima del insomnio, negándose a atender a sus oficiales. Todo eso le causaba más temor que esas explosiones de ira suya, durante las que podía mandar matar a quien fuese, por los motivos más nimios.

María le cuidaba, le ponía sobre la frente paños que remojaba, a cada tiempo, en una jofaina llena de agua con vinagre y sal. A veces también le abanicaba y, al menos, había conseguido que hablase algo, aunque sus murmullos eran cualquier cosa menos alentadores.

—Todos me han abandonado. Todos —susurraba, el pecho bajando y subiendo, sin asomo en la voz de esa cólera roja que las traiciones en cascada debieran haber despertado en alguien como él—. Cuanto más han recibido de mí, antes han desertado y cambiado de bando. Los primeros de todos, mis hermanos…

Hizo una pausa que María aprovechó para airearle un poco, ya que, pese a los muros gruesos de la fortaleza de Tordehumos y los postigos cerrados, la atmósfera allí dentro era sofocante. Hilos de luz se colaban por los resquicios de la ventana, motas de polvo danzaban en la penumbra, olía al vinagre de la jofaina y un par de moscas zumbaban por las esquinas. Pedro ya proseguía, sin abrir los ojos o mudar de postura.

—Quise creer que podía tener hermanos, como los tiene todo el mundo. Apoyarme en mi propia familia en los momentos de apuro, como hacen casi todos. Dicen que a los reyes les está negado lo que puede tener el más humilde carbonero. Será verdad, porque ya ves: si no podía confiar en mis hermanos, quise hacerlo en mis primos, y ellos también me han traicionado.

María, tras unos cuantos golpes más de muñeca, apartó el abanico de plumas para acariciarle un hombro desnudo.

—Aún te quedan partidarios. No todos te han abandonado.

—Todavía no, es verdad… estarán esperando a mañana para hacerlo, por si así pudieran sacar mayor ganancia —replicó él, con voz apagada.

Ella, considerando que no tenía sentido seguir con eso, le retiró el paño de la frente para tocarla con el dorso de la mano y asegurarse de que no tenía fiebre, y de que se había refrescado con el vinagre. Metió el lienzo en la jofaina, escurriéndolo para que no chorrease, antes de volver a ponérselo.

Los últimos días habían sido catastróficos para la causa real en Castilla. Era como si la insurrección de Toledo hubiese desatado un terremoto en los cimientos del reino. Córdoba, Cuenca, Jaén, Talavera y otras grandes poblaciones se habían ido pronunciando por la reina, como piedras que se desplomasen de ese edificio quebrado. Y, al socaire de la rebelión urbana, un señor tras otro iban alzando bandera por doña Blanca, mientras hidalgos y aventureros acudían de todas partes a alistarse por su causa.

Villas y nobles se habían aglutinado en torno al que, sin duda, era el caudillo natural de la rebelión armada en defensa de los derechos de la reina Blanca: Juan Alfonso de Alburquerque, que en esos momentos estaba ya en Montealegre, la misma fortaleza que su propia esposa había defendido con tanto ahínco, poco antes. Los espías informaban de una gran concentración allí de compañías y notables; entre ellos, gente como Alvar de Albornoz, antiguo copero mayor de la reina y ahora portavoz de Cuenca, o Juan Alfonso de Haro, hijo del aya de la reina.

Al alzamiento de grandes urbes y a la concentración de banderizos de la reina al norte de Tierra de Campos, había que sumar la rápida deserción de señores y caballeros, que abandonaban al rey bajo sus mismas barbas para ir a unirse a los rebeldes. Los infantes de Aragón, tras recoger a su madre, se habían marchado. Y, luego de ellos, gran número de caballeros, cuyos nombres eran otras tantas ampollas en el ánimo del rey: Fernando de Albornoz, Fernando de Ayala, su hijo Pedro, Sancho de Rojas…

—Es como si no tuviera familia. Tampoco tengo amigos sinceros. Esos que hace nada decían estar dispuestos a empeñarlo todo, incluso la vida, por defender mi causa, son hoy los primeros en dejarme en la estacada.

—Los señores de Castilla son como escorpiones. No debiera sorprenderte svi actitud. Acuérdate de lo que te digo: en cuanto el viento cambie de dirección, regresarán corriendo a tu lado. —Volvió a acariciarle y, como no respondía nada, desvió la conversación—. Hace ya un rato, me avisaron de que está mi tío esperando que le recibas.

—No quiero hablar con nadie. En cuanto muevo la cabeza, este dolor me mata.

—Tienes que hacer un esfuerzo. Puede ser importante.

—Sal tú y que te diga lo que sea. No voy a atender a nadie.

Y así fue como el privado del rey vio frustrados sus deseos de entrevistarse con él, ese día. María, al salir a buscarle, supo, por los ballesteros de maza que guardaban puerta y pasillo, que había dejado dicho que salía a dar un paseo por las murallas del castillo, harto de hacer antesala. Así que ella le siguió los pasos, protegida por una sombrilla de tela leonada.

El sol de septiembre recalentaba las piedras del parapeto, pese a que corría brisa en altura que mitigaba algo los calores. Juan de Henestrosa, vestido aún con sus ropas de viaje, sencillas y polvorientas, recorría con pasos lentos las almenas, las manos a la espalda, el ceño fruncido, concentrado en sus pensamientos. A veces, se detenía a otear las llanuras circundantes, casi como si esperase ver aparecer, de un momento a otro, a un ejército enemigo a través de aquellos campos amarillentos.

Salió de sus cavilaciones apenas vio que su sobrina se le acercaba, con el parasol sobre el hombro. Fue a su encuentro para abrazarla y besarla luego en la frente, tan afectuoso como de costumbre; aunque no por eso dejó ella de advertir las huellas de fatiga en su rostro y, cuando la estrechó contra su pecho, sintió bajo el manto la dureza de las placas de hierro. No pareció sorprenderse Henestrosa ante la noticia de que don Pedro no pensaba recibirle y, aunque no hizo comentario alguno, y ni siquiera esbozó gesto de disgusto, María se sintió obligada a dar alguna explicación.

—Sufre una migraña muy fuerte desde hace días. No puede ni moverse porque se marea, tiene náuseas…

—Ya lo sé. —Henestrosa se apoyó en las almenas, para otear las llanuras.

Desde allí arriba, se ofrecían a la vista grandes planicies, en su mayor parte cubiertas de campos de cultivos ya segados y, apoyado en aquellas piedras, Henestrosa rezongó para sus adentros que, al menos, el rey había elegido el lugar con tino.

El castillo de Tordehumos se alzaba sobre un otero bajo y redondeado, con la villa al pie del mismo. Un recinto amplio, de murallas sólidas, con una torre alta y cuadrada desde la que se divisaban muchas leguas a la redonda, ideal para acantonar tropas y fácil de defender con no mucha guarnición.

El rey lo había elegido por su posición estratégica y allí, mientras estudiaba un plan de ataque contra Alburquerque y los gemelos, le sorprendió la noticia del levantamiento de Toledo y demás poblaciones, lo que había provocado una estampida entre los señores y caballeros que posaban en aquella misma villa de Tordehumos.

—¿Es mala la situación, tío?

—Peor, diría yo. —Henestrosa meneó despacio la cabeza, sin apartar los ojos de las extensiones amarillentas—. ¿Para qué mentirte?

—¿Hay novedades?

—Ninguna buena. El bando de los blancos, como se hacen llamar algunos de los rebeldes, gana fuerza de día en día. Disponen de ejércitos enteros y del apoyo de muchos lugares. Pregonan por todos lados sus demandas, y entre ellas está la de que a nuestra familia se le aparte de los oficios mayores, y que a ti se te destierre del reino. Te lo cuento así, sin adornos, porque imagino que ya te habrás enterado de todo esto por otras vías.

María, parada junto a las almenas, los ojos en las llanuras, la sombrilla sobre el hombro, las ropas agitadas por la brisa, asintió.

—¿Lograremos superar esta crisis, tío?

—Hemos de hacerlo, o estamos perdidos. ¿Cómo se encuentra, de verdad, don Pedro?

—Está hundido en una abulia que me asusta. Es como si la traición de sus primos, seguida de la de tantos hombres de confianza, le hubiese robado hasta la última brizna de fuerza. Creo que, del disgusto, casi se le ha salido el alma del cuerpo.

—Hace días que no se muestra en público y eso es un error muy grave. Muchos ven, en esa actitud, una muestra de debilidad, lo que llevará a que más caballeros abandonen nuestra causa. Tiene que reaccionar y pronto o, de lo contrario, no le van a quedar compañías a las que mandar.

—Ahora mismo, está sin fuerzas.

—Pues de algún sitio tendrá que sacarlas. Nuestra causa es un barco que hace agua por todas partes… y me temo que la situación puede ir a peor.

María ladeó un poco la sombrilla, para protegerse del sol deslumbrante del estío, antes de observar aprensiva a su tío.

—¿Más aún?

—No sabemos si los infantes de Aragón se han marchado a unirse a Alburquerque o si tan sólo se han alejado, para colocarse en situación neutral. Yo creo que, conociéndoles, será lo primero: ésos no van a perder la oportunidad de sacar su parte de despojos. María: si llegan a un acuerdo con Alburquerque, que ya capitanea a las ciudades y los señores, cuajará un bloque formidable contra el rey y nosotros estaremos solos contra todos.

—¿Qué pasará entonces?

—Que la disparidad de fuerzas será enorme.

—¿Y mis hijas? —apretó con fuerza el puño de la sombrilla.

—De eso no tienes que preocuparte, descuida. Cuento con hombres leales. Leales de verdad y no como esos de los que, por desgracia, gusta de rodearse don Pedro. Y no pongas esa cara, que he dicho que las cosas van a empeorar, no que vayamos a ser derrotados. —Se apartó de las almenas, ahora con esa vieja sonrisa bravucona bajo los mostachos negros—. Todo está perdido cuando uno está muerto, nunca antes.

La prueba de las armas parecía esquivar de continuo al joven Martín Carrillo, que no llegó a cruzar lanzas con enemigo alguno en esos días en los que Castilla entera estaba en pie de guerra. Llegó a demostrar durante el estío, eso sí, que no le faltaban ni el valor ni las mañas, ni destreza al cabalgar. El conde de Trastámara había subido a Asturias para reclutar gente de a pie con los que reforzar a su hueste, antes de dirigirse a Ponferrada, a un encuentro triple con Alburquerque y el ricohombre gallego Fernando de Castro, que se había decidido también a participar y bajaba desde sus estados con compañías propias.

Ninguno de los tres señores se retrasó y, como ya todo estaba acordado previamente, la gran fuerza combinada tomó, sin demora, camino del sureste, para invadir Tierra de Campos, desalojar de allí a las fuerzas que aún pudieran restar Fieles al rey y hacerse con el control de aquel granero de Castilla.

Para Martín fueron días azarosos, fugaces como el propio estío, a caballo entre el verano abrasador y el otoño melancólico. Primero estuvo al lado de Pedro Carrillo, que acompañó al conde Enrique a Asturias, y luego con el ejército tricéfalo que invadió las llanuras leonesas y que desfiló, como en gesto simbólico, ante Astorga, de la que era señora Juana de Castro que, tras ser abandonada el día de la boda por el rey don Pedro, se había refugiado en la villa de Dueñas, y se hacía llamar reina de Castilla.

Sus dotes de jinete habían sido advertidas, no sólo por su mentor Pedro Carrillo, sino también por otros capitanes del conde e incluso por éste mismo, que no dudó en sacar provecho de las mismas durante las jornadas en que el ejército transitó por las planicies de cereal. Se convirtió así en hombre de armas de pleno derecho, ocupado en labores de mensajería unas veces, y de avizora otras, vigilando para que el grueso del ejército no cayese en alguna celada.

Fueron días de calor sofocante, polvo y fatigas, de galopar por llanos interminables, amarillos y pardos, los ojos alertas y el dardo en la mano. Comenzó a foguearse en la tensión, en el riesgo de un encuentro armado en cualquier momento, ya que sus misiones le llevaban unas veces lejos y otras a suficiente distancia del grueso como para que, de surgir un apuro, no pudiese contar sino con sus propios medios. Pero no sufrió emboscadas ni ataques, ya que tampoco quedaban muchos jinetes realistas por esas tierras, tal como había supuesto Pedro Carrillo, que había querido empezar a curtir en la guerra al ahijado de su hermano sin exponerle de entrada a grandes peligros.

Si para Martín, uno más entre muchos jóvenes ardorosos y llenos de sueños que se alistaron en el ejército, fueron días de emoción, para Alburquerque lo fueron de gloria. Volvía a ser el hombre más poderoso del reino y las gentes le bendecían como al brazo protector de la reina doña Blanca. Cabalgaba a la cabeza de un ejército santificado por el clamor popular y las cartas del Papa, rodeado de hombres de a caballo que enarbolaban los pendones de Castilla y León, y ese otro de la Virgen Blanca de Toledo, que era ya estandarte personal de la reina e insignia mayor de los sublevados. Le seguían los nobles, unidos a la causa, así como los representantes de la liga de ciudades, ya que, una vez que los segundos habían aceptado su jefatura, a los primeros no quedó más remedio que acatarla, pese a que más de uno había sido enemigo encarnizado suyo.

El ejército, al que muchos llamaban ya de los blancos, se adentró en Tierra de Campos, transitando entre campos de trigo y cebada segados. No les faltaron informadores, guías o reclutas, ni tampoco campesinos que salieran a ofrecerles viandas, pese a que a ellos no les sobraban, enardecidos pollos pregoneros que andaban proclamando, a los cuatro vientos, la causa de la reina. A su vez, Alburquerque había prohibido depredaciones y violencias y, de hecho, sus alguaciles habían ajusticiado ya a varios que no se habían tomado en serio tales órdenes. El astuto canciller, secundado en eso porFernando de Castro, otro viejo zorro, sabía de la importancia de no granjearse la enemistad de las poblaciones por culpa de unos pocos robos.

Martín se había cruzado con algunos de esos poco avisados, ahorcados en encrucijada polvorientas; pero eso no logró empañarle los ánimos. Tanto era su entusiasmo que, cierto mediodía atipico, en el que todo el ejército se había detenido para comer y descansar un rato, Pedro Carrillo, aunque divertido, y tal vez algo nostálgico, creyó conveniente darle una lección de caballería. Una charla en la que no tardó en mediar Juan de Beaumont, también presente.

—Las causas son justas, sobre todo, en el corazón de los hombres —había afirmado el navarro, con sonrisa distraída.

—No entiendo eso. Una causa es justa o no lo es; así de simple —fue la réplica de Martín, que ya había perdido la timidez que le causaba al comienzo aquel veterano.

La sonrisa de Beaumont, que sostenía un cucharón de palo con el que sacaba rancho de la perola, se hizo más amplia. Pedro Carrillo agitó benevolente la cabeza, aunque permitió que fuese el navarro quien contestara.

—No hay causa tan pura que no pueda corromperse por las malas acciones de aquellos que dicen defenderla. A eso me refería al hablar del corazón de los hombres. Son muchos los que alzan pendón por una causa justa y, a su sombra, cometen crímenes, venganzas, expolios… y, créeme, de toda esa canalla, los más odiosos son los que, además, justifican sus iniquidades como necesarias para lograr el triunfo de la causa.

Hizo una pausa, se llevó la cuchara a los labios, hizo rodar la pitanza en la boca. Contempló a Martín, que se había convertido en un mozo no muy alto pero sí robusto, de pelo rubio oscuro y ojos almendrados, que llevaba con prestancia sus ropas de jinete.

—¿La causa de doña Blanca es justa, Martín?

—Sin duda alguna.

—¿Totalmente justa?

—Sí. —Martín, tozudo, asentía.

—Entonces, todo buen caballero de Castilla está obligado a respaldarla con las armas, aun contra el rey, pese a que éste es su señor natural.

—Sólo hasta que acepte las justas demandas. —Martín medía ahora mucho sus palabras, sabiéndose estudiado por Pedro Carrillo, que había sido su mentor durante el último año—. El rey no es dueño de las conciencias, ni del honor.

Pedro Carrillo asintió despacio, aunque por su expresión no podría colegirse si aprobaba o no la respuesta. Martín, al darse cuenta de la atención que prestaban también algunos de los que estaban más próximos a ellos, recordó aquello que comentaba a menudo Juan Carrillo sobre cuán populares habían llegado a ser las discusiones sobre caballería —lecciones, si la diferencia de edad entre los interlocutores era mucha—, en tiempos del rey Alfonso XI.

—Buena respuesta —aceptó Beaumont, tras considerarla un momento—. Pero ¿qué pasaría si nuestro señor don Enrique hubiese decidido respaldar a su hermano, el rey? ¿Cuál sería nuestro deber? ¿Seguir a nuestro señor o defender ante todo la causa justa y, por tanto, faltar a los juramentos prestados?

Martín guardó silencio, azorado, mientras trataba de encontrar una solución al dilema que le planteaban. Y no le ayudó, precisamente, el saber que cerca se encontraban hidalgos curtidos aguardando su respuesta. Pero fue el navarro, que tampoco quería ponerle en excesivo mal brete, quien deshizo el nudo:

—La solución pasa, a mi entender, por lo que tú mismo has dicho hace un momento. Uno puede verse ante distintas obligaciones que, a veces, entran en conflicto. Obligado con su señor, con svi rey, con los de su sangre, con su honor, con la ley de Dios… Conciliarlo todo puede ser arduo y, en ocasiones, imposible. En esos casos, uno queda librado a su propia conciencia y la decisión es harto difícil, ya que en ambos platillos de la balanza puede poner razones de peso.

—Atiende a las lecciones de este hombre, Martín. —Pedro Carrillo, más flaco y con aspecto más rudo que nunca, tras tanto viaje y cabalgata, aprobaba con gestos fieros—. Tiene vida y camino a sus espaldas, así que aprovecha cada una de sus palabras.

Beaumont, cuchara en mano, agradeció el elogio con un vaivén de cabeza, antes de rematar:

—Tal vez sea una gran suerte que las causas siempre sean algo turbias. Así, aquellos empujados sin remedio hacia uno u otro de los bandos en conflicto pueden encontrar siempre alguna bondad que defender y algún mal que combatir. Saberse en el lado malo, malo sin paliativos, debe ser sin duda horrible.

• • • • •

Aquella conversación tuvo lugar cerca de la villa de Nava, hacia el mediodía, cuando se detuvieron a comer y descansar un rato, cada cual buscándose la sombra como pudo. Luego, con el caer de la tarde, el ejército retomó el camino, para viajar durante toda la noche y pasar de largo ante Mayorga. Así lo habían decidido los tres jefes de la expedición, ya que el calor extremo de esos días podía agotar a hombres y cabalgaduras, con el peligro de que llegasen desfallecidos a una batalla que podía producirse en cualquier momento.

Al clarear, estaban ya próximos a Villalón, población que pertenecía a uno de los Trastámara, don Tello, que se llamaba señor de Vizcaya y Lara, pese a que decían que la intención del rey era despojarle de tales títulos, que le otorgó él mismo hacía sólo unos meses. No llegaron a entrar en la villa, empero, ya que algunos exploradores volvieron a galope tendido, con la noticia de que, en otro lugar próximo, Cuenca de Tamariz, situada algo más al sur, habían visto gran concentración de compañías de armas.

Los tres magnates y algunos de sus adalides celebraron un consejo a pie mismo del camino. Martín, uno de los destacados a guardar, a caballo y dardos en mano, el perímetro de esa reunión, y que por tanto pudo echar ojo a la misma, tuvo la impresión de que estaban ahora confusos. Y no era para menos, ya que los exploradores habían tenido el coraje de avanzar lo bastante como para distinguir los pendones de aquellas fuerza, y lo descubierto era, como poco, desconcertante.

En Cuenca de Tamariz ondeaban los pendones de don Tello junto a los de los infantes de Aragón. Y, puesto que, hasta donde los tres magnates sabían, los segundos seguían alineados con su primo, el rey, y que éste había casado al menor de ellos, Juan, con la segunda hija del antiguo señor de Vizcaya —lo que le convertía en rival de Tello por el señorío—, nadie sabía muy bien a qué atenerse.

Como las opiniones eran encontradas y la discusión amenazaba con dilatarse, Alburquerque cortó por lo sano. El sol de septiembre apretaba cada vez más y él volvía a ser el hombre de antaño, radiante de poder; así que, en vista de que no había acuerdo, mandó que el ejército se pusiese en marcha hacia Cuenca de Tamariz, en son de guerra, que era la forma más rápida de saber qué se cocinaba allí. Para sorpresa general, dispuso que fuese el conde Enrique quien, en caso de batalla, dirigiese las fuerzas, que sumaban unos mil doscientos de a caballo y casi el triple de a pie. Al advertir el desconcierto de muchos, incluido el propio conde, no dudó en explicarse. No era hombre que delegase en cuestiones importantes, cierto, ni que temiera al combate, como muchos podían atestiguar; pero ya sumaba sus años y las batallas necesitaban caudillos más jóvenes y de reflejos más rápidos.

Las compañías tomaron camino del sur, bajo un sol cegador. Los capitanes jaleaban a los hombres; el resonar de cascos y pies, y la polvareda, eran tremendos. Ballesteros y lanceros marchaban en largas columnas, entre viejas canciones de marcha que les ayudaban a sumar leguas. Dada la poca distancia que mediaba entre Villalón y Cuenca de Tamariz, donEnrique había ordenado que los de a caballo se ciñesen las armaduras. También, por consejo de Pedro Carrillo, envió a las compañías acémilas con odres de agua, para ayudar así a soportar una marcha que pesaba a todos, pero más a muchos gallegos y asturianos de las banderas de Fernando de Castro y Enrique de Trastámara.

Este último en persona hizo llamar a Martín, a poca distancia ya de su destino. Las dotes de jinete del mozo eran generalmente apreciadas y, no por nada, Alburquerque le había regalado, hacía pocos días, un caballo con algo de sangre árabe en las venas, rápido y dócil de cabalgar. A lomos de esa montura, Martín se llegó a la altura del corcel del conde y éste, tras echarle una mirada con esos extraños ojos verdes suyos, le señaló una loma, camino adelante.

—Ahí detrás está Cuenca de Tamariz. Cabalga rápido y sitúate de avizor en la cima. Si percibes algún movimiento que pueda amenazarnos, o tropas emboscadas, regresa a rienda suelta a avisarnos. No estarás sólo allí, así que no te alarmes si se te acerca algún jinete. No eches mano de los dardos con ligereza.

Martín, tras asentir, se mantuvo unos instantes a la altura del conde, por si quisiera añadir algo más. Pero había concluido y Pedro Carrillo, que cabalgaba a su derecha, despachó al mozo con ademán brusco, por lo que éste, tras quitarse un instante el gorro, adornado con pluma blanca, en señal de respeto, se lanzó adelante, al galope.

Alejarse de la columna fue casi un choque, semejante al que sufre quien, rodeado de bullicio, se lanza a un estanque y se sumerge de golpe en un mundo de sosiego. Al separarse de esa serpiente de hierro que avanzaba por el camino, dejó atrás polvaredas, ruidos, olor a hombres y caballerías, para galopar por el silencio, a través de campos segados, en los que el trigo se amontonaba en fajinas, por todos lados, en espera de la trilla. No se veía un alma. Algunas aves surcaban los cielos azul sin nubes y, en un par de ocasiones, rebasó a jinetes de avanzada, con los que cruzó gritos largos de saludo, en la distancia. Todo era amplitud, atmósfera quieta, calor.

Remontó al galope la loma y, desde lo alto, pudo divisar Cuenca de Tamariz, al otro lado. Sin desmontar, paseó la mirada por las casas de la villa y el campamento plantado a escasa distancia. Martín no era ducho aún en recontar tropas pero, a ojo de buen cubero, estimó que las huestes allí reunidas debían de estar a la par que las suyas; por lo que, en caso de trabarse en combate, éste podía convertirse en encarnizado.

Al girarse sobre la silla, advirtió que se le acercaba otro jinete, y aun detrás de él otro, destacados de la columna, tal y como le advirtiera el conde. Ambos, al igual que él, eran jóvenes y montaban a la jineta, sin silla ni armadura de ninguna clase. No le pasó inadvertido que uno estuviese al servicio de Alburquerque, en tanto que el otro era un gallego, vasallo de Castro: pese a que todos acataban el mando superior del viejo canciller, aquella triple alianza era fruto de la necesidad. Un contubernio de poderosos, que hacían y deshacían alianzas a conveniencia —como no cesaba de advertirle Juan de Beaumont—, que no se fiaban de nadie y que no iban a dar la espalda a quienes habían sido sus enemigos en el pasado, y bien podían volver a serlo en el futuro.

Pero los tejemanejes de los magnates nada importaban a esos tres jinetes. Pese a ser casi bisoños y, por tanto, más proclives que los veteranos a defender con ardor la causa de sus señores, también sentían de forma más intensa e ingenua la camaradería de las armas. Así que, tras un cruce de palabras corteses y gestos de cabeza, desmontaron los tres para abrir las alforjas y compartir lo poco que cada uno llevaba.

Aquel día, en lo alto de aquella loma, Martín Carrillo conoció otra de las constantes de la guerra: las esperas interminables, tan tensas como aburridas. Estaban en lo alto, oteando el campo enemigo mientras el sol subía, llegaba al cénit y comenzaba el largo descenso. Les faltaba sombra, porque allí no había un mal árbol, y sufrían el calor, la solana, los insectos. Pero Martín no hubiese cambiado por nada en el mundo el estar allí arriba, entre el azul del cielo y los amarillos y marrones de los campos circundantes, tendiendo la mirada por las llanuras salpicadas de oteros.

Se entretuvieron charlando, compartiendo anécdotas guerreras —que no eran muchas, dado lo jóvenes que eran— y cuidando de sus caballos, sin quitar ojo a Cuenca de Tamariz, donde se advertía cierta actividad. Había un trasiego incesante de jinetes entre la población y el campamento —aunque más bien eran dos, a un tiro de ballesta el uno del otro—, lo que no era de extrañar, pues conocían de sobra la presencia del ejército de los tres magnates.

No tenían más que volver la cabeza para ver a este último, ya que se había detenido a cierta distancia del otero. Los de a caballo habían desmontado, todos estaban comiendo y a los corceles les estaban alimentando de las parvas de cebada, tomadas de los campos colindantes. Un velo de polvo en suspensión y quietud parecía colgar sobre el mundo, puede que debido a ese calor tardío que hacía vibrar el aire, de forma que todo en la distancia tomaba tintes de sueño, en el que hombres y bestias se movían como bajo las aguas de un estanque.

El jinete de Castro dio una voz de alarma y los otros dos, que estaban sentados, con los párpados caídos, la cabeza cubierta por los gorros emplumados, se pusieron en pie de un brinco, libres de golpe de la modorra. De la propia villa salían unos cincuenta de a caballo y, entre las turbonadas de aire ardiente, se advertía que llevaban armaduras y sobrevestas y lanzas entre las manos.

Los cincuenta tomaron resueltos el camino, como si fuesen al encuentro del ejército de los magnates, y los tres a una saltaron sobre sus monturas, para agitar grandes pañuelos rojos, sin poder ahorrarse unos gritos que los suyos no podían oír a tanta distancia. Las voces reverberaban de forma harto extraña en aquel aire enrarecido, alejándose a lo largo de las llanuras, con ecos que, cosa extraña, recordaban a los de las cavernas.

El jinete de Alburquerque partió a galope tendido, cuesta abajo, a dar cuenta de qué ocurría, según lo acordado. Allí donde reposaban hacía un instante las fuerzas, ahora todo bullía de actividad. Los hombres, despabilados, ajustaban cotas, lorigas y demás defensas, entre voces y sones metálicos que llegaban hasta lo alto a oleadas, como el batir del mar.

Martín y su compañero, comidos por esa impaciencia tan propia de la primera juventud, permanecían sobre sus cabalgaduras como halcones, prestos a alzar el vuelo, atentos por un lado a los cincuenta y por el otro a los suyos, que parecían hundidos en la confusión. Martín se pasó la lengua por los labios secos, temeroso de que, al haberse estacionado demasiado cerca, no tuvieran ahora margen para aprestarse, y que sólo medio centenar de caballeros pudieran llegar a desbaratar a todo un ejército.

Pero el caos no era sino espejismo y, de la turbamulta, como una serpiente que se desenrosca, vio Martín surgir a la hueste formada. Los de a caballo delante, agrupados, los destrales prestos, los pendones coloridos agitándose en el aire polvoriento y calmo, con los de a pie a ambos lados de esa caballería central.

Algunos, a la jineta, se habían despegado al galope para acudir, a rienda suelta, a la loma ocupada por los dos vigías. Los cincuenta, al ver cómo la cima se iba llenando con rapidez de jinetes aunados, refrenaron sus monturas, quizá temiendo verse en el camino ante la caballería pesada, equipada a la castellana, y ser además atacados por los jinetes por el flanco. No tardó en llenarse la cima, que era larga y amplia, y les daba la ventaja de la altura, y, luego, ballesteros y lanceros ocuparon las laderas a los flancos. Pero, para entonces, Martín ya había ocupado de nuevo su lugar junto a Pedro Carrillo.

Sobrevino una espera, con la vanguardia del ejército blanco sobre la loma, la ballestería en las cuestas, en situación favorable para pulverizar a quienes tuviesen la mala ocurrencia de cargar, en esas condiciones, contra ellos. Pero no salieron refuerzos de Cuenca de Tamariz, ni de los campamentos aledaños, y los cincuenta se cuidaron de acercarse más. Y, como los aliados tampoco tenían intención de ser los primeros en atacar, unos y otros se quedaron donde estaban.

Tras lo que pareció un tiempo interminable, de los cincuenta se destacaron tres caballeros sin lanzas, como muestra de intenciones pacíficas. Pedro Carrillo, imitando sin saberlo a su hermano Juan, en aquella última jornada del asedio de Aguilar, se volvió a Martín para espetarle:

—Tú que tienes buena vista, ¿puedes distinguir los blasones de esos tres?

Quizá lo decía casi en broma, porque la distancia era considerable aún, costaba distinguir las heráldicas pintadas en los escudos y nadie en Castilla —pese a que unos cuantos alardeasen de ello— podía conocer todas las heráldicas del reino. Pero el mozo, sin amilanarse, alargó el cuello, achicó los ojos y, gracias a que el terreno obligaba a los tres a cabalgar en zigzag, lo que permitía ver a intervalos los escudos, se atrevió a pronunciarse.

—De dos de ellos, no sabría decir con certeza. El tercero, juraría que es el escudo de Juan de Avendaño.

—¿Abendaño el vizcaíno? —Ese era Alburquerque, pues los tres magnates estaban casi codo con codo en aquella loma batida por la solana.

—Mira bien, muchacho, que la distancia es mucha —le instó el conde.

—Si Martín lo afirma, es que es él —le apoyó Carrillo—. No sólo tiene buena vista, sino que no suele afirmar a la ligera.

Los tres magnates cruzaron miradas que lo decían todo. Juan de Abendaño fue, en tiempos, un fiel servidor de los Lara, al punto de levantar, pocos años antes, a todo un ejército de vizcaínos, para respaldar los derechos del niño Nuño de Lara frente al rey don Pedro, que codiciaba el señorío. Pese a ello, había hecho luego buenas migas con don Tello, impuesto como señor por ese mismo rey, y su presencia allí, junto a los dos —Juan de Aragón y Tello— que se tenían por señores de Vizcaya, podía considerarse más que significativa.

—Parece que es él. —Fernando de Castro hacía esfuerzos para distinguir el escudo—. Pero, lo sea o no, vienen a parlamentar. Hay que salir a ellos antes de que se acerquen demasiado, no sea que nos tomen por indecisos.

Y así fue como tres caballeros de confianza bajaron por la ladera, guiando con tiento a sus monturas, al encuentro de esos oíros tres que, al ver cómo se despegaban de la masa arracimada en lo alto de la loma, se detuvieron a esperarlos. La conversación no fue larga, pero sin duda sí jugosa porque, tras hablar lo que fuese menester, unos volvieron con los cincuenta, para regresar sin dilación a Cuenca de Tamariz, en tanto que los otros remontaban la ladera.

Alburquerque mismo picó espuelas para reunirse con ellos, seguido un pestañeo después por sus dos aliados. Martín tardó un poco en darse cuenta de que el viejo magnate, tan avisado como de costumbre, lo hacía para evitarse escuchas indiscretas mientras recibían el recado, fuera cual fuese; ya que allí arriba estaban codo con codo, en formación cerrada, al punto de que el calor era casi inaguantable. Tras escuchar a sus representantes, los tres jefes conferenciaron entre ellos sin descabalgar, antes de llamar a otros cuatro caballeros y, con la sola escolta de éstos, para asombro y pasmo de todos, partir en dirección a las casas de Cuenca de Tamariz, casi en la estela de polvo alzada por los hombres de Abendaño.

Dejados a su propio criterio, los capitanes de aquel ejército decidieron ponerse en marcha y abandonar esa posición, fuerte pero insufrible con ese tiempo. Y, según iban ya bajando la cuesta, se impusieron las viejas costumbres, de forma que, mientras sus señores se dirigían hacia lo que podía ser la boca del lobo, deshicieron la amalgama y cada una de las tres huestes se fue por su lado. Lo propio hicieron, tras ellos, los de a pie y así, en apenas nada, en vez de un solo ejército, hubo tres haces distintos que avanzaban por los rastrojos amarillos, separados entre sí una distancia prudencial.

Pedro Carrillo dirigía a los del conde, con Martín siempre a su vera. Las tres huestes se detuvieron ante la población y los dos campamentos que, a juzgar por los pendones sobre las tiendas, albergaba uno a los de don Tello y otro a los de los infantes, y estaban separados por la misma razón que las tropas del ejército triple.

Para entonces, los tres magnates habían entrado hacía tiempo en Cuenca de Tamariz y, como todo parecía bien a la vista, los de a caballo descabalgaron para dar reposo a sus monturas; aunque se mantuvieron junto a ellas y con las armaduras puestas para, a la primera señal sospechosa, tener ellos tiempo de montar y los ballesteros de formar para el disparo. Los caballeros se quitaron capelinas y yelmos, echaron atrás los almófares y retiraron cofias para secarse el sudor. Lo mismo hicieron los infantes con sus bacinetes y capuchas de cuero.

Era ya la tarde; el sol calentaba, entre el polvo suspendido y el canto de los insectos, pero Martín no pudo disfrutar siquiera de ese descanso, ya que Pedro Carrillo, posando la mano sobre su hombro, le rogó que sirviera de enlace con las otras dos huestes. Y así, mientras todos reposaban, él hubo de cabalgar otra vez bajo la solana, portando despachos verbales; algo que le permitió, en aquella jornada confusa, disfrutar de una panorámica algo más amplia que la mayoría de los presentes.

De un lado estaban las tres huestes blancas, en línea, con la de Alburquerque en el centro, la de Fernando de Castro en el ala izquierda y la del conde de Trastámara, en la derecha. Al frente, Cuenca de Tamariz, a tres tiros de ballesta, prolongada primero por el campo de don Tello, cosa lógica, ya que la villa era suya y parte de sus hombres se alojaban dentro. Y más allá, el de los infantes, con terreno por medio.

Si, a la mañana, Martín había saboreado el regusto polvoriento de la espera, esa tarde probó la incertidumbre, el no saber qué ocurre, que suele ser otra de las sazones de la guerra y uno de los males más terribles que aquejan a los soldados. Nadie sabía a ciencia cierta por qué los tres magnates habían entrado, con escolta tan magra, en una villa en principio enemiga. Todos se hacían lenguas pero nadie aportaba otra cosa que especulaciones, e igual de asombrados parecían los del otro bando, que habían salido a su vez de sus tiendas para ceñir defensas y aprestarse a un posible combate.

Unos y otros hubieron de aguardar entre el calor y el zumbido de insectos, ya que, hasta el declive del sol, no hubo movimientos en Cuenca de Tamariz. Martín, que en esos instantes volvía de dar un mensaje a Alburquerque, azuzó a su caballo para reunirse con los suyos, al ver que todos montaban y los ballesteros empuñaban armas. Al parecer, nadie en concreto dio voz de alarma; alguien debió de incorporarse, al advertir movimientos en la población, y la alerta se extendió como aceite sobre agua.

En lo que se tarda en chasquear dedos, las distintas huestes estaban observándose, llenas de prevención, y no sólo a los de enfrente, sino también a los de los flancos. Estaban lejos del alcance de las ballestas, por suerte, porque demasiados combates habían comenzado por un tiro suelto. Varios jinetes salieron de la población, a recorrer el campo, como si inspeccionasen el terreno y, luego de ellos, vieron aparecer a un caballero sobre corcel de bella estampa, cabalgando como en alarde. Martín reconoció en él a Pedro de Villegas, hasta hacía bien poco uno de los partidarios más vehementes del rey. No llevaba escudo ni yelmo y, en vez de lanza, empuñaba un gran pendón albo, con la imagen de la Virgen Blanca de Toledo bordada.

Mientras las huestes contemplaban estupefactas, salieron tras él, todos juntos y a caballo, Alburquerque, el conde Enrique, don Tello, Fernando de Castro, los infantes de Aragón, e incluso la madre de éstos, doña Leonox, en palafrén guiado por paje.

Con el paso de los años, y la experiencia ganada en campos de batalla, salones y tabernas, un Martín más maduro agitaría la cabeza al recordar esa tarde lejana y calurosa en Tierra de Campos, valorando la eficacia de aquel golpe de efecto que supuso el presentarse todos los magnates juntos ante las tropas, bajo el estandarte de la reina, en un gesto dramático que no requería explicación alguna.

Hubo un latido de silencio, antes de que los vítores comenzasen en labios de alguien, para contagiarse a los inmediatos y saltar a las demás haces, de forma que, en nada, todos estaban aclamando y pitando, mientras los lanceros repicaban varas contra los escudos y los ballesteros pataleaban. Villegas, que era hombre muy bien plantado, hacía caracolear a su caballo y flameaban el pendón, arrastrando al entusiasmo.

Se cumplían así los peores temores de Henestrosa, y todos los grandes señores de Castilla se unían contra el rey, bajo el pendón de la reina; aunque la cabeza de Martín, como casi todas, estaba en esos instantes muy lejos de consideraciones políticas. Tampoco reparó en la expresión burlona de Juan de Beaumont, que se sonreía al ver el pendón de la reina en manos de un hombre, Villegas, que tantas veces había cambiado de bando. En aquel momento, y con quince años, se dejó arrastrar, como otros mucho más veteranos, para aclamar de corazón, contento de empuñar las armas por la mejor de las causas posibles.