Capítulo 10

10

Los dos ejércitos formaron para una posible batalla allí mismo, junto a Cigales y separados sólo por un arroyo. Y decir ejército no era exagerar, ya que Enrique, conde de Trastámara, había llegado desde Asturias con más de quinientos de a caballo y el triple de a pie. Don Pedro, por su parte, había reunido una hueste muy numerosa, formada tanto por vasallos suyos como por hidalgos y mesnadas de señores presentes en Valladolid.

Enrique y Tello, tras aconsejarse con sus capitanes, habían situado a los suyos en unos viñedos próximos a la aldea, en tanto que los del rey tomaron posición en unos trigales, justo frente a las viñas. Elecciones significativas, al menos a ojos de los expertos en el arte de la guerra. El rey buscaba terreno llano y abierto, donde maniobrar en caso de enfrentamiento, en tanto que sus hermanos se hacían fuertes en una ladera, más apta para la defensa que para el ataque.

Con las primeras luces, los dos bandos estaban ya en orden de batalla, a unos cientos de pasos y con el arroyo entremedias. Adalides a caballo recorrían los haces, ocupados en que no se escapase una saeta, o que un caballero ardoroso de más se arrancase por su cuenta, para desatar un combate que nadie deseaba. Tan pocas ganas de pelea tenían los bastardos que no cesaban de enviar mensajeros al rey, reiterando que, si llegaban con tantas compañías de armas, era por temor a Alburquerque y no por hostilidad a él.

Pronto, la agitación se extendió por las formaciones de ambos bandos, según iban los hombres dándose cuenta de que el rey don Pedro en persona había salido a recorrer sus filas. Montaba un gran destrero negro y vestía armadura completa pero sin yelmo, con el almófar de malla retirado, sin cofia y con el cabello rubio sujeto por una cinta sencilla. Tanto las gualdrapas del corcel como su sobrevesta lucían las armas reales y, tras él, cabalgaban sus seis guardas reales, así como algunos donceles a la jineta y unos pocos hombres de su cámara.

El monarca empuñaba una partesana y a veces la blandía en alto, para corresponder así a los vítores de los de su bando. Caballeros, ballestería y lanceros se alborotaban al verle pasar al trote, seguido de sus guardas de armaduras pesadas, ya que la inminencia de una posible batalla calentaba la sangre más templada. Él se enardecía a su vez, según recorría los haces de soldados y, revestido de hierro, cuero engrasado y telas ricas, partesana en mano, guiaba a su montura de acá para allá, con tanta energía que resultaba contagiosa.

Era en los momentos de esfuerzo físico cuando más libre se sentía Pedro de Castilla; más seguro de sí mismo y de sus fuerzas, y mejor si mediaba riesgo. Entonces, desaparecía el desasosiego, y esos temores y dudas que le rondaban siempre. Ante un jabalí acorralado o en la vorágine del torneo, cada cual quedaba librado a sus propias fuerzas. En cambio, con los magnates, los embajadores de otros reinos, incluso con sus propios consejeros, se sentía como el que camina entre nieblas, perdido y atisbando sólo sombras de lo que le rodea.

Al aire libre, armas en puño, todo era visible y claro.

Los dos ejércitos ofrecían un espectáculo vistoso, uno en las cuestas llenas de viñas y el otro por el llano, en aquel día claro, de atmósfera limpia y brisa suave. Pendones, banderas, sobrevestas, se agitaban a cada soplo de aire. El sol destellaba sobre las hojas de las lanzas agrupadas y, por todas partes, se oían los sonidos propios de la guerra: entrechocar de metales, redoble de atabales y timbales, trompetas, voces de mando, resonar de cascos. Adargas, cotas de malla, pendones, mostraban los blasones de señores e hidalgos, en un estallido de figuras y colores que hacían aún más llamativos los despliegues de las tropas.

Don Pedro refrenó a su caballo, al reparar de repente en aquel alarde de escudos en campo contrario y, al volver los ojos al suyo, no vio sino la misma abundancia de heráldicas en ropas, defensas y pendones. Torció el gesto, ahora malhumorado, ya que, según las leyes castellanas, sólo los ricoshombres tenían derecho a lucir blasones. Los reyes no dejaban de dictar proclamas, instando a respetar tales normas, sin que nadie hiciese el menor caso, de forma que hasta el hidalgo más modesto acudía a la guerra y los alardes con el escudo de su linaje.

—¿Por qué pierdo el tiempo promulgando leyes que nadie obedece? —rezongó.

Ninguno de sus acompañantes se animó a responderle. Pero su enfado fue cosa de un instante. Le venció la euforia de cabalgar armas en mano, el ardor del posible combate, y se le fueron las nubes del rostro.

—Vamos a dejarlo correr… —Se volvió, de nuevo risueño, a su ballestero mayor, Sancho de Rojas, que cabalgaba a su lado—. Sería más fácil acabar con las corruptelas del concejo de Sevilla que conseguir que los castellanos abandonen sus costumbres de pavo real.

Pero el semblante se le nubló otra vez, al poner de nuevo los ojos en los enemigos del otro lado del arroyo. Estaban a menos de un tiro de ballesta —para inquietud de sus escoltas—, de forma que casi podía verles las caras. Así fue cómo don Pedro se fijó en uno de los adalides del conde de Trastámara: un hombre alto, a lomos de un alazán, que lucía, sobre la loriga, unas sobreseñales bermejas, cruzadas por una banda dorada.

—¿Quién es ése? —Le señaló con la partesana, de muy mala cara.

Todos volvieron la vista, aguzando la mirada. Pero fue Sancho de Rojas el que respondió primero, luego de estudiar al jinete y las armas pintadas en su adarga, que colgaba de la silla de montar.

—Juraría que es Pedro Carrillo, señor.

—¿Y por qué rayos lleva la Banda[6]? —rezongó molesto.

—Lo ignoro, señor. Pero puedo dar fe de que es buen caballero.

—Lo será, pero no es vasallo mío. —Tiró de las riendas para hacer girar a su caballo y pasear la mirada por sus acompañantes. Detuvo los ojos en uno de los donceles reales—. Ayala. Acércate a ese caballero y dile de mi parte que, ya que no es mi vasallo, no tiene derecho a lucir la Banda, y menos aún en mi presencia.

El aludido asintió y, sin demora, golpeó con las rodillas los flancos de su caballo, para llegarse al trote hasta las líneas enemigas. Así fue, cuando se despegó de la comitiva real, como Martín vio por vez primera a Pedro de Ayala.

El otrora paje de Juan Carrillo había abandonado en Aguilar a su señor, por deseo expreso de éste, para pedir protección a Gutier Fernández de Toledo, que se ocupó de que llegase sano y salvo a la casa de uno de los hermanos de Juan: Pedro Carrillo. Este, tras escuchar su historia y hacer que le leyesen las cartas, le acogió de buena gana, dispuesto a completar la educación que su difunto hermano había querido darle.

Los hijos de Pedro Carrillo eran ya hombres crecidos y, tal vez por eso, el caballero se tomó interés personal en el mozo y lo mantuvo a su lado. Por eso éste —que había tomado el nombre de Martín Carrillo— se encontraba, armado y a caballo, junto a su nuevo mentor, el día en que el doncel real se acercó hasta él con el mensaje de don Pedro. Carrillo ya había visto que un jinete se había apartado de la escolta del rey para dirigirse hacia ellos y, suponiendo que era un mensajero, se había girado en la silla de montar para jurar a grandes voces que, si a alguien se le escapaba un saetazo, le iba a cortar cuanto le colgaba.

Martín había visto, admirado y con una pizca de envidia, cómo el jinete cabalgaba hacia ellos sin temor, haciendo chapotear a su montura en las aguas turbias del arroyo. Reparó en que era hombre muy joven, alto y delgado, que montaba a la jineta, como hacían los donceles reales, con las piernas dobladas contra los flancos del caballo. Se tocaba con un gorro blanco, adornado con una pluma roja, y llevaba las manos vacías, aunque, de la silla de montar colgaban una maza de guerra y una espada jineta mora. Redujo el paso de su montura y atravesó con aplomo por entre los ballesteros, que le observaban con sus armas entre las manos, para llegar hasta Pedro Carrillo y saludarle con deferencia.

—Señor —le dijo tras las cortesías—. El rey, nuestro señor, quiere saber por qué luces la Banda.

—No tiene ningún misterio, amigo. Si la llevo encima es porque tengo derecho a ello.

—No dudo de tu palabra, señor; pero el rey opina que no lo tienes. Me manda decirte que no te conoce, que no eres su vasallo y que los distintivos de la Banda sólo pueden llevarlos hombres escogidos que, además, sean vasallos del rey o de su heredero.

—Eso dice, ¿eh?

Pedro Carrillo lanzó una mirada tan torva hacia donde se hallaba el rey que Martín, por un instante, temió que soltase una barbaridad. El caballero tenía cierto parecido físico con su difunto hermano; uno de esos aires de familia que relacionan, de forma inconfundible, a los parientes, sin que sea atribuible a ningún rasgo concreto. Era también alto y cenceño, de nariz igual de aguileña e incluso la barba era similar. Aunque en su caso rondaba los cuarenta años y, todo lo que Juan Carrillo tuvo de sosegado, lo tenía él de vehemente.

—Haz saber de mi parte al rey, nuestro señor, que yo serví en tiempos con su padre, don Alfonso —replicó altanero—. Mis hermanos y yo fuimos de los que respondieron a su llamada para defender Tarifa de los benimerines. Estuvimos siempre en primera línea, en lo más duro del combate. Una noche tuvimos que defender una brecha, abierta por los ingenios enemigos en la muralla y por la que trataban de entrar los moros. Sumaban gran número, luchaban con bravura y tuvimos que pelear fiero. Allí cayeron muchos de los dos bandos; entre ellos el señor de los Montes Claros, un moro muy noble y poderoso. Les rechazamos, y yo no debía hacerlo mal del todo, porque el rey don Alfonso me mandó, a los quince días de aquello, esta Banda que llevo sobre el cuerpo, con la orden de que, en adelante, la usase.

Arrojó su lanza a Martín, que a duras penas la pescó al vuelo, y se arrancó las sobreseñales rojas y doradas.

—Desde aquel día las he llevado puestas. Pero, de hoy en adelante, ya no las llevaré, puesto que no complace al rey. —Y las echó también a las manos de Martín.

—Le daré al rey tu respuesta que es, a mi entender, la que corresponde a un caballero cabal. —Ayala agitó la cabeza, aprobador—. Que te quede claro que, en lo que a mí me toca, no te he cuestionado en ningún momento. Me limito a servir a mi señor.

—Es lo que hay que hacer. —Carrillo asintió, aplacado un tanto—. Cumplir con las obligaciones no siempre es fácil. Puede, incluso, meternos en bretes que no deseamos. Mira, si no, en qué situación nos vemos ahora: aquí, al borde de un combate.

—Es algo que nadie quiere, cierto —convino Ayala, con gesto sobrio.

—¿Crees posible el arreglo? Te aseguro que don Enrique no quiere pelea.

—Creo yo que el rey tampoco.

—Entonces, lo lógico sería que, si nadie lo quiere, no corra la sangre. Pero ya se sabe cómo enreda a veces el Diablo las cosas. —Agitó la cabeza, haciendo tintinear el almófar—. En fin, amigo. No te entretengo más. Ve con Dios y lleva al rey mi respuesta, que espero sea de su agrado.

• • • • •

Luces y sombras se agitaban por toda la plaza, a cada vaivén de las llamas. El danzar ardiente de las antorchas, junto con el parpadeo de los cirios y linternas que empuñaban algunos de los presentes —casi como en una vigilia religiosa—, hacía bailotear a las siluetas sobre las paredes parduscas de las casas. Acababa de ponerse el sol y, con los últimos restos de luz, una verdadera multitud había ido afluyendo a aquella plaza: gente de todo rango y posición, desde hidalgos a esclavos, unos a cara descubierta, otros escondidos bajo capuchas e incluso ocultos tras máscaras.

En una esquina de la plaza, confluencia de cinco callejas, varios músicos estaban tocando; no juglares, sino gente llana, con instrumentos del pueblo: flautas, tamboriles, cascabeles, zanfoñas. A los sones de su música rápida y estridente, una treintena de bailarines danzaban en corro, girando a la luz de las llamas. Rotaban hacia la derecha, en torno a un danzante central y formaban el conjunto más extraordinario que Benavent hubiese visto bailar jamás. No había dos iguales, sus atavíos simbolizaban distintos estamentos y oficios de la sociedad castellana y, por lo exagerados, era obvio que se trataba de una mascarada.

Había uno disfrazado de obispo, con una mitra enorme y báculo. Un caballero de yelmo emplumado y espada. Una prostituta con cintas rojas y máscara de expresión salaz. Una dueña con toca y lanzadera de hilar. Toneleros, traperos, bataneros, aguadores, alarifes, físicos; todos allí representados con disfraces, casi todos empuñando algún instrumento representativo de su profesión. Incluso, para estupor del hombre de Alejandría, había uno vestido de Papa y otro con gran corona que hacía las veces de rey.

Giraban y giraban a los sones de la música estrepitosa, al resplandor de las luces, casi como en trance. Pero, pese a lo asombroso de todos esos disfraces, mucho más lo era el personaje que ocupaba el centro del corro. Un bailarín muy alto y flaco, envuelto en una tela roja y harapienta que simulaba un sudario, y que le dejaba brazos y piernas al aire. Llevaba la piel pintada de negro y blanco, para figurar los huesos humanos, una máscara de calavera y, a dos manos, blandía una guadaña.

Daba saltos, giros, cabriolas, y debía ser hombre de enorme fortaleza física, pese a su delgadez extrema, a juzgar por la soltura con que manejaba la guadaña de campesino. En los tobillos, llevaba cascabeles que resonaban incesantes, agitados por los brincos y contorsiones.

Temblaban las llamas de las antorchas, iluminando en rojo los rostros de los presentes. Giraba el corro de disfraces y el bailarín central, representación de la Muerte, brincaba incansable, el sudario rojo aleteando a cada bote.

Benavent había llegado a esa plaza, y a esa danza portentosa, gracias a Pedro de Ayala, el doncel real. Las alegrías por la boda se habían trocado en temores, con el rey y sus hermanos bastardos al borde del choque armado, a pocas leguas de Valladolid. Con la guerra de repente a las puertas, el rumor de que toda una familia había aparecido muerta en su casa, víctimas al parecer de alguna pestilencia, había desatado el miedo, siempre presente, a una posible vuelta de la peste negra.

En ese clima enrarecido, gran número de gente había acudido a esa plaza, con la intención de exorcizar a los espantos mediante un baile que cada vez se hacía más popular en los reinos occidentales. La Danza de La Muerte o Baile de Enterradores, que de las dos formas la llamaban en Castilla. Ayala, que fuese canónico en Toledo durante algún tiempo, dio a Benavent ciertas explicaciones que luego éste transmitiría por carta a sus corresponsales de Oriente. Algunos religiosos bendecían tales danzas, viéndolas como un alivio para las gentes, en esa era negra de guerras, plagas y hambre. Pero otros recelaban, al considerarlas un resabio paganizante y supersticioso, surgido del seno del pueblo.

Unos y otros coincidían, eso sí, en que era necesario encauzarlas a través de la Iglesia. Por eso los sacerdotes condenaban las espontáneas, como la que tenía lugar esa noche. Danzas Mudas las llamaban, todo música y baile, a diferencia de las organizadas por el clero, que se habían convertido en representaciones teatrales que acompañaban a las misas, con el objetivo último de confortar a los fieles, haciéndoles asumir su mortalidad y lo efímero de todo lo mundano.

En el corro, los oficios y clases, y en el centro, la Muerte, eje sobre el que gira toda existencia humana; el maestro de danza de la Humanidad entera. Giraba y saltaba entre cascabeleos, el sudario rojo flameando, la guadaña en alto para significar su triunfo sobre la Vida. Cada cierto tiempo, apuntaba con ese apero de segador a uno de los disfraces; y el designado dejaba el círculo para ir a su encuentro y bailar con la Muerte una jota muy movida, hasta que ésta le permitía volver a su lugar.

Así era el giro inmutable de la Existencia, musitó el joven Ayala: fútil y arbitrado por la Muerte, siempre en trance de ser llamados por ésta.

Benavent escuchaba atento sus explicaciones en voz baja, mientras los ojos se le iban de los danzantes a los espectadores, y de éstos de vuelta al baile. Mientras paseaba la mirada por ese gentío al resplandor de velas y antorchas, distinguió a uno que le resultó familiar, sino de rostro, sí por el porte. Un hombre vestido de oscuro, cubierto con un capuchón y con espada al cinto. Un instante después, un golpe de viento, al avivar las llamas, le permitió ver sus insignias de alguacil real y caer en la cuenta de dónde le había visto.

—¿No es ése Lope de Cañizares, con el que compartimos mesa y jarro en Torrijos? —murmuró.

Ayala giró la cabeza para observar al personaje, entrevisto en las sombras. Achicó los ojos pero, antes de que pudiese decidir si Benavent estaba o no en lo cierto, el otro se les acercó, abriéndose paso con autoridad entre la gente. Era Cañizares, sí. Y, aunque en esa ocasión no llevaba máscara de cuero, bien poco pudieron distinguir de su rostro, sumido como estaba en la oscuridad del capuchón.

Les saludó con su voz profunda, entre el estruendo de la música.

—¿Qué es lo que trae a dos hombres como vosotros a la Danza?

—Simple curiosidad, amigo Lope —admitió Benavent.

—La curiosidad parece ser, sin duda, el motor de tu existencia.

—¿Y qué trae a un hombre como tú a la Danza? —preguntó Ayala con intención.

—Una mezcla de intereses. Ha habido alteraciones últimamente y he creído conveniente acercarme a echar un vistazo. Pero, por otra parte, vivimos tiempos difíciles y es bueno recordarse a uno mismo que es mortal, que sus obras son vanidad, que ha de volver al polvo, y que eso puede ocurrir en cualquier instante.

Ayala le examinó con interés renovado. Había hecho sus averiguaciones y aquel Lope de Cañizares había pertenecido, en efecto, a los escuderos reales y tenía fama de valeroso. Por servir al rey, durante los primeros meses de su reinado, cuando todos cuestionaban su autoridad, había entrado a escondidas en Algeciras, que estaba en poder de sus hermanos Fadrique y Enrique, en esos días sublevados. Cañizares había corrido grandes peligros en aquella boca del lobo, hasta conseguir movilizar a los partidarios de don Pedro.

Luego su pista desaparecía, durante años, quizá porque se ocultó para sustraerse a la venganza de los bastardos. Y, cuando reapareció, fue para enrolarse en los alguaciles reales.

—Polvo al polvo. ¿Es eso lo que trae a toda esta gente a la Danza? —Benavent paseó de nuevo la mirada por el público, reparando ahora en que las máscaras eran algunas de muecas exageradas; aunque las había sobrias. En cuanto a los rostros descubiertos, que entraban y salían de la oscuridad a capricho de las llamas, muchos mostraban expresiones de arrobo, casi de éxtasis, mientras seguían la Danza de la Muerte.

—No puedo hablar por nadie que no sea yo mismo. Pero sí: supongo que a algunos les ocurrirá lo mismo que a mí. Y los habrá que, tal vez, encuentren consuelo en la escenificación de que todos por igual, altos o bajos, ricos o pobres, felices o desdichados, nos doblegaremos algún día ante la guadaña.

—Hay doctores en teología que reprueban estas danzas —repitió argumentos Ayala, con seriedad pero sin asomo de reproche en la voz—. Las consideran bárbaras, paganas y supersticiosas.

—No seré yo quien rebata a los teólogos, aunque tengo entendido que no todos están de acuerdo con eso —respondió Cañizares con mesura—. Pero, en estos días de desolación y sufrimiento, no veo mal en que los hombres busquen consuelo allá donde puedan hallarlo.

—Son malos tiempos, sí —convino Ayala, usando esa misma coletilla verbal que tantas veces había oído ya Benavent.

El alguacil real volvió su cabeza encapuchada hacia este último.

—Tal vez todo esto te resulte extraño. Es lógico: eres forastero. Has de entender que todos perdimos a alguien durante la gran mortandad, hace cuatro años. Muchos creían llegado el Día del Juicio. Fueron días de horror y a la peste le han seguido malas cosechas, hambrunas y carestía. La desgracia se ceba en el reino. Mira cómo aquí el júbilo se ha trocado en miedo a que haya batalla a las puertas de la ciudad.

—Por suerte, eso ya está arreglado —matizó Ayala—. El rey y sus hermanos han llegado a un entendimiento.

—¿Es eso seguro?

—Don Enrique y don Tello se presentaron ante el rey, se acogieron a su merced y quisieron besarle la mano, pero él no se lo consintió, en atención a que son hermanos. Yo mismo lo vi con estos ojos. Ahora mismo, mientras estamos hablando, cenan todos, el rey, sus hermanos, Alburquerque, para tratar de acabar con los resquemores.

—Una concordia es siempre buena noticia. —Cañizares inclinó la cabeza—. Pero ¿cuánto durará?

—No lo sé. Quiera Dios que sea larga, pero yo prefiero no especular al respecto.

—Cuadra eso a los hombres prudentes, y a los buenos servidores del rey. —Aunque era difícil de precisar, debido a la oscuridad y el capuchón, Benavent tuvo la impresión de que Cañizares se permitía una sonrisa de lobo—. Bueno, amigos, he de dejaros. Quedad con Dios.

Y, con esa brusquedad que parecía ser característica suya, el alguacil real se apartó de ellos. Le vieron abrirse paso entre los espectadores, el rostro vuelto hacia la Danza. Los músicos seguían tocando y el corro dando vueltas, mientras el gigante descarnado de máscara de calavera y sudario rojo brincaba infatigable, la guadaña siempre en las manos. Luego, la gente se cerró y ellos perdieron de vista al hombre de la capucha.