Capítulo 42
42
Puede que el obispo Barroso, teólogo y filósofo, así como los mercaderes de la delegación, no se hubiesen asombrado tanto de haber presenciado la transformación que sufrió el conde Enrique, apenas los tuvo lejos del alcance de la vista y las voces. Algunos de los caballeros, en cambio, se hubieran quedado boquiabiertos al verle despojarse de su anterior mesura, como el que se quita una capa de los hombros.
Soplaba una brisa ligera, que mecía las copas de los árboles y hacía caer una lluvia ligera de polen entre los troncos. Don Fadrique, Carpentero, Alfonso Jufre, seguían sentados en las rocas, en tanto que el conde, preso de los nervios, se había puesto en pie de un tirón y deambulaba por el solar, de forma que el sol entre las hojas le moteaba de luces y sombras. En eso de pasear cuando le embargaba la cólera, el bastardo se parecía a su hermano el rey. Pero, ahí donde la ira de don Pedro quemaba, la de don Enrique era tan fría como el roce de víboras. Los estudiosos de la medicina, puestos ante aquel caso, hubieran encontrado buena materia de discusión teórica en sobre cómo dos hijos de un mismo padre podían heredar su temperamento colérico que, por la distinta proporción de humores en uno y otro, se manifestaba de formas tan distintas.
—Esa caterva de hidalgüelos y mercachifles nos ha dado con la puerta en las narices. —Hablaba bajo, ronco, y los ojos verdes le echaban chispas—. Dales a esa gentecilla la mano y…
—Cálmate, conde. —Alfonso Jufre, sentado, con la espada entre las manos, fue el único que se atrevió a cortarle en esos momentos—. Las explicaciones que nos han dado son razonables.
—¿Razonables? —Se revolvió hacia él, siseando la palabra—. Esos desgraciados están negociando la paz a nuestras espaldas. Si no hacemos algo, conseguirán el perdón y nos dejarán en la estacada.
—No creo que la liga de ciudades deponga las armas sin resolver la cuestión de la reina —objetó Carpentero.
—Llegarán a alguna salida aceptable para todos. En el peor de los casos, le darán alguna villa en feudo… o puede que el rey la envíe de vuelta a Francia.
—Difícil veo eso último. —De nuevo Alfonso Jufre—. El Papa no está dispuesto a conceder la nulidad del matrimonio. Y, mientras no cambie de opinión, doña Blanca seguirá siendo la esposa de don Pedro. Si él se niega a cohabitar con ella, no habrá herederos al trono y, por tanto, una de las demandas básicas de las ciudades quedará sin satisfacer.
—Si el rey envía a la reina a Francia, el Papa acabará por plegarse a la realidad.
—O no. Todo esto es pura especulación. Y, en cuanto a la Junta de Toledo, yo conozco a sus integrantes. Puede que algunos no sean de alta cuna, pero sí elevados de carácter.
—Son un hatajo de patanes.
—No. —El tono de Alfonso Jufre era sereno—. Casi todos son hombres laboriosos que, justo por su sangre plebeya, dan gran importancia a la honra y a la palabra empeñada, y miden mucho sus actos. Si nos dicen que están negociando con el rey, y que no se han olvidado de ninguna de las partes implicadas, yo estoy dispuesto a creerlos.
Enrique, que seguía paseando de un lado a otro, entre la lluvia de polen, se detuvo, quizá con una réplica afilada a flor de labios, a juzgar por su expresión, pero se contuvo a tiempo, lo que aprovechó su gemelo Fadrique para intervenir.
—Y yo creo en tu buen criterio, amigo Alfonso. También en la disposición sincera de la Junta toledana. El problema es que no podemos arriesgarnos. Si nos equivocamos y hacen la paz por separado, nos veremos en un aprieto muy grave.
Los mismos estudiosos que hubieran podido disertar sobre el cómo la distinta proporción de humores hacían tan diferentes a don Pedro y el conde, hubieran podido comparar a estos dos y el maestre de Calatrava. Muchos, engañados por los modales calmos de don Fadrique, le tenían por hombre apacible. Pero algunos, como el receloso Alfonso Jufre, percibían en él igual ira, en su caso soterrada. Aquél era el mismo maestre de Santiago que, presionado por el rey, quitó la encomienda de Castilla a Ruy Chacón, hasta ese momento uno de sus incondicionales. Y que, cuando Chacón se rebeló, no dudó en combatirle él mismo y hacer que le sacasen a rastras de la iglesia en la que se había refugiado, para degollarlo.
—Aunque los toledanos lleguen a un acuerdo con el rey, y no se olviden de nosotros, serán pactos que no habremos tenido ocasión de discutir. Si nos volvemos a Talavera y las condiciones de paz nos resultan inaceptables, estaremos en una ratonera. Una de muros fuertes y bien abastecida, pero ratonera al fin y al cabo.
—No podemos entrar por la fuerza en Toledo. —Alfonso Jufre, cetrino, con la barba negra apuntada, sonrió con acritud—. Nos guste o no, tienen la espada por el pomo.
Don Enrique, que se había parado, los brazos en jarras, a observar el diálogo entre su gemelo y el otrora alguacil mayor de Toledo, iba a intervenir; pero se lo impidió la llegada de Pedro Carrillo, como si la Fortuna quisiese también tomar parte en esa discusión.
—Conde —anunció—. Está aquí tu vasallo Pedro Alfonso de Ajofrín, que ha venido desde Toledo. Dice que quiere hablar contigo y que es importante.
Don Enrique, los puños aún en las caderas, asintió despacio, con una luz nueva ahora en los ojos.
—Que venga sin demora.
Mientras se cumplía lo mandado, pareció reflexionar, porque volvió a la piedra a sentarse, para asumir una actitud mucho más serena y señorial. Carrillo no tardó en volver con un hidalgo joven, algo bizco. Su jubón era lujoso y sus modales cortesanos. Entró con decisión en los contraluces de la arboleda y se fue derecho a besar la mano del conde.
—Pedro Alfonso, amigo mío. —El conde sonreía, sin que nada mostrase el enojo que le embargaba hacía sólo unos instantes—. Me alegro de verte. ¿Qué te trae hasta nosotros?
—El mejor servicio a tus intereses. —El otro se había quitado la gorra emplumada, en señal de respeto, y ahora la sostenía en la diestra—. Se comentaba que los delegados de la Junta pensaban negaros la entrada en Toledo y, en atención a eso, he venido a verte. Pero, si era mentira y os van a dejar entrar, me iré.
—La voz callejera decía la verdad. Con muy buenas palabras, Barroso y compañía nos han pedido que nos volvamos por donde hemos venido, y que nos quedemos en Talavera, mientras sus delegados negocian con el rey.
—Parece que esa propuesta no es muy de tu agrado… y perdona el atrevimiento al hablar, señor.
Alfonso Jufre, que se había puesto a juguetear con su puñal, puso sus ojos oscuros en el recién llegado. Debía ser más perspicaz de lo que aparentaba, ya que el conde mostraba ahora un continente tranquilo, tras el que era casi imposible averiguar lo disgustado que estaba, o el ataque de ira fría al que se había entregado hacía solo unos instantes.
—No te equivocas, amigo —admitió el conde.
—Señor. —Gorra en mano, el escudero dobló la rodilla ante su amo, haciendo pensar a Alfonso Jufre que, además de observador, era impulsivo o adulador—. ¿Sigues queriendo entrar en Toledo?
—Ojalá pudiéramos. No es capricho, sino necesidad estratégica.
—Tienes vasallos y partidarios en la ciudad. Si tú me das licencia, hablaré con los más resueltos, para ver la forma de franquear el paso a vuestros hombres.
Los cuatro jefes presentes cambiaron miradas. Pedro Carpentero, quizá temiendo algún comentario agrio por parte de Alfonso Jufre, intervino.
—Tu lealtad a tu señor te honra. —Se paseó la mano por la gran barba—. Pero no tiene sentido atacar Toledo, ni que libremos una refriega callejera.
El otro, a un gesto de su amo, se incorporó para dar la respuesta.
—No hablo de eso. Con las tropas de las que disponéis, no es posible expugnar Toledo. Pero sí se puede entrar mediante la astucia. Los de la Junta han mandado redoblar la guardia de la Puerta de San Martín. Pero se me ocurre que podéis subir hasta las inmediaciones del Puente de Alcántara. Una vez allí, ya nos las arreglaremos para que podáis entrar sin derramamiento de sangre.
—Doblarán también allí la vigilancia. —El calatravo meneó la cabeza.
—No si no dejáis traslucir vuestras verdaderas intenciones. Tenéis que poneros en marcha y acampar en la Huerta del Rey, como si planeaseis tomar mañana el camino de Talavera. Nadie se extrañará, porque en esas huertas hay espacio de sobra para que hagan noche los vuestros.
—¿Y luego qué? —inquirió Alfonso Jufre, al que se le notaba a la legua que le disgustaba el plan.
—Cuando estéis allí, ya cuidaremos los que estamos dentro de abriros la Puerta de Alcántara, en el momento adecuado. Eso corre de mi cuenta.
El conde Enrique estaba observando atento al escudero, como si buscase en su rostro señales de que no hablaba por hablar. No había mudado de gesto pero era como si, de alguna forma, se le hubiese aclarado el humor. Asintió despacio.
—De acuerdo. Confío en ti, amigo Pedro, y haremos como dices. Vamos a acampar a la Huerta del Rey y, allí, esperaremos noticias tuyas.
Apenas se hubo ido Ajofrín, para regresar con discreción a Toledo, le tocó el turno a Alfonso Jufre de levantarse, mostrando el enfado hasta entonces contenido.
—Es un gran error —manifestó con voz grave.
—En absoluto. Es una gran oportunidad —le contradijo con suavidad el conde.
—Aunque logremos entrar con argucias, ¿qué conseguiremos? Todo lo más, enojar a los toledanos y hacerlos tomar las armas. Si se desata una batalla campal en las calles…
—Eso no sucederá. Como bien se ha dicho aquí, una lucha sería igual de fatal para todos. Los toledanos se plegarán a los hechos consumados, por su propio bien. —El conde, con un gesto, impidió cualquier réplica—. La decisión está tomada. Mandemos levantar el campo y enviemos emisarios a Toledo para informar de que nos volvemos a Talavera pero que, en vista de lo avanzado ya del día, haremos noche en la Huerta del Rey.
Y, sin esperar a que nadie opinase, se giró para ir en busca de sus capitanes. Su hermano fue tras él, en tanto que los otros dos se quedaban unos momentos sentados. Carpentero se acarició la gran barba, antes de pedir calma a Alfonso Jufre, temiendo su temperamento a veces volcánico; pero el otrora alguacil mayor se limitó a menear la cabeza, antes de incorporarse para seguir al conde, aunque le pesase.
• • • • •
Pasaba ya el mediodía cuando comenzó a extenderse por Toledo un clamor de gritos, carreras, resonar de armas, golpes de puertas y ventanas, cascos sobre los empedrados. Comenzó al oriente de la ciudad y, como una marea en ascenso, fue ganando en intensidad, a la par que se extendía y subía por las cuestas, para llegar a oleadas hasta los mismos muros del alcázar. Alarmada por ese rumor confuso, Leonor de Saldaña acababa de subir a lo más alto, para asomarse a las almenas cuando, desde alguna de las espadañas que coronaban Toledo, las campanas comenzaron a tocar a rebato.
Había sido un domingo calmo de mayo, de temperaturas suaves, y, a esas horas, casi todos los ciudadanos descansaban en sus casas. La urbe entera dormitaba, con sus calles estrechas abandonadas a los mendigos, los perros callejeros y las bandas de rapaces que correteaban de un lado a otro. Hasta que, de repente, había estallado aquel alboroto que parecía querer sacudir a toda la ciudad, de punta a punta. El toque de rebato iba saltando de campanario en campanario y doña Leonor, corriendo por los adarves, la falda sujeta con una mano, al asomarse al levante pudo comprobar que el puente de Alcántara estaba ahora lleno de hombres de armas, que se apretujaban en su afán por invadir la ciudad, por unas puertas que, aunque el aya real no alcanzaba a ver, sin duda estaban ahora abiertas de par en par. Desde su atalaya, en aquel día limpio, se distinguían, eso sí, las puntas de las lanzas destellando al sol, así como los pendones que tremolaban sobre las cabezas. Casi podía incluso oír, a capricho de la brisa, el griterío de la masa armada, que se empujaba y animaba a avanzar a los de delante.
Se giró, el vuelo de las faldas aún sujeto con la zurda, para más soltura de movimientos, y se topó casi de bruces con una de las damas castellanas de la reina que también había subido a ver qué ocurría. Poco más que una niña, cubierta con toca de velos flotantes, se agitaba como una gallina, entre aturdida y medrosa, más asustada por la expresión del rostro del aya que por el estruendo de campanas y el alboroto que subía desde las calles. Doña Leonor, por svi parte, recuperó la compostura al advertir el semblante desencajado de la otra.
—¡Los Trastámara están entrando en la ciudad! ¡Corre a dar la alarma! —Casi le gritó, con voz ronca, pues había reconocido los pendones. Alzó más la voz, para ordenar a los guardias que estaban allí en lo alto—. ¡Llamad a todos a las armas! ¡Que se armen todos y que acudan a proteger a la reina sin tardanza! ¡Los hermanos del rey han entrado a traición en Toledo!
La dama real se giró y, sujetándose ella también las faldas, salió a escape, gritando a voz en cuello, mientras los guardias corrían a avisar a sus compañeros. Leonor de Saldaña se quedó allí arriba, el vestido y los velos agitados por aquella brisa de primera tarde, mientras el griterío y rumor de armas seguía extendiéndose por toda la ciudad, hasta el punto de que el alcázar parecía un arrecife, rodeado por un mar rugiente por todos lados.
Luego, con paso rápido, pero sin perder la dignidad, pues no quería alarmar de más a la reina, fue en busca de ésta a la capilla, donde la suponía rezando a esas horas. La pobre doña Blanca, abrumada por aquel largo calvario de fatigas, pesares y decepciones, había ido volcándose de forma progresiva en la religión, de forma que pasaba cada vez más tiempo entre misas, rezos y charlas con teólogos y confesores. No erraba doña Leonor y, mientras se dirigía a la capilla, de allí vio regresar a la reina, entre un enjambre de damas y religiosos. Venía por una galería en penumbra, atravesada a intervalos por las láminas de luz que se filtraban a través de las aspilleras. Vestía de blanco, según su costumbre y, al atravesar esas tablas luminosas, durante un instante resplandecía bañada en sol, para luego regresar a la umbría.
Llegaron una al encuentro de la otra y, antes de que la reina pudiese articular palabra, doña Leonor la tomó de las manos, para tranquilizarla, tal como solía, mientras, por las aspilleras, les entraba el clamor callejero. Era fácil colegir que estaban luchando allá abajo: eran inconfundibles los gritos, el entrechocar de aceros y cierta cualidad de la batahola; al menos para una mujer como doña Leonor, que había presenciado más de una batalla. Pero nada dijo, para no alarmar aún más a la reina.
Con sosiego, le informó de que, a tenor de lo que había podido ver con sus propios ojos, desde lo alto del alcázar, los nobles rebeldes, teóricos aliados, habían entrado por la puerta de Alcántara. Y de que, a juzgar por el toque de campanas, los toledanos no estaban dispuestos a que los señores tomasen sus calles. Estaba aún explicándoselo, procurando evitar palabras fuertes, cuando llegó a toda prisa el obispo Pedro Barroso, que, aunque mantenía un continente sereno, por sus manos, gestos y la forma de caminar indicaba a un observador atento que estaba más que consternado.
Parecía más que nunca un cuervo, con ese rostro poco agraciado, la nariz corva y las ropas talares negras que aleteaban a su alrededor al acercarse. Siempre atento a los detalles, besó el ruedo de la falda de la reina, antes de confirmar lo que ya había deducido Leonor de Saldaña.
—Don Enrique y los suyos han entrado por sorpresa en la ciudad. Pedro Alfonso de Ajofrín y otros vasallos suyos han aprovechado que todos descansaban para abrirles la puerta de Alcántara.
Blanca de Borbón asintió, con esa compostura que le habían enseñado a mantener desde que tenía uso de razón, animando al obispo a proseguir.
—Pero eso no es todo, alteza. Algunas de las compañías de don Enrique se han desmandado una vez dentro de la ciudad. Están atacando en estos momentos el barrio del Alcaná. Se han lanzado sobre las casas de los judíos: roban, saquean, destruyen y están matando a cuando judío se cruza en su camino.
La reina la observó ahora perpleja, tratando de asimilar esa noticia del todo inesperada, recibida de sopetón y en una lengua que no era la suya materna. Leonor de Saldaña explotó.
—¡Santo Dios! ¿Y nadie hace nada?
—Esas compañías parecen estar fuera de control. Son muchos los aventureros que se alistaron bajo las banderas de don Enrique y ahora se han lanzado al expolio. No obedecen a nadie, y el conde no tiene ninguna autoridad en estos momentos sobre ellos. Van de casa en casa, matando y robando, porque se les han unido moros de la Aljama que les indican qué puertas son de judíos. Están haciendo una carnicería.
—¿Nadie hace nada? —La reina repitió la pregunta de su aya.
—Los judíos del Alcaná están huyendo en estos momentos a la Judería y, los de allí, han tomado las armas y se han hecho fuertes en su barrio y en su castillo. Muchos caballeros de la ciudad se han armado y han acudido también a reforzar la Judería, por si fuese atacada. —Tomó aire e hizo una pausa, como quien no sabe cómo dar una noticia pésima—. Alteza: un grupo nutrido de caballeros, partidarios del rey, como los que se han atrincherado en la Judería, han invadido este alcázar. Se han apoderado de las puertas y…
—¡Es preciso garantizar la seguridad de la reina! —saltó con aspereza Leonor de Saldaña.
—Perded cuidado por eso, alteza. —El obispo se inclinó hacia delante, al tiempo que les mostraba las manos abiertas—. Los que han entrado son del rey, cierto, acompañados de otros que no desean, de ningún modo, ver a la ciudad bajo la bota de los bastardos, ni de otros grandes. Menos, tras la carnicería que se ha desatado en el Alcaná. Pero la mayor parte de ellos simpatizan con la causa de la reina. Ya hemos hablado con ellos. No sólo no pisarán las habitaciones privadas de su alteza, sino que juran guardarla de un posible ataque de esa chusma armada con sus mismos cuerpos.
—¿Podemos fiarnos de ellos?
—Del todo. Además, están los hermanos Palomeque y los suyos que, aunque pocos, no permitirán jamás que nadie entre con violencia en las estancias de la reina. Perded cuidado, que aquí estáis a salvo. La cuestión está ahora —y señaló con la cabeza hacia las aspilleras, por las que, junto con la luz, se colaba el rumor de la lucha en las calles— en saber qué ocurrirá en las próximas horas.
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El resto de su vida, Martín Carrillo iba a recordar aquel domingo en Toledo como un día de horror y confusión; una turbamulta de gritos, sangre, humo. Años más tarde, convertido él mismo en un veterano de las armas, hablaría a los más jóvenes de aquella jornada, ya sin acritud, para ponerla como ejemplo de cómo planes trazados al detalle pueden derrumbarse en cuestión de momentos por culpa del factor humano. Cuando, con años de guerras civiles a las espaldas y un jarro de vino en la mano, narrase aquellos días, habría de relatar cómo algunas de las compañías enriqueñas se desmandaron por las calles toledanas, apenas cruzar la puerta de Alcántara, como quien entra en ciudad conquistada, para asombro de los propios jefes rebeldes, a quienes su actitud pilló por sorpresa.
Tiempo después, Pedro Carrillo le confiaría sus sospechas acerca de que fueron algunos moros de la Aljama los que, cruzando el río a escondidas durante la noche, avivaron la codicia de varios de los capitancejos alistados bajo banderas rebeldes. Sólo así se explicaría lo rápido que aquella chusma armada se reunió con mudéjares toledanos, y que se desgajasen para subir sin titubeos por las cuestas de la ladera norte y lanzarse en tromba contra el Alcaná, el barrio más comerciante de Toledo, situado en la zaga de la catedral y en el que vivían gran número de hebreos.
La soldadesca desatada irrumpió en esas calles, matando a cuanto judío tuvo la mala suerte de ponerse en su camino y, bien informados por su cómplices mudéjares, atacaron las casas de los hebreos. Siempre se señaló como instigador de aquella jornada de sangre al conde Enrique. Le acusaban de haberla provocado para sembrar el terror, romper el espinazo de cualquier resistencia y ganarse a los sectores más antijudíos de la población. Pero Martín Carrillo, muchos años después, aun teniendo a don Enrique por un gran criminal, responsable de muchas muertes y desastres, era de la opinion de que no tuvo nada que ver con ese suceso concreto.
Para cuando las tropas desmandadas hollaron las calles del Alcaná, ya estaban doblando las campanas por toda la ciudad, y corría el aviso de que los nobles habían entrado a traición, cosa que no salvó a los judíos de la matanza. Muchos hicieron lo más lógico en un caso así: encerrarse en sus casas, atrancando puertas y ventanas, algo que, de forma paradójica, supuso su perdición, porque quedaron atrapados sin escapatoria posible. Martín estuvo ese día allí, a caballo, enviado por Pedro Carrillo a ver qué ocurría e informar de primera mano, porque detener aquello ya no podía nadie. Fue así testigo de cómo una patulea sin freno, con los aceros desnudos, irrumpía como torrentera por las callejas del Alcaná, guiados por moros de aljubas harapientas. Usando cualquier objeto pesado, desde mazas a vigas, tiraban abajo las puertas de las casas, para invadirlas entre estrépito de maderas rotas y chillidos atroces. Se oían gritos por todas partes, volaban muebles y arcones por las ventanas, y las calles estaban llenas de telas rasgadas, cacharros rotos y cadáveres acuchillados o muertos a golpes.
Olía a humo porque la sinagoga del barrio estaba en llamas, y se oían los gritos horrorizados de los atrapados dentro. Los heridos se arrastraban entre los muebles reventados y los muertos, bajo los pies de asesinos y fugitivos. Pasaba gente huyendo, casi todos con las manos vacías, algunos hombres con niños pequeños a cuestas y, como eran tantos, en algunos puntos se atascaban, como los toros en los encierros. Si no se produjo una carnicería aún mayor fue porque la soldadesca estaba demasiado ocupada en saquear viviendas y comercios.
Pocas moradas hebreas se salvaron, pero la chusma armada no tocó las de cristianos, excepto por error, ya que los mudéjares se ocupaban de ir puerta por puerta, indicando a los soldados cuáles debían derribar. Ellos mismos, puñal en mano, participaron en no pocos asesinatos; crímenes por los que, llegado el momento, el rey don Pedro habría de pasar cuenta a los responsables. Las indagaciones que, en su día, hicieron los alguaciles de Juan Alfonso de Benavides acabarían por apuntar en la misma dirección que las sospechas de Pedro Carrillo. De las confesiones, obtenidas mediante tormento, se pudo al menos sacar en claro que ciertos mudéjares, por ambición o rencores, se habían entrevistado en secreto con algunos enriqueños, para tentarles con fábulas sobre las muchas riquezas que atesoraban algunos judíos del Alcaná. Sembraron así la semilla de un árbol que, años después, seguiría dando frutos muy amargos.
Algunos saqueadores —borrachos de sangre, o tal vez insatisfechos con el botín conseguido— persiguieron aceros en mano a los que huían por las callejas, apuñalando por la espalda a los rezagados. Pero, ya en las cuestas que, bajando de la catedral, iban a dar a la Judería, fueron repelidos por partidarios del rey don Pedro que habían acudido a aquella zona sabiendo que iba a haber refriega. Muchos empuñaban ballestas y las descargas cerradas de saetas en aquellas calles angostas hicieron, a su vez, gran matanza entre la soldadesca desorganizada, que no llevaba sino armas de puño. En aquellos lugares en los que la marea de fugitivos hacía imposible el uso de ballestas, caballeros con mazas y martillos de guerra abatieron a un elevado número de atacantes, que no tardaron en retirarse, entre denuestos, dejando a sus heridos en el sitio, para que les rematasen los vencedores, que a su vez mostraron escasa piedad.
Martín, que galopaba por las callejas, haciendo maravillas para no arrollar a nadie en aquella vorágine, llegó a tiempo de presenciar una discusión a gritos entre Pedro Carrillo y Alfonso Jufre. Enervados por la mortandad y el desastre, a punto estuvieron de llegar a las manos, o los cuchillos, allí mismo; y eso que, cosa irónica, ambos estaban de acuerdo en lo básico. Alfonso Jufre, que montaba un gran corcel negro, estaba fuera de sí por lo que veía. Algunos judíos rezagados pasaban entre las patas de los caballos, sin que ninguno de los dos que discutían se molestase siquiera en mirarlos. Martín fue testigo de cómo el antiguo alguacil mayor toledano mataba de un lanzazo a un soldado trastamarista que, sediento de sangre, tuvo la osadía de llegarse demasiado cerca de él, en persecución de los fugitivos. Se la clavó con tanta saña que el hierro le salió por la espalda y, luego, hizo vibrar la vara para liberarlo, dejando caer al muerto sobre el empedrado, sin que Pedro Carrillo pestañease siquiera.
—¿Esta es la forma que tiene el conde de ganarse la buena voluntad de los toledanos? —rugía Alfonso Jufre, agitando su lanza ensangrentada—. ¿Matando y destruyendo? La ciudad entera tomará las armas contra nosotros. Acabamos de perder a nuestro mejor aliado y lo hemos echado en brazos de don Pedro.
—¡La culpa es de toda esta gentuza! —Carrillo, no menos furioso, sujetaba con mano de hierro su propia montura, al tiempo que blandía su martillo de guerra para dar énfasis a las palabras—. No era la intención de don Enrique y tú debieras saberlo. Quería entrar y poner a la Junta ante hechos consumados, para forzar la situación…
—¡Pues, por Dios, que sí la han forzado!
—Don Fadrique está, en estos instantes, hablando con algunos representantes de la Junta. Tal vez podamos llegar todavía a un arreglo.
Alfonso Jufre observó los muertos caídos por doquier, las trazas de humo que flotaban en las calles, los muebles reventados. Sacudió vigoroso la cabeza y, cuando contestó, su ira parecía haberse trocado en amargura.
—Esconderte tras ilusiones vanas no es propio de ti. Ya no hay arreglo posible y ambos lo sabemos.
Los hechos acabaron por dar la razón al antiguo alguacil mayor de Toledo. La entrevista fue tan árida como sin provecho, y tuvo lugar junto a los muros de la Aljama mudéjar que, pese a que algunos de sus miembros participaban en esos momentos en las matanzas de judíos, como comunidad aún se mantenía neutral. Hubo tensión y palabras gruesas, que tuvo que capear el portavoz allí de los invasores, don Fadrique. Años después, correría la especie de que don Enrique, pagado de su alcurnia, no se había dignado parlamentar con hombres de estamentos inferiores. Pero Juan de Beaumont, al que le tocó presenciar aquella discusión ingrata, lo atribuía a que el conde, viendo cómo se derrumbaban sus planes para controlar Toledo, incapaz de poner orden en sus propias compañías, sin saber qué hacer o decir, había optado por escurrir el bulto. Hay veces que la ausencia puede pasar por fuerza.
La discusión no fue más violenta porque ambos bandos, como por acuerdo tácito, optaron por refrenar sus palabras. Unos y otros habían acudido con mucha gente armada, los nervios estaban a flor de piel y hubiese sido fácil que alguien echase mano de la espada, desatando una batalla campal a la vera misma del barrio moro.
Don Fadrique, con buenas palabras, trató de convencer a los toledanos de que todo era obra de mercenarios díscolos, desbandados durante la confusión de la entrada por la puerta de Alcántara. Que trataban de controlarlos y que se castigaría con dureza a los responsables. Insistía, reiterando lo ya dicho junto al puente de San Martín, en que estaban allí como aliados. Fue al llegar a ese punto donde los parlamentarios toledanos le impidieron seguir hablando.
Llenos de ira, pero reclamándose contención unos a otros, exigían que los trastamaristas se retirasen de inmediato de Toledo, devolviendo el control de la puerta de Alcántara. El maestre, de veste blanca con la roja de Santiago, el almófar sobre la cabeza, se excusaba contrito, tratando de convencerles de que todos estaban en el mismo bando, pese a lo que estaba ocurriendo en esos momentos.
Se separaron sin acuerdo y uno de los delegados toledanos, un pañero anciano, dio la puntilla a ese intento vano de concordia al señalar que la ciudad sufría un gran desastre, que los muertos eran muchos y que la gente de bien tenía por culpables de todo a los Trastámara, a quienes, en adelante, habían de tratar como enemigos.
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Hubo intentonas contra la Judería a lo largo de toda la tarde; pero ahí los atacantes se encontraron con una resistencia decidida, y no llegaron siquiera a las puertas del barrio. Los judíos habían sacado las armas acumuladas durante esos meses de incertidumbre, y contaban con el refuerzo de gran número de caballeros partidarios del rey, o enemigos de los señores, por lo que todo un ejército furioso hizo frente a las embestidas invaso ras.
Estas llegaban de forma espasmódica, como la turba que era, sin concierto, vociferante, creyendo poder repetir el saqueo del Alcaná. Les habían dicho que en la Judería guardaban grandes riquezas y, tan ciegos de codicia iban, que no se percataban siquiera de cómo estaban allí las cosas. No una, ni dos, sino varias veces, los ballesteros realistas les masacraron en las callejas estrechas. Ellos porfiaban entre juramentos, tratando de avanzar tras sus escudos, pero en esos instantes eran poco más que una jauría humana y, enfrente, tenían a veteranos de grandes guerras.
Los saqueadores hubieron de retirarse siempre, dejando muchas bajas, de forma que los empedrados estaban cubiertos de cadáveres. Sólo la caída de la noche llevó una calma relativa a Toledo, si por eso se entiende el cese de carreras, griteríos y resonar de armas. No todas las compañías de don Enrique estaban desmandadas, y las que marchaban bajo pendones de Santiago y Calatrava mantenían la disciplina. Ésas se ocuparon, durante la tarde del domingo, mientras se combatía de forma tumultuosa en los aledaños de la Judería, de ir ocupando puertas, torres y puntos estratégicos, tanto para evitar más desórdenes como para prevenir una reacción armada de los de Toledo.
La noche del domingo al lunes, aunque escasa en incidentes, fue pródiga en sustos. Si no hubo incendios fue porque, como siempre en caso de alarma, todos habían apagado los fuegos de los hogares. Eso, unido a que la soldadesca había arrojado los muebles por las ventanas, por simple afán de destrucción, impidió que se alzasen llamas. Grupos de vecinos, protegidos por santiaguinos y calatravos, lucharon parte de la noche contra el fuego de la sinagoga del Alcaná, aunque dejaron en el sitio los cadáveres quemados, para que, en su momento, los suyos dispusiesen de ellos.
Fue una noche también de actividad y consultas. El conde Enrique, instalado en casa de Ajofrín, como deferencia por los servicios prestados, ya estaba en pie antes del alba, lo mismo que sus colaboradores de mayor confianza. Martín se había levantado incluso antes, ya que dormía en una yacija cerca de la entrada, y a él le habían despertado para que avisase a Pedro Carrillo de la vuelta de algunos ojeadores, destacados a vigilar los movimientos del rey. Por esos hombres, que llegaban tras galopar en plena noche, supieron que el rey se había puesto ya en marcha, con todas sus fuerzas, sin esperar al alba.
—Poco ha tardado en decidirse esta vez mi hermano. —El conde tenía el rostro pálido y el verde de los ojos apagado, puede que por la falta de sueño o por la certeza de estar abocado al desastre.
—Don Enrique. —Pedro Carrillo fue al grano—. Según nuestros espías, no cabe duda de que los toledanos han mandado parlamentarios al rey. Deben haberle pedido que venga en su auxilio. Es lo que yo hubiese hecho, de estar en su lugar.
Los presentes se miraron a la luz de los candiles, pensando todos en que podían verse luchando con enemigos fuera y dentro de las murallas. Pedro Carpentero habló despacio, acariciándose la gran barba.
—Torrijos está a siete leguas. El ejército de don Pedro, por muy lento que venga, estará aquí por la mañana. Atacarán por alguna de las puertas del norte. Yo me inclinaría por la del Cambrón, porque la de la Bisagra es muy fuerte, y ellos lo saben mejor que nadie. Pero también puede ser que cuenten con que nosotros pensemos eso, así que no debemos descuidarnos. Sugiero que nos aprestemos a la defensa sin dilación, no sea que los del rey viajen más ligeros de lo que creemos y nos pillen aún hablando.
Pero, pese a lo sensato del cálculo del calatravo, las compañías reales no se presentaron ante la ciudad por los caminos del norte. Mientras los jinetes destacados en esas carreteras esperaban en vano, listos para dar la alarma, otros que patrullaban por el sur volvieron a Toledo, a rienda suelta, con noticias catastróficas que el propio Pedro Carrillo comunicó al conde Enrique.
—Don Pedro ha sido más astuto de lo esperado —gruñó—. Su ejército ha cruzado el Tajo y ahora lo tenemos a la espalda, en la ribera sur. Vienen a marchas forzadas. Ya ha habido escaramuzas entre sus jinetes y los nuestros, y veremos aparecer a su vanguardia en cualquier momento.
Don Enrique paseó la mirada por sus aliados y capitanes, los ojos llenos de una ira tan venenosa como ardiente era la de su hermano. Sin embargo, habló con calma notable.
—Está claro. Atacarán por la puerta de San Martín.
Los dos maestres, los comendadores, los capitanes presentes; todos asintieron. La puerta de San Martín era contigua a la Judería, en poder de partidarios del rey, de los que éste podía esperar ayuda para entrar en Toledo. Don Enrique, tras un silencio reflexivo, lo resumió todo con una frase.
—Si mi hermano entra por la Judería, estamos perdidos.
—¿Podemos defender la puerta de San Martín? —Alfonso Gómez, comendador de Otos, de la Orden de Calatrava, se volvió hacia Alfonso Jufre.
—Con franqueza, lo dudo —masculló éste—. Esa puerta es de las más débiles de Toledo, y los que están con el rey lo saben. Sus fortificaciones son bajas y, aunque los muros son sólidos, es de poco parapeto y ofrece escasa defensa en lo alto.
—Mandad allí a nuestros mejores hombres. —Don Enrique paseó de nuevo la mirada por todos los presentes—. En cuanto a la Judería, es una llaga abierta en nuestras defensas. Hay que tomarla. Lanzad a todas las tropas posibles contra ella. Poned en primera línea a las compañías que ayer saquearon el Alcaná. Prometedles saqueo sin medida.
Nadie, ni siquiera Alfonso Jufre, objetó nada. El conde remachó:
—Que se ataque sin demora. La Judería debe caer al precio que sea.
• • • • •
Si la noche fue crispada pero tranquila, apenas hubo algo de claridad se desató el infierno en los muros de la Judería. Con el alba, las calles que daban al barrio se llenaron de soldados enriqueños, que avanzaban apiñados tras grandes escudos. Los de dentro no habían dejado pasar la noche en vano y, además de reforzar los puntos débiles, habían organizado la defensa, de forma que, en cuanto los centinelas detectaron movimientos enemigos, despertaron con gritos y esquilas al barrio entero.
Los atacantes, lejos de la chusma de la tarde anterior, avanzaban ahora en orden, azuzados por voces de mando, entre toques de trompeta y redoble de atabales. A cubierto de los escudos, llegaron a las puertas de la Judería en un instante, unos empuñando hachas o mazos, otros llevando entre varios una viga, a modo de ariete improvisado. En un abrir y cerrar de ojos, todo se convirtió en un batahola de gritos, campaneo de metales y golpes tremendos contra las grandes puertas y los muros, bastante endebles, de la Judería.
Los atacantes estaban bien informados de los puntos más débiles de la muralla judía —pensada para delimitar el perímetro del barrio, más que para la defensa— y en ellos se concentraron con sus mazos. Pero los de dentro, tras los primeros momentos de confusión, los rechazaron arrojando piedras, acumuladas durante la noche, y con descargas de saetas que, pese a los escudos, hacían estragos en esas calles tan angostas, ahora abarrotadas. Si los atacantes llegaban al mismo muro, los hidalgos les herían con largas lanzas, blandidas a dos manos, en tanto que los judíos les arrojaban agua hirviente, de pucheros que llevaban horas cociendo sobre ascuas. Los bramidos de los escaldados eran espantosos y, al cabo, los enriqueños tuvieron que ceder, sin poder sufrir tanta lanzada, cantazo y saetas. Se retiraron y una calma extraña se instaló en los alrededores de la Judería, justo cuando el sol comenzaba a asomar rojo por levante. Sólo algunos heridos se arrastraban por las callejas, tratando de cubrirse tras los muertos, pues los ballesteros realistas, de tener tiro, no se privaban de disparar contra ellos.
Pero sólo había sido el primer embate. No tardaron en volver los trastamaristas, con las lecciones del primer intento bien aprendidas. Los realistas y los hebreos en armas hubieron de acudir a defender la Judería de un ataque general. Otra vez llegaron los de don Enrique en formaciones prietas por las callejas, tras escudos, dando amparo a soldados con mazos. Y de nuevo les recibieron con piedras y flechas, mientras hidalgos de armadura blandían a dos manos las lanzas, prestos a colarlas por los huecos que se abrían entre escudos, cuando les impactaban las rocas. Los martillazos hacían retemblar las tapias, entre resonar de piedras contra adargas y gritos de furia, de ánimo o de dolor cuando alguien era herido por saeta o quebrado de un cantazo.
Fue un ataque largo y sangriento, entre redoble incesante de tambores. Los defensores tremolaban pendones con las armas de León y Castilla, para señalar que allí luchaban por el rey. En algunos puntos habían alzado también banderas muy extrañas: negras con letras hebreas blancas que, sólo de verlas flamear, erizaban el vello a los atacantes más supersticiosos. Aún en pleno fragor de batalla, corrió ya el rumor de que habían sido hechas por magos hebreos. Unos decían que las frases eran ensalmos para reforzar los muros, en tanto que otros juraban que eran maldiciones para arrastrar a los infiernos a aquellos que osaban atacar la Judería.
En ciertos lugares, los muros se derrumbaban ante los mazos y grupos de judíos se concentraban al otro lado, hoscos, empuñando toda clase de hierros, pero sin armaduras de ninguna clase, para cerrar con sus cuerpos si los atacantes abrían brecha. A media mañana, cuando ya los muertos eran muchos en aquellos rotos, iba haciendo mella la fatiga y también el desespero, un gran clamor se extendió por el barrio. Una nueva, propalada a gritos desde azoteas y ventanas. Muchos de los que no combatían, al oír los gritos, corrieron a los pretiles que se asomaban al Tajo. Los hubo que hasta se subieron a tejados altos, a riesgo de recibir una saeta trastamarista. Porque allá, al otro lado del río, llegaban ya las vanguardias de don Pedro, marchando a buen paso hacia el puente de San Martín.
El júbilo se mezcló con alarma, porque los rebeldes, advertidos también de esa tan temida llegada, redoblaron sus esfuerzos para conquistar la Judería. Los soldados se agolpaban en las brechas. Saetas volaban por las dos partes y, aunque los sitiados tenían ventaja de posición, y causaban más daño, no daban abasto contra tantos enemigos. Los atacantes contaban con algunos arqueros zamoranos que disparaban alzando el tiro, haciendo llover flechas sobre el casco del barrio. Los proyectiles caían desde lo alto, como un castigo divino, añadiendo temor al ánimo de los de dentro. Algunos llegaban ardiendo, por lo que hubo que recurrir a niños, ancianos, mujeres y a todos aquellos que, por la razón que fuese, no habían querido tomar armas, para que vigilasen los posibles incendios.
El ruido tremendo de lucha debió de advertir a los exploradores reales, porque su vanguardia se lanzó en tromba contra la boca del puente. Desde la torre que guardaba la puerta, así como desde los lienzos de muralla próximos, los ballesteros rebeldes comenzaron a tirar, tratando de obligarles a retroceder. Pero, como en otras ocasiones, don Pedro, a veces impetuoso, llegaba con una estrategia trazada, y sus ballesteros se desplegaron a ambos lados del puente, para abrumar con su gran número a los defensores.
Al amparo de las descargas cerradas de saetas, se destacó un grupo de a pie, con armaduras y llevando en alto grandes paveses blasonados, para formar tortuga. Pedro Carpentero, que luchaba en esa zona y arriesgó un par de ojeadas, pese a los proyectiles que batían los parapetos, no pudo por menos que maldecir al ver lo cerrado de la formación y cuán coordinados avanzaban. Los ballesteros nobiliarios trataban de detenerles, pero les estorbaban las saetas realistas y sus propios disparos, hechos sin poder tomar puntería, iban a clavarse en los escudos o rebotaban en las piernas, acorazadas con espinilleras y zapatones ferrados.
—Esto se pone muy feo —anunció a varios calatravos que estaban con él.
La tortuga realista seguía avanzando por el puente; aunque, por su longitud, más parecía una serpiente de escamas triangulares y blasonadas. Bajo esa cubierta de escudos, algunos soldados acarreaban aceite y atados de leña que, no bien llegados al otro extremo del puente, apilaron a toda prisa contra la puerta. Los defensores, ya que no con saetas, trataron ahora de rechazarles a pedradas. Pero poco pudieron hacer, porque los ballesteros reales eran muchos, y sus virotes herían a todo aquel que osaba asomarse, de forma que muy pocas rocas, y de poco peso, llegaron a caer sobre la tortuga.
Carpentero, al advertir lo que estaba ocurriendo, y que muchos de los que estaban en lo alto de la torre habían sido heridos o muertos, y los que no se agazapaban, no pudiendo sufrir el chaparrón de saetas, empuñó su propia adarga, blanca con la roja de Calatrava, y subió la escalera a grandes zancadas, arrastrando con su gesto a algunos valientes que estaban cerca. Pero ya llegaban tarde y, justo cuando Carpentero se acercaba a los adarves, cubriéndose con el escudo y echando mano a una de las piedras allí apiladas, entre el silbido de flechas, oyó el estallido del aceite al inflamarse. Maldiciendo, arrojó contra los atacantes en retroceso la piedra; una con la que hombres menos vigorosos hubieran tenido que emplear las dos manos.
Se alzó tal calor y humareda negra que a punto estuvo de sofocar a los de arriba, obligándoles a apartarse del parapeto, entre toses y ahogos. Luego, al constatar que la puerta estaba ya en llamas, y que arreciaban las saetas, se decidieron a bajar, muchos de ellos heridos, porque esa torre, como advirtió en su momento Alfonso Jufre, era baja y ofrecía menguada protección.
El gigantesco Carpentero llegó abajo tiznado, para encontrarse con que estaban allí, junto a la puerta, el conde Enrique, su hermano don Fadrique y varios capitanes, deliberando. No era sólo que la puerta de San Martín estuviese ardiendo. Los del rey estaban cruzando el Tajo y entraban polla parte de la Judería que daba al río. Al sur del puente de San Martín, los judíos tenían represas y molinos, concesión muy antigua de los reyes castellanos. Y justo por ahí, ahora, aprovechando que el río estaba bajo, estaban cruzando los de don Pedro para unirse a los defensores de la Judería, que ya se veían en serios aprietos.
Los enriqueños habían roto e irrumpido por varios lugares y, en el cuerpo a cuerpo en las calles, iban imponiendo poco a poco su mayor número y armamento, pese a los esfuerzos denodados de los defensores, muchos de los cuales protegían su casa y familia en aquellos combates. Ballesteros de los nobles habían subido también a los tejados, de forma que se libraba una verdadera guerra de saetas en lo alto. Duelos de tiradores en los que a cada tanto alguien, herido, rodaba con estruendo sobre las tejas, para caer y estrellarse contra el empedrado de las cuestas. Pero, mientras los asaltantes, presionando en las callejas, creían por fin ver al alcance de la mano la victoria y renovaban esfuerzos, entre gritos de ánimo, el conde Enrique, cada vez más acorralado, no cesaba de recibir noticias que iban confirmando el desastre. Los de la Judería, aunque cediendo junto al muro, habían logrado largar sogas de lado a lado en el río, para ayudar a cruzar a los del rey, que acudían cada vez en mayor número.
Lope de Cañizares, alguacil real, fue de los primeros en atravesar el Tajo por las azudas y luego pudo narrar de primera mano cuanto allí ocurrió. Mozuelos ágiles como monos habían pasado a la orilla ocupada por los del rey, con cuerdas finas de las que halaron los realistas, pai a tender gracias a ellas sogas más gruesas, que entre los de ambos lados tensaron a fuerza de brazos. Después, agarrándose a ellas, comenzaron a pasar los más audaces, mano sobre mano, los escudos a la espalda y las armas envainadas.
Dicen que la suerte sonríe a los valientes. Así es a veces y Cañizares, por ser de los primeros que atravesó el río, ya había hecho pie en la ciudad cuando los ballesteros trastamaristas empezaron a disparar. Eran refuerzos, enviados a toda prisa por el conde Enrique, y, aunque sus proyectiles abatieron a algunos, haciéndoles caer al agua entre salpicaduras y chapuzones, no consiguieron estorbar gran cosa el paso. Manos de ballesteros reales, desplegadas por la ribera, comenzaron a batir los adarves de las murallas, en tal número que obligaron a resguardarse a los rebeldes.
Pero, para cuando se entabló aquella refriega de ballesteros, Cañizares ya había pasado y, subiendo por las cuestas a toda prisa, había ido a sumarse a la defensa de la Judería. Los rebeldes entraban a chorro por las brechas, sin que los de dentro acertasen del todo a taponarlas con sus armas y cuerpos. Santiago Rollán, caballero bueno toledano, uno de tantos que estaban en el barrio judío respaldando la causa del rey contra los nobles, tuvo en aquella jornada de sangre la ocasión de toparse con el alguacil real. No llegó siquiera a verle el rostro, ya que se cubría con almete de hierro, con celada en pico de gorrión y penacho de plumas negras. Llevaba poca armadura, para moverse ligero, empuñaba pavés triangular, blasonado con las armas reales, y martillo de guerra. Entró en liza de los primeros y, como al goteo iban llegando más y más del rey, según cruzaban el Tajo, poco a poco comenzaron a dar la vuelta a la situación.
Entretanto, el puente de San Martín estaba abarrotado de soldados reales, a los que los enriqueños eran incapaces de desalojar. Ocupaban de pretil a pretil, bajo sus escudos, y llegaban casi hasta las puertas, que seguían ardiendo con furia. Las maderas del portón habían prendido ya por la parte interior, pese a los esfuerzos denodados por impedirlo con agua y arena. Al final, los que estaban dentro, luchando contra el fuego, tuvieron que retroceder ante el calor y las llamaradas, que convertían el arco de la puerta en un horno rugiente.
Los del rey acometían ya por el exterior mediante mazos y, a la desesperada, algunos audaces volvieron a subir las escaleras de la torre, envueltos en humaredas. Los ballesteros desplegados en la margen contraria alcanzaron a ver, entre golpes de calor que hacían temblar las imágenes, cómo se acercaban a las almenas, escudos en brazo, para arrojar dardos y piedras contra los que se agolpaban en el puente. Por la distancia y el humo, no llegaron a distinguir quiénes eran, pero sí que muchos llevaban los escudos adornados con cruces de Calatrava y Santiago.
Los ballesteros reales, tras un instante de asombro ante tanta audacia, volvieron sus armas contra la torre de San Martín y, aunque los de arriba trataban de cubrirse, las saetas les llovían desde dos ángulos, silbando en gran número y resonando al clavarse en las adargas. El griterío era tremendo, los mazazos retumbaban contra las maderas resquebrajadas por el fuego y, entre las serpientes de humo, los hombres caían heridos, uno tras otro, sin lograr estorbar de verdad a los de abajo.
Martín Carrillo estaba casi al pie de la escalera, cerca del agujero llameante en que se había convertido el vano de la puerta por dentro. Pudo así ver con sus ojos cómo los últimos defensores de la torre desistían y bajaban cargando con los heridos más graves. Pudo dar también fe de que, de aquella torre de San Martín, no descendió nadie ileso. Nombres importantes en el bando rebelde, como Pedro Carpentero o Alfonso Jufre Tenorio, necesitaron que les arrancasen saetas del cuerpo y a alguno, como al caballero Fernando de Rojas, tenían que llevarlo entre varios, de malherido que estaba.
—Imposible defender la puerta —resumió un Alfonso Jufre Tenorio, al que el sudor le corría en regatos por el rostro tiznado.
Los jefes rebeldes allí presentes celebraron un consejo improvisado, entre el humo, los golpes tremendos contra el otro lado del portón y el rugido de las llamas por la parte de dentro. Aquel portón quemado podía ceder en cualquier momento. Los del rey seguían cruzando por las represas. Estaban expulsando a los trastamaristas de la Judería, a golpe de hacha, maza y martillo, forzándoles a desalojar por las brechas en los muros. Pedro de Sandoval, comendador de Montiel de Calatrava, pintó el apuro en el que se hallaban.
—En cuanto los del rey tiren las puertas y entren, los de la Judería saldrán a atacarnos por el flanco. Peor todavía: muchos toledanos que ahora están recogidos en sus casas se unirán a la lucha, unos por convicción y otros para dejar claro que están por don Pedro. —Se volvió hacia el conde de Trastámara—. Señor. Tus propios vasallos y aliados lo dan ya todo por perdido. Mira que aquí no está ninguno. Se han ocultado en sus casas o acogido a iglesias, tratando de salvar la vida.
—¿Alguien tiene alguna sugerencia?
—Si nos enzarzamos en una lucha callejera con los toledanos, será nuestro fin —respondió el mismo comendador—. Don Pedro y los de la Judería nos aplastarán en tenaza. Moriremos como lobos en la trampa. Demos por perdida Toledo, señor. Ya lo está. Volvamos a Talavera, donde al menos podremos hacernos fuertes.
El gran Carpentero se adelantó renqueante.
—Hay una salida mejor, si tenemos el valor de intentarla. Deshagamos al galope la senda que recorrimos ayer. Podemos regresar al puente de San Martín y caer por la espalda sobre los de don Pedro, ahora que sólo cuidan de entrar en la ciudad. Son más que nosotros, pero no se lo esperan y su retaguardia está desorganizada. Si los desbaratamos y damos vuelta a la batalla…
No pudo proseguir porque los presentes estallaron en grandes gritos de aprobación. Si alguna voz prudente quiso objetar algo, fue sofocada por el clamor, pues los ánimos estaban tan crispados como sólo pueden estarlo los de aquellos que se ven abocados al fracaso y el desastre. Todos, aun su hermano, rodearon al conde Enrique rugiendo, exigiendo con gritos y ademanes el intentar esa hazaña.
—¡Sea! —Don Enrique se encasquetó el yelmo, arrastrado por la locura de guerra que había prendido en los suyos de improviso.
Cada cual corrió a reunirse con los suyos. Pedro Carrillo, entre la retirada general de los que estaban ante la puerta en llamas, como no era mal hombre, aún echó una mirada compasiva hacia los heridos graves, colocados junto a una pared, a la sombra. No había sitio para ellos en la cabalgada desesperada que estaban a punto de acometer. Reparó en el caballero Fernando de Rojas, que estaba entre hombres ya muertos. Dudó, se acercó a él de varias zancadas y el otro le devolvió una mirada vidriosa. Tenía dos saetas clavadas en el pecho y las astas emplumadas temblaban a cada respiración fatigosa.
—En pie, amigo Fernando. Hay que salir de aquí.
—¿En pie? —El herido sonrió, con la sangre burbujeándole en los labios—. Dios te maldiga por la broma. Casi no puedo ni respirar.
—Dame la mano. Yo te ayudo a levantarte.
—Ni se te ocurra tocarme. Si me mueves, me matas.
—Y si te dejo aquí, te matan. El rey no tendrá piedad.
—Al menos, dispondré de un ratito de sosiego. No sabes cómo duele esto.
Pedro Carrillo, alto y huesudo, formidable con la armadura, contempló un instante aquel rostro sudoroso, entre el crepitar de llamas, las voces, los golpes contra el portón, el chacoloteo de cascos.
—Queda entonces con Dios, amigo Fernando. Yo me voy ya, a buscar a la Muerte a cualquier otro lugar donde ella tenga a bien esperarme.
• • • • •
La reina Blanca pudo ver desde las almenas del alcázar cómo los rebeldes salían a caballo por donde habían entrado, el puente de Alcántara, con los pendones del conde, su hermano y los de las órdenes tremolando sobre yelmos y puntas de lanzas. No tardaron en desaparecer, con gran polvareda, por el camino que rodea las colinas, en la otra margen del Tajo. Y la reina se quedó allí en lo alto, largo rato, sintiendo en el cuerpo la tibieza del día de mayo y el roce de una brisa que agitaba las ropas albas.
Desde allí arriba, divisaba una buena porción de los tejados y murallas, así como un tramo del río. Con la retirada de los Trastámara se había hecho el silencio ahí donde antes reinase el estruendo de la lucha. Desde el alcázar había estado oyendo el griterío, clangor de aceros, golpes de herramientas contra muros. Allora, todo se había acallado. Sólo un rumor distante delataba que los del rey se apiñaban en el puente de San Martín, esperando que el fuego y los mazos derribasen el portón para invadir Toledo.
Sólo abandonó aquellos altos donde, de algún modo, se sentía en una paz extraña —quizá la que da la certeza del desastre, frente a los temores de la incertidumbre—, cuando la avisaron de que la buscaba el obispo de Sigüenza, don Pedro Barroso. Se echó un velo blanco sobre el rostro, para disimular la expresión, antes de ir al encuentro del religioso, en los mismos pasillos del alcázar. Él, entre revuelo de ropas talares rojas, le besó el ruedo de la falda, antes de anunciarle que las puertas de San Martín habían cedido y que los realistas entraban sin encontrar oposición alguna.
—Los de don Enrique huyeron de Toledo hace rato. Supongo que estáis informada. Unos dicen que van a Talavera, otros que pretenden sorprender por la espalda al ejército de don Pedro, antes de que entren. Si es así, han fracasado, porque el grueso de las tropas ya está dentro.
Blanca asintió solemne, oculta tras el velo blanco, antes de hacer la pregunta que le quemaba en la garganta.
—¿Está todo perdido, señor obispo?
—Todo, alteza. La traición de don Enrique ha tornado la voluntad de muchos en Toledo. Puestos entre la espada y la pared, han elegido el bando de vuestro esposo, el rey. En estos momentos, mientras hablamos, los alguaciles recorren la ciudad y prenden o ajustician a los banderos de don Enrique que han tenido el poco seso de quedarse. Otro tanto hacen con vuestros partidarios más comprometidos.
—Debieras haber partido tú con el conde. Aquí corres peligro.
—Creí más conveniente quedarme, por si podía serviros de algo en estos momentos desdichados. Además, tras lo que ha ocurrido, no deseo mezclarme con los Trastámara. Yo soy de aquí y ellos nos han traído una gran desgracia.
—¿Cuál es la situación en la ciudad?
—Grandes destrozos. Muchos muertos. Las calles están llenas de cadáveres. El Alcaná arrasado. Se han producido grandes combates. Ahora, todo aquel que tiene algo que temer, así como los de ánimo medroso, se esconden en sótanos e iglesias. Quiera Dios templar la mano del rey, para que no haga una matanza. —Titubeó—. Alteza, es mi deber informaros de que los esbirros de vuestro esposo no tardarán en entrar en el alcázar.
Blanca asintió serena, aunque sentía que le faltaba el aire.
—¿Qué va a ser de mí, don Pedro?
El obispo guardó silencio, como escogiendo las palabras. Apartó un instante la vista.
—Templad el ánimo, alteza. Mostraos fuerte. Muchos de vuestros fieles han muerto. A los que no, les aguarda la prisión o el cadalso. Aquí me despido de vos, porque no espero para mí distinto destino. Confiaos a Dios, alteza, porque los hombres ya nada pueden hacer por vos.