IX. Días tristes
Cuando el vizconde de Clermont, Albert de Danchart, recuperó el conocimiento, estaba postrado en la cama del piso que ocupaba al norte del Seine. Habían pasado casi dos días desde el incendio, y al pie de su lecho se encontraba Marie, que no se había apartado de su lado desde que apareció con la desagradable noticia el mayordomo que Danchart había tomado en París a su llegada. Una gran venda cubría la frente del joven, que al principio apenas podía girar su cabeza.
—Marie, mi amor, mi vida…
La joven enjugó su llanto y besó el rostro de Danchart.
—Estoy aquí.
Danchart tardó casi una semana en recuperar plenamente la consciencia, aunque el dolor en una de sus piernas le impedía levantarse. Marie seguía a su lado mientras el doctor Pouget daba órdenes al mayordomo de que trajese paños y agua caliente para limpiar las heridas del joven.
—¿Qué hace aquí ese hombre? —preguntó Danchart en voz baja y sin fuerzas a Marie.
—Ha estado conmigo, cuidando de ti todos estos días.
—No quiero que esté aquí.
—No seas tonto, Danchart, ahora lo más importante es que te recuperes.
—¿Y la imprenta? ¿Y Serrant?
—No hagas esfuerzos, todavía estás débil. Muy pronto podrás ponerte en pie y volver a Clermont.
—Volver a Clermont… —Danchart sonrió—. Nunca debimos salir de Clermont, allí seremos felices.
El doctor Pouget se acercó con los paños y comenzó a limpiar las heridas de la pierna de Danchart. La piel estaba en carne viva y quedaba casi a la vista alguno de sus huesos. Danchart gritó de dolor cuando comenzaron las friegas, apretaba la mano de Marie y ella le sonreía.
A los pocos días Danchart se levantó por primera vez. Estaba aseándose cuando Marie entró en su habitación.
—¿Qué haces, loco? El doctor Pouget dijo que no puedes levantarte hasta dentro de una semana.
—¿Eso dice? Es demasiado tonto ese doctor si cree que voy a quedarme en la cama mientras él coquetea contigo. Ahora mismo nos marchamos a Clermont.
—¿Coquetear? Danchart, no seas irracional, ese hombre te ha salvado la vida.
—¿Que él me ha salvado…? Dios mío, Marie, hasta yo sé limpiar unas heridas.
Danchart se movió hacia ella, pero el intenso dolor le obligó a caer sobre la cama.
—¿Ves? Estás loco —repitió Marie tratando de ayudarle a incorporarse en la cama.
—Déjame, Marie. Descansaré un poco y esta misma noche partiremos hacia Clermont.
—Por Dios, Danchart, ¿podrías por una vez en tu vida calmarte un poco? No puedes ir dando bandazos, un día acá y otro día allá. Saliste precipitadamente de Clermont y ahora pretendes volver de la misma forma. Entiende de una vez que no puedes pretender que todo el mundo haga continuamente lo que tú quieres. Esto no es Clermont, y no todos los hombres son tus siervos.
Marie se había alterado, y Danchart la contempló confundido. Una extraña sensación recorrió su cuerpo. ¿Qué había querido decir Marie? Él había respetado siempre todas sus decisiones y si había salido alocadamente de Clermont, lo había hecho tras ella.
Él se la quedó mirando fijamente.
—¿Por qué me dices eso, Marie? Yo te quiero, y sabes que lo único que pretendo es estar cerca de ti.
Marie daba vueltas agitada por la habitación y comenzó a hablar con voz temblorosa.
—Danchart, te quiero, sabes que te quiero. Pero este no es tu mundo. París no es para ti. Yo me quedaré aquí hasta que termine mis estudios y después volveré a Clermont contigo. Te lo dije entonces y te lo repito ahora: debes tener paciencia.
—¿Paciencia?
A Danchart le fallaban las fuerzas y se recostó en la cama. Marie acudió a su cabecera, cogió su mano y le besó en la frente.
—Amor, te quiero como eres. Quiéreme tú como soy.
—Marie, si me quieres, vuelve conmigo a Clermont.
—No me pidas eso, Danchart. Ahora no. Te ruego que no me lo pidas. —Y dos lágrimas comenzaron a recorrer su rostro.
Al día siguiente, Marie no acudió por la tarde a ver a Danchart. El que sí lo hizo fue el doctor Pouget. Sin embargo, Danchart, que estaba en su escritorio leyendo la prensa, no le dejó traspasar el dintel de la puerta.
—Marchaos de aquí, por favor, y os ruego que no volváis a esta casa ni a hablar con Marie.
El doctor debía de estar advertido por Marie, porque no mostró ninguna sorpresa ante el tosco recibimiento.
—Si no queréis que os atienda, tened por seguro que esta será la última vez que os visite. Pero no está en mi mano no volver a ver a mademoiselle Munot. —La furia afloró a los ojos grises de Danchart—. No me miréis así. Ella es alumna mía en la academia, y no puedo faltar a mi palabra con el doctor Rovanier por las niñerías de un vizconde que juega a ser mayor.
—A ese título le debéis más respeto.
—Yo no os debo más respeto que el que vos me debéis a mí. ¿Sabéis? No sé qué ha visto Marie en vos; para mí no sois más que uno de tantos muchachos consentidos… Seré honesto: no os la merecéis. No merecéis ni una sola de las lágrimas que vierte por vos. Sois un don nadie, un niño caprichoso. Empezad a entender que el mundo está cambiando y que cada día os será más difícil mantener vuestras prerrogativas. Vos no servís para nada. No tenéis poder para nada. Vuestras palabras no valen nada.
—Pues bien, doctor, escuchad con atención estas palabras que no valen nada: si os acercáis a Marie…, os mataré con mis propias manos.
El doctor Pouget salió y minutos después lo hizo el vizconde, arrastrando una ostensible cojera en su pierna izquierda. Deambuló un rato entre los restos ruinosos del edificio en el que estaba la imprenta. Curiosamente, la máquina principal no había sido dañada por el fuego y cambiándole algunos maderos podría volver a funcionar. Aun así no eran esas sus intenciones. Era obvio que La Voix du Roi no había encontrado muchos simpatizantes en la ciudad y que el artículo de Brienne que anunciaba los nuevos impuestos no había gustado. Preguntó a algunos vecinos si sabían algo de Serrant o de alguno de los muchachos, sin embargo, aunque todos conocían que había habido varios heridos, nadie supo darle su paradero.
En la última taberna en la que preguntó tomó asiento y pidió un vaso de vino. Danchart no solía beber, pero en aquel momento se encontraba absolutamente perdido. Aquella obstinación de Marie por ser médico, por París, le estaba volviendo loco. Quería marcharse a Clermont, pero sabía que no podría hacerlo si Marie no le acompañaba. Cuando ya caía la noche, Danchart salió de la taberna. Al primer vaso de vino había seguido un segundo, y al segundo, la botella. No estaba acostumbrado a beber y le dolía la cabeza cuando se acostó.
A la mañana siguiente se dirigió a la banca Rocheteau. Quería coger algo de dinero, encontrar a Serrant para ver cómo estaba, y aquella misma noche convencer a Marie para que volviese con él a Clermont y casarse. Si le decía que no, estaba dispuesto a implorar al mismo rey para que se lo ordenase.
En la banca Rocheteau encontró a François de Moreau, quien lo recibió risueño y lo hizo pasar a un despacho principal.
—¿Qué tal estáis, vizconde? París no es una ciudad segura para un periodista.
—Supongo.
—Bueno, he oído que regresáis a Clermont.
—¿Perdón?
Danchart utilizaba mucho aquella muletilla, «¿perdón?», y la acompañaba siempre de una mirada incisiva y fría que asustaba a su mismo padre. François también tuvo aquella sensación de malestar al encontrarse con aquellos ojos grises y no quiso adentrarse en el terreno de las suposiciones.
—Bueno, ¿qué vais a hacer?
—Todavía no lo sé, De Moreau, vengo a retirar seis mil libras.
—Seis mil libras… ¿Y contra quién las queréis?
A Danchart le sorprendió la pregunta.
—Contra la casa de Clermont, como siempre.
—Lo siento, vizconde, pero eso no va a poder ser.
—De Moreau, creo haberte dicho que podíamos tutearnos y que podías llamarme Danchart.
—Sí, bueno. Lo siento.
—¿Ha sucedido algo con la casa de Clermont?, ¿ha habido algún problema?
—No, no. Todo lo contrario. La casa de Clermont es una de las más saneadas de Francia, sus inversiones a través de la banca Rocheteau le conceden unas rentas de más de dos millones de libras anuales y se le considera un capital de más de sesenta millones de libras. Naturalmente que no es un problema de ese tipo.
—¿Entonces?
—Lo siento, se nos ha notificado que solo el conde está autorizado para retirar dinero.
Danchart comprendió todo.
—¿Me estás diciendo que mi padre me ha retirado el permiso para hacer uso de los bienes del condado de Clermont?
—Pensé que os lo habría notificado a vos también.
—Pues ya ves que no. De acuerdo, dámelos a cuenta de la casa de Ferrand.
—¿De la casa de Ferrand?
—Efectivamente. Soy heredero por parte de madre, más o menos… desde que nací, François.
De Moreau palidecía y se le entrecortaban las palabras.
—Desde luego, no me cabe duda de que sois muy rico, pero… Hemos recibido una notificación real de que las propiedades de la casa de Ferrand que os pertenecen están en situación de inmovilidad temporal.
Danchart se levantó violentamente, lo cual resintió su pierna, pero tuvo fuerzas para dar un puñetazo en la mesa.
—¿Quieres dejar de tratarme de vos de una maldita vez y decirme qué pasa?
François se asustó y se echó hacia atrás en la silla.
—No lo sé. Vos… Tú deberías saberlo… Yo solo hago lo que me mandan.
—¿Me estás diciendo que no puedo disponer de mis bienes?
—Danchart, no es una cuestión de la banca Rocheteau. No depende de mí.
Danchart se acordó en aquel momento de Marie y de las continuas acusaciones que hacía a su carácter. Trató de tranquilizarse y se sentó.
—Está bien…, pues dame ese dinero a cuenta de la casa Rocheteau.
—¿De la casa Rocheteau? —Y François volvió a cambiar de color, esta vez para ponerse rojo como un tomate—. No puedo hacer eso.
—¿No puedes dar seis mil libras a cuenta propia a alguien que os ha hecho ganar mucho más de seis millones?
—No… —De Moreau volvió a quedarse absolutamente pálido.
—Entiendo…
Danchart se levantó y salió del despacho sin atender a los gritos de François de que se detuviese. Trató de cortarle el paso en la puerta principal de la banca, pero tampoco allí fue capaz de parar a un Danchart que no hacía caso de sus palabras y que se fue sin volver a dirigirle la mirada.
***
Danchart pasó el resto de la mañana luchando contra el inmenso dolor que le provocaba cada paso que su maltrecha pierna daba e intentando averiguar el paradero de Serrant, pero, al igual que el día anterior, no encontró pista de él alguna. Cuando Danchart llegó a casa, una cara amiga le devolvió la sonrisa: desde Clermont había venido a visitarle el padre Rubán. Ambos compartieron mesa y mantel y Danchart no se cansó de preguntarle al padre por los habitantes de Clermont a los que tanto añoraba. Después, pasaron a tomar el té al pequeño salón del apartamento de Danchart.
—Espero que recuperes pronto la movilidad en esa pierna. No me gusta verte cojear.
—Tranquilo, padre, no son más que algunos rasguños.
—Necesitas tranquilidad y reposo, Danchart, y gente que cuide de ti.
—Padre, no os preocupéis por mí, de verdad.
Entonces se hizo un silencio en el que ambos se miraron y que rompió el padre Rubán.
—Danchart, debes volver a Clermont.
—Os garantizo, padre, que esa es mi única intención.
El padre Rubán sonrió.
—Me alegro, hijo. Las cosas están muy revueltas y tu deber es estar allí.
—Padre, vos me conocéis bien. Sabéis que no tengo más intenciones en la vida que servir a Dios y ayudar en lo que pueda a la gente que quiero. No soy ambicioso.
—Lo sé, hijo, tienes un gran corazón.
—Pero no volveré si Marie no viene conmigo.
El padre Rubán sabía perfectamente que antes o después saldría el nombre de Marie a colación y se había prevenido.
—He estado con ella esta mañana.
A Danchart le brillaron los ojos.
—Danchart, esa muchacha te quiere, pero no va a volver contigo a Clermont.
—Pues entonces me quedaré aquí con ella.
—Danchart, necesitas reposo y cuidados, debes regresar a casa. Ella misma me lo ha dicho. Además, ¿cómo te vas a mantener aquí? ¿De qué vas a vivir?
A Danchart le despertó el nerviosismo aquella pregunta.
—¿Por qué me preguntáis eso, padre?
El padre Rubán se incomodó levemente.
—Solo me preocupaba por ti.
Danchart se levantó y nuevamente su pierna le recordó que no estaba en las mejores condiciones; sin embargo, sí lo estaba su sangre, que comenzaba a hervir en aquel momento.
—Padre, no me digáis que habéis pactado con el diablo y que habláis por boca del conde de Clermont.
—No hables así.
—¿Os ha pedido él que vengáis a buscarme?
—Aunque no lo hubiese hecho, yo habría venido igual… Danchart, París es una ciudad peligrosa y mucho más en los tiempos que corren.
—Padre, si París es peligrosa para mí, lo es también para Marie, y no voy a dejarla sola.
—Danchart, ven conmigo a Clermont. Es lo que ella quiere. Si lo haces, tu padre te perdonará y todo volverá a su cauce, pero si no… Tú sabes cómo es: está dispuesto a hacerte la vida imposible.
—¿Está dispuesto o ya ha comenzado a hacerlo?… Padre, id a Clermont y decidle al conde que no voy a volver…, y que si ha decidido tratarme como a un enemigo, la sangre que corre por mis venas y que es la misma que la suya hará exactamente lo mismo.
—Danchart, sabes que el rey concedería a tu padre lo que le pidiese, incluso tu cabeza.
—¡Pues que vengan a buscarla si la quieren!
—Pero hijo mío, ¿qué vas a hacer en París? Enfermo, sin dinero…
—En el fondo vos sois igual que el conde, que Marie, que los Marat y Pouget que circulan por París. Todos me tienen por un inútil que solo sirve para ir a cazar y a pescar. Pues quizá lo sea, pero no me rendiré jamás. Lucharé con fuego en las manos si hace falta, porque no pienso inclinar la cabeza ante ninguno de ellos…
El padre Rubán abandonó París en la última diligencia del día. Aunque trató de despedirse de Danchart con un abrazo, no consiguió de este más que un frío apretón de manos. Danchart se limpió él mismo las heridas de su pierna, y a última hora del día pidió una botella de coñac. Con ella se encerró en su cuarto y pasó toda la noche bebiendo y llorando, llorando y bebiendo…