XXVIII. Un hombre de negocios
Rasjwonski apenas frotó la bota contra la hierba para recuperar un mínimo de decoro en su vestimenta. Danchart, por su parte, se limpió y volvió a acostarse en su camastro. Rasjwonski entró entonces en el salón. Observaba de un lado a otro todos los escombros y restos por el suelo.
—¿Sabes? Cuando era pequeño, hubo una época en la que soñaba con venir a uno de los bailes que se daban en este salón. Mi madre hablaba mucho de ellos… Tiene gracia. Mi sueño era llegar a ser uno de los camareros.
—Bueno, parece que ese sueño ya no podrá cumplirse.
—¿Por qué no? No sería tan complicado reconstruir el palacio.
—No lo dudo, pero no creo que quisieras venir como camarero.
Rasjwonski sonrió.
—No creas; si es necesario pasar por camarero, no tengo ningún problema en ello.
—Raro que los hombres ricos estén dispuestos a ponerse al nivel de los humildes.
—¿Por qué no me acompañas? Me gustaría dar un paseo por los alrededores.
Danchart se levantó.
—Rasjwonski, da los paseos que quieras. Yo ya lo he visto todo… Ya no me interesa ver nada más.
—Vamos, Danchart. Tengo que tomar alguna que otra decisión de negocios y tú podrías ayudarme.
—¿Decisiones de negocios en Clermont? ¿De tus negocios? Aquí apenas hay dos casas ricas, porque esta ya no lo es. Son las de los banqueros… Supongo que tu táctica de entrar en mitad de la noche será aquí una sorpresa… No tendrás problemas.
—Ya no me dedico a eso, y lo sabes.
—Rasjwonski, no sé a qué te dedicas, y la verdad, no me interesa.
—Soy un hombre de negocios. He venido aquí a comprar.
—¿A comprar? ¿No me digas que el hijo de la molinera quiere comprar el palacio del conde? Eso es muy… irónico, ¿no? Supongo que el Príncipe de los Ladrones necesita un palacio y ha pensado en este.
Rasjwonski aceptó con ironía el reto.
—¿Tu palacio? Si quisiese un palacio, no me conformaría con menos que el de Versailles… Y solo lo compraría si me garantizasen que está en perfecto estado y sin nobles dentro.
—¿Sí? ¿Y de dónde sacarías dinero para pagarlo? ¿O es que no entraría eso en tus planes? Quizá tomarlo por la fuerza en plena noche sería más barato.
—No creas, puede que estirando me llegase para pagarlo, ¿sabes? El Estado francés ha nacionalizado los bienes de la Iglesia.
Danchart sonrió.
—Sí, lo sé. Me obligaron a tomarme un plato de sopa caliente mientras me lo contaban lloriqueando.
—¿Ah, sí? Pues bueno, además de eso emite papel moneda para que podamos comprarlo. Assignat le llaman.
—No me digas más. Curiosamente tú y tus amigos tenéis un montón de assignats, ¿verdad?
—Por eso te aprecio tanto, Danchart, porque contigo las cosas son muy fáciles. Todo lo entiendes a la primera. No necesito empezar a hablar y hablar para que sepas por dónde voy. No te imaginas lo que se te echa de menos en un montón de conversaciones.
—Y entonces, ¿qué? ¿Os dedicáis a cambiar papelitos por propiedades?
—Danchart, yo poco sé de eso. Bueno, poco sé de todo. Al fin y al cabo, no soy más que el hijo de una molinera.
—Rasjwonski, si hay algo que temo, es la humildad en las personas que no tienen por qué ser humildes.
—Yo solo hago lo que me dicen. Mis amigos de la banca me han contado que esos papeles enseguida se devaluarán y que lo que hay que hacer es gastárselos muy rápido y comprar el mayor número de propiedades posible…
—Así que has venido a comprar tierras a Clermont.
—¿Tierras en Clermont? —Rasjwonski rio con ganas—. ¡No, por Dios, mi banquero podría matarme si le digo que he hecho eso! He venido a comprar la cosecha de trigo del próximo año…, y sigo camino a Marseille. Es allá adonde me gustaría que me acompañases. Negocios de transporte marítimo. Creo que tú tienes alguna relación en el puerto.
—Bueno, conocía al que traía el correo de Marseille; si eso te parece una buena relación…
—Es menos que nada.
Entonces se hizo el silencio. Un silencio tenso que duró cerca de dos minutos. Rasjwonski se quedó observando fijamente a Danchart, clavando sin ningún reparo la mirada en sus delgados brazos, en su abandonado rostro…
—¿Qué pasa, Rasjwonski? ¿A qué has venido?
—A ver cómo estabas… Me lo contaron en París y no me lo creía. No me lo quería creer.
—Pues ya lo has visto. Créetelo.
—¿Por qué no vuelves a París conmigo? La imprenta funciona de maravilla. Esos muchachos, Girardin y Beauchamp, son dos fenómenos. Trabajadores y leales. Lealtades quizá mal entendidas, pero lealtades. Todo el negocio está a tu nombre.
—Muy buenos muchachos, sí…, pero no me interesa. Gracias.
—La imprenta da beneficios. No sé qué has heredado aquí en Clermont, pero solamente con la imprenta eres un hombre rico. Y no solo rico, poderoso. Muy poderoso. No tienes por qué estar así… Tuberculoso… Más muerto que vivo.
—Rasjwonski, ya has hecho suficiente por mí. ¿Por qué no me dejas tranquilo?
—Eres mi amigo, Danchart, de verdad… Desde niños. Esa es la razón por la que me duele verte así. Me gustaría que consiguieses olvidarla. Que te dieses cuenta de que el mundo está lleno de mujeres y de cosas hermosas.
—Para mí no hay cosas hermosas sin ella. ¿Qué te parece hermoso: una soleada tarde en el río?… Puah —escupió Danchart—. Una bazofia si ella no está a mi lado. ¿Dinero? ¿Poder? ¿Tierras? Todo una absoluta bazofia si ella no está a mi lado. Mírate tú. Seguro que hoy has desayunado bien, y que ayer cenaste aún mejor. Elegante. Traje caro y buenas botas. ¿Qué tienes esperándote fuera? ¿Un caballo? ¿O es un carruaje? Todo una basura, Rasjwonski. Da igual lo que tengas, da igual lo que hagas. Lo importante es con quién lo compartes. Y ahí, Rasjwonski, los dos somos iguales: dos desgraciados.
—No, Danchart, no somos iguales. Porque aunque tú tengas la razón, hay una diferencia entre nosotros: yo no llevo todos los huevos en la misma cesta. Mi vida no gira solo y exclusivamente alrededor de una persona. Tengo amigos. Incluso a alguno lo quiero como a un hermano…, como a ti. Encuentro placer en las mujeres; no en una sola, en muchas. Disfruto con una buena comida, cazando…, incluso últimamente me he aficionado a la música. No digas que somos iguales, Danchart.
—Vamos, Rasjwonski, no compares. ¡Tú no sabes lo que yo siento! Jamás has amado como yo lo he hecho.
—Deja ya el dramatismo. Podría decirte que yo quería a mi madre más de lo que tú quieres a esa muchacha. ¿Y quién me podría decir que no? Cada uno ama a su modo. Pero lo que sí es seguro es que todo pasa. Yo dejé de llorar a mi madre y tú dejarás de llorarla a ella. Lo único que espero es que cuando llegue ese momento todavía estés vivo.
—No, Rasjwonski, te equivocas. Yo no dejaré jamás de amarla.
—Entonces, ¿qué haces aquí, viviendo como un animal y llorándola como un niño? Ve y lucha por ella.
—¿Y qué quieres que haga si se va a casar con otro hombre? —Danchart empezó a enfurecerse—. Deberías recordarlo bien, porque tú lo sabías y me engañaste.
—¿Que te engañé? ¡No hay más ciego que el que no quiere ver, y tú no querías ver! No iba a ser yo el que te quitase la venda de los ojos. Hice por ti todo lo que pude para que la olvidases, para que pensases en otras cosas… Pero no, tú siempre hablando de lo mismo, siempre pensando en lo mismo… ¿Sabes, Danchart? Me das lástima. ¡Me das pena porque no eres más que un desgraciado cobarde!
—¿Cobarde yo? ¡Yo he sido capaz de amar! ¡Capaz de poner mi corazón en las manos de otra persona, y por eso sufro! Tú nunca sufrirás porque nunca amarás a nadie más que a ti mismo. Todo te vale porque todo depende de ti. Todo lo controlas porque no dejas que nadie te importe y así, si algo te molesta, lo sacas de en medio y listo. Dime, Rasjwonski, ¿cómo podría solucionar mi problema? ¿Quizá yendo y cortándole a ella el pescuezo como a una gallina? Así, muerta, ya no tendría que preocuparme.
—¿A ella? No, no, pero… ¿Por qué no a él? Si tanto la amas, ¿por qué no vas y le asestas en un oscuro callejón a ese doctor cuatro puñaladas…? Si quieres algo, tienes que luchar por ello, Danchart.
—¿Cómo? ¿Matando a quien se interpone en mi camino? Esa es tu manera de hacer las cosas, Rasjwonski, pero no la mía. No somos iguales. Yo no soy un asesino como tú. Vamos, Rasjwonski, sal de aquí y camina un poco más. Cuesta arriba. Pasa el pequeño bosque y alcanza la cima de la colina, hasta que llegues a una pequeña capilla, ¿sabes? Allí mataron a un fraile para robar un cáliz. ¿Conoces la historia? Vamos, Rasjwonski, vete, busca entre las lápidas más nuevas; seguro que alguna es la de un fraile… Ve, llévale unas flores. Recuérdale su gran error: ¡haberse entrometido en la vida del gran Rasjwonski! ¡Del Príncipe de los Ladrones, como le gusta que le llamen! Ve, Rasjwonski, y observa claramente la diferencia entre tú y yo: yo no soy un asesino.
Rasjwonski permanecía callado escuchándole, pero sus ojos reflejaban una terrible furia y apretaba fuertemente los puños.
—Vamos, Danchart, hagámoslo a tu modo. Dime que lo mate. Pídemelo y lo haré. Lo haré yo mismo, no mandaré a nadie a hacerlo. Dime que mate al doctor Pouget. Es así como te gusta hacerlo, ¿verdad? No quieres mancharte las manos. Prefieres que sean otros los que lo hagan por ti. ¿Fue así como mataste a tu padre?
—No digas tonterías. ¡Yo no maté a mi padre! ¡Yo no soy un asesino como tú!
—¿Ah, no? ¿No fuiste tú quien se encargó personalmente de que la llama de la revolución llegase a Clermont? ¿No fuiste tú quien vino a prender fuego a este palacio?
—Desvarías, Rasjwonski. ¡Yo estaba en París! ¡No soy culpable de que otros malinterpretasen mis palabras!
—¿Por qué hablas así? ¿Por qué no reconoces tus hechos? Dilo, Danchart: soy un asesino. ¿Cuál es el problema? ¿A qué tienes miedo, Danchart? ¿Temes a la justicia?… Venga, Danchart, la justicia no es para ti, sino para algún niño que robe un pollo porque se muere de hambre. A ese le cortarán la mano. ¿A ti? ¿Quién se atreverá a juzgarte a ti? ¿Temes a Dios, quizá? Vamos, Danchart, no te creo tan tonto. ¿Crees que te salvarás de la ira divina con un pequeño matiz? «No, Señor Dios, estáis confundido. Yo no maté a nadie. Yo no clavé el cuchillo, solo lo afilé y se lo puse en la garganta. Fue otro el que lo clavó.» ¡Vamos, Danchart, te creo más listo! ¿A quién tratas de engañar?
—¡Cállate, asesino! Te gustaría que te pidiese que lo matases, ¿verdad? ¡Pero no lo haré! ¡Yo no soy como tú!
—Ja, ja, ja —rio Rasjwonski—. ¿Te gustaría que lo matase, eh?
Los ojos de Danchart brillaban.
—Vamos, Danchart, pídemelo. Ni siquiera iré a Marseille. Saldré ahora mismo de aquí y lo mataré esta misma noche. Mañana ella volverá a ser libre y quizá puedas recuperarla. Jamás sabrá quién lo mató ni por qué lo mataron. ¡Pídemelo, Danchart!
—No, Rasjwonski. Hazlo si quieres.
—Ja, ja, ja, ja —la risa de Rasjwonski sonó estruendosa como un trueno—. Te gustaría que mañana apareciese muerto, ¿verdad? Lo tienes muy cerca, Danchart. ¡Pídemelo!
—No. Hazlo si quieres.
Rasjwonski reía y reía; realmente estaba disfrutando. Danchart lo miraba con los ojos brillantes e insistía:
—¡Hazlo si quieres!
—Hazlo si quieres no, Danchart. La palabra mágica es «mátalo». Vamos, Danchart, ¿es que eso no salva tu moral? ¿Si es «hazlo si quieres», eres inocente, y si es «mátalo», eres culpable?
Rasjwonski se acercó entonces a Danchart, lo cogió por la mandíbula y tiró de él hacia el camastro, adonde lo empujó.
—Vamos, Danchart, última oportunidad. Di la palabra mágica y se obrará el milagro… Mátalo.
—Hazlo si quieres.
—No, Danchart. Error. Tendrás que engañar a otro para que lo haga con esas palabras, y si no, tendrás que hacerlo tú mismo… Y el día que eso ocurra, tu historia y la mía será la historia de dos asesinos.
Y Rasjwonski salió del palacio de Clermont. Danchart apenas se levantó para servirse la poca ginebra que quedaba. Aquella tarde no bailó. Solo bebió y lloró. Y mientras bebía y lloraba, intentaba recordar el momento exacto en el que la había perdido. El momento exacto en el que ella había dejado de verlo como el hombre junto al que pasar el resto de su vida. Y por mucho que buscaba, no encontraba ese maldito segundo en el que toda su vida había saltado por la borda. Y entonces se quedó dormido. Y despertó ya de madrugada en una noche de luna llena. Y volvió a llorar. Y bebió lo último que quedaba en aquel vaso intentando encontrar el momento exacto en el que la había perdido, pero no encontró nada. Y lloró. Y maldijo. Y siguió llorando hasta que las últimas gotas de aquel brebaje bajaron por su garganta y pudo volver a dormirse.