X. La noche de París

A primera hora, Danchart desayunó con las noticias que le llegaban de Saint-Antoine. Se hablaba de una revuelta de los empleados de Réveillon, una de las fábricas de la ciudad que daba empleo a más de doscientas personas, las cuales veían sus sueldos estancados ante las continuas alzas del trigo. Al parecer, la gente se había echado a la calle y se respiraba en el aire una gran tensión, la misma que se vivía en otras ciudades de Francia y que estaba generada por el continuo aumento de impuestos.

En la época, estaban exentos de impuestos la nobleza y el clero, por lo que las tasas recaían con mayor fuerza en la alta burguesía, compuesta por financieros y profesionales; en la baja burguesía, formada por artesanos y pequeños comerciantes; y en los empleados de las primeras fábricas, de carácter principalmente textil. Situación todavía más crítica era la de los campesinos, que estaban totalmente a expensas de los nobles, los cuales cobraban un canon que podríamos llamar de alquiler por el cultivo de sus tierras y que en la mayoría de los casos se hacía casi imposible de cubrir por los labradores y ganaderos.

Para tratar de solventar los problemas económicos del Estado, Luis XVI acabó por colocar otra vez al frente de las finanzas a Necker, cuya intención era imponer una nueva tasa. Para asumir dicha tasa, la burguesía había puesto como condición que fuese aprobada por los Estados Generales, institución que no se reunía desde 1616 y que estaba compuesta por los tres cuerpos sociales reconocidos por el Estado: los nobles, la Iglesia y el estado llano, el cual comprendía desde los más ricos burgueses hasta los más pobres campesinos. Nobles e Iglesia contaban con su alianza para que ese impuesto recayese sobre el estado llano, al que —si se votaba como hacía casi dos siglos, lo cual ya había sido aprobado por el rey— vencerían por dos a uno. Por su parte, el estado llano, que en la práctica estaba dominado por la alta burguesía, esperaba cambiar el modo de voto en el último momento y, bajo aquella coletilla que comenzaba a hacerse popular de «un hombre, un voto», reunir a los tres estados en una única cámara a la que ya llamaban Asamblea. De esa forma harían valer su mayoría, pues, ya que representaba a la mayor parte de la población, se había previsto que su número de representantes fuese del doble, con lo que se equiparaba al de clero y nobleza. Los más comprometidos con las ideas liberales de estos dos sectores podrían hacer cambiar la balanza a favor de los burgueses, verdaderos líderes del estamento.

En esos debates se hallaba inmersa Francia cuando por la cabeza de Danchart solo pasaba el cómo reconducir su vida junto a Marie. Después de comer llegó la muchacha a su casa. Danchart ya no llevaba vendada la cabeza, y empaquetaba sus cosas. No tenía ni idea de adónde iría, pero sabía que su vida en el pequeño apartamento al norte del Seine había terminado.

—¿Te marchas?

—No lo sé. Dímelo tú.

—¿Por qué lo haces todo tan difícil?

Marie, aunque se mantenía a pie firme, comenzó a llorar. A Danchart le atravesaban el corazón aquellas lágrimas, pero se sentía tan víctima de la situación como lo podía ser Marie.

—¿Por qué no puedes ser como las demás mujeres de Francia? ¿Por qué tú? Justo la mujer a la que amo tiene que ser la que sueña con cambiar el mundo. Si de verdad me quisieras, me antepondrías a tus caprichos.

—Eres cruel, Danchart. Tus palabras me hieren como lo haría una daga que me clavases en el corazón.

—No, Marie, eres tú quien se comporta de forma cruel, es a ti a quien no le basta con nuestro amor. Lo que yo te ofrezco es todo lo que se puede ofrecer a una mujer. Eres tú quien no me quiere.

—No vuelvas a decir eso, Danchart.

El vizconde de Clermont dejó de hacer su equipaje y, postrándose de rodillas, tomó las manos de la mujer que amaba.

—Marie, cásate conmigo.

Marie se soltó de las manos de Danchart y no quiso enfrentar su mirada a la del joven.

—Danchart, no puede ser. Por Dios, sé realista por un momento…

Danchart se levantó y continuó recogiendo sus cosas. El llanto de Marie iba en aumento y sus palabras se entrecortaban.

—No me entiendes, Danchart. Eres egoísta conmigo. Solo piensas en ti, no te importa lo que yo quiero…

Danchart perdió los nervios y contestó con un grito a las palabras de Marie.

—¡Basta! Deja ya de torturarme. Deja ya de echarme la culpa a mí de todo. Dices que no respeto tus deseos, pero tú tampoco lo haces con los míos; y si son importantes para ti tus ilusiones, también deben serlo para mí las mías. —Danchart moderó su tono y volvió a dirigirse a su amada con ojos suplicantes—. Mírame, Marie. He intentado seguirte, que te sientas orgullosa de mí…, y casi me muero intentándolo. No me digas que no me he sacrificado por estar a tu lado. No me digas que no he tratado de que cumplas tus ilusiones y seas una mujer feliz. Lo he intentado, Marie…, y he fracasado. Tu doctor Marat tenía razón: en este momento todo París debe de estar riéndose de mí. Me gustaría que las cosas fuesen de otro modo, pero son así. Si me quedo en París, tú serás feliz, pero yo moriré cada día sintiéndome humillado por los Pouget, los Marat, que acabarán siempre sus frases diciendo qué hace una mujer tan hermosa al lado de semejante mequetrefe… Mi amor, mi sol, mi única ilusión es estar a tu lado, y si así lo deseas, lo haré en París… Aunque acabe por volverme loco.

Marie lloraba a borbotones.

—Danchart, por favor, no seas cruel conmigo y contigo mismo. Vuelve a Clermont y espérame. No te obstines con seguir aquí. Solo encontrarás más sufrimiento.

—No, Marie, no me iré si tú no vienes conmigo. No sé vivir sin ti.

—Pero Danchart, ¿qué vas a hacer aquí? Las cosas están muy revueltas, hay gente que te odia y te mataría por tu condición de noble, no tienes dinero…

Danchart recuperó su frialdad.

—Está claro que todos sabíais lo de mi padre menos yo. ¿Quién te lo ha contado? No, no me lo digas. Tu hermana, supongo…

—Danchart, vuelve a Clermont y espérame. Te lo ruego. —Ahora era Marie la que estaba de rodillas, llorando, implorando a Danchart.

—No me voy a ir sin ti, Marie.

Marie salió corriendo de la habitación sin poder contener su desbocado llanto, y Danchart quería abrazarla. En aquel momento solo deseaba estrecharla entre sus brazos, y, sin embargo, no fue capaz de salir tras ella y hacerlo.

***

Danchart terminó de hacer su equipaje y se marchó. Se dirigió a una caballeriza, donde malvendió su caballo por tres mil libras, y después entró en una taberna y pidió una copa de coñac. De nuevo a esa primera copa siguió una segunda. Dos desarrapados se acercaron curiosos a aquel hombre bien vestido que lloraba sin ningún pudor en el centro de la taberna. Danchart mandó traer otra botella y los jóvenes comenzaron a acompañarle y a beber con él. La siguiente bebida que se sirvió en la mesa fue un destilado de enebro holandés; fue pedida por los dos muchachos, que comenzaron a cantar y a abrazarse. Danchart no les seguía en sus cánticos y continuaba llorando y bebiendo. En la siguiente botella, Danchart ya había perdido la razón, aunque mantenía sus ojos grises abiertos y las lágrimas en las mejillas. Al terminarla, los dos hombres le ayudaron a levantarse y los tres salieron de la taberna. Entre los dos llevaban a Danchart y, tras una pequeña caminata que sirvió al noble para recuperar algo de aliento, entraron en otro tugurio. Los jóvenes pidieron vino, pero Danchart ya se había aficionado al licor de enebro. Bebió por lo menos otra botella y volvieron a salir.

Caminaron nuevamente durante un rato, aunque ahora lo hacían por calles mucho más concurridas, llenas de gente que gritaba frases ininteligibles para Danchart en el estado en el que se encontraba. Un miembro de la policía se acercó a ellos, pero echó a correr cuando una muchedumbre giró la esquina y comenzó a señalarle. Los jóvenes se alejaron de la multitud con Danchart en sus brazos y se introdujeron en un callejón. Uno de ellos apagó una de las lámparas de aceite derribándola con un madero, y el otro comenzó a hurgar en el bolsillo interior de Danchart. El vizconde pareció recobrar levemente el sentido.

—Eh, ¿qué haces? ¡Ese es mi dinero!

El joven le respondió con un golpe que reabrió su cicatriz en la frente y la sangre volvió a brotar. Al llegar su compañero, se asustó al ver la cabeza ensangrentada.

—¡Lo has matado!

El que lo había golpeado cogió las tres mil libras y los dos salieron corriendo.

Danchart no estaba muerto. Permaneció unas horas en el suelo, inconsciente, y cuando recobró el conocimiento comenzó a caminar. Le dolía mucho su pierna y algo la cabeza. Gran parte de las farolas habían sido rotas y Danchart caminaba sin sentido. Escuchó ruido tras una puerta, así que se dirigió hacia ella, la abrió y entró en una taberna. Danchart se fue derecho a la barra mientras uno de los parroquianos se acercó a la puerta y la cerró, atrancándola esta vez con un madero para evitar que alguien volviese a abrirla.

La taberna estaba atestada de gente. Una escalera interior llegaba hasta una entreplanta en forma de balcón desde la que se oía hablar a un hombre.

—Debemos tener cuidado. Hoy han sido unos cuantos policías, pero mañana quizá sea la guardia del rey la que esté en Saint-Antoine. Hemos de esconder a los capataces de Réveillon, pues serán los primeros a los que busquen. No podemos fiarnos de ningún extraño, mandarán a sus esbirros y no van a tener piedad de nosotros. —Los demás hombres le escuchaban preocupados—. Pero no temáis, nosotros tampoco tendremos piedad de ellos. —Y todos vitorearon.

El orador animó a los concurrentes a beber por última vez en el día y a prepararse para semanas duras. Permaneció en aquel balcón junto al que parecía su lugarteniente, y ambos continuaron hablando en voz baja.

Uno de los hombres que había visto entrar a Danchart se acercó a él. Danchart había pedido un nuevo «jarabe» de enebro y estaba ensimismado con la cabeza entre las manos. Tenía el cabello lleno de sangre y ahora también sus dedos y muñecas. El lado izquierdo del culotte parecía la camisa de un matarife.

—¡Pero si es mi querido noble! —El hombre le cogió por un brazo y lo zarandeó tan violentamente que Danchart perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Danchart fijó su mirada en quien le había tirado: cuerpo grueso, barba poblada, algunas cicatrices y unos ojos que rápidamente encuadró. Era Guizot, el que había «jugado» con una navaja en su barbilla unas semanas antes. La última vez que lo vio su cuerpo temblaba, pero en aquel momento no lo hizo. Permaneció en el suelo y cerró los ojos.

—¡Eh, mirad todos! ¡Mi amigo el periodista ha vuelto a Saint-Antoine!

Los hombres volvieron sus miradas hacia ellos. Guizot cogió a Danchart por las solapas, lo alzó y lo empujó contra la barra.

—Veo que hoy ya os han atizado —Guizot sacó su navaja, se fue hacia él y le rasgó la cara—. No os preocupéis, muchacho, hoy será vuestro último día de sufrimiento —Guizot dejó la navaja encima de la barra, volvió a agarrar a Danchart por las solapas y, acercando la boca a su oído, le susurró—: Si habéis sido un buen cristiano, hoy veréis a Dios.

Guizot lo lanzó hacia el otro extremo del local y Danchart cayó sobre una de las mesas, sintiendo un inmenso dolor en su espalda. Los demás tipos se arremolinaron a su alrededor y uno de ellos rompió un vaso en su cabeza. Todos rieron menos Guizot, que dio un puñetazo al entrometido diciendo:

—¡Este pájaro es mío! —Guizot cogió nuevamente a Danchart de la pechera y lo levantó—. Sois osado. Os dije que no volvieseis por aquí.

Un nuevo puñetazo estampó a Danchart esta vez contra la pared. Guizot sonrió a su público mientras Danchart permanecía inmóvil en el suelo, totalmente dolorido aunque todavía consciente. Vio junto a él una botella y pensó en cogerla para defenderse…, pero no, no merecía la pena. Después de todo, quizá lo mejor que le podía pasar aquella noche era morir, y cuanto antes lo hiciese, mejor.

Guizot le dio esta vez un puntapié en la cara. Danchart quedó tumbado, rendido, encajando cada una de las patadas que el rudo herrero de Saint-Antoine le propinaba en el estómago.

—Prometí que os mataría si volvía a veros, y veréis que soy un hombre de palabra. ¡Los hombres del Príncipe somos de palabra! ¡Príncipe, hoy morirá alguien entre estas cuatro paredes!

Guizot se giró hacia el hombre que presidía la sala y que antes había hablado, buscando aprobación.

—Así es, Guizot. Que no se diga que somos forajidos sin honor. Si pones tu palabra en ello, también va comprometida la mía —respondió este.

Guizot volvió a alzar al maltrecho noble.

—Decidme, ¿a quién voy a tener el gusto de matar?

A Danchart en aquel momento le llegó un arrebato de orgullo y pensó en morir con dignidad. Ajustó su chaqueta, intentó limpiar la sangre de su rostro y balbució de manera casi inaudible, a duras penas, tratando de erguirse para morir de pie:

—Al… vizconde de Clermont.

Guizot volvió a golpear a Danchart primero en el estómago y después nuevamente en la cara. Luego volvió hacia la barra y de dentro cogió una gran hacha. Danchart dejó de tratar desesperadamente que entrase el aire en sus pulmones.

—¡A un vizconde! —gritó dirigiéndose a su público el rudo herrero de Saint-Antoine—. Ya sabía yo que era un noble.

Guizot dio varias patadas más a Danchart, que cerró los ojos y encontró a Marie en su memoria. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Marie feliz en el patio trasero de la casa Rocheteau en Clermont… Le hacía una carantoña, le acariciaba el cabello y le besaba en los labios. «Te quiero.»

—Mirad todos, voy a matar a un noble, y después de él vendrán muchos más. —Y alzando el hacha, dijo—: ¡Ved morir al vizconde de Clermont!

—¡Detente, Guizot! —gritó poseído al que antes había llamado Príncipe.

De un salto, bajó del altillo en el que estaba, corrió hacia la esquina donde se encontraban los dos hombres y se tiró al suelo, interponiéndose entre Guizot y su víctima. Ante el asombro de todos, colocó cuidadosamente sobre sus rodillas la cabeza del maltrecho vizconde, que sangraba también por la boca. Danchart abrió apenas los ojos, dispuesto a ver un último rostro antes de morir, y dijo en un susurro:

—Rasjwonski…

—Danchart, Danchart… ¡Un médico! ¡Rápido, traed a un médico! —gritó Rasjwonski—. ¡Agua! ¡Jabón! ¡Un médico!

Los hombres que antes reían palidecían ahora y se movían frenéticos tratando de cumplir las órdenes de su jefe. Varios hombres se acercaron y cogieron en volandas a Danchart para subirlo al primer piso. Guizot observaba estupefacto a Rasjwonski, que permanecía pálido, de rodillas en el suelo.

—Pero ¿quién es? —le preguntó sorprendido.

Rasjwonski se levantó y se le quedó mirando a los ojos, frente a frente.

—Mi amigo, Guizot… Ese al que golpeabas es mi amigo.

Rasjwonski levantó sus manos, entre los dedos un viejo puñal, y sin dar tiempo de reacción a Guizot, se abalanzó sobre su corazón. Guizot no pudo decir ni una palabra más, pero Rasjwonski sí:

—El Príncipe de los Ladrones asintió cuando dijiste que un hombre moriría entre estas cuatro paredes, y él siempre cumple su palabra.

Ni la belleza salvará al mundo
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