VIII. La fiesta de Versailles

Danchart pasó algunos días cabizbajo, con las manos vendadas, y triste. Pasaba la mayor parte del día en la imprenta intentando escribir y ayudando en lo posible a montar las planchas junto a Serrant. Contó a este el incidente de Saint-Antoine y encontró una reprimenda digna de su padre. Serrant le llamó «¡Loco! ¡Inconsciente! ¡Tarado!». ¿Cómo diablos se le había ocurrido presentarse así en Saint-Antoine? «La audacia es la principal causa de muerte de los tontos», le decía una y otra vez, aunque viendo tan hundido al muchacho, suavizó el final y dio por acabada su perorata con algunas palabras llenas de cariño que el joven vizconde agradeció profundamente en su corazón. Pero un malestar desconocido anidó en el alma de Danchart: el de estar en un lugar en el que no quería estar. Pasada la ilusión inicial, la maravilla de lo nuevo, se sentía fuera de sus días tranquilos en Clermont, en los que la brisa de los suaves campos acariciaba su rostro y el ronroneo de los ríos mecía su oído. Danchart intentó dejar a un lado aquel pensamiento. Se acordó de Marie… Una sonrisa se dibujó en su cara y volvió a reconducir sus esfuerzos a su nuevo periódico.

El primer número de La Voix du Roi fue un auténtico éxito entre el resto de los periodistas de la ciudad. Su calidad estética mejoraba con mucho al resto de impresiones que circulaban por París, incluso a las extranjeras. Tenía gran variedad de temas y Serrant, gran dibujante, se había atrevido a imprimir un dibujo cómico que había pasado de ser un disgusto para Danchart a ser uno de sus orgullos.

Danchart sorprendió un día a Serrant con algunos lápices dibujando dos viñetas. En la primera se veía a varios nobles caricaturizados disfrutando de un suculento banquete y tirando comida a unos perros vestidos, mientras en la segunda se veía a varios desarrapados pidiendo. A Danchart no le gustó nada aquel dibujo y discutió nuevamente con Serrant. Con él en la mano, el vizconde no tendría ningún problema para meter en La Bastille a aquel impresor con el que medraba en confianza a pasos agigantados. Danchart compartía la idea de que debía ayudarse más al pueblo, pero disentía de Serrant en el modo de hacerlo.

—Dale pan al pueblo y él lo cambiará por vino —le decía continuamente.

—Enséñale al pueblo a hacer pan y no tendrás que preocuparte de dárselo —le replicaba el veterano impresor.

Evidentemente, acabaron triunfando las ideas de Danchart y a regañadientes Serrant acabó dibujando dos viñetas diferentes: en la primera se veía a un picaruelo robando a un noble que daba pan a un mendigo, y en la segunda al picaruelo tumbado bebiendo de una gran bota de vino. Esta fue la viñeta publicada, y Danchart consiguió ser una semana entera el hombre más buscado del Palais Royal. A Marie también le gustó mucho el primer número de aquel semanario, si bien no por cualidades más o menos profesionales, sino porque valió para que Danchart se animase un poco después de unos días en los que había temido que el muchacho se viniese abajo y le pidiese que se marchase con él a Clermont y se casasen, cuando ella disfrutaba cada día más de su nueva vida parisina.

A quienes no les gustó nada el periódico fue a Beatrice y a la compañera de Marie, que se detuvieron más en su lectura y lo consideraron un libelo más en manos del rey. A diferencia de Marie, su hermana estaba mucho más comprometida con la política y esperaba con ansia la reunión de los Estados Generales. Beatrice consideraba que no se podía consentir que el ritmo de vida alegre y derrochador de la nobleza siguiese saliendo de los bolsillos de personas como su padre, que gozaban del poder económico, pero que, sin embargo, no eran invitadas a Versailles ni eran requeridas por el rey para recibir consejo. A Marie todo eso le daba absolutamente igual. Le encantaban sus estudios de medicina y no se planteaba qué vidas podría salvar, sino cuántas.

Como Beatrice, la mayoría del París burgués de poder económico e ilustrado —o, lo que es lo mismo, la mayoría del París del Palais Royal— no simpatizó con la publicación de Danchart, la cual fue recibida con agrado en un primer vistazo, pero enseguida criticada por hacer apología de lo que ya muchos llamaban el Antiguo Régimen.

—Pretenden hacernos creer que los nobles realmente tienen sangre azul, y que Dios les inspira cada mañana —escuchó Danchart a un joven al que minutos antes había visto hacerse con su periódico y al que siguió con agrado, esperando una crítica, aunque no tan negativa.

Danchart se había preocupado de que su semanario no solo saliese dentro de las murallas de París, sino también en los barrios periféricos. Se cuidó de no acudir a Saint-Antoine, pero sí paseó por el resto de los arrabales. Esperaba que entre la gente más sencilla, donde no se ponía en tela de juicio ni a la Iglesia ni al rey, su semanario sería mejor acogido y podría servir mucho mejor a los intereses de la Corona, afianzando su posición. Recordaba las palabras del padre Rubán: «No se trata de convertir a las ovejas descarriadas, sino de fomentar el amor a Dios en los que le quieren, pero son más débiles». «Para esos debe ser La Voix du Roi —se decía Danchart—: para los que corren el riesgo de caer en manos de los Marat que pululan por París.» Sin embargo, en los arrabales solo encontró restos de su periódico en el suelo, lo que no le pareció un buen indicio.

Danchart también se había preocupado de que algunos de sus ejemplares saliesen hacia Lyon, Marseille, Rennes y algunas otras ciudades de Francia, aunque se ocupó de que ninguno llegase, por lo menos con su auspicio, a Clermont. Suponía que sería del agrado de su padre el que él también sirviese al rey, aunque no fuese en el campo de batalla, pero su orgullo le hacía pensar que si el conde recibía La Voix du Roi de mano de su hijo, sería una pequeña derrota, el reconocimiento de una debilidad ante su progenitor y, si bien consideraba las rencillas olvidadas, no se sentía con ánimo de postrarse ante él.

De todos modos, la primera experiencia burguesa de Danchart resultó un verdadero fiasco económico. Entre unas cosas y otras, Danchart terminó con un agujero de cuarenta mil libras, todas ellas giradas contra la banca Rocheteau con el aval del condado de Clermont. Serrant tenía razón: el número de ejemplares que se vendieron había sido mucho más escaso del que Danchart esperaba, y más del ochenta por ciento se había vendido el primer día. La idea de Danchart de buscar el mecenazgo de comerciantes que con su publicidad aumentasen las ganancias era interesante, pero tanto él como Serrant sabían que primero debían hacerse un hueco entre las cabeceras de París.

Danchart daba vueltas y vueltas a aquellas ocho páginas que componían el primer número, lo que a Serrant ponía sumamente nervioso. Él sabía perfectamente cuál era el defecto de aquel ejemplar.

—Danchart, no puedes pretender hacer dinero siendo «la voz del rey».

—¿Por qué dices eso, Serrant? Hemos hecho un periódico fantástico, hemos utilizado planchas y letrillas que nadie imaginaría. La gente corría a buscarlo el primer día.

—Sí, Danchart, pero lo que sigues sin entender es que la gente lee en París. A la gente no le leen en los púlpitos los curas ni en las caballerizas los capataces.

—¿Y qué propones?

—Lo sabes bien, mi joven amigo: que no hables de desarrapados que roban a señores, sino de señores que roban a desarrapados. Tienes un don para la escritura. Tienes una increíble fuerza en la palabra, y creo que haces cosas maravillosas con estas máquinas… No desperdicies ese talento contra el pueblo. Ve con el pueblo y el pueblo irá contigo.

—Serrant, yo soy fiel a Dios y al rey.

—De acuerdo, amigo, pero eso no nos separa, nos une. Ser fiel al rey es ser fiel a su pueblo. Estas páginas no son más que un alegato de Brienne y de gente como él. Ellos no son el rey. Te utilizan, Danchart. Vas a perder muchas fuerzas, dinero y talento si continúas en esa empresa.

Y así pasaban cada mañana. Danchart se entrevistaba con Brienne los miércoles a primera hora, quien le daba información de primera mano sobre las intenciones del monarca. En la siguiente edición, Danchart lo había convencido para que escribiese un artículo sobre la economía del país. Brienne así lo hizo, y en él expuso la creación de un nuevo impuesto para cubrir el déficit del Estado, algo que esperaba que se aprobase en los Estados Generales.

El segundo ejemplar salió a la calle el mismo día que Marie y Danchart acudieron a Versailles, a la fiesta que Luis XVI daba en honor de la reina. Por la mañana, Danchart firmó pagarés en la banca Rocheteau contra el condado de Clermont por valor de treinta mil libras y por la tarde recogió a Marie en una preciosa calesa de dos tiros que los condujo a la residencia real.

***

Aquella noche acudió a Versailles toda la corte del rey, y Marie destacaba entre todas las mujeres. Danchart no se había sentido más orgulloso en su vida cuando entró de su brazo en el gran salón. Sin embargo, lo que para la gran mayoría de los asistentes fue un espectacular baile, fue para Danchart una noche lejos de Marie: al comienzo de la fiesta, Brienne lo mandó llamar a un reservado y allí pasó gran parte de la velada junto a él y algunos de sus colaboradores. Informaron a Danchart de intrigas palaciegas y de que Necker volvía a ganar puntos para dirigir el Estado francés.

—Un suizo rico llevando las arcas de Francia… Solo busca conceder más empréstitos, y acabará por embargar el mismo Château de Versailles —dijo Brienne.

Marie se mostró muy contenta cuando supo que Brienne llamaba a Danchart, pero su alegría se empañó después, al ver que Danchart no regresaba y ella, sola, había dejado ya de asombrarse de estar entre tantas personalidades. Presa ya del tedio, decidió salir a uno de los balcones del gran salón. Contemplaba los maravillosos jardines reales a la luz de la luna y las lámparas de aceite cuando escuchó a sus espaldas una voz conocida:

—Mademoiselle Munot, qué sorpresa encontraros en Versailles.

Marie se volvió y descubrió al doctor Pouget. Este había asistido a alguna de las clases de la academia de Rovanier. Tendría unos treinta años y su reputación en el campo pulmonar crecía cada día.

Marie se alegró de ver una cara conocida.

—¡Doctor Pouget! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Vigiláis acaso la salud de los asistentes?

—Bueno, hago algo de eso. Soy el médico de Su Majestad, pero goza de muy buena salud. —A Marie se le abrieron los ojos ante el médico del rey—. No creo que hoy necesite de mis servicios. Lucís francamente hermosa esta noche.

—Sois muy amable, doctor. Espero que pronto también podáis valorar de igual modo mi habilidad con los diagnósticos y el bisturí.

—Seguro que así lo haré. No esperaba encontraros en esta fiesta.

—Acompaño al vizconde de Clermont —dijo con orgullo.

—No sé quién es, pero asuntos importantes deben de requerirle para dejaros sola. Tan bella, y con tantos nobles sin escrúpulos en los alrededores…

Marie se ruborizó e intentó reconducir la conversación al campo de la ciencia, pero sus intentos fueron desbaratados por Pouget, que la reconvino por hablar de pulmones, sangre y huesos en tan hermoso lugar. Suerte que otro viejo conocido de ambos vino a unirse a la conversación.

—¡Pero si es de la hermosa mademoiselle Munot de quien gozamos hoy en palacio!

—Doctor Marat, ¿vos también en Versailles? No os hacía en bailes de cortesanos.

—Ah, jovencita. Yo no digo que los nobles vivan mal, solo espero que algún día todos los franceses vivan así.

El doctor Marat intercambió algunas palabras con el doctor Pouget acerca de un evento al que ambos debían asistir en unos días, y luego entretuvieron a la joven un largo rato hasta que, después de una larga búsqueda tras su reunión, Danchart los descubrió en una de las esquinas del balcón.

—Mademoiselle Munot, nuestro mundo no es este. Es el de la vida, el de la lucha contra la muerte —eran las palabras que pronunciaba Marat cuando llegó el joven noble.

—Estáis inmerso en demasiadas luchas, doctor, y es muy difícil ganarlas todas —interrumpió Danchart, colocándose enseguida al lado de Marie, a la que ofreció el brazo.

Marat vio al recién llegado y al reconocerlo sonrió y aplaudió.

—Bravo, bravo… Me admira lo rápido que habéis sabido llegar a Versailles, mi amigo vizconde… Aquí sí estaréis vos en vuestro ambiente.

—A fe que es verdad. Lo que nunca pensé es que un hombre que conspira contra el rey bebiese su vino.

—Oh, mi joven amigo, no seáis tan fogoso a la par que imprudente. Vos acabáis de salir de vuestro pueblo, por muy vizconde que seáis, y otros ya hemos huido de muchos lugares. ¿Conocéis al doctor Pouget? —Marat hizo las oportunas presentaciones—. Aquí tenéis a un hombre hecho a sí mismo, que ha estudiado en Londres y Roma y domina algo más que la caza y la pesca.

—¿Por qué os empeñáis en hacerme de menos, doctor? —le respondió sonriente Danchart.

—No, joven, no hago a nadie de menos, solo hago de más a los que lo merecen.

—Doctor, sois un hombre fantástico, pero no he venido a Versailles a escucharos. No sé nada de ciencia, y además, os garantizo que no tengo ningún interés en ella. Si no os importa, volvemos al baile. —Y sin dejar que Marat respondiese, tomó a Marie del brazo y regresó al gran salón de Versailles, donde pudo bailar con su amada, cosa que llevaba deseando hacer toda la noche.

—No hiciste bien en hablarle así al doctor Marat —dijo Marie mientras bailaban.

—¿Te he dicho ya que estás realmente preciosa?

—Es un hombre con mucho prestigio.

—Realmente hermosa…

—¿Sabes? El rey también valora mucho a los médicos.

—Me da igual lo que valore el rey si estás a mi lado.

—Pues no has debido de pensar en eso en toda la noche cuando me has dejado sola.

—Te garantizo que he sufrido cada segundo lejos de ti… Aunque por lo visto has estado bien acompañada. ¿Quién es ese doctor Pouget?

—Es el médico del rey.

—No me ha gustado cómo te miraba.

—Eres tonto.

—Te quiero.

Terminaba el baile y un paje se acercó a Danchart.

—¿Vizconde de Clermont?

—¿Sí?

—Un muchacho le ha hecho llegar esta nota y espera contestación en la puerta.

Danchart desplegó sorprendido el papel. Tiznado y prácticamente ilegible se distinguía:

Ven rápido. A la imprenta. Apresúrate.

Serrant

Aún estaba Danchart turbado por aquellas letras cuando el doctor Pouget se acercó a ellos y se dirigió a Marie.

—¿Me concede este baile?

Marie lo vio sorprendida y buscó el consentimiento de Danchart con la mirada. Danchart, intrigado por aquel mensaje, asintió con la cabeza y salió a los jardines, donde le esperaba un muchacho de unos dieciséis años.

—¿Quién eres? ¿Qué sucede?

—Soy Émile de Girardin. Monsieur Serrant me ha mandado que venga a buscaros. Una veintena de hombres se han apostado ante la imprenta. Han lanzado piedras y roto algunos cristales.

—Está bien, muchacho, espérame aquí, enseguida vuelvo.

Danchart volvió al gran salón, donde Marie seguía bailando con el doctor Pouget. La visión de ambos lo exasperó. Trató de llamar la atención de Marie, pero estaba muy concentrada en seguir los pasos. El paje le informó de que aquella pieza duraría unos quince minutos, y Danchart le dejó recado de que avisase a mademoiselle Munot de que tenía que volver urgentemente a París. Informó también a Brienne, al que la historia preocupó, y le garantizó que dos hombres de la guardia personal del rey escoltarían a Marie hasta su casa. En los jardines le esperaba ya un caballo, y junto al muchacho partió hacia París. Danchart era un gran jinete y a los pocos minutos ya sacaba una gran ventaja al joven Girardin.

Tras cruzar las murallas, una larga columna de humo a la derecha del Seine le turbó todavía más. Al tiempo, el humo se convirtió a sus ojos en fuego, y a su pesar lo que ardía era el edificio en cuyo sótano se encontraba su imprenta. La gente se arremolinaba en torno a él y con cubos de agua trataba de apagarlo.

Danchart desmontó rápidamente y trató de acercarse, aunque las llamas lo amedrantaban.

—¡Serrant! ¡Serrant! ¿Dónde estás?

Otro muchacho se acercó a él.

—¿Sois vos monsieur Danchart?

—Sí, ¿dónde está Serrant? ¿Qué ha sucedido?

—Unos hombres vinieron gritando contra vuestro periódico y maestre Serrant cerró todas las puertas. Empezaron a tirar piedras; querían romperlo todo. El maestre subió al segundo piso, sacó un mosquete y comenzó a disparar, y los hombres prendieron fuego a la casa.

—¿Dónde está él ahora?

—No lo sé, ha quedado dentro.

Danchart contempló cómo ardía el edificio. Humedeció su chaqueta y trató de subir al segundo piso por las escaleras. El calor se hacía insoportable y apenas se podía respirar. El muchacho le siguió, y también el chico que había ido a buscarlo a Versailles. Entraron en la segunda planta. El humo no les dejaba ver, pero sentían cada vez más cerca las llamas.

—¡Serrant! ¡Serrant!

—¡Maestre! ¡Maestre Serrant!

—Aquí —gritó Girardin.

Él y Danchart encontraron a Serrant, que estaba tendido en el suelo. Danchart humedeció su rostro e intentó cargarlo al hombro, pero justo en ese momento el suelo del piso cedió bajo sus pies. Los tres cayeron a la planta baja y, tras ellos, una de las paredes se vino abajo.

El humo y la polvareda se confundían cuando rápidamente algunos hombres comenzaron a lanzar agua sobre lo que parecían varios cuerpos entre las piedras.

Ni la belleza salvará al mundo
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