I. Danchart y Rasjwonski

El vizconde de Clermont, Albert de Danchart, era un joven ocioso, como todos los jóvenes nobles que vivían en la Francia de finales del siglo XVIII. Danchart, pues así le gustaba que le llamasen, lejos de formulismos nobiliarios y tratos altisonantes y distinguidos, era muy querido por los cientos de siervos que ocupaban las tierras de su padre, el conde de Clermont. A ello ayudaba su educación campechana, lejos de la corte y bastante abandonada por parte de su progenitor. Su primera escuela había estado, de hecho, en los brazos de los capataces de las caballerizas y en las hoces de las labriegas a las que desde pequeño acompañaba en las labores del campo cada primavera. Con los años, su educación se había esmerado levemente, sobre todo a raíz de las presiones del padre Rubán, abad del monasterio principal de las posesiones de Clermont, que le enseñó a juntar las letras en griego y en latín. Al final, Danchart acabó por asumir los deberes propios de su título, y en los últimos tiempos se cuidaba de no tratar tan a menudo con los siervos y, especialmente, de no hacerlo a ojos de cualquiera que pudiese contárselo a su padre.

Danchart era el único hijo del conde de Clermont y de la marquesa de Ferrand, de la que había heredado más posesiones que las que su padre podía reunir. El conde era una leyenda viva en los sectores más tradicionales del reino. Los rumores decían que él mismo fue el culpable de la caída en desgracia de Necker cuando este trató de hacer ver al rey que los gastos de palacio eran desmedidos. Sin embargo, pocos daban crédito a tales habladurías, pues resultaba extraño que un hombre tan austero saliera en defensa de la fastuosa vida palaciega que, por otra parte, él rara vez frecuentaba.

Aquella mañana, Danchart paseaba a lomos de uno de sus caballos favoritos. Lo hacía por los verdes prados en los que tantas veces había correteado de pequeño e iba sin rumbo ni dirección, aunque, eso sí, escopeta al hombro, por si alguna perdiz se cruzaba en su camino.

***

En ese mismo momento, un muchacho poco mayor que Danchart entraba sigilosamente en la capilla del palacio de Clermont. Se había envuelto en un largo hábito de fraile, aunque sus intenciones no fueran precisamente devotas, pues sus manos, cruzadas y ocultas entre las mangas, escondían un viejo puñal, y sus ojos no levantaban la mirada de sus pies, que con paso firme se dirigían a la sacristía. Aquel joven se llamaba Robert Rasjwonski, huérfano de una de las tantas molineras que había en los regatos que morían en el río Allier, por tanto, siervo igual que lo había sido su madre del condado de Clermont y bajo la mano directa del conde. Las malas cosechas de los últimos años habían provocado que una gran parte de los jóvenes campesinos huyeran a las grandes ciudades en busca de un mejor porvenir. Rasjwonski también tenía esas intenciones: las de escapar de los aperos de labranza; pero enterado de las penurias y calamidades de los pobres infelices que una vez en París, Lyon o Marseille no habían encontrado más que desesperación y hambre, y quizá por ser hijo de molinera, pretendía hacerlo con un pan debajo del brazo. Y ese pan no era otro que el cáliz en el que cada día el padre Rubán consagraba la sangre de Cristo durante la eucaristía: una pieza romana de plata cuya base tenía engarzadas cuatro brillantes piedras de oro, algo que a buen seguro le convertiría en un hombre rico cuando llegase a la capital.

Con esa idea en la cabeza y con aquel puñal escondido como salvaguarda entre sus manos, llegó hasta la sacristía, y no pudo evitar esbozar una sonrisa cuando a simple vista encontró su objeto de deseo. Expuesto sobre una cómoda, abandonado de la custodia de sus dueños y reluciendo su base. A fe que aquella dejadez en la vigilancia de una pieza tan valiosa estaba justificada, pues de todos era conocida la severidad con la que se impartía justicia en el condado de Clermont, donde cualquier delito de robo era penado con la muerte. Pero Rasjwonski ya no le tenía miedo al miedo, y puestos a morir, prefería la horca a la hambruna. Además, ya había decidido que quienquiera que pretendiese darle a él ese destino tendría que luchar primero por salvar su propia vida. Así pues, Rasjwonski cogió el cáliz, salió de la sacristía y, a su pesar, no tardó en verse en la disyuntiva planteada, ya que un joven fraile entró en la capilla en aquel preciso momento.

—Buenos días, padre —saludó el joven y muy pronto muerto fraile.

Quizá Rasjwonski podía haber salido de la situación con un simple «buenos días» y una huida tranquila por el centro de la capilla tras una genuflexión ante el Santísimo. El novicio a buen seguro que no habría echado en falta el cáliz, y de hacerlo, pensaría que alguno de sus superiores lo había guardado o dejado en otro lugar.

Pero aquella era la primera incursión fuera de la ley de Rasjwonski. Su corazón latía acelerado y el sudor empapaba su cuerpo; por eso el saludo que recibió el buen fraile en respuesta fue un rápido movimiento que terminó asestando una letal puñalada en su corazón.

Rasjwonski, sin un criterio claro, se deshizo del hábito usurpado y echó a correr con la intención de alcanzar el bosque. Aunque la capilla se hallaba en la zona alta de los jardines del palacio, donde ya se confundían los frutales con los agrestes pinos que precedían a una maleza en la que pasar desapercibido, había suficiente espacio despejado para que un chico a la carrera, con aquel reluciente cáliz en una mano y un puñal ensangrentado en la otra, fuese lo menos parecido a una huida discreta. Una vieja monja se encaminó extrañada hacia la capilla al ver la escena a lo lejos, y veinte minutos después el conde en persona organizaba una cuadrilla de diez hombres armados y a caballo que salían a la caza del ladrón y asesino.

***

Danchart paseaba sin un rumbo claro y disfrutando de los rayos de sol sobre la cara cuando se encontró con uno de los capataces de su padre. Este le puso al corriente de los sucesos en la capilla familiar y a él se unió en la búsqueda del impío. No había pasado ni media hora cuando ambos vieron a un hombre saltando entre las rocas de una agreste colina. Decidieron entonces separarse: Danchart acometió la subida al pico para cubrir una posible huida entre los cerros, mientras que el capataz la bordeaba, por si el asesino descendía en dirección al río. Danchart tardó en llegar a la cumbre, pues su caballo, si bien era de los más veloces de Francia en el llano, llevaba bastante mal lo de las pendientes y el terreno accidentado. Desde la cima divisó al fugitivo corriendo como un gamo hacia un nuevo peñasco, y Danchart no dudó de que a aquel delincuente no tardarían en juzgarlo, primero los hombres y luego la misericordia divina; y pensó también que tenía muy pocas posibilidades de salir victorioso tanto a los ojos de unos como de la otra.

Danchart descolgó su escopeta del hombro, apuntó sin mucho cuidado y disparó. La distancia era demasiado grande como para acertarle, pero sabía que el sonido de la pólvora pondría si cabe más nervioso al fugitivo, y que el saberse perseguido posiblemente le haría desfallecer antes. Picó espuelas a su caballo y salió en su dirección. Nunca imaginó que aquella mañana fuese a ser tan entretenida.

***

Cuando Rasjwonski oyó aquel disparo se supo perdido. Por un momento dudó. Si seguía huyendo, lo más probable es que algún perdigón le diese de lleno y lo matase. Quizá era mejor entregarse, aunque eso solo aceleraría su más que segura sentencia de muerte. Un nuevo disparo, y otro, y otro hicieron que su corazón se acelerase aún más de lo que lo había estado cuando sus dedos clavaron aquel puñal, que cada vez ardía con más fuerza entre sus manos, en el pecho de aquel desdichado fraile.

Saltando desde una de las innumerables rocas que bordeaban aquel alto, Rasjwonski escuchó el sonido de un nuevo disparo. Pero esta vez, tras el seco estampido que hacía salir a los estorninos de sus escondites, notó el impacto de una bala en su hombro. Cayó sobre una piedra, y entonces oyó el chasquido de su pierna al que siguió un intenso dolor, tanto en la rodilla como en el brazo. Se llevó la mano al hombro y la descubrió empapada en sangre; después a su rodilla, donde halló el mismo resultado. Intentó levantarse, pero un latigazo en la pierna le hizo irse de bruces al suelo. Con la cara en la tierra, se aferró a su puñal y se preparó para enfrentarse a la muerte. Si el que le perseguía era un desalmado —y no había razón para que no lo fuera—, allí mismo le remataría con un último disparo a bocajarro.

Danchart intuyó que había dado en el blanco cuando vio la forma de caer del individuo. Cogió el camino que bordeaba en vez de subir el monte, con el convencimiento de que allí estaría el cuerpo del asesino, quién sabe si ya muerto. Y no se equivocó. Al doblar el recodo formado por una gran roca encontró un cuerpo boca abajo con abundante sangre en un hombro.

—Pensabas escapar a la justicia de los hombres, bribón, pero no eras consciente de que aunque hubieses escapado a esta, no podrías escapar a la de Dios. Sobre todo si has matado a uno de sus siervos.

Rasjwonski se giró. Su largo cabello rubio oscuro tapaba una cara en la que a pesar del intenso dolor se dibujó una sonrisa.

—No entiendo lo que dices… No sé si te refieres a que he matado a un siervo de Dios o a un siervo del conde de Clermont; o si acaso por casualidad, Dios y el conde de Clermont son para ti lo mismo, porque entonces debería llamarte Jesús de Nazaret.

Danchart le apuntaba con su mosquete e iba a disparar nuevamente sobre el cuerpo de aquel hombre que en una situación desesperada se permitía el lujo de bromear sobre el Altísimo en vez de pedir clemencia cuando reconoció en el infiel a su querido Rasjwonski. Desde pequeños, aquel hijo de una de las molineras había sido su más fiel amigo, por encima de servidumbres y relaciones entre nobles y vasallos. Junto a él había cabalgado durante días a los nueve años en dirección a Marseille, donde ambos habían soñado con embarcarse y recorrer Asia y América en busca de fortuna. Los cogieron a dos días de viaje del puerto mediterráneo, y solo tras la delación de Marie, una niña que solía jugar con ellos a la que no habían dejado que los acompañase por ser mujer. Danchart recibió como castigo por aquella travesura la reprimenda siempre cariñosa del padre Rubán, mientras que Rasjwonski recibió veinte azotes, que le dejaron postrado dos meses en la cama. Cuando Rasjwonski pudo volver a levantarse, aún con las marcas en la espalda, le esperaba ya su fiel amigo Danchart y no dejaron de correr aventuras, eso sí, ya siempre en los límites del condado de Clermont, hasta el mismo día de hoy cuando, sin haberse levantado pensando el uno en el otro, llegaban al mediodía metidos en un nuevo atolladero.

Danchart guardó su escopeta, desmontó y se echó las manos a la cabeza.

—¡Rasjwonski! ¡Dios mío! ¿Qué has hecho? Has matado a un fraile, robado el cáliz… ¿Es que te has vuelto loco?

—Anda, ayúdame. Vas a tener que prestarme tu caballo… Sin él no podré huir de Clermont… ¿Cuántos hombres me siguen?

—No lo sé. Diez o doce… Pero ¿por qué has hecho esto?

—Pues ya ves. Los que no somos hijos de condes ni poseemos ricas rentas maternas tenemos problemas para comer todos los días.

Danchart cogió a Rasjwonski para que pudiera incorporarse.

—Ah… —exclamó Rasjwonski al ponerse en pie—. Maldita sea, menuda puntería tienes. Me has dado en el hombro y me he torcido el tobillo, la rodilla y a saber qué más…

Danchart se quitó su chaqueta y la puso sobre los hombros de Rasjwonski mientras lo ayudaba a montar.

—¿Adónde vas a ir?

—A París. Si no te importa, me quedo con el cáliz. Con lo que me den allí por él podré llevar una vida tranquila.

—No lo hagas en París. Será fácil descubrirte. Avisarán a todos los anticuarios de Francia y te echarán el guante en cuanto preguntes su precio. Ve a Marseille. Busca algún comerciante genovés o veneciano… que sea extranjero. Malvéndelo. Mejor aún, busca a alguien que lo haga por ti. Yo qué sé, secuestra a un niño y obliga a hacerlo a su padre. ¡Dios mío!, Rasjwonski, te has vuelto loco y me estás haciendo decir locuras a mí también.

—No temas, amigo. No había pensado hacer de la sangre y el dolor ajeno mi forma de vida. Te prometo que en cuanto pueda me convertiré en una persona de bien, al menos a los ojos de los hombres. Gracias, mi buen Danchart.

—¡Espera! Toma. Este es el anillo de la casa de mi madre. Su familia tiene el privilegio real de ser recibida y alimentada en todas las postas de Francia… Y si no, siempre podrás sacar algún dinero por él… Recuerda, no pares hasta llegar a Marseille; diré que has huido hacia los Países Bajos. Dios mío, ¡y haz que alguien te vea esa herida…!

No había terminado Danchart su frase cuando Rasjwonski picó el caballo y, como pudo, puso rumbo a Marseille, a París…, a la libertad. Danchart se vio entonces solo en la cumbre de una de las pequeñas montañas del condado de Clermont, a leguas del palacio familiar, notando un poco más el frío de la mañana y, sobre todo, inquieto por el futuro de su amigo. Era realmente terrible. ¿Qué había llevado a Rasjwonski a matar a un hombre? ¿De dónde había sacado la sangre fría necesaria para hacerlo? Conocía bien a su amigo, o hasta aquel momento eso creía. Sinceramente, lo tenía por una persona noble y de buen corazón. Pero aquello no encajaba para nada. ¿Hambre? Sí, puede pasarse hambre, pero nunca la suficiente como para matar, y además a un pobre novicio, que no podía ser más que inocente…, ¡aunque fuese culpable! Por un momento a Danchart se le pasó por la cabeza que no había obrado bien al dejar marchar a Rasjwonski. Al fin y al cabo, había robado en una iglesia y había cometido un asesinato…

Danchart tomó el camino del pueblo con estos pensamientos en su cabeza. Allí conseguiría un caballo, y una vez en el palacio, alguien le explicaría qué había sucedido realmente. Quizá el capataz había exagerado y el fraile no había muerto. Eso le liberaría de cierto pesar, pues su conciencia había comenzado a sentirse culpable por haber dejado escapar a un desalmado…, si bien la acallaba con una frase que repetía en su mente sin cesar, quizá para acabar creyéndosela: «Rasjwonski es mi amigo y si ha matado a un fraile… algo habrá hecho el fraile». Danchart comenzó entonces a pensar qué contaría una vez que llegase a casa, pues difícil sería explicar que un asesino le había desarmado, robado el caballo, la chaqueta… y, sobre todo, que le había perdonado la vida. Eso si no se sabía ya que había sido Robert Rasjwonski el culpable, en cuyo caso él mismo quedaba entre la espada y la pared. Todos los siervos del condado sabían que era su amigo.

En estos pensamientos estaba cuando llegó a las afueras de la villa de Clermont. Se detuvo antes de llegar a una gran casa donde se encontraba la sede de la banca Rocheteau en la provincia. Allí vivía Laurent Munot, delegado de la citada banca en aquella zona de Francia, pero para Danchart, simplemente el padre de Marie Munot, aquella niña que doce años atrás confesó entre lágrimas que Danchart y Rasjwonski se habían marchado a Marseille para embarcarse a las Indias Orientales, y que nueve años después, también entre lágrimas, juró su amor al vizconde de Clermont, Albert de Danchart.

Ni la belleza salvará al mundo
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