LXVIII. El golpe a los girondinos

Desde mediados de mayo, las gradas de la Convención ya solo estaban pobladas por mujeres: amables amas de casa que aprovechaban para hacer calceta mientras vigilaban a los niños que jugaban a dirigir Francia desde un poco más abajo. Cualquier discurso que no gustase recibía rápidamente una sonora reprimenda de las dulces señoras, que no dudaban en sacar su lado más salvaje para defender la revolución. No es de extrañar que se aprobase la tasación del precio del grano, intentando de una vez por todas frenar su imparable subida de precio. La respuesta desde los afines al gobierno fue el llamado Comité de los Doce, cuyo único objetivo se convirtió desde el principio en intentar detener las continuas calumnias e infundados rumores sobre algunos de los diputados más importantes de la Convención, principal y casi exclusivamente del sector de los girondinos.

A Danchart no le sorprendió la entrada de aquella marabunta de guardias en la casa de Hébert. Los dos tomaban café tras una pobre y escasa comida después de una larga mañana escribiendo textos y organizando su distribución. El jefe de la guardia ni siquiera se molestó en dar una explicación a Hébert, que intentaba defenderse esgrimiendo su condición de diputado de la Convención. Danchart se hizo a un lado. Se sintió acorralado, sin escapatoria.

—¿Y vos quién sois?

—Soy un primo de su mujer —titubeó Danchart.

El guardia no le prestó mayor atención, aunque su cara denotaba claramente que no le había creído ni por asomo, y volvió a dirigirse a Hébert.

—Estáis detenido por amenazar la ley y la libertad.

Hébert no se amedrantó.

—No han podido con Marat y ahora vienen a por mí, ¿no? Me consideran una pieza más pequeña, un lobo más fácil de cazar.

—Dejad vuestro discurso para el tribunal… Ya ha sido detenido Jean-François Varlet y ahora buscamos a Albert de Danchart, ¿dónde está?

En su esquina, el conde de Clermont palideció. El segundo de la guardia volvió a clavar su mirada en él.

—¿Sois vos Albert de Danchart?

El capitán de la guardia mantenía la vista sobre Hébert, tratando de intimidarlo y encontrar una respuesta. Cortó las ínfulas de su subordinado.

—¡No seas estúpido! Albert de Danchart es un muchacho. Tiene veinticuatro años. ¿Cómo va a ser ese viejo?

El subordinado cerró la boca y bajó la cabeza, dejando que su jefe mantuviese el orden preestablecido. Hébert le contestó:

—No sé de quién me habláis.

—Vamos, prendedle.

Minutos después salían con Hébert arrestado y Danchart se sentaba aliviado y acababa su café con parsimonia. No tuvo duda alguna de que no tenía que correr a dar la noticia, pues seguramente en el club de los jacobinos, en la municipalidad y en las distintas secciones ya se sabría; incluso antes de que hubiesen llamado a la puerta de aquel apartamento. Extrañamente, Danchart se paró en mitad del pasillo y quedó callado y concentrado ante un espejo de pared. Su otrora pelo oscuro estaba invadido por las canas, y su barba descuidada, aunque no demasiado larga, ya era más blanca que otra cosa. Su cara desgastada era un jardín de incipientes arrugas decorado con alguna pequeña cicatriz. Realmente parecía, si no la de un viejo, desde luego en ningún caso la de un muchacho de veinticuatro años. Notó el pertinaz dolor en su pierna y se sintió muy cansado.

Danchart decidió no volver a El Cuartel. Era obvio que irían a buscarlo allí más temprano que tarde, así que dedicó el día a buscar una habitación a la que mudarse en alguna de las calles más periféricas del centro de París y, tras un largo baño en una desapercibida pensión en la que tomó alojamiento, se hizo con un caballo y salió de la ciudad. Cabalgó lo más rápido que pudo, no porque realmente tuviese prisa, sino por la paz que le transmitía la velocidad y el continuo roce del viento frío en su cara.

No tardó en llegar a un apartado albergue de Clichy. Amarró el animal y entró firme y decidido. Dos hombres se encaminaron sorprendidos hacia él, pero al reconocerlo enseguida se detuvieron y le dejaron seguir hasta un reservado. Allí Robespierre y su hermano hablaban acaloradamente con Fouquier de Tinville, el acusador público o, como algunos le llamaban, el Dueño de la Guillotina.

Danchart entró nervioso y exaltado.

—¡Ya está bien! Hay que acabar con ellos de una vez.

Robespierre lo miró altivo.

—Cálmate, ¿quieres?

—¡A por quien vienen es a por mí! Cuando sea yo quien vaya a por ellos, me calmaré.

El menor de los Robespierre, al que llamaban Robespierre el Joven, se giró hacia su hermano y con el rostro le mostró que Danchart tenía razón. Maximilien, sin perder su solemnidad, asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Danchart, mantén la calle en vilo. Fouquier de Tinville lo necesitará para sacar a Hébert. Y después, ya no habrá descanso hasta que nos hagamos con el mando.

Al día siguiente, Maximilien de Robespierre tomó la palabra en el club de los jacobinos:

—Cuando el despotismo está en su cénit, entonces el pueblo debe rebelarse. Ha llegado ese momento.

Los parisinos volvieron a echarse a las calles. Hébert fue puesto en libertad, pero la máquina de propaganda no se detuvo. Marat seguía disparando y Danchart, al frente de la multitud, no dejaba pasar un día sin tomar una nueva plaza, un nuevo barrio. Desde el otro lado solo se conseguía avivar más el fuego, afirmando que la capital pretendía instaurar una dictadura en toda Francia y llegando a insinuar que si fuese necesario, habría que buscar los restos de París en las orillas del Seine para encontrarla. Unos días después, la madrugada era nuevamente el inicio de una jornada maratoniana e histórica.

Santerre llamó a la puerta de la habitación en la que Danchart se había instalado. Amanecía y Danchart no tardó en abrir la puerta y unirse a él. Danchart ya ardía a pesar de la suave noche primaveral. Aquellas reuniones secretas le exasperaban. Sabía qué iba a encontrarse: voces y más voces, planes y más planes.

—Entremos en la Convención, pasemos a cuchillo a esa banda de farsantes y traidores y acabemos con esta opereta de una maldita vez.

Su voz fue alta y clara. El resto de los miembros de la que se llamó comuna insurreccional le vitoreó, aunque acabaron por darse cuenta de que no eran más que peones y que seguirían el camino que otros ya habían marcado. Pronto las calles estuvieron atestadas de gente; siempre con la pica en la mano y el verbo en constante amenaza.

Santerre llegó con buenas noticias.

—La guardia nacional ya está de nuestro lado; el alcalde de París, también… Todo marcha según lo planeado.

Danchart lo miró disgustado.

—Vayamos a pasar a cuchillo a todos esos refractarios.

Santerre sonrió.

—Tranquilo, se ha nombrado una delegación de la comuna insurreccional para ir a la Convención. Tendrán que acceder a nuestras peticiones.

Danchart no disimuló su contrariedad.

—Ve tú si quieres. A mí llámame cuando decidáis llevar un cañón y tirar abajo el Palais des Tuileries.

El cervecero no le contradijo y ambos se separaron. La delegación de la que hablaba Santerre llegó hasta la Convención, enfrascada una vez más en una interminable disputa dialéctica entre unos y otros. Las peticiones eran inaceptables: la detención de veintidós diputados girondinos, la condena de centenares de sospechosos de apoyarlos, una tasa sobre los ricos que permitiese recaudar mil millones de libras, pensiones, ayudas… y, sobre todo, la creación de un ejército permanente de leales a la revolución que actuase como policía en cada ciudad… La Convención no podía hacer otra cosa que negarse.

Danchart seguía en las calles agitando a las masas, repitiendo las consignas lanzadas por Marat cuando recibió la noticia:

—¡Bombardeemos Les Tuileries! ¡Que caiga hasta la última piedra sobre los traidores de la Convención!

Llegó la noche y el descanso fue escaso. Algunos ya daban por fracasado el intento, pero Danchart estaba cada vez más irascible y alterado.

—¡Marchaos! ¡Id con ellos y quizá mañana también caigáis con ellos!

El día siguiente fue todavía más tenso, hasta que al fin llegaron los cañones que tanto había reclamado Danchart. El objetivo estaba marcado. El blanco era la Convención. París comenzaba a darse cuenta de que todo iba a cambiar una vez más. La noticia de la huida de monsieur Roland corrió como la pólvora y fue vitoreada como el preludio de un éxito total. Enseguida se detuvo a su esposa y a otros exministros afines que no gozaban de la protección de aquellas cuatro paredes en las que residía la voluntad del país.

Los miembros de las secciones, de los barrios de París, comenzaron a ocupar las gradas de la Convención. Los gritos, las amenazas, ya no provenían del exterior, sino que los diputados ya podían oírlos detrás de sus desnudos cuellos. Era cuestión de tiempo… Finalmente la Convención aceptaba las peticiones del pueblo de París y los diputados de provincias eran detenidos. Veintinueve de los líderes de la Gironda, hasta hace unos días señores del futuro de Francia, pasaban a ocupar las cárceles a la espera de su juicio: Brissot, Vergniaud, el otrora reverenciado alcalde de París, Pétion de Villeneuve… Su salida de la Convención, vencidos y hundidos, fue aclamada por el pueblo enfurecido. Danchart estaba ansioso por comenzar una nueva etapa: ya nada se interponía entre él y la cabeza que más deseaba. Sonreía y abrazaba a Santerre.

—¿Ves, muchacho? Se pueden conseguir las cosas sin que corra la sangre. Se pueden hacer revoluciones sin matanzas.

A su lado pasó un anciano. Se quedó mirándolos y, armándose de valor, les apostilló:

—Quizá hoy hayáis cometido el peor de los asesinatos. Habéis matado a la libertad.

Ni la belleza salvará al mundo
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