XI. El Príncipe de los Ladrones

Comenzamos esta historia con la fuga del hijo de una molinera de Clermont. Acababa de clavar un puñal en el pecho de un fraile, y aunque había prometido no volver a hacerlo, quitar la vida a sus semejantes ya no era para Rasjwonski un problema de conciencia. Había huido a lomos del caballo de Danchart y no tardó más que dos días en deshacerse del cáliz. No necesitó llegar a Marseille para hacerlo, y curiosamente fue un fraile el que le dio mil libras por él. Su valor podía alcanzar al menos las veinticinco mil, pero Rasjwonski no tenía en aquel momento una buena situación para negociar. Con el dinero había marchado hacia la capital, y también había hecho uso del anillo de la casa de Ferrand, aunque solo una vez, pues temió que podría acabar por levantar sospechas. Llegado a un pequeño pueblo a las afueras de París, tomó habitación en casa de un posadero, se recuperó definitivamente de sus heridas y no tardó en intimar con la mujer de este, algunos años menor que su marido. Una semana después clavaba en el cuello del pobre hombre un cuchillo de cocina mientras dormía. No fue aquel un crimen pasional, ni mucho menos, sino en connivencia con la mujer, que dio a Rasjwonski quinientas libras por ello. Si el fraile había muerto por las mil libras del cáliz, no le parecieron mal quinientas por el alma de un posadero.

Rasjwonski llegó entonces a la gran ciudad, y visitó el Palais Royal. Se compró una hermosa chaqueta y unos culottes aterciopelados que bien le hacían pasar por un hombre de orden. Esa misma noche pernoctó en el Palais, al que, como hemos dicho, no tenía acceso la incipiente policía de París. Entró en la misma tienda en la que había comprado aquella tarde sin miramientos, rompiendo el cristal principal, y no solo se hizo con la caja, sino también con tres chaquetas más, medias y un par de pantalones. Cuando salió llevaba todo en un bolsón y se encontró de frente con un sereno y ante la mirada de un chaval de unos diecisiete años. Rasjwonski no dejó hablar al sereno y soltando el bolsón le asestó una letal puñalada ante los ojos perplejos del muchacho. Este se le quedó mirando, se acercó a él y, cogiendo el bolsón, le dijo: «¿Necesitáis ayuda?». Desde aquel momento se convirtió en su lugarteniente.

Rasjwonski tomó entonces una habitación en Saint-Antoine. Era perfecto para él: un barrio de artesanos y trabajadores humildes, pero con dinero en el bolsillo, y no un nido de delincuentes como otros barrios de París, por lo que sería más fácil pasar desapercibido. Además, estaba demasiado lejos del comisario de la ciudad y allí no lo buscarían.

En Saint-Antoine se le unieron el malogrado Guizot y dos hombres más: tres bravucones con mucha fuerza bruta y poca cabeza. En una semana saquearon todas las tiendas y joyerías del Palais Royal, hasta que comenzó a haber seguridad privada —en la última reyerta, uno de sus correligionarios perdió un brazo, aunque los miembros de la seguridad privada perdieron a dos hombres—. Pasaron entonces a la banca, cebándose en la casa de Tourton Ranel, cuyas oficinas golpearon a plena luz del día, muriendo uno de los cajeros. Se habían unido ya a él tres bandidos más, uno de ellos con una endiablada habilidad para falsificar letras bancarias.

En las tabernas de Saint-Antoine se le adhirieron otra media docena de parroquianos, y dos hermanos zapateros del barrio de Saint-Marcel también pasaron a formar parte del grupo. Rasjwonski se convirtió en el indiscutible líder de todos, a pesar de que había hombres que le doblaban la edad. La única vez que alguien se atrevió a cuestionarle, recibió una puñalada en el corazón, al igual que Guizot la noche del reencuentro con Danchart. Desde aquel día nadie osó volver a contradecir a Rasjwonski, aunque este perdió definitivamente el don del sueño y ya no dejó de dormir bajo llave y con las ventanas atrancadas cada noche.

Así pues, Rasjwonski era temido en París, donde la policía todavía no había conseguido ponerle cara a pesar de que sus golpes se daban sin ningún tipo de sigilo, y los periodistas habían acabado por convertirlo en una especie de diablo. Algunos, incluso, llegaban a dudar de su existencia y justificaban los atracos en la casa de Tourton Ranel como un ardid de los propietarios para ocultar sus ingresos, y los atracos del Palais, como una maniobra del rey para tratar de disuadir a los parisinos de que se acercasen por allí, pues no en vano era el nido de todos los conspiradores de la época y a nadie parecían creíbles ladrones tan sanguinarios y poco precavidos.

Rasjwonski era, sin embargo, muy respetado en Saint-Antoine. Aunque no era uno de los suyos, trabó amistad con un tal Hébert, que era el único que esbozaba alguna teoría política de vez en cuando. Decía que todos los hombres eran iguales entre sí y que nadie debe tener más privilegios que otros. A Rasjwonski no le parecían mal estas ideas, y todos en Saint-Antoine sabían que podían contar con él para recibir una limosna o una ayuda económica. Hébert, por su parte, admiraba la facilidad de palabra de Rasjwonski y cómo le seguían todos los hombres tras escucharlo. Cuando Hébert supo de los problemas de los asalariados en la fábrica de Réveillon, rogó a Rasjwonski que se dirigiese a ellos y los instigase a alzarse contra la subida de precios del trigo; y Rasjwonski, que no había olvidado que era hijo de una molinera, le prestó ayuda.

La idea de Hébert era, a semejanza de lo que se estaba haciendo en Marseille, crear una especie de milicias libertarias que patrullasen si no París, al menos Saint-Antoine. Una cosa que intrigaba a Hébert era el sobrenombre de Rasjwonski, Príncipe de los Ladrones, y le preguntó un día por qué le llamaban así. Rasjwonski mostró el anillo que en su huida de Clermont le había dado Danchart:

—Los muchachos pensaron que el poseedor de este anillo debía de ser un rey, o al menos un príncipe —contestó a Hébert—, pero a ninguno se le escapó que no soy más que un ladrón.

***

Como había previsto Rasjwonski, al día siguiente del alzamiento de Réveillon la guardia del rey entró en Saint-Antoine; pero Rasjwonski, junto a algunos de sus hombres, ya estaban guarecidos en Saint-Denis, al norte de París. Tomaron habitación en una posada de un comprometido amigo de Hébert al que dijeron que Danchart había sido víctima de la guardia real, y allí le atendieron la mujer y la hija del posadero. Danchart tardó casi dos semanas en recobrar el conocimiento y cuando, una semana más tarde, volvió a hablar, se hallaban en la habitación Rasjwonski y la chica, a la que el bribón de Clermont hacía el amor sobre una cómoda. Danchart interrumpió las actividades de su amigo pidiendo un poco de agua. Rasjwonski dejó su frenética acción y corrió junto a la cabecera de la cama.

—¡Danchart, amigo! Pensé que nunca recuperarías el habla… ¡Muchacha, ve a buscar agua y sube alguna sopa para que pueda comer!

Al momento regresaba la hija del posadero con una jarra de agua y un vaso:

—Ya están preparando la sopa. —A lo que Rasjwonski respondió que los dejasen solos.

Rasjwonski dio de beber a su amigo.

—Danchart, Danchart… ¿Qué haces en París?

—Sinceramente, recibir golpes por todos lados. —Y ambos rieron, pero a Danchart la risa se le trocó en una fea tos que le salía desde lo más recóndito de sus pulmones.

—Cuidado, amigo. Aún estás muy débil.

—¿Dónde estamos?

—Tranquilo, huyas de quien huyas, este es un lugar seguro.

—¿Qué ha pasado?

—Pues… iban a matarte… ¿Pero qué hacías tú en Saint-Antoine?

—¿Dónde está Marie?

—Marie… No has dejado de decir su nombre en estas tres semanas.

—¿Tres semanas? ¿Han pasado tres semanas?

—Justo mañana las hará.

—¿Dónde está Marie?

—No lo sé, pero no te preocupes, no tardaremos en encontrarla.

La hija del posadero entró con la sopa, la dejó sobre la mesilla, dio una cuchara a Rasjwonski y volvió a salir de la habitación. Rasjwonski comenzó a dársela a Danchart como lo haría una madre con un hijo.

—Estás débil todavía. No hagas esfuerzos… La verdad es que el que te golpeó era uno de mis hombres. No sabía que eras tú… De todos modos, creo que traías algunos golpes de la calle… Tienes esa pierna destrozada. Hemos estado a punto de amputártela…

—¿Y Serrant?

—¿Serrant? No sé de quién me hablas… Venga, una cucharada más y échate a dormir. Debes descansar.

Al día siguiente Danchart se encontraba algo mejor, y tres días después hablaba con total normalidad y ya se incorporaba en la cama. De hecho, llegó a levantarse, pero Rasjwonski le obligó rápidamente a que se acostara y no le dejó salir de entre las sábanas hasta que su pierna no mostró ya más que cicatrices. Los dos amigos pasaron los breves momentos que Danchart estaba de mejor humor hablando de recuerdos de infancia. Danchart volvió a preguntar a Rasjwonski por Marie, pero este le dijo que no tenía noticias… Le mintió. Notaba en Danchart demasiada excitación al preguntar por ella y no quiso decirle nada hasta que estuviese totalmente recuperado. Y para entonces, Danchart no volvió a insistir, pensando que esas preguntas incomodaban a su amigo, y Rasjwonski prefirió no volver a sacar el tema.

***

Aquel día Danchart ya se había levantado y los dos tomaban café en la taberna de la posada.

—Bueno, déjate de historias de niños en Clermont y cuéntame de una vez ¿qué hacías en París? —preguntó un animado Rasjwonski.

—La verdad, he tratado de convertirme en un burgués, pero he fracasado. Quemaron mi imprenta. Después…, no lo sé, empecé a beber… hasta que me encontraste más en el otro mundo que en este.

—¿Así que te dedicaste a la imprenta?

—Sí, conseguí un privilegio del rey, pero creo que este no es muy bien visto en la ciudad, y empiezo a entender por qué.

Danchart no quiso contar nada a Rasjwonski sobre la verdadera razón de su desdicha —que no era otra que sus desavenencias con Marie— ni tampoco sobre sus problemas económicos. No por temor o desconfianza hacia su amigo, sino por vergüenza.

Por suerte, Rasjwonski cambió de tema:

—Bueno, esperemos que las cosas mejoren con los Estados Generales, aunque, sinceramente, creo que los burgueses solo buscan que a ellos también les llamen nobles.

—¿Los Estados Generales? ¿Ya han comenzado los Estados Generales?

—¿Que si han comenzado? Supongo que en cualquier momento terminarán. Todavía no han conseguido ponerse de acuerdo sobre el sistema de voto. Ahora han abierto una conciliación entre los tres estamentos para intentar llegar a un acuerdo sobre cómo votar.

—Supongo que mi padre está en París…

—¿Debe eso preocuparme?

—No, no lo creo. El padre Rubán estuvo aquí unos días antes de nuestro encuentro y no me comentó nada. Si estuviesen buscándote, me lo habría dicho; sabe que eres mi amigo… Bueno, ¿y tú?, ¿qué haces? ¿Te has establecido como un hombre de bien, como me prometiste?

Rasjwonski sonrió.

—Sabes que me cuesta levantarme temprano para trabajar, así que normalmente lo hago de noche.

—¿Ah, sí? ¿Y a qué te dedicas?

—¿Realmente quieres saberlo?

—Por supuesto que sí.

—Está bien. Si quieres, puedes acompañarme esta noche y descubrirlo tú mismo.

—De acuerdo —sonrió Danchart.

***

A las once y media de la noche, cinco personas se encontraban en el camino de Bélgica, frente a una mansión de tres pisos: Rasjwonski, tres de sus muchachos y Danchart. Se habían escondido entre unos zarzales hasta que llegaron otros tres hombres más.

—Todo el mundo en la cama, Príncipe. Vía libre —informó el lugarteniente. Rasjwonski masticaba hoja de coca frenéticamente.

—Está bien. Vosotros tres y los gemelos, abajo. Son dos criados, el jardinero, el caballerizo, cinco sirvientas y dos niños. Recordad: tienen que ser once. Metedlos a todos en una habitación y tratad de que no griten ni hagan tonterías. Italia primero trata de convencerlos de que nadie quiere robarles ni hacerles daño. Si no se convencen por las buenas, seguro que bastarán un par de golpes para que lo hagan; no creo que se necesiten más. Sobre todo, que no hagan ruido, eso me pone muy nervioso. Vamos.

Los ocho hombres se colocaron bajo el seto y en cinco minutos ya lo habían saltado todos. Danchart miraba fijamente a Rasjwonski en la oscuridad. Este sacó un pañuelo negro y un sombrero y se volvió hacia Danchart diciendo:

—Bueno, esta es mi profesión. —Puso a Danchart el sombrero que hundió todo lo que pudo en su cabeza y después cubrió su cara con el pañuelo—. A nosotros nos molesta el pañuelo, y sinceramente ya todos tenemos claro que moriremos en la horca. Pero tú eres un hombre con porvenir y no te conviene que algún día puedan mezclarte con esto. Haz lo que yo te diga y estate tranquilo. Si quieres decirme algo, llámame Príncipe; yo te llamaré a ti América, ¿de acuerdo?

Rasjwonski se giró hacia el resto de los hombres y comenzaron a caminar hacia la casa. Entraron rompiendo una ventana trasera.

—Recordadme que la próxima vez que hagamos una casa tengamos a alguien dentro. No me gusta cortarme.

Los cinco hombres que Rasjwonski había asignado se movieron rápidamente por la planta baja hacia las habitaciones de los criados, mientras que Rasjwonski y su lugarteniente corrían hacia el piso superior. Danchart seguía a su amigo con el pulso acelerado. Rasjwonski abrió una habitación.

—América, es una muchachita. Llévala a la habitación de enfrente y ponla junto a sus hermanos; son dos niños. Que no chillen.

El lugarteniente pegó una patada a la puerta del cuarto principal y Rasjwonski sacó una pistola.

—Está bien, mes amis, será rápido y muy tranquilo. La dama que empiece a sacar las joyas y el señor que empiece a reunir todo el dinero que hay en la casa: pagarés, letras, billetes y monedas, por supuesto, moneda extranjera, participaciones… ¡Todo!

El grito de una muchacha sonó atronador.

—¡Maldita sea! ¡América, calla a esa niñata!

—¡¡¡Aaah, socorroooo!!!

—¡Por Dios, hazla callar de una vez!

Rasjwonski volvió al pasillo y entró en la habitación de al lado, en la que vio a Danchart paralizado ante una muchacha de no más de trece años. Rasjwonski se fue hacia ella y le dio un puñetazo que la tiró al suelo, le hizo brotar sangre de la nariz y le soltó algún diente que otro.

—¿Vas a estar callada, mocosa?

La niña asintió con la cabeza, totalmente aterrorizada. Los dos niños salían del cuarto de enfrente chillando; al que salió el segundo lo alcanzó Rasjwonski con una patada en el estómago que lo dejó postrado en el suelo. El otro niño siguió gritando mientras se escapaba escaleras abajo.

—¡Italia! Un niño en la escalera. ¡Se escapa! ¡Italia! ¡Cállalo y sube!

De repente dejaron de oírse los chillidos y enseguida un nuevo hombre subía al piso superior. Traía al niño en brazos, con los carrillos absolutamente encarnados y temblando como un pajarillo. Danchart permanecía petrificado. Rasjwonski volvió al cuarto principal. La mujer, bloqueada, se había tirado al suelo con la cabeza entre las manos, y el hombre ya comenzaba a sacar papeles de los cajones. El lugarteniente del Príncipe tras él, con un madero en su brazo, lo vigilaba.

Rasjwonski agarró a la mujer de los pelos de la cabeza y la levantó.

—Venga, zorra, tus joyas.

La mujer movió negativamente la cabeza. Rasjwonski giró su anillo de oro, el anillo de la casa de Ferrand, dejando el sello hacia el exterior, y le dio una bofetada. La mujer comenzó a sangrar por una oreja levemente sesgada. Rasjwonski sacó su puñal y le dio un tajo en la oreja sana, se lo mostró a la mujer y le susurró:

—¿Tengo que cortarte algo más o vas a darme lo que te pido?

Rasjwonski puso una bolsa en manos de la mujer y en cinco minutos ya estaba llena, al igual que la del hombre, que también recogió el Príncipe. Rasjwonski cogió al cabeza de familia por la boca y con su navaja le pinchó en la lengua.

—Si mientras salimos de aquí escucho gritar a alguien, sea quien sea, te buscaré a ti y a los tuyos y os descuartizaré a todos lentamente. Y tú serás el último, para que los veas morir uno a uno.

Dos minutos después estaban fuera de la casa. Dos hombres los esperaban con ocho caballos que habían cogido del establo. Montaron, salieron al galope y a medianoche se detenían en unas cuadras abandonadas en Chaillot, donde se reunieron con el experto falsificador y su nuevo ayudante.

Rasjwonski extendió el contenido de las dos bolsas sobre una mesa a la que daban luz un par de lámparas de aceite, y los anfitriones pudieron contemplar las joyas y todo el papel y moneda. Rasjwonski se fijó entonces en Danchart: estaba absorto en una esquina, cabizbajo, con la mente en otra parte… Y entendió que no debió haberlo llevado con él.

El falsificador habló entonces:

—Príncipe, hay unas cien mil libras en total. Tardaremos al menos una semana en colocar el papel.

—Está bien. Recoged todo y lleváoslo.

Rasjwonski sacó otra bolsa de entre unos maderos y la colocó sobre la mesa. Estaba repleta de billetes y monedas. Dio seis mil libras a cada uno de los presentes, y cinco minutos después, todos se habían marchado salvo Rasjwonski y Danchart, que permanecían en la caballeriza.

Rasjwonski miró a su amigo que, ahora en cuclillas, continuaba callado.

—Danchart, toma, esta es tu parte —dijo tendiéndole un fajo de billetes.

—Ha sido brutal.

—Nada que no cure el tiempo. No te compadezcas de ese burgués: en un mes habrá recuperado todo lo que le hemos robado.

Rasjwonski se acercó entonces a Danchart y se puso en cuclillas junto a él.

—Venga, Danchart, no pensé que ibas a impresionarte tanto. Ya sabía que no podía contar contigo para que te unieses a nosotros. Además, no me gustaría que lo hicieras. Solo quería que vieses que no tienes que preocuparte por mí, ¿vale? Venga, tómalo, no seas tonto.

Danchart no quería aquel dinero manchado de sangre y horror, pero entonces recordó que era absolutamente pobre, así que extendió la mano y lo cogió.

Ni la belleza salvará al mundo
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