XXIII. El fin del verano de 1789
A finales de julio de 1789, la revolución prendió en toda Francia, y el deseo de muchos de que la sangre vertida en París fuese la primera y la última del cambio de régimen no se cumplió. Los campesinos entraron en castillos y palacios con el único objetivo de destruir los títulos de propiedad de los señores, y en esas idas y venidas se saldaron muchas deudas pendientes, casi siempre con sangre. Pero no podemos negar que esta fue la caída física del Antiguo Régimen, el fin de una sociedad basada en la cuna y la servidumbre.
La sangre derramada en apenas una semana hizo que tanto la nobleza como el clero se plegasen a los deseos del llamado estado llano, y unos días después, lo que el pueblo se había tomado por las armas tuvo su definitivo refrendo jurídico con la abolición formal del Antiguo Régimen en la llamada Noche de la Locura, el 4 de agosto de 1789. La Iglesia se acostó con prebendas por doquier que hacían de los obispos más señores terrenales que siervos divinos y se levantó con el fin de su derecho de pernada y, sobre todo, con una soga al cuello que poco tardaría en ahorcar el demonio que llevaba dentro: el de la avaricia. A los señores feudales no les resultó mejor la noche, si bien estos tenían tanto miedo que el que no huyó del país se escondió en su casa, y habría salido a celebrar la caída de su despotismo en cuanto un niño hubiese venido a pedírselo. Al acabarse los derechos de servidumbre, la gran mayoría de los nobles perdían también casi cualquier sustento, así como el poder de atemorizar y el de ser dueños de las vidas de los nacidos en sus posesiones.
Pero no solo cayeron nobles y obispos. Con ellos se vino abajo la estructura burocrática del régimen, y con ella, las divisiones administrativas y judiciales del país. Y ese fue el gran éxito de la Asamblea, que, de manera real, tomaba el poder de Francia, pero al tiempo debía emprender una difícil tarea: la de construir unas nuevas estructuras sobre las que asentar un nuevo régimen.
Una de las primeras medidas encaminadas a esa reconstrucción fue la división administrativa del país y de todas sus colonias en departamentos. Abolidos los derechos feudales, la Asamblea se centró en aprobar uno de los principales puntos de las jornadas de julio que acabaron con la toma de La Bastille, que no era otro que el de la Carta de Derechos del Hombre. La Asamblea consideraba que los males del pueblo provenían de las continuas faltas de respeto y menosprecio de los poderes públicos al ciudadano y a sus derechos, por lo que se marcó el objetivo de definirlos para que quedasen claros cuáles eran y evitar así su violación por el Estado y sus poderes. En dicha declaración se definieron los derechos «naturales e imprescriptibles», como la libertad, la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión… Asimismo, se reconoció la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la justicia. Como anécdota, cabe reseñar que un diputado sugirió que se llamase Carta de Derechos y Deberes del Hombre, pero no tuvo éxito. El 26 de agosto de 1789, tras muchas deliberaciones, se aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano.
Las ideas revolucionarias llevaban años pululando de hoja en hoja y de boca en boca, divulgadas principalmente por los llamados ilustrados a través de L’Encyclopédie y de la innegable influencia de Jean-Jacques Rousseau, cuyas ideas hablaban de un hombre que nace libre y del contrato que firma con sus semejantes para vivir en sociedad y que cuajó en el llamado contrato social.
Tan importante como la aportación de Rousseau al pensamiento de fondo de la revolución fue la de Montesquieu a las formas con la después tan manida división de poderes. El legislativo encarnó la voluntad del pueblo y se veía reflejado en la Asamblea. Esta, por su parte, se sabía depositaria de la voluntad popular, por lo que en ningún momento dejó que le arrebatasen ese poder y siempre estuvo por encima de los otros dos poderes creados para vigilarla y equilibrarla: el poder judicial, encargado de velar por que se cumplan las normas aprobadas por ese legislativo; y el poder ejecutivo, que aplicaría esas leyes aprobadas.
El primer líder del ejecutivo posrevolucionario fue Luis XVI, que de este modo se convirtió, paradójicamente, en el encargado de aplicar las leyes que acababan con la monarquía absoluta. Y la principal ley para aprobar, que terminaba con su poder y cuyo prefacio consistía en la Carta de Derechos del Hombre y el Ciudadano, era la nueva constitución. Esa posición fue obviamente delicada para el Borbón, quien, sin negarse directamente a firmar esa declaración, desde un primer momento puso continuos pretextos para rubricarla y que pasase así a formar parte del ordenamiento jurídico. Esa dilatación en el tiempo de la dichosa firma provocó que muchos de los revolucionarios que en ningún momento habían dudado de que el rey fuese la máxima autoridad comenzasen a hacerlo. Luis, por su parte, pretendía ganar tiempo con el objeto de ver cómo reaccionaban las potencias extranjeras a lo que acontecía en Francia, pero sobre todo con el de asegurarse el derecho de veto para el ejecutivo sobre lo aprobado por el legislativo, o lo que es lo mismo, del rey sobre la Asamblea. Esto acabó siendo motivo de conflicto y la Constitución de 1789 se guardó en un cajón a la espera de que la firmase el monarca. Cuando este no pudo dilatar más su obligación, hizo uso de su derecho de veto, por lo que la ley, si bien no fue rechazada, tampoco se aprobó. La situación acabó convirtiéndose en un nuevo pulso entre el rey y la Asamblea, y nuevamente el pueblo de París tomó las calles para hacer prevalecer a la Asamblea sobre el Borbón.
El 5 de octubre de 1789, después de una nueva subida del precio del pan —que era el alimento básico de la dieta popular de fines del siglo XVIII—, el pueblo de París, encabezado por sus mujeres y con las pescaderas de La Halle como abanderadas, marchó hacia Versailles. En tiempos revueltos, los rumores hacen más daño que las noticias, y aquellos hablaban de que en la corte se seguían celebrando grandes fiestas y despilfarrando, principalmente comida. Bien fácil les resultó a unos pocos, por tanto, excitar a las masas. La guardia real, temerosa de que un nuevo tumulto incontrolable tomase París, acabó escoltando a la muchedumbre, que se plantó en los mismos jardines del Château de Versailles.
Las consecuencias fueron terribles para Luis XVI, quien, presa del pánico y temiendo por su vida y la de su familia, acabó acompañando a la masa de vuelta a París e instalándose en el Palais des Tuileries. De este modo, el pueblo ponía al rey bajo su control directo, si cabe, secuestrado en el hermoso París, y la Asamblea se aseguraba de que el monarca se lo pensaría más la próxima vez que pretendiese hacerles frente y dilatar la aprobación de las leyes promulgadas por los representantes del pueblo.