XXV. Lobos y ratas

Danchart pasó dos semanas sin apenas moverse de la puerta del derruido palacio de Clermont. Hacía fuego con los restos que iba encontrando en el interior y permanecía horas tumbado a su lado. Muchas veces el fuego mañanero apenas duraba, pero Danchart no volvía a levantarse hasta bien entrada la noche para prenderlo de nuevo. Galé se acercaba algunos días a cortar leña del monte que había en la parte alta de la finca del palacio. La primera vez que fue a verle, Galé intentó darle algo de conversación, pero Danchart no le respondió; permaneció tendido y callado, tapándose los ojos con el brazo, sin prestar el mínimo interés al campesino. Galé decidió entonces no volver a molestar al señorito, aunque le dejaba de vez en cuando algún mendrugo de pan. Lo único bueno que sacó Danchart de todo aquello fue que en unos días sus pies se habían curado de las heridas del largo camino a Clermont.

Una mañana, Danchart no solo se despertó, sino que también se levantó, y comenzó a andar hacia aquel bosque en el que Galé solía cortar la leña que luego vendía en el pueblo. El campesino lo vio aproximarse y le dio unos buenos días bien sonoros, pero como Danchart no le respondió y siguió andando, decidió no hacerle caso y continuar con su tarea. Al final de la mañana, Galé se paró para comer una hogaza de pan y tomar unas gotas de vino. Allí sentado, volvió a acordarse del joven conde y cayó en la cuenta de que hacía tres días que no le había dejado nada de comer y que no tenía pinta de buscarse la comida por sí mismo. Pensó entonces que quizá, motivado por el hambre, intentaba cazar algún conejo, y echó a andar monte arriba para, si era necesario, ayudarle. Galé no tardó en dar con él.

Danchart estaba frente a un árbol, y con una piedra un tanto afilada cavaba un hoyo. Lo hacía con frenesí y muy concentrado. Galé se acercó pensando que era una trampa para conejos lo que Danchart preparaba, y tras muchos días de su primer encuentro, el fornido labriego de Clermont volvió a escuchar la voz del joven. Sin ni tan siquiera darse la vuelta y sin dejar de cavar aquel hoyo, Danchart le dijo:

—Galé, me pareció que estábamos de acuerdo en que el palacio y sus más cercanas posesiones me pertenecían. Aun así, vienes todos los días a cortar leña y yo, sinceramente, hasta te lo agradezco porque, además del pan que me dejas, no me viene mal recordar que todavía hay vida en este pueblo y en el resto del mundo. —Entonces Danchart se giró y miró directamente a Galé—. Pero déjame en paz. Sigue con lo que has venido a hacer y déjame en paz.

Galé ni tan siquiera se molestó en contestarle: se dio la vuelta y se marchó. Los días siguientes los pasó Danchart en la zona alta del bosque. Se tiraba el día entero cavando alrededor de todos los árboles, de tal modo que había hecho una especie de foso que los cercaba. Cuando caía el día, paraba de cavar, se dejaba caer rendido en el mismo lugar en el que se encontrase y allí se quedaba toda la noche, quieto, casi inerte, hasta que comenzaba a llorar. Y llorando le sorprendía cada mañana la salida del sol. Y entonces volvía a coger aquella piedra y seguía cavando.

Así estuvo casi dos semanas más hasta que no hubo un solo árbol en la zona alta del bosque que no tuviese su correspondiente foso. De hecho, Danchart volvió sobre sus pasos y en alguno de los círculos menos profundos cavó más hondo todavía. Danchart perdió también la costumbre de bajar al río, por lo que, al estar todo el día sacando tierra, estaba completamente sucio. Eso, unido por un lado a su cabello cada vez más largo y a la poblada barba, y por otro a su extraña conducta, hacía que cada día se pareciese más a un animal y menos a una persona, por muy bajo que pudiera ser el estrato de esa persona. Por otra parte, Galé dejó de preocuparse por lo que hacía o dejaba de hacer el conde. Si le sobraba algo de comida, la tiraba monte arriba, y si se enteraba el señorito, bien, y si no lo hacía, allá él. Con todo, le tranquilizaba un poco, cuando llegaba por la mañana, escuchar algo de ruido a lo lejos, aunque fuese la cada vez más seca y persistente tos del conde de Clermont.

Sin embargo, y como era de esperar, una mañana al llegar al monte no escuchó sonido alguno. Galé permaneció atento. Parado. Intentando prestar la mayor atención posible, buscando cualquier ruido, por pequeño que fuera, que lo sacase de la duda, pero no oyó nada. Por un momento pensó que el conde habría subido más arriba y que ya era imposible escucharlo. Aquello no acabó de convencerle y comenzó a angustiarse, pues mucho más lejos tendría que haber ido para no sentirlo, y al recordar la terrible tos que le había escuchado últimamente, decidió ir a comprobar si el joven muchacho seguía al menos vivo.

Galé ascendió con decisión por aquel bosque sin temor a recibir una mala contestación si el conde seguía en pie. Incluso le llevaría a un médico si le veía muy mal. Estaba determinado a hacerlo y a no dejarse amedrantar por aquel joven inconsciente y que parecía haber perdido la cabeza, pero Galé no lo encontró. Ni vivo ni muerto. Después de un rápido primer vistazo, buscó a conciencia, y miró en cada uno de aquellos extraños hoyos, pero no había rastro de él por ningún lado. Dedujo entonces que se había marchado y se alegró de que, por lo menos, no se había encontrado al muchacho muerto. Durante el resto del día Galé permaneció atento, pero no volvió a escuchar sonido que no fuese el de su hacha al chocar contra la madera.

Al día siguiente, Galé llegó temprano a la finca del palacio de Clermont, pero no se dirigió a cortar leña como solía hacer. Primero subió a la parte alta del bosque, a revisar de nuevo cada recoveco. No encontró a nadie. Después salió de la finca y, con una larga caña en la mano, comenzó a andar por las afueras del muro: metía la vara en los lugares con más vegetación, revolvía un poco y seguía hacia delante.

Así pasó toda la mañana hasta que se detuvo a comer y beber un poco de vino. Entonces comenzó a hablar él solo:

—¿Dónde estás, bribón? Mejor será que decidas volver a casa, y que sea yo el primero en encontrarte.

Tras el frugal almuerzo, volvió a ponerse manos a la obra y continuó hasta casi dar la vuelta a todo el largo muro que protegía la finca del que en otro momento fuera el gran palacio de Clermont. Hacia el final de su búsqueda escuchó un silbido. Rápidamente pensó en el joven conde, pero al mirar hacia el camino, vio a un hombre correctamente vestido y con la barba y el pelo bien cortados. Poco fijó la vista cuando se dio cuenta de que era un vecino del lugar, campesino como él, Pierre Legnac, que se dirigía hacia allí. Galé dio un par de varazos más para, tras no encontrar nada, volver al camino, donde ambos hombres se unieron.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Legnac.

—No, pero no estaba buscando nada.

—¿Ah, no? ¿Qué haces entonces con esa vara en la mano? ¿Por qué no estás cortando leña? O mejor aún, a estas horas, ¿por qué no has vuelto a casa, con tu querida mamá? —Y Legnac rio encantado con su broma.

—Busco un lobo. Hace días que lo vi y lo estoy buscando.

Legnac se asustó un poco y se acercó a Galé.

—¿Crees que andará ahora por aquí?

—No, seguro que no.

—Uf, eso espero, porque había pensado en echar un vistazo en el palacio.

—¿En el palacio? Yo he mirado en el bosque y no hay nada. Tampoco en los prados ni en el estanque de la entrada.

—¿No decías que no buscabas nada?… Ah, rufián, buscas esa recompensa tanto como yo.

—¿Recompensa? ¿De qué me hablas?

—Vamos, Galé, te vi ayer en la taberna del Sapo. Estaba a tu lado. Le oíste tan bien como yo ofrecer una copa de aguardiente todos los días de noviembre al que encontrase sus dos garrafas de ginebra y le diese una buena paliza al bribón que se las robó.

—Yo no estoy interesado en eso.

—Vamos, no me hagas reír. Te gusta tanto el aguardiente como a mí.

—Sí, algo oí…, pero no presté mucha atención. ¿Qué dijo exactamente?

—Que vio a un hombre sucio, de pelo y barba larga, merodeando por su bodega. Que no le dio importancia y que a las horas, cuando fue a la bodega, le faltaba la ginebra.

—¿De veras crees esa historia? Yo más bien creo que el Sapo se habrá pasado de la raya con alguno de los clientes habituales y que, cuando su mujer le preguntó por el aguardiente, inventó ese cuento.

—Aguardiente no, Galé. Ginebra. No creo que haya sido así. El Sapo es de los del puño cerrado; no invitaría a ginebra ni a sus mejores clientes. Y aunque le gusta beber tanto como a cualquiera, no creo que él solo se pimplase dos garrafones sin que su mujer se enterara.

—Está bien, Legnac, será como tú dices, pero yo no sé nada.

—Bueno, de acuerdo. Acompáñame entonces al interior de la finca del palacio; si encontramos al ladrón, podemos repartir la recompensa.

—Ve tú solo si crees en esa historia. Si ese hombre es como dice el Sapo, no necesitarás más de un bastonazo para tumbarlo; y si no hay nadie ahí, como digo yo, no perderé el tiempo en entrar contigo.

—Preferiría que vinieses. No tengo miedo al ladrón, pero si como dices anda un lobo suelto, no me gustaría encontrarme yo solo con él.

—Te acompañaré entonces. Tengo que recoger mis cosas, pero ya te he dicho que no hay nadie allí.

—¿Y dentro del palacio? ¿Has buscado dentro del palacio?

Galé se mostró sorprendido.

—No. Ni se me ocurrió pensar en eso.

—Pues ese es el primer lugar donde deberías haber buscado. ¿A qué ladrón se le ocurriría dormir al raso, sin buscar siquiera un mal escondite en el que guarecerse?

Y Galé, un poco preocupado, se encaminó a la puerta de la gran finca del palacio junto al campesino Legnac.

Legnac iba vivo, buscando de un lado a otro. Primero en el estanque que quedaba al oeste, nada más traspasar la gran verja, que continuaba en el suelo, y después en todas direcciones. Sin embargo, Galé tenía su mirada clavada en la gran fachada del palacio, buscando algún movimiento o alguna sombra tras la puerta o tras las ventanas del segundo piso. Cuando Legnac dio por seguro que en el exterior no había nadie, se dirigió hacia el palacio, con Galé tras él pisándole los talones, atento a cada movimiento.

Primero entraron en el gran salón, que ocupaba toda el ala este del castillo. Legnac cogió la vara de Galé y movió algunos restos del suelo tras los que pudiese esconderse alguien. No dejaba de repetir: «Si das con ese bribón antes que yo, dale fuerte en la cabeza, no vaya a ser que esté armado».

La tercera vez que lo dijo Galé le respondió:

—Pero si le golpeas en la cabeza, podrías matarle.

—Prefiero que sea él el muerto y no yo.

Al fondo del gran salón estaba la chimenea en la que había muerto el conde de Clermont; pero lo más curioso de aquella estancia era que su techo lo formaba un gran cielo en el que empezaba a acampar la noche. Durante las jornadas del Gran Miedo en las que murió el señor de la casa, también se había prendido fuego en aquella sala, y la segunda planta de madera y el techo habían acabado por venirse abajo, por lo que en el suelo había grandes montículos de tejas renegridas por las llamas y rotas por la caída. En la búsqueda de los dos hombres nada se movió.

Tras la visita al gran salón, regresaron al recibidor y lo cruzaron para dirigirse al ala oeste, donde estaban la sala de té, las cocinas y las habitaciones de los criados, pero en ningún sitio encontraron otra cosa que no fuesen ruinas y algún nido de ratas. Legnac comenzaba a darse por vencido en su búsqueda y siguió a Galé, que subía más decidido a la segunda planta. Esta estaba formada por un amplio pasillo del que salían casi una decena de habitaciones. Al este y sobre el gran salón habían estado los aposentos del fallecido conde. Hoy no eran nada, pues esa zona se había venido abajo por el fuego. Quedaban en pie dos habitaciones, a las que era imposible acceder porque la parte del pasillo que llegaba a ellas también se había derrumbado. Al oeste quedaban el resto de las habitaciones y, al final del corredor, los baños y los aseos, justo encima de una cuadra en la que solía haber dos vacas y que servía de fosa séptica.

Legnac apartó la derruida puerta de la primera habitación. Galé, presa de un mayor nerviosismo, le dijo entonces:

—Busca tú en las habitaciones de ese lado del pasillo y yo lo haré en las de este. Así acabaremos antes esta estúpida visita a los escombros.

—Está bien, tienes razón. No creo que nadie en su sano juicio se haya escondido aquí. Esto podría venirse abajo en cualquier momento, y eso sería una muerte segura.

Galé entró entonces en la primera de las habitaciones que estaban de su lado, y rápidamente movió un resto de armario. El ruido llamó la atención de Legnac, que enseguida lo siguió.

—¿Qué pasa?, ¿has descubierto algo?

Galé salió rápido de la habitación y arrastró fuera a Legnac.

—Dos enormes y asquerosas ratas. Yo no me acercaría mucho. No me extrañaría que tuviesen la mismísima peste.

Legnac se asustó y se soltó de Galé.

—¡No me toques, por Dios, podrías estar contagiado!… Bueno, está claro que aquí no hay nadie. Yo me marcho.

Legnac salió a toda velocidad y Galé no pudo reprimir una gran risotada. Corrió a la ventana de la habitación en la que acababan de entrar y gritó a Legnac, que corría como alma que lleva el diablo:

—¡Legnac, ten cuidado con los lobos!

Después volvió sobre sus pasos y apartó el trozo de puerta cuya caída había llamado la atención de Legnac. Allí estaba Danchart. Tendido y absolutamente tieso. Galé le tomó el pulso, y aunque débil, aún se lo notó. Intentó entonces despertarlo, pero no consiguió que el conde de Clermont respondiese a sus golpes. La verdad es que Galé no se sorprendió: el olor a alcohol echaba para atrás, y a su lado estaban las dos famosas garrafas que habían sido robadas de la taberna. Galé supuso que Danchart había pasado allí los dos últimos días, posiblemente en la misma postura desde el primer momento. «Sabía que le buscarían. Por eso se metió dentro de la casa, y supongo que acabó aquí porque fue la primera habitación que encontró», pensó para sí el fornido leñador. Galé se dio cuenta de que aquella habitación estaba en una zona peligrosa, pues el suelo se veía quemado en varios sitios, y pensó que la parte en la que estaban las vigas de la primera planta podría venirse abajo en cualquier momento, como había dicho Legnac. Así que cogió en brazos a Danchart y lo llevó a la última habitación, la que estaba en el ala oeste del palacio, sobre la cocina y el salón de té.

Lo dejó a un lado y bajó a lo que quedaba del establo, que era donde él había estado cortando la leña, cogió un gran fardo de paja, los restos de su comida y regresó junto a Danchart, donde preparó la mejor cama posible. Después cogió al muchacho y lo colocó sobre ella. Al lado dejó el pan y un trozo de chorizo. La única contestación que recibió fueron tres o cuatro tosidos que hicieron que Galé bajase de nuevo, esta vez para subir con su chaqueta y arropar con ella al joven conde. Hacía meses que Danchart no dormía en tan buena cama.

Ni la belleza salvará al mundo
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