L. Ni la belleza salvará al mundo

Danchart llegó aquella noche al palacio de Clermont cabalgando a la mayor velocidad posible. Desmontó en la misma puerta y entró en la casa corriendo. Sonia, aunque lo intentó, no pudo detenerle en la entrada del palacio, pero no dudó en seguirlo hasta su habitación.

—¡Danchart! ¡Háblame, Danchart!

El joven conde se dirigió directamente a su escritorio. Sin apenas detenerse en seleccionar, arrambló con la mayor parte de los documentos y papeles que allí tenía y los metió en una bolsa.

—¿Qué ocurre, Danchart? —gritaba Sonia cada vez más angustiada.

Después sacó el cajón de una mesilla de cuajo, haciendo saltar por el aire casi todo lo que había dentro, y cogió una bolsa que, por el sonido que había producido al caer, estaba cargada de monedas.

—¿Qué haces, Danchart? ¿Adónde vas?

Sonia se agarraba ahora a Danchart desesperada. Intentaba que se parase, que la mirase a los ojos. Danchart cogió su abrigo más grueso y salió de la habitación. Sonia se abalanzó sobre él y los dos terminaron por caer en la parte de arriba de las escaleras. Ahí ya no pudo Danchart esquivar los ojos de la muchacha que, cubiertos de lágrimas, se clavaron en los suyos.

—Danchart, ¿adónde vas? ¿Te vas con ella?

Danchart pasó su mano por la mejilla de la joven, tratando de secar unas lágrimas que volvían una y otra vez. Buscaba palabras, pero no las encontraba.

—No te vayas, Danchart. Te quiero.

Sonia lo besó entonces. Danchart hundió su cabeza en aquellos hermosos rizos negros, como tantas veces lo había hecho.

—Lo siento. No te faltará de nada.

—Me faltarás tú —alcanzó a decir ella con un profundo dolor.

Danchart posó entonces a la joven sobre el escalón con enorme delicadeza y ternura, tomó su bolsa y su abrigo, se levantó y continuó bajando las escaleras.

—¡Danchart!

El grito de aquella alma rota consiguió que el conde, que ya había ganado la puerta, se girase. Sonia había llegado a la mitad de las escaleras. De rodillas con los brazos abiertos, imploraba al muchacho que volviese a su regazo.

—¡Danchart, te quiero!

A pesar del desorden de su cabello, de la caricatura de su rostro tomado por las lágrimas, o quizá por ello, Danchart la vio más hermosa que nunca. Entonces se acercó a ella para volver a intentar secar sus lágrimas, para acariciar su rostro, para volver a sentir entre los dedos aquellos hermosos rizos negros… Y la miró a los ojos…

—Ni la belleza salvará al mundo —susurró, se dio la vuelta y se marchó.