XXXVI. Cara o cruz
En las semanas posteriores Danchart añadió a su rutina diaria el ir a la taberna. Galé habló con el tabernero, que no puso peros a que el campesino pagase generosamente sus gastos al día siguiente. Danchart se sentaba en una mesa en la esquina más oscura del local y desde allí bebía y observaba. Observaba principalmente a Sonia, quien, lejos de sentirse molesta, disfrutaba con la atención que despertaba en el conde.
Danchart no había hecho nada por cambiar su aspecto y ya solo con levantar la mano alguna de las chicas le acercaba su licor de enebro. A veces era Sonia la que se lo llevaba y Danchart se ponía nervioso como un adolescente.
—¿Qué, conde? ¿Buscando la manera de encontrar el amor?
Danchart trataba entonces de esconderse en la oscuridad y pedía a Sonia que se sentase. Esta lo hacía, y el joven le planteaba de distintas formas siempre la misma pregunta.
—¿Cómo se puede conseguir que alguien te ame?
La muchacha daba mil rodeos, pero siempre acababa con la misma respuesta, que se había incrustado en la mente de Danchart y a la que daba vueltas y vueltas buscando el modo de abordarla.
—El amor sale de uno.
—Sí, solo la persona puede amar, pero la persona ama algo… A alguien. ¿Qué es lo que ama la mujer, Sonia?
—Cada mujer ama una cosa distinta, no existen cánones ni patrones.
Alguna vez Danchart perdía los nervios y alzaba la voz, pero tanto Sonia como el tabernero habían dejado de darles importancia a sus alaridos y ya se confundían con los de habituales en la taberna, hijos de la alegría y el alcohol que circulaba en ella.
—¿Qué puedo hacer entonces para que me amen, Sonia? ¿Qué tendría que hacer para que tú me quisieses?
—Eso llega, conde, solo cabe dar tiempo al tiempo, y libertad. Solo puede existir el amor si hay libertad.
Tiempo, paciencia…, libertad. Esa palabra inquietaba cada día más a Danchart: libertad.
—¿Cómo puedes decir que el amor necesita la libertad si vemos día a día mujeres felices en matrimonios de conveniencia?
—Nunca encontrarás ahí amor. Créeme, lo sé bien. No confundas el amor con la tranquilidad del día a día cuando la hay. Es como confundir la sexualidad con el amor. Se pueden entregar los cuerpos, pero solo se quiere con el alma.
Por el día y en la capilla, Danchart continuaba con su rutina: trazando estrategias sobre los mapas, recopilando datos de población…, y al llegar la noche lo escondía todo para ir a la taberna.
—Dime, Sonia, si tú fueses mi mujer, si yo te sacase de aquí, te convirtiese en mi esposa, tuviésemos hijos… ¿Serías feliz?
—Sí, posiblemente sí.
—Entonces, ¿me querrías?
—No, no como tú buscas que te quieran. Antepondría a mis hijos a ti, a mi madre… ¿Pero serías feliz tú así?
Danchart se pasaba días sin aparecer por la taberna, y luego otros estaba allí desde que abría hasta que cerraba. Sonia vivía con otras dos muchachas en una casita prácticamente al lado. Danchart se sentaba algunas veces junto a ella, ya casi al amanecer, bajo una seca higuera sin hojas. Alguna vez el conde había preguntado a la joven de dónde era, cómo había llegado hasta allí…, pero ella rápidamente había cambiado de conversación y había terminado por advertirle de que una pregunta más en esa dirección y dejaría de hablar con él, lo que había hecho que el joven no volviese a intentarlo. Por lo tanto, continuaba con su búsqueda:
—¿Y qué pasa si ha habido amor? Porque tú me dices que no se puede amar a alguien solo porque te ame.
—Vaya, conde. No sabía yo que en esta historia hay una parte que ama. Solo me habías hablado…
—Déjalo, Sonia. Mi pregunta es ¿qué pasa cuando dos personas se aman? ¿Qué pasa si una de las dos personas deja de amar?
—Esas cosas suceden. Solo cabe respetar la libertad, y si realmente se ama, dejar que esa persona sea feliz.
Danchart saltó por los aires al oír aquello.
—¡Dios mío, esa no puede ser la respuesta! ¡No puede ser la solución al amor dejarlo partir sin más!
—Pero pregúntate por qué lo hace. ¿Por qué una persona deja de amar?
—Eso es lo que quiero saber, Sonia, porque así sabré por qué la perdí, y sabré cómo recuperarla.
En aquella ocasión, Danchart encontró el silencio como respuesta.
—Así que es verdad lo que se cuenta… Perdiste la cabeza por mademoiselle Ma…
Danchart puso entonces su dedo índice sobre los labios de Sonia.
—No lo digas, por favor. No digas su nombre. No sería capaz de soportarlo.
A Sonia se le cubrió la cara con pequeñas e imperceptibles arrugas que apagaron la sonrisa que siempre se le dibujaba con las preguntas del atormentado Danchart.
—Por lo que yo sé… Por lo que se cuenta aquí, en Clermont… Ella ama a otro hombre…, solo fuiste un amor de juventud… Eres para ella como un hermano.
Danchart comenzó a negar con la cabeza. Un sudor frío que hacía mucho tiempo que no sentía se apoderó de él.
—No, no. Es mentira. Eso no es así. Ella me quiere. La recuperaré.
Sonia sujetó la cabeza de Danchart con ambas manos y lo obligó a mirarla a la cara. Notaba su respiración acelerada y sus ojos grises intentando escapar al envite de la muchacha.
—Ella ya no te quiere, y si realmente la amas como dices, si realmente existe un amor tan puro como el que presumes de profesarle, debes olvidarte de ella. Debes dejarla amar libremente a quien ella quiera. Eso es amor: querer tanto como para renunciar a la persona amada si así ella encuentra la felicidad.
Danchart se zafó de las manos de la muchacha.
—No, no. Ella será feliz, pero conmigo. Las cosas van a cambiar. Pronto todo volverá a ser como antes. Ella es súbdita de Clermont y deberá obedecerme. Además, el rey nos dará lo que pidamos cuando le devolvamos todo su poder.
—¿De qué hablas?
—De nada. Perdona, Sonia. Nunca debimos tener esta conversación. Ni esta ni ninguna otra.
***
Danchart se encerró en la capilla tras aquel día y nunca más volvió a pisar aquella taberna. Casi un mes después de aquello, la visita que tanto tiempo llevaba esperando el conde de Clermont se produjo. En la noche más oscura del mes, sin ningún rastro de la luna, sonaron dos golpes en la puerta de la capilla. A los dos primeros les siguieron dos más, y al no abrir nadie desde dentro lo hicieron desde fuera con un empujón. No había nadie en el interior, por lo que el visitante entró hasta la sacristía donde encontró a Danchart tumbado, con los ojos abiertos como platos, sin pestañear. Con dos gatos sobre él.
El hombre se acercó rápidamente pensando que estaba muerto, pero Danchart, sin mover una pestaña, susurró:
—Bouillé.
—Por Dios, muchacho, os creí muerto.
—Bouillé, estáis aquí.
—Vamos. Todo está listo. El rey os necesita. La Asamblea acaba de cavar su propia tumba.
—¿Qué decís?
—Han aprobado que los nobles recuperemos nuestras posesiones, la restauración de los derechos feudales. Es nuestro momento. Vendiendo algunas de nuestras posesiones habrá dinero para armar un ejército y pronto entrar triunfantes en París. Venga, muchacho, es vuestra hora.
Danchart se incorporó.
—¿Cómo que han devuelto los derechos feudales?
—Sí, Danchart, este pueblo vuelve a ser de vuestra posesión, sus tierras y también sus almas. Ya tengo comprador para vos. Con el dinero que nos den por vuestras tierras se pagará al ejército que se está armando en Turín. El rey no olvidará vuestra lealtad.
Danchart acabó por levantarse totalmente.
—¿Y qué pasará cuando tomemos París?
—¿Qué pasará? Ahorcaremos a un par de herejes sinvergüenzas y todo volverá a ser como antes. No os preocupéis, tendréis lo vuestro. Tendréis a esa muchacha.
—¿Y qué será de la libertad?
—¿La libertad? Este país no necesita libertad, sino justicia, fe.
—Cuando decís que tendré lo mío, ¿queréis decir que ella me amará?
—¡Pues claro! Esa burguesa y todas las que vos queráis.
—¿Podéis garantizarme que ella va a amarme libremente?
—¿Qué tonterías son esas? Dejad de hablar como un muchacho y hacedlo como un hombre. Ella hará lo que vos mandéis, y punto. Vamos ahora a lo que importa. Tenéis que firmar unos papeles…
Danchart encendió una vela y la luz iluminó su cara. Era la de un ser del otro mundo. Sus enormes ojeras estaban oscuras, la barba cubría un rostro que apenas dejaba ver pálidos trozos de carne, los labios estaban cortados por el frío… y, aunque parecía imposible, las lágrimas volvieron a brotar de sus apagados ojos grises.
—No, Bouillé. No se puede poseer a esa mujer como yo lo deseo si ella no me ama libremente.
—¿Qué decís? ¿Qué tontería es esa de la libertad? ¡Sois noble! ¡Os debéis al rey! ¡La Corona os reclama!
—No. Soy ciudadano y me debo al pueblo y a lo que este decida a través de sus representantes.
—Si vuestro padre os oyese…
—Llegáis tarde. Marchaos de aquí antes de que tenga que entregaros por conspirar contra la Asamblea.
—Estáis loco. Estáis traicionando a vuestro linaje.
—Fuera de aquí.
—¿Renunciáis así a esa muchacha a la que tanto amáis?
La cara de Danchart ganó por momentos en vida y sus mejillas enrojecieron levemente. Ya no solo lágrimas, sino también sudor a borbotones salía de su cuerpo, que elevaba la temperatura como un lagarto en verano cuando llega el mediodía. Danchart se hizo con su enorme vara y gritó:
—¡Fuera, Bouillé!
—¿Y eso es amor? ¿Entregar así a la mujer que uno quiere a los brazos de otro? Claro, eso pasa por mezclarse con fulanas burguesas.
—¡¡He dicho fuera!!
—Eso es lo que vos deseáis: ser también un burgués que comparte a su mujer.
—¿Es que no lo entendéis, estúpido? ¡Yo la quiero!
—¡Pues id a buscarla! ¡Uníos a nosotros y tomad lo que os pertenece!
Danchart cayó de rodillas.
—No, Bouillé. Es libre. Pertenece solo a quien ella quiera, donde quiera, cuando quiera, hasta que ella quiera… Eso es la libertad, y debemos amarla y defenderla, no solo la nuestra, sino, por encima de todo, la de los demás.
—Ya veo que sois un imbécil. Consideraos desposeído de vuestro título. Cuando las cosas vuelvan a ser como antes, os buscaré… Y yo mismo os ajusticiaré por traicionar a vuestros antepasados.
Bouillé salió de la capilla y se perdió en los bosques. Danchart, todavía de rodillas, fue como pudo hasta la puerta. Empezó a toser sin parar. Las fiebres tomaron su cuerpo como nunca lo habían hecho, su rostro tan pronto estaba rojo como un tomate maduro como pálido igual que un cordero desangrado. La vista le bailaba, sus manos temblaban, de su boca salía espuma. Las fuerzas acabaron por fallarle del todo y cayó desmayado al suelo.
A la mañana siguiente lo encontró Galé, que se asustó terriblemente al tocarlo. Su cuerpo ardía. Lo cogió en brazos, lo llevó al palacio y lo colocó sobre el viejo colchón de paja. Después salió rápidamente hacia la ciudad buscando un médico. Corría al tiempo que pensaba para sí mismo: «¿Cómo puede ser? Ha pasado el invierno, con las heladas que ha habido… Y ahora que llega la primavera, que se ha ido el frío… Ahora cae víctima de la tuberculosis».