XXII. El día más triste
Nada más salir aquel correo, Danchart por fin encontró reposo y consiguió conciliar el sueño, echado con solo una manta en una de las esquinas del sótano donde tenía la imprenta. Danchart pasó entonces varios días sin salir de El Cuartel. Durmiendo de día y encolerizado sobre la imprenta de noche, hasta que caía rendido cuando salía el sol. Tirado en el suelo, con el olor a tinta en su nariz y arropado por aquella manta cada vez más sucia.
Aquella mañana la entrada de Rasjwonski quebró la paz interior a nuestro joven amigo. Venía acompañado de Brissot y de un tercer hombre, un banquero alemán recién llegado de Fráncfort en el que Rasjwonski había depositado su confianza para que lo ayudase en su camino al mundo de la honrada gente de negocios. Danchart enseguida se desperezó. Se disculpó por el horroroso aspecto que mostraban tanto él como el sótano de la imprenta y los invitó a pasar a la cocina, donde los muchachos, Girardin y Beauchamp, entretuvieron a la visita con café y pastas el tiempo suficiente para que Danchart se acicalase y, ayudado del mágico «remedio» que Rasjwonski le había presentado tiempo atrás, todo pareciese más que normal transcurrida apenas media hora.
Danchart comenzó una visita junto a los tres hombres y sus dos lugartenientes por la planta baja de El Cuartel. Brissot no paraba de hablar sobre su proyecto periodístico, y continuamente realizaba preguntas técnicas sobre el proceso de impresión…, cuyas respuestas daban Girardin o Beauchamp, que manejaban ya aquel invento con total precisión, y aunque Brissot mostraba interés en las respuestas, enseguida perdía el hilo de la explicación y buscaba la mirada de Danchart, que interrumpía a los muchachos para decir «No os preocupéis, no hay ningún problema para hacer eso». Las preguntas del banquero alemán eran de otro tipo, y a ellas respondía más Rasjwonski que Danchart: quería saber sobre todo cuánto costaba cada cosa, de dónde se traía el papel, cómo se pagaba a los distribuidores, cuántas horas se tardaba en elaborar cada plancha y luego imprimirla…, y todo lo anotaba sin mostrar el mínimo interés por cómo funcionaba o cuáles eran los ideales de monsieur Brissot. Rasjwonski también preguntó a Danchart por cómo se podrían imprimir libros, y este le respondió que, aunque no tenía práctica, no habría ningún problema para hacerlo.
Acabada la visita, volvieron a la cocina donde tomaron un nuevo café o té, a elección. El banquero no quitaba la vista de sus escritos, y Brissot lo buscaba con la mirada, empezando a impacientarse, pero sin encontrar respuesta.
—¿Sabes, Danchart? Habrá que hablar con Desmoulins y Hébert. Les encantará la idea de tener su propio periódico —dijo Rasjwonski.
—¿A qué os referís? —Brissot se mostró sorprendido—. ¿No pretenderéis mezclarme con cualquier advenedizo, con el primer recién llegado a la vida pública parisina?
—Monsieur Brissot, no pretendemos mezclaros con nadie. Nuestro banquero —y señaló al alemán que seguía en sus números y papeles— elaborará un presupuesto, se os entregará y si vos lo consideráis oportuno, se aprobará. Nadie mezclará nada. Aquí solo se imprimirán periódicos, y os garantizo que fuera de estas cuatro paredes nadie sabrá que todos son hijos de esa maravillosa máquina del sótano.
Brissot no pareció muy convencido, pero prefirió volver la mirada al banquero y esperar antes de entrar en una discusión sin ni tan siquiera haber comenzado el negocio. Rasjwonski también entendió que no era buena política tocar ciertos temas delante de los futuros clientes y aprovechó que Danchart se había levantado para, sin llamar la atención, llevarlo hacia la puerta y, lejos de otros oídos, susurrarle otros planes para la recién formada sociedad.
—¿Sabes, Danchart? Me he enterado de que el ayuntamiento de París e incluso la Asamblea también tienen pensado imprimir folletos propagandísticos. Cuento con muy buenos contactos en el ayuntamiento, y seguro que allí no tendremos problemas para hacernos con esa concesión. Tampoco creo que me fallen los contactos de la Asamblea, pero quizá ahí debas usar tu influencia con Mirabeau para acabar de cerrar la operación. De buena tinta sé que pronto se recuperarán las vacías arcas del Estado, y apuesto a que se convertirá en el mejor de los clientes.
Danchart escuchaba a Rasjwonski sin acabar de entender lo que le decía cuando uno de los secuaces de este se acercó:
—¡Príncipe, la guardia real se dirige hacia aquí! ¡Son al menos veinte hombres!
—¿Hacia aquí? ¿Te refieres a aquí o al barrio de Saint-Antoine?
—Aquí, Príncipe, a El Cuartel. Los comanda Lafayette en persona.
Entonces Rasjwonski miró hacia Danchart, quien a su vez desvió su mirada hacia el cielo azul y claro que durante todo el día los había acompañado.
—Está bien. Tomad posiciones en los alrededores, tened preparada la defensa y la huida. Llegado el momento, lo mejor es tener dónde escoger.
Danchart se llevó la mano a la cabeza y se la sujetó fuerte intentando agarrar un pensamiento. Segundos después se dirigió un poco a Rasjwonski, un poco a la nada:
—¿Sabes? Es muy interesante eso que acabas de decir. Quizá la libertad no sea más que eso: la capacidad de elegir llegado el momento. Y cuantas más opciones tengamos, más libres seremos.
El alboroto que comenzó a montarse en la calle interrumpió el interesante debate que comenzaba e hizo que tanto Brissot como los dos muchachos saliesen también a la calle; solo el banquero alemán permaneció en el interior. Al ruido de la multitud enseguida siguió el de los hombres de la guardia real que, como era previsible, se detuvieron ante El Cuartel. La guardia era comandada por el mismísimo Lafayette, si bien parecía tener un apoyo político, que no era otro que Camille Desmoulins. Este bajó impetuoso de su montura y se dirigió a Danchart, al que iba a coger directamente por la pechera, aunque al ver que estaba Rasjwonski a su lado se detuvo y comenzó a gritarle al vizconde, intentando encontrar el respaldo del Príncipe de los Ladrones.
—¡Estás loco! ¡Has incendiado Francia por los cuatro costados!
Desmoulins se movía de un lado a otro. Cada vez que se acercaba a Danchart, Rasjwonski parecía irse hacia delante y el joven abogado retrocedía.
—¡Este enfermo ha invadido cada pueblo de ideas partisanas! La sangre corre en cada aldea. Mueren nobles, frailes, monjas, campesinos, mujeres, niños, ancianos… Todo el mundo tiene una razón para matar a su vecino, y es por culpa de este demente —Desmoulins gritaba desquiciado ante Danchart, quien, inmóvil, escuchaba sin decir una sola palabra en su defensa.
Brissot dio entonces un paso al frente.
—¿Qué ha sucedido?
—¿Que qué ha sucedido? No, ¡diréis más bien qué está sucediendo! Sucede que conseguimos apaciguar París, pero no conseguiremos apaciguar Francia.
Danchart observó entonces a Lafayette: permanecía adusto sobre el corcel, como un espectador más. Nada más detener el caballo y quizá antes de que Desmoulins hubiese empezado a hablar, el general ya se sabía rodeado por una turba de gente que no dudaría en hacerles frente al más mínimo movimiento. Su uniforme en aquel barrio no era un signo de autoridad, sino un claro objetivo para todo el que pudiese levantar una piedra si se formaba algún revuelo y sentían que uno de los suyos era amenazado. Lo intuía cuando iba hacia Saint-Antoine, y ahora tenía muy claro que su misión ya no era detener a la gente de El Cuartel e incautarse de la imprenta, sino salir de allí con vida, él y sus hombres, y dañar lo menos posible el crédito de las nuevas autoridades y de la guardia real.
Lafayette era consciente de su situación de inferioridad, y Danchart también. Por eso permanecía tranquilo ante los gritos de Desmoulins, esperando su turno para poner fin a aquella situación que no llevaba a ninguna parte, y así lo hizo.
—Ah, Desmoulins. No tengas miedo a la libertad. Los que la quieran, los que la amen de verdad, pueden estar tranquilos, porque entrarán en sus casas para brindar. Los que deben tener miedo son los que la temen y la huyen; y esos, francamente…, no me preocupan. —Y dándose media vuelta, Danchart entró en El Cuartel.
Fuera se montó un poco de alboroto. Desmoulins pedía a Lafayette que lo prendiese, que confiscase la imprenta, pero este trataba de no hacerle caso y hablaba con Brissot. Todos rodeados de gente que, aunque no acababa de entender qué sucedía, seguiría firme y atenta hasta que la guardia real no se marchase. Rasjwonski también entró detrás de Danchart, pero bajó precipitadamente al sótano. Allí empezó a remover todos los papeles que encontraba a su paso hasta que dio con las soflamas que aquellos días habían estado saliendo de París. Rasjwonski se encolerizó. Subió corriendo a la cocina, donde Danchart calentaba un poco de café.
—¡Loco! ¡Enfermo! ¿Cuándo has hecho esto?
Danchart continuó con su tarea.
—Estos días.
—¡Dios mío, cómo me dejé engañar…! Parecías tan tranquilo, ¿cómo no supe ver que maquinabas destruirnos a todos…? Es por ella, ¿verdad?… ¡Mírame cuando te hablo!
Esto último lo dijo dejándose la voz en ello. Danchart se dio la vuelta y enfrentó la mirada de su amigo sin un ápice de arrepentimiento. Iba a tomar un sorbo de café, pero Rasjwonski le dio un fuerte golpe en la mano que acabó con todo por el suelo. Sorprendido, Danchart clavó su mirada en Rasjwonski, quien parecía haber tomado todo el aire de Les Tuileries, porque continuó gritando a pleno pulmón:
—¡No te quiere, Danchart! ¡No te quiere! Se va a casar con Pouget. Hoy mismo le pide la mano. ¡¡No te quiere!!
Danchart perdió la adustez que había mantenido hasta ahora, y que parecía abocada a un enfrentamiento a trompadas con su amigo, y la cambió por una palidez extrema que no sorprendió a Rasjwonski, quien, fuera de sí, continuaba gritando:
—¡No te quiere, Danchart! Así que, o bien te olvidas de ella, o bien te matará. Te matará el hambre por dejar de comer, la sed por dejar de beber…
—¡Mientes! ¡Cállate!
—No, Danchart, no me callo. Marie Munot no te quiere. Se va a casar con otro hombre.
Danchart se derrumbó y comenzó a llorar.
—No, Rasjwonski, sí me quiere. Lo dices para hacerme daño porque estás enfadado conmigo.
Rasjwonski rebajó un poco el tono de sus palabras, pero no perdió la firmeza.
—No, Danchart. No te quiere, y deberás olvidarla.
Danchart cayó de rodillas y juntaba las manos como si orase ante Rasjwonski, que intentaba levantarlo.
—Rasjwonski, perdona, no sabía lo que estaba haciendo, perdóname. He aprendido la lección. Me quiere, ¿verdad? Me estás mintiendo —Danchart mostraba la cara de un niño que pedía a gritos clemencia.
—Cielo santo, Danchart… ¿Dónde está mi amigo? ¿Qué encuentras en ella para que su ausencia te haya convertido en este despojo que se arrastra?
—Rasjwonski, por el amor de Dios, no me hagas sufrir.
—¿Dios? Dios sabe que me gustaría decirte que no es cierto, pero lo es. Esta misma tarde se hará la petición de mano. Puedes verlo, si no me crees, con tus propios ojos en la casa de madame Rovanier.
Danchart no acababa de escuchar la frase cuando ya salía hacia el centro de París. Nadie lo detuvo a la salida de El Cuartel, y alguna gente incluso lo siguió un rato. No se paró en la puerta de París, ni tampoco con ninguna de las personas que trataron de dirigirse a él en el camino; solo lo frenó a lo lejos de la casa de madame Rovanier la visión de Marie y Pouget que, juntos y solos, paseaban en el jardín, como tantas veces lo habían hecho ellos en Clermont. Estaban de espaldas a la calle y Danchart se acercó absorto hasta llegar a la altura del muro del jardín.
El vizconde de Clermont se derrumbaba cuando la risa de Marie resonó estruendosamente hermosa en sus oídos y Danchart no pudo evitar levantarse hipnotizado por ese sonido que le daba la vida. Quedó firme, mirando fijamente a Marie que, en un acto reflejo, se colgaba del doctor para agradecer con unos sonoros besos las cariñosas palabras que habían provocado su risa. Tras la valla, Marie solo pudo ver la espalda de un hombre que corría: le pareció un viejo amigo de Clermont, pero no podía afirmarlo porque enseguida dobló la esquina.
Danchart corría como un loco, sin ningún destino; corría sin mirar hacia ninguna parte. Si no estuviese fuera de sí, habría visto al padre Rubán. El sacerdote intentó detenerlo, pero en los escasos segundos que vio su cara, se dio cuenta de que caían por ella enormes lágrimas… Y pensó que Marie ya le habría dicho que su padre había muerto, asesinado por los campesinos revolucionarios de Clermont.