II. La hermosa Marie

Laurent Munot entró al servicio del condado de Clermont cuando apenas contaba con doce años y todavía ostentaba el título de conde el abuelo de Danchart. El abad de la época vio en él a un posible hombre de Dios y se esmeró en su educación en las letras y especialmente en las ciencias. Por eso, cuando el por entonces muchacho dejó claro que su futuro no estaba en las manos de Dios, sino en los brazos de la hija de uno de los capataces del conde, se llevó la reprimenda del fraile y el abrazo del padre de Danchart, ya conde de Clermont, que lo puso a su lado como contable.

Fue esta la razón de que las infancias de Marie y Danchart coincidieran no solo en el tiempo, cosa que únicamente estaba en manos de Dios, sino también en el espacio: los jardines del palacio de Clermont. Con los años, Laurent se fue afianzando como uno de los mejores contables de la región; de ahí que cuando el conde de Clermont se vio apurado por las malas cosechas y tuvo que recurrir a la banca Rocheteau, esta le puso como condición para concederle un préstamo que Laurent pasase a ser su hombre de confianza en el centro de Francia.

Así sucedió, y con el tiempo, Laurent dejó de ser un simple empleado de la casa Rocheteau para convertirse en uno de sus socios, lo cual no fue tampoco un mal negocio para el conde, que se desentendió un tanto de los vaivenes de las cosechas y permitió a Laurent invertir su capital en distintas compañías y fábricas en Francia y América, algo que, aunque no entendía, le reportaba rentas mucho mayores que las que cosechaba.

Laurent Munot tuvo dos hijas, Beatrice y Marie. Beatrice era siete años mayor que Marie, y con dieciséis años su padre la mandó a París con el fin de que aprendiese más sobre el mundo de las finanzas y le sucediese algún día en la banca Rocheteau. Laurent era sin duda un hombre muy adelantado a su tiempo: no ansiaba para sus hijas un buen matrimonio, sino que tuviesen una buena posición por sí mismas. Por eso chocaba un poco con su hija Marie quien, si bien compartía las ideas de su padre respecto a su formación, no descartaba un matrimonio con un apuesto noble, y más aún si ese noble era Albert de Danchart.

En la Francia de finales del siglo XVIII, el actual vizconde de Clermont era un buen partido para todas las mujeres del reino, no solo por sus títulos nobiliarios, sino también porque podía considerarse que tenía buen porte: alto, delgado, de cabello oscuro y con unos curiosos ojos grisáceos; pero sobre todo un buen muchacho, en opinión de cualquiera de los vecinos del condado. Sin embargo, aunque Laurent Munot lo tenía en estima, no era de su agrado emparentar con el conde de Clermont. A pesar de que había servido a su casa y su relación con él no era mala, Munot pertenecía a esa clase que cada año se expandía más y más por toda Europa y América, de los que, aun sin poseer títulos ni tierras, eran dueños de la bolsa. Munot vivía en Clermont y se sabía bajo el mando del conde, pero no desconocía que su fortuna en billetes, pagarés y acciones era mucho mayor que la de la gran mayoría de los nobles de Francia, simplemente ricos en terrenos a merced de los vaivenes del tiempo. Si los nobles tenían conciencia de clase y no querían a plebeyos en sus casas, él se consideraba con esa misma conciencia y no quería más que a algún joven burgués como yerno.

A la casa de aquel hombre era adonde llegaba ahora Danchart con la clara intención de ver a Marie. Esta se hallaba sentada en el jardín trasero con un libro entre las manos, pero, sobresaltada por un sexto sentido, se levantó y pasó al frente de la casa antes de que Danchart llegara a asomarse.

Al verlo tras la verja corrió hacia el joven sin reparar en nada más.

—¿Qué haces, loco? Podría verte mi padre o alguno de los criados.

Sin embargo, la reprimenda iba aderezada con una gran sonrisa, y la muchacha abrió la puerta pequeña, se abalanzó sobre él y no se privó de besar en los labios al vizconde.

—¿Loco yo? Loca tú, que me besas delante de cualquiera que pueda pasar —le respondió Danchart devolviéndole la sonrisa.

—Quizá ese es el problema de nuestro amor, que es demasiado loco. Ven, tengo algo muy importante que contarte.

Si Danchart venía turbado por los acontecimientos de aquella mañana, más le turbó la expresión de su amada al decirle aquellas palabras. Ambos se adentraron en el jardín y se sentaron en un banco de piedra en forma de media luna que acompañaba fiel a una mesa de mármol blanco, tras enormes y ancianos llorones que desde casi su infancia escondían a los jóvenes de las continuas idas y venidas en la casa Rocheteau.

—¿Qué sucede, Marie? Sabes que me asustas con facilidad y hoy ya me he asustado bastante.

—No lo hagas, y si lo haces, no me lo muestres, porque harías más grande mi dolor.

El corazón de Danchart se aceleró y enseguida le vino a la cabeza el mayor de sus temores, que para su desgracia corroboró Marie:

—Danchart, hace tiempo que tengo algo que decirte y… ya no pensaba tener que hacerlo…, al menos así, frente a frente…, pero me atormenta…, y justo hoy apareces…

Danchart apretó con fuerza las manos de la muchacha y bajó la mirada mientras Marie proseguía.

—Amor mío, mi padre me ha pedido que me marche a París, a aprender los secretos del cuerpo humano en la casa del doctor Rovanier… Mírame, Danchart, por Dios te lo pido. Entiéndelo. Sabes que siempre he querido aprender, ser útil a los demás, y algo más que la madre de unos hijos.

No solo el corazón de Danchart se había acelerado. Sus manos inquietas habían soltado las de Marie y ahora no encontraban dónde posarse. Sus ojos intentaban enfrentarse a los de la muchacha, pero apenas podían sostenerle la mirada y se perdían en el jardín, el horizonte, sin encontrar un punto fijo…

Marie detuvo aquellos movimientos con su mano, cogió la barbilla de Danchart, fijó sus ojos en los de él y lo besó.

—No te preocupes, mi amor. Estaré allí un par de años, pero vendré continuamente a Clermont: en Navidad, Semana Santa, el verano… No sufras, mi vida, porque tu sufrimiento hace que se llene de pena mi corazón…

Danchart no entendía nada. Desde semanas después de aquella tarde en la que, aún adolescentes, se habían jurado su amor, había pedido incansablemente a Marie que se casase con él. Sin embargo, esta siempre se había negado. Danchart no podía culpar de eso al banquero Munot. Aunque este había sembrado en su hija inquietudes que en el resto de las mujeres de Francia sonaban a locuras, había que reconocer que era ella misma la que quería hacerlas, sin imposiciones paternas de por medio. Incluso el mismo Danchart siempre la había animado a ello, pues veía en aquel rostro que tanto amaba un brillo especial cuando hablaba de su ilusión por salvar vidas. Sin embargo, ahora que se encontraba en aquella tesitura, deseaba hincarse de rodillas ante ella y suplicarle que abandonase esas ilusiones que iban a alejarla de él tanto tiempo. Lo deseaba realmente, sí, pero no se sentía capaz de hacerlo. No quería forzarla a elegir entre su ilusión por la medicina y él, quizá porque tenía miedo de salir perdiendo en la elección.

—No voy a saber vivir sin ti… Tú eres mi sol —fue lo único que alcanzó a decir.

—Mi amor, mi vida —le dijo Marie mientras lo abrazaba y lo besaba—. No sufras.

Era realmente curiosa la forma de tratarse de aquellos dos jóvenes. En cualquier pareja de muchachos de buena familia —pues, a pesar de que una tuviera título y la otra no, ambas eran buenas familias—, sería absolutamente impensable un trato tan humano y tan lleno de ternura. Marie aún llegó a conocer a su madre, fallecida poco antes de que Danchart y Rasjwonski decidiesen comenzar su infructuoso viaje por el mundo. Quizá Marie encontró entonces en Danchart el mejor modo de dejar atrás los besos y abrazos maternales recibidos, entregando los suyos al pequeño vizconde…, el cual nunca los había tenido, pues su madre murió apenas él salió de su vientre. Danchart se agarró a aquella ternura con la misma fiereza con la que lo hacía ahora que pendía sobre él la afilada cuchilla de una temporal separación.

—París… ¿Por qué todo el mundo quiere irse a París? —dijo Danchart entre los brazos de Marie.

—¿Por qué dices eso?

—¿No sabes lo que ha sucedido esta mañana en el palacio de Clermont?

—No.

Y Danchart le repitió primero lo que el capataz le había contado sobre lo sucedido con el pobre fraile y luego su incidente con Rasjwonski. Marie se asustó.

—¡Dios santo! Pero ¿cómo has dejado que se marchara? Está loco. Siempre lo ha estado. Desde pequeños era él el que siempre te estaba retando. A nadar cada vez más lejos, a correr cada vez más aprisa con el caballo; y después, de muchachos, a beber… y quién sabe a qué más te habrá empujado. Debiste entregarlo. Quizá haya matado a un hombre. Debes contar lo que ha sucedido y ayudar a que lo detengan.

—¿Escuchas lo que me pides, Marie? Es mi amigo, y pensé que también era el tuyo.

—¿Amigo mío? No. Nunca lo ha sido. Siempre he visto en sus ojos la ira, la furia, el rencor… Sabía que acabaría haciendo algo así. Y Dios sabe a quién más matará a partir de ahora. Debes delatarlo.

—No, Marie, Rasjwonski es mi amigo. Si me retaba a nadar más lejos, él estaba a mi lado si desfallecía, y yo al suyo si era él el que no podía más. Si hemos corrido a caballo, lo hemos hecho el uno al lado del otro, saltando los mismos setos y corriendo los mismos riesgos. No lo entregaré, y te pido por favor que no lo hagas tú.

—¿Y qué pasaría si lo hiciese? —preguntó entre arrogante y sonriente la bella Marie.

—Acabarías con mi fe en ti, que siempre ha sido como la de un labrador en Nuestro Señor Jesucristo.

Marie pareció disfrutar un segundo más con el afligimiento de su amado y luego recuperó una sonrisa tierna y aniñada.

—No temas, mi amado Danchart. No puedo mentirte: creo que Rasjwonski no merece el cariño que le tienes, pero no seré yo la que te haga cambiar de idea sobre él.

Y ambos volvieron a abrazarse. Él, atormentado con la idea de no poder seguir viéndola cada día, y ella, tierna y dulce con aquel hombre al que tanto amaba entre sus brazos.

—Y… ¿cuándo te vas?

Marie lo besó, escapando ahora ella de aquellos ojos grises, y se levantó. Sin responder aquella pregunta, regresó a la casa por dentro del jardín y Danchart, sin querer oír una respuesta, saltó la cerca para, tras dar toda la vuelta, presentarse nuevamente ante el gran caserío, esta vez con la intención de preguntar por monsieur Munot, al que contó que el joven ladrón se abalanzó sobre él, lo desarmó y le robó el caballo. El banquero puso a su disposición una de sus monturas sin dudar en ningún momento de la historia del vizconde, y Danchart tomó el camino al palacio de Clermont con su cabeza tan indecisa como antes de llegar a la casa Rocheteau…, aunque ahora fuera la marcha de Marie la que torturaba sus pensamientos.

Ni la belleza salvará al mundo
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