LXXIII. The dream is over
Diez días después de aquello Hébert, rodeado de algunos leales y de otros que cometieron el error de pasar por allí, entregaba su cabeza al pueblo a través de la guillotina. Ya nadie se fiaba de nadie. Los que habían apoyado con vehemencia el nuevo liderazgo de Robespierre se escondían y callaban. Solo un par de voces se atrevieron a dar un último grito ante la terrible dictadura que ya había pasado a horrible tiranía.
Desde la Convención, Danton no se amilanaba a la hora de condenar la barbarie que se vivía cada día, y desde la prensa, Desmoulins ponía su pluma contra el rumbo que había tomado la República. La calle, por su lado, se aferraba al buen humor y todos daban por cierto que las ejecuciones terminarían cuando no quedase un solo francés.
Danchart continuaba entregando listas enteras de sospechosos que poco tardaban en caer, uno detrás de otro. Las ejecuciones dejaron de ser el principal ocio de los parisinos, e incluso alguna solo encontró el mudo silencio al caer la cabeza en el cesto.
Danton y Desmoulins fueron detenidos la misma noche. Danchart comandaba a los que apresaron al segundo. Su mujer lloraba rota de dolor mientras Danchart, frío y con la sangre hirviendo en las venas, se enfrentaba a la mirada de Desmoulins.
—¡Tú! Me alegro de que seas tú. Un loco sin cabeza. Eso me reafirma en todo lo que he dicho.
Danchart sonrió.
—Pronto nos pareceremos un poco más. Ninguno de los dos tendremos cabeza.
Desmoulins le respondió con una mueca, dejando claro que no compartía la gracia.
—¿Por esto luchamos juntos? ¿Esto era lo que queríamos en 1789?
Danchart le miró enfurecido.
—Yo sigo luchando por lo mismo que entonces.
Desmoulins comenzó a andar siguiendo a sus captores y Danchart se puso a su lado.
—¿Sabes? Pronto vendré a por tu mujercita, y ahora que lo pienso, también iré a por la de Hébert.
Desmoulins palideció.
—¿Qué dices?… ¿Qué ha hecho ella? —gritó.
—No la he visto intentar salvarte.
La ejecución de los que llamaban indulgentes, con Danton y Desmoulins a la cabeza, se convirtió en un despertador para los que simplemente veían pasar los hechos. Días después también eran llevadas a la guillotina sus mujeres. Cualquiera podía ser el siguiente. Todos estaban expuestos a una patada en la puerta, un juicio rápido sin derecho a réplica y una ejecución certera y limpia. La Convención se revolvía y algunos de los miembros del Comité de Salud Pública comenzaron a poner a Robespierre en entredicho.
Pero el Incorruptible no se amedrantó. Mandó llamar a Danchart y le dejó claro lo que tenían por delante.
—Todos conspiran contra mí. Conspiran contra la libertad. La República está en peligro. Necesitamos una nueva depuración. Limpiar de una vez por todas París de sus enemigos.
Danchart no dijo nada.
—Mañana pediré a la Convención su respaldo. Lo conseguiremos, no lo dudes. Prepárate para detenerlos a todos por la noche. —Y Robespierre le extendió una lista interminable de nombres y direcciones.
—El marqués de Pouget figura el primero. A partir de mañana lo buscará toda Francia.
***
Danchart seguía con su abrigo azul oscuro sobre los hombros a pesar del verano. Sus hombres a su alrededor, la lista en un bolsillo y la ginebra en el otro. Era el momento señalado; solo quedaba esperar el último aviso. París parecía inquieta aquella noche. Se oían demasiados murmullos, demasiados ruidos abruptos rompían el silencio. Danchart se frotaba las manos esperando su momento. Entre las calles vacías, un muchacho corría como alma que llevaba el diablo; tanto que, cuando llegó hasta aquella siniestra cuadrilla, apenas logró decir:
—Han… detenido… a Robespierre.
Danchart le pidió que se tranquilizase y le ofreció su botella para calmar la sed. El muchacho escupió sorprendido por el extraño sabor de aquel líquido que él creía agua. Recobró un poco el aliento y trazó un discurso con más sentido:
—Han detenido a Robespierre. Y a Saint-Just, y a Couthon…, y hay órdenes de detención para muchos más…
Danchart podía asegurar a ciencia cierta que su nombre encabezaría esa lista, quién sabe si en manos de Pouget. Aquella era la batalla definitiva…
—¿Dónde están?
—En el ayuntamiento.
Danchart y sus hombres se lanzaron a la carrera hacia allí. A pesar de la intensa vigilancia, no dudaron en abalanzarse sobre la cámara municipal. La lucha fue abierta y encarnizada. Algunos consiguieron liberar a Robespierre. Sonaban disparos. Cuando llegaron los refuerzos de las tropas leales a la Convención, que había ordenado la detención del Incorruptible, la balanza se decantó. Danchart y los suyos escaparon como pudieron. Robespierre, herido, volvía a su fría celda, antesala definitiva a la guillotina.
Danchart corría sin saber adónde. De repente, de nuevo París se le mostraba como una gran enemiga. Ninguno de los lugares a los que podía ir era seguro. Nadie salvaría esta vez al conde de Clermont. Se acercó con cautela hasta su pensión, pero desde lejos pudo ver las decenas de hombres armados que revoloteaban en sus alrededores. Era evidente que lo buscaban, y Danchart sintió que estaba acabado.
Danchart perdió todas las ganas de luchar. Su rostro palideció y sus ojos recuperaron el blanco natural para cubrir aquel iris gris, ahora derrotado. Danchart vagó por las calles, ocultándose en las sombras. Se detuvo bajo una lámpara de aceite que alumbraba la noche y se sentó. Levantó la cabeza y se quedó mirándola. Cerró los ojos y volvió a levantarse. Dejó de caminar escondiéndose en las esquinas bajo la única protección de la luz de la luna. Empezó a sentir una terrible paz. Se acercaba el final. Por fin todo se acababa. Danchart sentía que su angustia moría… Había perdido, sí, pero al fin había encontrado la paz…
Danchart llegó hasta El Cuartel, en pleno corazón de un barrio de Saint-Antoine en el que apenas había ruido. Hoy no comenzaba una gloriosa jornada en aquel lugar. Entró, sin molestarse siquiera en cerrar la puerta, bajó al sótano y pasó sus manos por la imprenta, sus dedos entre la tinta, el papel… Le encantaba aquel invento. Subió a su altillo y se sentó en la mesa en la que había preparado tantas y tantas cuartillas. Abrió el cajón y sacó su pistola. Se la llevó a la boca. Rozó con su dedo el gatillo…, pero no disparó. La dejó sobre la mesa. No era justo quitar a sus enemigos el placer de llevarlo a él a la guillotina. Se puso un vaso de ginebra y lo saboreó. Bebió con calma, despacio, buscando el sabor…, disfrutando de aquel líquido, sin ningún deseo de calmar su ansiedad ni desatar su euforia. Vendrían a buscarlo allí. Todo París sabía que aquella era su guarida; solo era cuestión de esperar. Danchart se sirvió una nueva copa mientras llegaba su momento, y las clavijas de la puerta chirriaron. Había pensado que oiría los gritos desde lejos pronunciando su nombre y el de su destino, la afilada cuchilla, pero solo escuchó aquel chirriar, al que siguió el sonido de unos pasos tan firmes como lentos…
Rasjwonski encendió la lámpara de aceite que había sobre la imprenta y enseguida descubrió a Danchart sentado allí arriba, en el altillo, llevándose un nuevo trago a los labios. Subió las escaleras y se quedó frente a Danchart, que, una vez alzada la mirada y reconocido a su viejo amigo de Clermont, se dejó caer sobre la silla.
—Tú… Así que no tendré una gran muerte ante el pueblo… Moriré aquí, lejos de todos, y caeré para siempre en el olvido.
Rasjwonski se sorprendió al observar a Danchart. Su pelo largo y descuidado era ya totalmente blanco, al igual que la barba. Su cara estaba pálida y apenas se podían ver sus iris grises, más claros que nunca, tanto que se confundían con el blanco del ojo.
Rasjwonski bajó la cabeza, asintiendo, y sacó un viejo puñal de su chaqueta. Se acercó y tiró al suelo la pistola. Danchart ni se movió. Su mirada estaba clavada en el puñal que Rasjwonski sostenía en su mano.
—Es el mismo con el que mataste a aquel pobre fraile en Clermont.
Rasjwonski volvió a asentir con la cabeza.
—Bien, al menos algo de poesía en mi muerte.
—¿Por qué la dejaste morir, Danchart?
Danchart se llevó la mano a la barba y sus ojos titilaron. Frente a él, las lágrimas asomaban a los ojos de Rasjwonski.
—No fue por ti… No quería hacerte daño… Tú eres mi amigo, mi único amigo. No quería hacerte daño…
—¿Entonces por qué? Si tú no la querías, ¿por qué? —Las lágrimas comenzaron a resbalar por la cara de Rasjwonski.
—Porque no podía mirarla a los ojos… Sus ojos me decían, me gritaban, que las cosas podían ser de otra manera…
—¿Y eso era tan insoportable para ti? —dijo Rasjwonski, roto de dolor.
—Esa es la verdad, y no la soporto… No la soporto, Rasjwonski, créeme.
—Desde que ella no está, siento un vacío enorme. Siento un dolor infinito.
—Lo sé, Rasjwonski. Sé bien qué es eso…
Rasjwonski se enjugó las lágrimas, se levantó y dejó caer el puñal delante de Danchart.
—Matarte sería liberarte del castigo en el que vives… y no te lo mereces… Marie y su marido acaban de salir de París en un carruaje hacia Bruges.
Rasjwonski se quitó la chaqueta y se la tiró a Danchart. Y lo mismo hizo con su anillo. El anillo de la casa de Ferrand.
—Tienes mi caballo en la puerta… No te debo nada… Serás un maldito asesino como yo ahora que yo soy un pobre desgraciado como tú.
El rostro de Danchart recobró el color y sus ojos volvieron a llenarse del rojo de la ira. Bebió como si no hubiese calma para su sed, cogió la chaqueta, el anillo y el puñal y salió a la calle. Se puso la chaqueta y montó a caballo.
Cabalgó como un loco entre los matorrales y arbustos para intentar llegar a la ruta hacia Bélgica sin pasar por París. Pronto estuvo en ella y el galope se convirtió en enfermizo. No había nadie en el camino, así que no tuvo dudas cuando vio un carruaje a lo lejos.
Espoleó con fuerza al caballo y acortó las distancias. De repente, el cochero miró hacia atrás y también él aumentó el ritmo. Los dos caballos tiraban con fuerza, pero el peso que llevaban era demasiado y ya nada les permitiría escapar. Danchart llegó a su altura, forzó al caballo y se lanzó sobre el cochero. El conductor perdió las riendas y el carruaje volcó, saliéndose a la cuneta. El cochero echó a correr sin mirar atrás.
Pouget salió del compartimento y se lanzó a por Danchart, que ya sangraba por la cabeza. Pero este lo esquivó y lo empujó al suelo. Marie también salió del carruaje como pudo. Danchart cogió la piedra más grande que encontró y la alzó con fuerza y con las dos manos sobre la cabeza de Pouget.
—¡No, Danchart! —gritó Marie.
Pouget no pudo esquivar el golpe. Danchart golpeó su cabeza por segunda vez con más fuerza, la frente se aplanó y la sangre comenzó a brotar escandalosamente.
—No, Danchart… ¡Danchart! —gritaba Marie, tratando de detener el brazo de su viejo amor, que martilleaba sin cesar la cabeza de Pouget, ya sin sentido alguno.
—¡Te dije que no te acercaras a ella! ¡Te dije que te mataría con mis propias manos!
—¡Danchart! ¡Danchart! —seguía gritando Marie, hasta que entendió que su marido ya estaba muerto. La muchacha dio unos pasos confusos y cayó al suelo llorando desconsoladamente, desgarrando la noche con cada grito. Danchart dejó de golpear el desfigurado rostro de Pouget y corrió hasta Marie. Cayó ante ella de rodillas e intentó abrazarla. Marie le golpeaba en los brazos.
—Marie, Marie. Todo ha acabado. Vámonos. Vámonos a Clermont. Allí seremos felices.
—Estás loco. ¡Te odio! ¡¡Te odio!!
—Ven conmigo, Marie. Podemos ir a América si quieres. Soy muy rico. Tengo una fortuna allí.
Marie siguió golpeándolo hasta que descubrió en la chaqueta de Danchart el puñal que Rasjwonski le había dado y lo cogió. Apuntó a los ojos de Danchart. Ahora era ella la que estaba poseída por la furia y el dolor. Danchart se abrió la camisa y le mostró su pecho.
—De acuerdo, Marie. Hazlo. ¡Hazlo, Marie!
—¡Lo has matado! ¡Lo has matado!
—¡Vamos, Marie, hazlo!
Marie rompió a llorar de nuevo, tiró el puñal al suelo y comenzó a golpear a Danchart en el pecho.
—Estás loco. Te odio.
Danchart intentó volver a abrazarla. Marie lo golpeó con furia, se deshizo de aquellos brazos que querían estrecharla y se levantó.
—Vámonos a Clermont. Seremos felices.
Marie corrió hasta su marido. Pasó sus manos por su rostro ensangrentado, lloró sobre su pecho.
—Te quiero, Marie, no sé vivir sin ti —decía Danchart. Seguía de rodillas, con la mirada perdida y sus manos abiertas y llenas de sangre, implorando.
Marie se levantó sin saber adónde ir. Daba pasos a un lado y a otro como una sonámbula, sin rumbo, sin destino.
—¡Te odio, Danchart! ¡Te odio!
FIN