LIII. El truco
Danchart ni siquiera acompañó a los reyes hasta el carruaje. Si hubiese ido y, sobre todo, si hubiese prestado atención, habría asistido a la despectiva mirada del rey hacia Fersen cuando le dijo:
—Tú no llevarás nuestro carruaje. No vendrás con nosotros.
De golpe y porrazo, la persona que mejor conocía el plan de huida, que conocía cada recoveco del camino, era apartado de la conjura. Pero Danchart ya no estaba en eso. Danchart ya vagaba por las calles de París, sin prisas por llegar a aquel encierro autoimpuesto. Marie no había ido. A Marie no le había importado nada, solo su marido. Entró en algunas tabernas. En todas pidió ginebra. En ninguna se llevó el vaso a los labios. Jugaba con él entre los dedos. No entendía nada. Y aquellas palabras de la reina… «Esa mujer no dejará a su marido por nada.»
No, estaba equivocada. Se lo demostraría. Saldría bien la fuga. Danchart recuperaría el papel que su familia había desempeñado en la corte desde hacía tantos años. Todo sería distinto. Él sería el hombre del rey… ¿Del rey?… Francia sería suya… Marie lo vería definitivamente como el gran hombre que quería tener a su lado y las cosas volverían de una vez por todas a su sitio. Sí, eso ocurriría. De repente, Danchart recuperó un esbozo de sonrisa, apretó el paso y volvió a casa. Se encerró y se tumbó sobre la cama. Apenas pegó ojo buscando cada dos por tres el reloj, desesperado porque no pasaban las horas.
El mayordomo no necesitó llamar dos veces a la puerta para despertarlo. Danchart se levantó raudo y salió al salón.
—¿Qué sucede? ¿Han salido ya?
—Disculpad, monsieur. Es una visita. Me ha insistido en que lo haga pasar. Dice que es un buen amigo vuestro.
—¿Amigo mío? El padre Rubán.
—No, no. No es un sacerdote. No le hubiese dejado entrar, pero es un hombre inválido.
—¿Invalido? ¿Couthon en París? Pero ¿cómo me ha encontrado?
—¡Danchart! —Y una cálida voz llegó desde el salón—. Soy tu amigo Serrant. Maurice Serrant.
Danchart apenas se cubrió con su chaqueta. Dijo al mayordomo que estaba bien. Que era un viejo amigo y que no se preocupase. Le pidió que preparase algo para desayunar y salió al salón. Serrant estaba de pie en el centro de la sala. Solo. Correctísimamente vestido y apoyados ambos brazos en un largo y fino bastón. Danchart entró en silencio, se sentó ante Serrant y se recostó perdiendo la mirada en el techo.
—¿No vas a darte un abrazo con un viejo amigo?
La luz del día se coló entre las cortinas revelando a Danchart que la mañana estaba bien entrada y que, al final, entre el cansancio y la excitación, había terminado por quedarse profundamente dormido.
—No debió hacerlo, Danchart. Ha traicionado a Francia.
Danchart seguía en silencio, repasando los hechos del día anterior.
—No volveremos atrás, Danchart. No cederemos en cada una de las libertades conseguidas. Luis no volverá a ser rey.
Danchart repasaba una y otra vez lo sucedido la noche anterior y siempre acababa deteniéndose en aquellas palabras de la reina. Aquellas que lo alejaban tanto de Marie y que zaherían su corazón con la mayor virulencia.
—No lo habéis asesorado bien, Danchart. Lo enviáis al exilio. ¡Habéis hecho más por la república que el propio Platón!
¿Marquesa? Marie, que siempre había hecho gala de aquel orgullo de clase burgués, convertida en marquesa. Y no solo de nombre: actuando de cortesana de la reina. A su lado. Dispuesta incluso a huir con ella… Pero ni siquiera eso. Lo dejaba todo por seguir a su marido. Y Danchart se hundía en aquel sofá. ¿Qué había sido de aquello de hacer algo por ella misma? ¿Qué había sido de sus estudios de medicina? ¿Lo había dejado todo para seguir al hombre que amaba? Y aquello hacía palidecer a Danchart. Hacía que sus manos no encontrasen un lugar en el que quedarse quietas.
—A las siete ya se sabía que el rey había escapado. Desde las nueve la Asamblea está reunida. Los ejércitos permanecerán leales. Jurarán lealtad a la Asamblea.
«Lealtad —pensaba Danchart—. Qué concepto tan disperso, tan ambiguo.»
—Lo más fácil, Danchart, será que me digas dónde está el rey. Que se entregue. Quizá todavía podamos salvar esa teoría de Lafayette y Bailly de que ha sido secuestrado por Bouillé.
Danchart se levantó entonces y se acercó a Serrant.
—Me alegro de volver a verte.
Serrant esbozó una mueca de sonrisa.
—A mí también me gustaría poder decir lo mismo.
Danchart cogió del brazo a Serrant y lo contempló con detenimiento.
—Veo que te cuidan bien.
Serrant no hizo ademán de cambiar su posición para intentar ponerse frente al lugar del que salía aquella voz turbada y claramente recién levantada, señal de una noche movida.
—Te digo lo mismo que te he dicho siempre, Danchart. Eres buena persona. Y las buenas personas siempre están al lado de las causas justas cuando llega el momento. Todos cometemos errores en el camino y lo más importante siempre es salir de ellos de la mejor manera posible. Estoy aquí para sacarte de tu último error.
Danchart se sonrió.
—Te agradezco las intenciones, Serrant. No olvidaré nunca tu generosidad y benevolencia conmigo. Pero lo único que puedo ofrecerte es que te sientes a mi mesa, junto a mí, y ambos esperemos a ver quién de los dos está en el error.
Serrant golpeó con el bastón buscando un lugar en el que sentarse, cosa que finalmente hizo al encontrarlo.
—¿Sabes, Danchart? Quizá este sea ahora mismo el lugar más peligroso de toda Francia. En cualquier momento pueden derribar esa puerta y entrar sedientos de sangre.
—Creí que pasaba desapercibido.
—Tú sí lo has hecho, pero no tus actos. Cuando me dijeron que estabas aquí… No sabía qué pensar… No quería creer que fueras tú… Quería que fueses uno de los nuestros. Un hermano de sangre. Alguien a quien defender incluso estando en el otro lado.
—¿Y no lo soy?
—No, Danchart. Me gustaría poder decir que sí, pero no lo eres.
Danchart seguía sonriéndose.
—Entonces, ¿qué va a pasar conmigo?
—Creo que estás ciego, Danchart. Que hace mucho tiempo que estás ciego. Mucho más ciego que yo. Me apena pensar que nunca alcanzarás tu anhelo. Me duele de verdad, porque eres un buen hombre.
A Danchart le incomodó el tono que tomó Serrant.
—Basta ya, Serrant. No te anticipes a los acontecimientos. Pronto veremos quién de los dos alcanza su anhelo.
Danchart se levantó y fue hacia su habitación. Le detuvo la visión de un hermoso reloj de mesa. ¡Las cuatro y media! ¿Tanto había dormido? ¡El futuro de Francia en juego y él había estado durmiendo hasta tan tarde! Entró en la habitación, se vistió un culotte apresuradamente y volvió a la sala con el resto de la ropa en la mano. Serrant continuaba sentado. Danchart cogió un croissant y, acabando de ponerse la camisa, con la chaqueta a cuestas, volvió a dirigirse a Serrant.
—¿Aún aquí, Serrant?
De repente, sonaron dos golpes en la puerta. Después otros dos más virulentos y gritos.
—¡Abre la puerta! ¡Ábrela antes de que la eche abajo!
Danchart fue hacia una de las mesas del salón, abrió un cajón y cogió una pistola. Mandó al mayordomo, que ya se escondía en la cocina, ir hacia la puerta principal mientras él terminaba de cargar su arma. Escondió a Serrant tras una esquina y le dijo al mayordomo que abriese la puerta. El buen hombre la abrió y se escondió tras ella. Danchart se puso de frente, dispuesto a abordar cara a cara al que estuviese tras ella… Era solo un hombre. Vestido a la moda. Exquisitamente vestido, me atrevería a decir. Incluido un sombrero de copa bajo y un largo bastón en la mano.
—No quería creerlo…, de verdad que no quería. ¡De nuevo en París, y ahora como conde!
—Yo también me alegro de verte, Rasjwonski.
La visita cerró la puerta y pasó al salón. Miró hacia el mayordomo que, acuclillado, temblaba.
—No os preocupéis, no os va a pasar nada —le dijo Danchart.
El hombre se levantó entonces, recuperó cierto aire de dignidad y al pasar abrió rápido la puerta y salió corriendo. Serrant también dio un paso al frente. Dando golpes a un lado y otro y siguiendo las voces y sonidos, se unió al grupo. Rasjwonski sonreía y no perdía de vista a Danchart, que escondía la pistola detrás de la espalda. Rasjwonski se movía por el salón, sin separarse demasiado de la pared y sin borrar la sonrisa. De repente, se oyó un estruendo en la cocina. Danchart mostró su arma y Rasjwonski también sacó una. La cocinera y la costurera irrumpieron entonces en la sala. Pasaron por delante de Rasjwonski y también ellas ganaron la puerta y salieron corriendo.
Rasjwonski comenzó entonces a reír estruendosamente.
—¡Bienvenido a París, Danchart! ¡Echábamos de menos a un loco como tú!
Danchart le sostenía la mirada y dejaba claro que tenía la pistola en la mano.
—¿Tú también aquí, Serrant? No te creía en esta conjura. ¿O es que el conde de Clermont también forma parte de vuestro selecto grupo?
—Sabes bien cuál es mi causa.
—Sé bien muchas cosas de ti, Serrant, y de los tuyos, y de que siempre estáis en todos los bandos. En misa y repicando.
—¿A qué debo esta visita, Rasjwonski?
Rasjwonski hizo más clara su sonrisa.
—París no ha dormido esta noche en casa, Danchart, y tú tienes fama de pasar muchas horas en vela.
—Ya, y tú, fama de que no pase nada en la ciudad sin que lo sepas.
—Así es. La última noticia es que han prohibido a cualquier persona salir del país. Al parecer, muchos han decidido abandonar la patria tras su rey.
Danchart continuaba nervioso y Rasjwonski exageraba más sus gestos mientras seguía girando y manteniendo firme la mirada de su inesperado anfitrión.
—Pero no te preocupes, Danchart, la guardia real ya ha detenido a algunos.
En aquel momento, Danchart bajó el arma y exclamó sorprendido:
—¿A quién?
—¿Han detenido al rey? —preguntó Serrant uniéndose a la conversación desde su esquina.
—No, no ha sido al rey, pero seguro que a ti también te interesa, Serrant, y mucho…, aunque no creas que la mitad que a nuestro amigo Danchart. Han detenido intentando huir del país, dirección Turín…, al marqués de Pouget… ¿Te suena, Danchart?
Pero curiosamente fue a Serrant a quien sobresaltaron las nuevas.
—¿Pouget? ¡Pero si él es inocente! Tengo que salir.
Y moviendo su bastón a diestro y siniestro, consiguió alcanzar la puerta como si su vista fuese la de un lince.
Rasjwonski mantenía su mirada clavada en Danchart, pero ya no veía en él ningún peligro. El conde apenas sujetaba el arma y su color pálido denotaba la ansiedad que le embargaba. Rasjwonski lo sabía a su merced.
—Sí, Danchart. Iba con su esposa…, al parecer lo quiere mucho. Pero… pensé que ya habías dejado eso atrás… No puedo creer que hayas vuelto a París por ella…
Danchart dejó caer su arma sobre un sillón. Marie huía con su marido. A Italia. No iban tras el rey. Huían como enamorados locos, sin nada que los retuviese. Rasjwonski no podía evitar reír abiertamente.
—Te dije que lo matases, Danchart.
El conde levantó la cabeza y posó su mirada en Rasjwonski. Este volvió a reír.
—No, Danchart. Otra vez no. Yo no lo mataré. Ahora soy un hombre de paz. Ni siquiera llevo esta pistola cargada. Te dije que nunca lo haría. Tendrás que hacerlo tú. Estoy seguro de que te merecerá la pena. De que ella volverá a tu lado.
Un gran vocerío los sacó repentinamente de su conversación. Rasjwonski, ya casi en la ventana, no dudó en asomar la cabeza para ver qué pasaba.
—La guardia nacional, Danchart. Creo que vienen a por ti. Tu juego se acaba.
Danchart no intentó llegar a la ventana para cerciorarse de lo que decía Rasjwonski. Los gritos llegaban claros, cada vez más cerca: «Es en el segundo», «Matadlos si oponen resistencia».
—Tú también estás aquí.
—Oh, gracias por la preocupación, pero la mayoría de esos muchachos me tratan de hermano. Sabes bien que soy una persona generosa.
Rasjwonski siguió acercándose a Danchart. Se agachó levemente y, tras recoger la pistola que el conde había dejado sobre el sofá, se la ofreció de nuevo.
—Esta sí que está bien cargada. Todavía huele a pólvora… Quizá descerrajarte la tapa de los sesos sea tu salida más digna.
Ya se oía a la guardia nacional en las escaleras del edificio.
—Hazlo tú. Se te da mejor. Tú eres el asesino.
Rasjwonski dejó entonces la sonrisa burlona que había mantenido desde su llegada y la cambió por una mueca que acompañaba su cara de asco, de odio. Se abalanzó sobre Danchart y lo golpeó en el pecho, este cayó perdiendo la respiración, Rasjwonski lo empujó tras las cortinas y tiró por la ventana un elegante sillón. En ese mismo momento llegaban seis miembros de la guardia nacional. El que los comandaba se detuvo en la misma puerta al ver a Rasjwonski, quien, tras asomarse a través de los cristales rotos, se dirigió a los guardianes de la ley:
—Vamos, ha saltado al oíros llegar.
El capitán del grupo debía de ser uno de esos leales a Rasjwonski, porque no dudó en acatar el imperativo del Príncipe.
—¿Cómo era?
—Es un hombre rubio. Extranjero. Quizá ruso o escandinavo. ¡Vamos! Voy con vosotros.
Rasjwonski acompañó a la cuadrilla. Todavía cruzaba el umbral de la puerta el último cuando Danchart tocándose el pecho y tratando de recuperar el aliento salió de su escondite. Corrió hacia el perchero donde estaba su capa española, cruzó la puerta y empezó a subir las escaleras del edificio, aunque no llegó lejos. En el segundo escalón dio la vuelta y volvió a entrar en el apartamento, corrió hacia la ventana, se agachó, cogió la pistola que Rasjwonski había dejado en el suelo y volvió a escapar escaleras arriba. En unos minutos estaba en el tejado. Y poco después, ya corría en los cielos de París, lejos de un edificio al que había vuelto la guardia nacional, que, rendida tras buscar a aquel extranjero por todo el barrio, buscaba ahora en el apartamento pruebas que lo identificasen.